Severo Bueno, in memoriam

Por mi condición de Abogado del Estado de Barcelona, de su misma promoción y de la cosecha del 67, me piden que escriba unas breves líneas que destaquen el perfil profesional y personal de Severo Bueno, Abogado del Estado Jefe en Cataluña. El honor es inmenso, tanto como el privilegio de haber compartido más de media vida, en la juventud y la madurez, con una persona entrañable y bondadosa, como su curioso nombre indica.

A modo de resumen, y si se me permite el juego de palabras, creo no equivocarme si afirmo que era Bueno con los demás, con todos, y Severo, mucho, en la defensa de la legalidad y del Estado de derecho. En el plano profesional, resulta imposible glosar o intentar resumir en este momento sus múltiples logros, tanto en la defensa judicial como en la función consultiva a diversas entidades estatales del sector público.

En todo caso, sus actuaciones siempre se han sustentado sobre la base de dos grandes pilares: el respeto a la legalidad y la defensa a ultranza de las libertades, individuales o colectivas. Por ello, no es de extrañar que sus intervenciones más conocidas –a veces incomprendidas o, peor aún, calificadas injustamente como de “azote del independentismo”- no hayan obedecido a otra causa que la simple defensa de la legalidad o de las libertades o derechos fundamentales; ni el litigio que ganó como padre de familia contra la Administración autonómica para preservar el derecho fundamental de su propia hija a recibir la enseñanza en su lengua vehicular (en un centro docente concertado, por cierto) ni su defensa del colectivo policial que, en los desgraciados sucesos del 1 de octubre de 2017, se limitó a dar cumplimiento a un mandato judicial, son fruto de una postura tendenciosa o de una cruzada personal para azotar a nadie. En absoluto. Es un ejemplo de rigor en la aplicación de la ley, lo que no permite tibiezas ni titubeos. Requiere ser Severo, y mucho.

En lo personal, nos conocimos con 12 o 13 años, no recuerdo bien, dando clases de tenis en el Club de Polo de Barcelona. Aún nos reíamos hace poco de aquella experiencia tan fugaz como ilustrativa. Digo lo de ilustrativa porque ya entonces y en el marco de una actividad lúdica en la que nuestro talento era más bien justito, Severo mostraba una muy temprana búsqueda de la justicia, corrigiendo, ante el estupor de propios y extraños, las instrucciones del profesor, motivando adecuadamente por qué las reglas o las instrucciones impartidas en el golpeo de la pelota o los turnos de descanso de los alumnos no le parecían justas o lógicas. Por suerte para el tenis español, ni él ni yo perseveramos demasiado en el intento. Pero ya desde entonces se estaba perfilando un marcado carácter que orientó toda su vida, la personal y la profesional: la admirable firmeza, casi dogmática, que tenía sobre sus propias convicciones, lo que le permitió ser valiente y le granjeó el respeto, que no sumisión, de todos cuantos hemos trabajado con él.

Y este es otro detalle fundamental pues, además de la potestad derivada de la jefatura, siempre atesoró un liderazgo que, ya en aquél momento, era un valor que escaseaba, máxime, como él decía siempre, en un colectivo en el que todos tienen o les reconocen el extraño título de “listos oficiales”. Severo siempre fue, hasta el final, un “primus inter pares”, el primero entre iguales, no por el hecho del nombramiento –lo que solo confiere ciertas facultades de dirección- sino por el reconocimiento explícito de todos los que hemos trabajado con él. Una autoridad en toda regla, sin duda. No es casual que un antiguo y brillante Secretario general de la Abogacía General del Estado, también fallecido, me confesara un día que “si Severo no existiera, habría que inventarlo”. Pues eso, toca reinventarse; no será fácil, pero disponemos del molde ejemplar que nos deja Severo.

Mucho tiempo después, ya licenciados en Derecho ambos, coincidimos unos días en la academia de preparación en Barcelona, antes de que yo me fuera a Madrid para seguir con mis estudios. Recuerdo como si fuera ahora, en la sala de espera, una imagen inédita de Severo, con coleta, vestimenta no muy adecuada y la pierna enyesada. Lo de la coleta, en aquellos tiempos, ya denotaba un carácter especial, dicho sea de paso. Pero lo más sorprendente fue cuando, preguntado por el preparador (guía espiritual al que los opositores seguimos con una fe inquebrantable y al que, en ocasiones, obedecemos por temor reverencial) sobre el motivo de la caída o del accidente, Severo espetó, con total displicencia, que había tenido un accidente fortuito mientras bailaba en no sé qué discoteca la noche anterior. Sí, la noche anterior, cuando se supone que debía estar estudiando. Se hizo un silencio sepulcral ante semejante aseveración, a la espera de la fulminante reacción del preparador. Las carcajadas del resto de opositores y del propio preparador abortaron, afortunadamente, mis peores presagios. Era muy fácil haber puesto una excusa cualquiera, una mentira piadosa. Severo no era así. No mentía nunca, siempre decía lo que pensaba, aun si la verdad, la suya, podía perjudicarle. Era un hombre íntegro, sin dobleces.

Otro ejemplo imborrable del carácter de Severo fue cuando aprobamos, en marzo de 1996, y teníamos que elegir destinos. En aquel entonces existía la llamada prestación social sustitutoria del servicio militar y, Severo, después de múltiple prórrogas por estudios, había optado por la prestación social que, ante la sorpresa de todos, decidió cumplir en la Abogacía del Estado de Tarragona, ejerciendo funciones de personal auxiliar y durante casi un año. Un ejemplo de responsabilidad y de acatamiento de la ley, pues lo lógico hubiera sido extender el régimen de prórrogas hasta cumplir los 30 años, que entonces era causa eximente del servicio militar. Severo no entendía de estrategias ni de tácticas, y menos si un camino más corto generaba desigualdades o tratos de favor.

Una vez cumplió escrupulosamente la prestación asumió la jefatura de Tarragona, pero con una ventaja competitiva frente a todos: conocía y respetaba profundamente las funciones del personal auxiliar, colectivo al que ha defendido numantinamente durante toda su trayectoria profesional en la jefatura (rectius, liderazgo) en la Abogacía del Estado Barcelona, primero, y en la Comunidad Autónoma, después. Su respeto y protección máxima al personal, que trabaja vocacionalmente en la abogacía con niveles muy inferiores al de otras unidades, es otro de los perfiles de su carácter: la bondad. No es por casualidad que en el tanatorio desfilaran multitud de funcionarios de la abogacía del Estado, algunos jubilados, como muestra de gratitud y de respeto, lo que él siempre predicó para ellos en justa reciprocidad. Tan es así que, repetidamente, cuando se repartía el trabajo o las materias con el ingreso de nuevos abogados, Severo siempre primaba la organización y coordinación entre los auxiliares, en detrimento de las preferencias que le insinuábamos los compañeros.

Severo era, además, un hombre singularmente austero y humilde. No probaba el alcohol, no fumaba, no bebía café (era un enamorado de la limonada en invierno y de la horchata en verano) y rara vez acudía a las reuniones multitudinarias. No era timidez ni lo que vulgarmente se podría denominar como un carácter antisocial. Bien al contrario, yo creo que simplemente cedía el protagonismo a otros, intentando no coartar ni limitar la espontaneidad de los demás. No era un simpático profesional pero el trato con él era de una gran cordialidad y, con la confianza debida, destilaba un humor británico muy sugerente.

Condecorado merecidamente hasta la saciedad (ya en 2017 recibió la Cruz de San Raimundo de Peñafort de Primera Clase y ahora, en el mes de agosto, la de Honor), nunca hizo ostentación de nada ni luchó por el reconocimiento de los demás. Es más, si el interés general aconsejaba eso de “ponerse a un lado”, término muy nuestros días en la jerga política, lo hacía sin ningún problema. Recientemente, ante las intrigas e insidias que tuvo que sufrir en una entidad que la Abogacía del Estado asesora por vía de Convenio, Severo supo ceder su puesto en el Consejo a otro compañero, por el bien común. Es, quizás, la única vez que le he visto ceder ante presiones ajenas; no por doblez o tibieza, sino por una causa de mayor calado: el beneficio del colectivo y del interés general.

Pero el Severo íntegro, bueno, leal, responsable tenía, como todo ser humano, dos grandes debilidades: su familia y el Atlético de Madrid.

Lo de la familia numerosa debe ser, como en mi caso, una inclinación propia de los hijos únicos, una querencia natural hacia lo desconocido. Recuerdo cuando conoció y se enamoró de Susana, una chica encantadora de Valladolid que acababa de aprobar las oposiciones de Fiscal. Lo primero que hizo fue presentarla con orgullo en el bar de la esquina de la abogacía a todos los compañeros. Poco tiempo después se casaban y formaron una familia ejemplar, con tres niñas y, como decía Severo, “otro hijo único”, Vicente, que nació bastantes años más tarde. Su apego familiar era muy intenso; idolatraba a su padre médico (también llamado Vicente), fallecido mucho tiempo antes, amaba a su madre y adoraba su esposa e hijos.

Lo del fútbol es otra historia. No tenía antecedentes ni ascendentes conocidos sobre esta extraña afición por un equipo que ni era de su ciudad ni tampoco destacaba demasiado en sus logros deportivos; más bien al contrario. Aunque hay diversas interpretaciones sobre la cuestión, recuerdo que un día me comentó que el origen se remonta a la final de la Copa de Europa de los años 70 que el Atleti perdió con el Bayern de Múnich. En eso coincidimos, pues desde el mes agosto, por razones de infausto recuerdo, yo también soy más del Barça gracias al Bayern. Desde entonces, desde una derrota dolorosa, me decía Severo que sintió la necesidad de seguir a un equipo sin suerte, desamparado y que sobrevivía ante las opulencias y abuso de posición dominante de su vecino metropolitano. Redoblar esfuerzos, luchar contra los elementos, no dar nada por seguro y competir partido a partido han sido pautas de comportamiento que han guiado su actuación personal y profesional. Lamentablemente, no verá realizado en esta vida su gran sueño, y eso que, como comentábamos hace pocos días, este año parecía propicio. Maldito Leipzig.

En fin, las anécdotas darían para un libro.

Una última reflexión, algo más trascendente. Siempre que nos deja un ser querido la sensación de vacío y de incomprensión es muy intensa. En el caso de Severo tengo personalmente la sensación de que nos quedaba una conversación pendiente para habernos dicho, por ejemplo, lo mucho que nos queríamos. No parece tan complicado, pero lo cierto es que vivimos la vida de manera absurda, atropelladamente, sin decir lo que pensamos ni pensar, a veces, lo que decimos. Y obviando, por implícitas, muchas confesiones y sinceridades que deberían aflorar con mayor naturalidad. Por eso, por esas omisiones involuntarias, cuando un amigo se va, sentimos que todos nos morimos un poco con él, que algo se muere en el alma, como dice la sevillana.

Quiero destacar finalmente, por si no ha quedado claro, que Severo era por encima de todo -y de todos- un hombre bueno, muy bueno. Pocas veces un apellido identifica tan fidedignamente a una persona.

Gracias por el inmenso legado que dejas. Descansa en paz, Severo Bueno, ser humano excepcional, compañero de verdad y amigo para siempre.