Renovación del partido o cómo continuar politizando el poder judicial

Son constantes, los conocidos llamamientos de Carlos Lesmes, Presidente del CGPJ, a “renovar la institución”, atendiendo al mandato constitucional de refrescar cada quinquenio el órgano que determina, en buena medida, el alcance de la genuina independencia de gran parte de los Jueces.  Algo evidente, por mucho que se quiera ocultar. No en vano, el propio portal informático del “Poder Judicial” incluye al Consejo, mostrando así, quizás en lapsus, lo que realmente está en juego. De ahí la brutal presión para hacerse con el control de este órgano.

Los Jueces, todavía al menos, son independientes en el momento del acceso, ganado mediante dura oposición, algo que permite confiar extraordinariamente en su formación, desde luego, y también en que la accesión a la función se lo deben a sí mismos, no a la designación amiga de la agencia de colocación en que se han convertido los partidos políticos. Es, resueltamente, la vía de acceso del pueblo a la Justicia, algo que confirma con contundencia el lema tradicional de que la justicia procede del pueblo, expresado en todas las sentencias mediante la remisión a la autoridad que les confiere a los Jueces la Constitución Española, que basa resueltamente en una democracia tradicional fundada en el Estado de Derecho que los Jueces representan, la fórmula política que nos hemos dado. No se lo deben a nadie, desde luego no a ningún partido político, algo que confiere particular signo de identidad a su propia valía personal, fuente última de la genuina independencia. Quizás precisamente por eso mismo más de un partido político sueña con adueñarse del propio acceso a la judicatura, con el fin claro de colocar a amigos y dependientes que, llegado el caso, les resuelvan sus problemas, atiendan siempre a sus indicaciones y mandatos y, en fin, logren el ensueño de monopolizar hasta los últimos resortes de la vida social, económica y hasta personal de ciudadanos, empresas, y cualquier órgano que conforme la sociedad a la que así dominarían hasta sus últimas raíces.

Subrayemos que en una democracia típicamente parlamentaria, el Ejecutivo, al proceder formalmente del Legislativo, unifica por el partido político correspondiente ambos supuestos poderes del tríptico tradicional en que debería desenvolverse el Estado de Derecho. Ahora si se consiguiera ya, hacerse con el poder judicial, el partido político, unificando en sí mismo los tres poderes, tendría más omnipresencia que la Trinidad entera, volviendo así al siglo XVIII, que es donde se encuentran a gusto las cúpulas de los partidos políticos. Nada de Revolución Francesa. Antes el monopolio político correspondía a la Monarquía absoluta y ahora al partido absoluto, quizás – o no- ganando algo si son dos partidos, logrando así un duopolio más o menos imperfecto.

Se trata de impedir que el Juez sea independiente. Y a fe que algo han conseguido. Porque si no por abajo, desde luego, por arriba, sí que han logrado hacerse con parcelas muy importantes del Poder Judicial, a empezar por el propio Tribunal Supremo, que es donde se les puede juzgar dada la condición de aforados de las cúpulas de tales partidos, vía Parlamento. Una vergüenza democrática que desde luego ningún partido tradicional está dispuesto a renunciar, dadas las enormes rentas de todo tipo – personal, política, representativa, hasta económica llegado el caso, frecuente, de operaciones mercantiles que han de pasar por el Alto Tribunal-.

No hace falta extenderse mucho sobre la crítica que desde foros académicos, instituciones europeas, se viene haciendo, pese al calor político y mediático que reciben los Consejeros y el propio Consejo y su desempeño. Así, ahora, con llanto jeremíaco, son innumerables las voces que insisten desde los medios (y con falta de decoro, por parte de algún Consejero, desde el propio Consejo) en la necesidad de renovar la institución, azotando públicamente a quienes vienen exigiendo que se cambie de una vez esa nefasta Ley que permite que los veinte vocales sean designados por los partidos políticos. Se trata de una Ley que es fruto de una Sentencia del Tribunal Constitucional – otro que tal- que, con mala conciencia, con ausencia de tres Magistrados, por unanimidad del resto presente, avaló la destrucción del Estado de Derecho al consagrar el disparo legal que realizó Bandrés a la línea de flotación (la independencia) del paquebote judicial, en perfecta sincronización con el Gobierno de entonces. Desde entonces no flota. Se hunde. Y ello pese a la lucha de Federico Carlos Sainz de Robles, ya antes, y pese al recurso de constitucionalidad que fue presentado por quienes luego rápidamente mudaron también hacia el monopolio partidista, al comprobar las indudables ventajas que el sistema de unidad de poder y coordinación de funciones proporcionaba: el dominio absoluto de lo que constituye realmente el Poder Judicial.

No extrañe pues aquella mala conciencia expresada en 1986 por el Tribunal Constitucional (recordemos: “(se) obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y, entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial”… “La existencia y aún la probabilidad de ese riesgo, creado por un precepto que hace posible, aunque no necesaria, una actuación contraria al espíritu de la norma constitucional, parece aconsejar su sustitución, pero no es fundamento bastante para declarar su invalidez, ya que es doctrina constante de este Tribunal que la validez de la ley ha de ser preservada cuando su texto no impide una interpretación adecuada a la Constitución“.

La verdad, hubiera bastado con una interpretación de conformidad con el artículo 3º del Código Civil, – donde se encierran las técnicas interpretativas -o del propio Savigny, de donde procede la hermenéutica – o más directamente, de la teoría y técnica de la interpretación constitucional, que no permite bajo ningún concepto acabar con la división de poderes – para alcanzar prontamente la solución contraria a aquélla tomada, declarando entonces inconstitucional la Ley que consagró el monopolio de los partidos políticos a la hora de designar los Vocales del Consejo General del Poder Judicial.

Con estos mimbres, no resulta extraño que, treinta y cinco años después, hoy los Magistrados del Tribunal Supremo estén cortados por la tijera legal y se crean que su designación no ha de corresponder al mérito y la capacidad. Así, la reciente sentencia del TS, de 11 de junio de 2020 (menos mal que cuenta con un excelente Voto Particular del Magistrado Excmo. Sr. D. Nicolás Maurandi Guillén) dice: “Nuestra jurisprudencia es constante al subrayar que el Consejo General del Poder Judicial tiene amplísimas facultades de valoración y elección en los nombramientos de carácter discrecional que efectúa… ( y por ello mismo)… con la matización esencial de que no es equiparable el control de la discrecionalidad de un simple órgano de la Administración Pública con el del ejercicio de las potestades de nombramiento de un magistrado del Tribunal Supremo, producida por el órgano constitucional previsto en el artículo 122.2 CE, que actúa en el ejercicio de una función constitucional peculiar…”.

Y es que una cosa es la discrecionalidad y otra bien distinta, es el apriorismo de libérrima decisión que conduce directamente a la arbitrariedad, cuya interdicción proclama, hoy menguada, la propia Constitución. No se niega que exista una discrecionalidad en los elementos no reglados e, igualmente, a partir de tales elementos, pueden definirse determinados elementos que, en ocasiones, permitan identificar, también con discrecionalidad, una determinada configuración del perfil del cargo. Pero todo ello, siempre, a partir de la motivación, justificación en estos extremos y sin violación de los elementos reglados que han de componer la parte fundamental de la selección. En suma, reglas primero y solo en aquello que no deje de constituir sino un elemento peculiar propio de un determinado perfil, admitir ahí la discrecionalidad. Algo que coincide en medida no desdeñable con la discrecionalidad más tradicional tal como la describió (y redujo) Eduardo García de Enterría, con magisterio que merece la pena ser recordado.

Volvamos a la cuestión de la renovación, piedra de toque de toda esta digresión.

A mi entender, con la Sentencia del Tribunal Constitucional aludida, y la redacción de la Ley Orgánica, se consumó la “desinstitucionalización” del Consejo. El CGPJ no representa en absoluto el Poder Judicial ni, mucho menos, es el órgano que fortalece la independencia de los Jueces. Representa, cabalmente, el dominio de los partidos políticos sobre los Jueces, con pérdida neta de su independencia.

A partir de ahí y como ya deduje hace años (en mi libro “El Poder, la Administración y los Jueces”), la renovación del CGPJ, tal como está regido por la Ley, es simplemente la reiteración de un despropósito. Disparate que redunda en atenazar la independencia de los Jueces, comenzando por lo más alto y siguiendo por toda la enorme extensión de cargos que va ventilando el Consejo.

Es decir, y manifestando mi opinión totalmente contraria a la reiteradísima corrección política con la que los medios se pronuncian al insistir en que “se pone en juego las instituciones”: al renovar, refrescando los Vocales mediante la designación política de los partidos políticos, lo que se hace es exactamente lo contrario a respetar la institución. Cada vez que se renueva el Consejo, aunque existan Consejeros de calidad y excelencia, que siempre los hay, globalmente lo que se hace es empaquetar el órgano con el cartón de la política. Se politiza la Justicia, que por ello, precisamente, es criticada severamente por los ciudadanos, sufridores de tal falta de independencia.

Como no hay fórmulas mágicas de la ciencia jurídica para resolver las piezas rotas del mecano institucional,  tendremos que aceptar cierto desorden transitorio hasta que se recomponga en buena línea el CGPJ (como todo el mundo sabe, haciendo que a los Jueces los elijan los Jueces)- Más vale aguantar, y ponerse manos a la obra para relanzar la independencia judicial en lo que al CGPJ toca. Y que consiste, con toda evidencia, en generar una nueva Ley, semejante a la primera, en la que, como el añorado D. Federico Carlos pretendía, los Jueces sean quienes, haciendo bueno a un Montesquieu no muerto, elijan a los Jueces.

Si se renueva con el actual régimen, lo que se renueva es el partido. En doble sentido, el partido entre los dos partidos (y sus adláteres) y el Consejo General del Poder Judicial como extensión de partidos políticos. Un desastre. A ese partido, simplemente, no hay que jugar.