Lecciones del covid-19: España necesita una ley de datos

Esto no es nuevo: nuestro sector público adolece de una mala gestión de la información que tiene importantes consecuencias tanto para el diseño de las políticas públicas como para el sector privado, y que se está poniendo de manifiesto de forma particularmente aguda en la crítica situación presente, como ya hemos denunciado con anterioridad. Esto se debe en gran medida a tres razones: la falta de una cultura de gestión con base en el dato de nuestras administraciones, la patrimonialización o apropiación del dato por los gestores públicos y su politización y continua manipulación por los responsables políticos.

Falta en nuestra Administración (y posiblemente también en gran parte de nuestro sector privado) una verdadera cultura del dato, como fundamento de una gestión “con base en la evidencia”, concepto típicamente anglosajón poco desarrollado en nuestra sociedad. La toma de decisiones, la definición y ejecución de nuestras políticas, requieren para ser eficaces apoyarse en una información de calidad y detallada sobre las realidades actuales, y la ausencia de esa información aboca a la improvisación, impide una gestión que se anticipe a los problemas y genera decisiones que no se ajustan a las necesidades reales.

Todo eso se ha visto en la gestión del covid, con una incomprensible falta de información que, meses después del inicio de la pandemia, sigue sin corregirse. Basta analizar el documento ‘Estrategia de detección precoz, vigilancia y control de covid-19‘, del Ministerio de Sanidad: solo a partir del 11 de mayo, dos meses después del inicio de la crisis, hemos sido capaces de obtener alguna información detallada, y en cualquier caso muy deficiente.

En segundo lugar, existe entre los responsables públicos un arraigado sentido de la propiedad exclusiva del dato. Ello puede responder a un instinto de protección de ese dato (sin fundamento, puesto que es sencillo anonimizarlo) y de poder (el dueño del dato posee el conocimiento y controla su impacto en la opinión pública). Lo cierto es que las instituciones públicas son poco proclives a compartir los datos de que disponen. Existe una prolija regulación, con la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, o la Ley 37/2007, de 16 de noviembre, sobre reutilización de la información del sector público, así como las diversas normas técnicas sobre interoperabilidad, que pretende eliminar estas trabas y crear un entorno de transparencia y publicación de la información del sector público, pero sus resultados son poco alentadores.

Nuevamente el caso del COVID es esclarecedor. A pesar de contar con información detallada sobre las infecciones activas a partir del 11 de mayo, la Administración ha decidido hacer pública solo la información agregada en un fichero muy pobre, según se describe en el propio panel covid-19. Una información detallada que comprendiera todos los datos disponibles, fácilmente anonimizables, puesta a disposición de toda la sociedad (empresas, investigadores, prensa, etc.) para que analizaran y publicaran conclusiones sería extraordinariamente eficaz, como recientemente ha señalado en estas mismas páginas Jesús Fernández-Villaverde. Pero aunque la misma existe, puesto que las distintas instituciones sanitarias autonómicas y centrales la generan, no se extrae de ella la utilidad que podría ofrecer en la lucha contra la pandemia porque no se quiere abrirla a la sociedad. Las administraciones públicas optan, claramente, por apropiarse del dato, no hacerlo público y decidir quién puede utilizarlo, pese a que la normativa antes citada obligaría a hacerla pública.

Finalmente, nuestros responsables públicos practican con frecuencia la manipulación interesada del dato. Dado que hay poca información y que la poca que hay no se suele hacer pública, les resulta fácil utilizarla en función de sus intereses políticos, como hemos visto en estos últimos meses: datos de CCAA que no acababan de llegar al ministerio, información y contrainformación de unos y otros, datos presentados de forma parcial, encuestas de opinión sesgadas, etc.

Esta inadmisible actitud de los responsables públicos, habituados a manejar los datos a conveniencia para proteger la imagen pública de su gestión y agravada por la descentralización de nuestra Administración pública, es insostenible en el entorno digital, dinámico e hipercompetitivo en el que el mundo está entrando. Las nuevas soluciones a los complejos desafíos económicos, sociales, empresariales, de gestión pública, etc. a los que nos enfrentamos vienen, en gran medida, de la mano de la Inteligencia Artificial, que para desarrollarse correctamente necesita un gran volumen de datos precisos, fiables y permanente actualizados. Los datos sobre la realidad económica y social de nuestro país y su entorno constituyen un recurso de importancia fundamental para nuestro futuro progreso, y se encuentran, principalmente, en manos del conjunto de las administraciones y entidades públicas de todo tipo de España. Este acervo de información, sin duda, cae dentro de la órbita de aplicación del art. 128 de la Constitución Española, cuando proclama que toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general.

Su disponibilidad y uso tanto por las restantes entidades públicas como por las empresas y particulares es un factor estratégico para el desarrollo de nuestra sociedad y para la puesta en marcha de toda clase de proyectos públicos, empresariales y de servicios modernos y competitivos. Es imprescindible crear no solo la norma imperativa, sino también la conciencia social de que existe un deber concreto y exigible a todas las autoridades españolas de generar y tratar adecuadamente esa información a la que tienen acceso.

La reciente Directiva UE 2019/1024 de 20 de junio de 2019, relativa a los datos abiertos y la reutilización de la información del sector público, debe ser objeto de transposición antes del 17 de julio de 2021, actualizando la citada Ley 37/2007. Se prevé en la Directiva que cualquier documento (es decir, cualquier contenido o conjunto de datos, sea cual sea su soporte) conservado por organismos públicos, así como en ciertos casos por empresas públicas u organismos de investigación financiados públicamente, sea puesto a disposición general del público, para fines comerciales o no comerciales, y en formatos abiertos, legibles por máquina, accesibles, fáciles de localizar y reutilizables, junto con sus metadatos. La reutilización de esos datos y documentos debe ser gratuita, permitiéndose únicamente la recuperación de los costes marginales de la distribución del dato.

Entre ellos, existen datos de alto valor por su potencial para generar beneficios socioeconómicos o medioambientales importantes y servicios innovadores, beneficiando a un gran número de usuarios, en particular pymes (datos meteorológicos, estadísticos, sobre movilidad, los datos de los registros mercantiles sobre las sociedades mercantiles, etc.), que deben estar a disposición del público de forma enteramente gratuita desde el primer momento. La gratuidad es muy importante, por cuanto el beneficio que se puede generar para el conjunto de la sociedad excede en mucho el supuesto coste que la generación de los datos haya tenido para la entidad (externalidades positivas). Únicamente cabe excluir algunos datos, como los personales cuando no se puedan anonimizar adecuadamente, los que sean objeto de propiedad intelectual o industrial, afecten a la seguridad nacional o defensa, a la confidencialidad estadística o comercial, etc.

Ahora bien, para generar un sistema capaz de impulsar el progreso socioeconómico y la digitalización de nuestra economía (ambos objetivos básicos del Gobierno), la transposición de la directiva y la regulación de la materia no deben limitarse a los mínimos establecidos en ella. Es imprescindible dar un paso más, y para ello puede servir de ejemplo el modelo anglosajón: la Ley que realice la transposición de la Directiva debe obligar a todos los organismos públicos a recoger, tratar y hacer pública la totalidad de la información y datos que reciban. Para esto, cada organismo deberá: determinar de forma consensuada con las partes interesadas todos los datos que son de interés; definir y cumplir un procedimiento de tratamiento de los mismos para dotarles de la calidad necesaria, que incluya fijar los mecanismos para su publicación (en formatos abiertos y con el máximo nivel de detalle y granularidad posible) y garantizar la puntual e inmediata actualización, dada la importancia creciente de la rapidez de los procesos de gestión; y establecer una revisión continua de su cumplimiento de esos deberes y un régimen sancionador contundente para aquellas autoridades que manipulen, alteren, oculten, retrasen, o simplemente no generen los datos mínimos que se consideren razonables.

Adicionalmente, es necesario abordar una profunda transformación de nuestra Administración. En primer lugar, de los perfiles que la componen. Necesitamos profesionales muy diferentes de los actuales entre los que se incluyan científicos de datos, lo que implica adaptar los mecanismos de selección y la política de incentivos a los nuevos tiempos. Se debe garantizar la independencia de las instituciones y sus gestores. Y, finalmente, se debe exigir la rendición de cuentas y el desarrollo de una cultura de gestión con base en la evidencia. Sin todo ello seguiremos teniendo una Administración del siglo XIX para abordar los complejos problemas del XXI.

 

Una versión previa de este artículo fue publicada en El Confidencial y puede leerse aquí.