La paradoja de la (i)responsabilidad disociativa

El Derecho, en su cualidad de orden normativo, regula comportamientos que se consideran socialmente deseables bajo la intimación de determinadas consecuencias que son, además, legítimamente aplicables aun contra la voluntad del infractor y, si fuese preciso, empleando el uso de la fuerza socialmente organizada. De ello no debe inferirse que el Derecho impone coercitivamente los comportamientos que demanda como debidos, más al contrario, son las sanciones, o si se quiere, las consecuencias desfavorables que sus propias normas prevén como respuesta a la inobservancia del comportamiento por quien debía hacerlo. De esa forma, el Derecho coadyuva al mantenimiento de la convivencia al expurgar toda otra vis que no sea la propia y predeterminada. Si el Derecho renunciase al monopolio del uso de la fuerza por medio de los órganos jurisdiccionales y coactivos independientes, ese vacío sería entonces ocupado, en el ámbito de las relaciones sociales, por el sujeto más fuerte.

Pues bien, este bastidor convivencial que presumíamos elemental está manifestando claros signos de incompatibilidad con una sociedad que, cada vez con mayor arraigo, se ha instalado en lo onírico, eludiendo las ineluctables consecuencias que las conductas antijurídicas acarrean. De un pensamiento acrítico capaz de promover la censura de los zoónimos insultantes, de crear «espacios seguros» en las facultades para restañar a los estudiantes de los debates perturbadores o de optar por la desinformación como placebo del dolor en un vacuo ejercicio de resiliencia emocional, no debe extrañarnos que muestre una profunda aversión con respecto a cualquier manifestación de fuerza y, especialmente, con la que es consecuencia de la estricta aplicación del Estado de Derecho.

Esta pubescencia moral cree firmemente que el monstruo desaparecerá con sólo cerrar los ojos. Por eso, cuando los vuelven a abrir y advierten el malcarado rostro de la respuesta del Estado de Derecho, reaccionan confundiendo el rito procesal con la arbitrariedad totalitaria; el ejercicio independiente de la función jurisdiccional con veleidades partidistas y la democracia con el mero ejercicio del derecho al sufragio individual, postergando el principio de legalidad en favor de un inquietante y renovado Volksgemeinschaft e invocando el poder sanatorio del sufragio como panacea de cualquier conducta inmoral o, incluso, ilegal.

Pero hete aquí que, cuando creíamos haber alcanzado la sublimación de la inmadurez radical, del uterinismo como forma de vida, nos topamos con una emergente tendencia conductiva ontológicamente incompatible con la «no-responsabilidad» descrita antes, y claramente identificable en los últimos meses a raíz de los diversos episodios de violencia racial en algunas ciudades norteamericanas.

Acabamos de enfatizar la irresponsabilidad como genuino Weltanschauung de las conductas tanto de la clase gobernante como, consecuentemente, de los gobernados. Sin embargo, y aquí es cuando aflora la paradoja disociativa, los mismos individuos autoirresponsabilizados se arrogan ahora una serie de cargas y servidumbres que, a pesar de no serles en modo alguno imputables, las asumen con deleite como propias. Verbigracia, según esta tesis, todos los ciudadanos blancos de las sociedades occidentales actuales seríamos, en una suerte de incidente de derivación de responsabilidad histórica, responsables de la esclavitud y explotación de millones de hombres y mujeres de raza negra. O, por singularizar, todos los españoles de hoy, debemos inexorablemente asumir el coste en vidas humanas y haciendas derivados del descubrimiento de América. Desafueros intelectuales y morales que son consecuencia inevitable del grave problema que arrastran los adalides de la identidad como criterio vertebrador de la sociedad: su absoluta incapacidad para discriminar al considerar que todos los hombres, todas las mujeres, todos los negros, todos los blancos o todos los homosexuales son iguales.

Un proceso de reasignación de remordimientos que resulta, sin embargo, incompleto sin la fundamental intervención del citado elemento identitario, que ha logrado el sensacional efecto de convertir a los individuos en culpables no por lo que hacen, sino por lo que son. Y es que esta asunción de cargas terceristas genera, un efecto añadido que explica este proceso performativo y necesariamente incongruente:  la pulsión del individuo occidental por integrarse en alguna de las decenas de categorías de afrentados disponibles, y así alcanzar la absolución por una culpa artificialmente inoculada por un acreedor que cambia su displacer por un contra/goce de perfume nietszcheano.

Adquirir hoy el oximorónico estatus de victimario/agraviado dispensa de forma automática una confortable aura de superioridad moral; una inapelable legitimidad; el desigual reconocimiento a un trato de favor y la rentable eximente de cualquier tipo de responsabilidad -salvo la histórica por vía generacional-, habilitándole además para descargar aquella en el chivo expiatorio o la cabeza de turco correspondiente. Y en este sentido, ninguna como la sociedad occidental para interpretar el rol del Agnus Dei.