Un pueblo soberano a través de sus jueces

2020 no es un año como los demás. Para los ciudadanos, para las instituciones, para España. Gravísimos acontecimientos lo están marcando. Uno de ellos es que el Consejo General del Poder Judicial ha incumplido la Constitución: ha dejado de hacer los nombramientos de tres magistrados de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, de nueve presidentes de Audiencias Provinciales y de algunos presidentes de Tribunales Superiores de Justicia. Carlos Lesmes, el rey sol de ese órgano de gobierno de los jueces, decidió en enero suspender los procedimientos de selección que ya estaban en marcha. La obtusa explicación que se dio en los mentideros de Madrid fue que el mandato del Consejo llevaba vencido casi dos años y legítimamente correspondía hacer esos nombramientos al nuevo Consejo cuando se renovara.

¿Legitimidad versus legalidad? La ley indica que el Consejo —vamos a denominarlo en adelante CGPJ— saliente continúa en funciones hasta la toma de posesión del nuevo, y no excepciona de su actividad ninguna de las funciones que corresponden a este órgano, entre las que se encuentra la de realizar nombramientos discrecionales de altos cargos judiciales. Por tanto, ¿de qué legitimidad se hablaba, superior a la ley, que Lesmes dio por buena? De ninguna; es un eufemismo.

Es una retórica de ambiciones personales y cantos de sirena para guiar al Ulises judicial hacia el único soberano, supuestamente el pueblo. Pero ya podemos adelantar que se trata de un engaño.

La maniobra consiste en que un nuevo CGPJ, que se predica que debe ser más progresista dado el último resultado de las elecciones generales, elija a los jueces de nombramiento discrecional siguiendo el patrón de 2/3 progresistas, en lugar de 2/3 conservadores. Como el nuevo CGPJ será más progresista, se dice, los jueces del Supremo, los presidentes de las Audiencias y de los Tribunales Superiores de Justicia tienen que serlo en la misma proporción. Y, para ello, se acude al caladero de las asociaciones judiciales afines o a la simple amistad; para que sea tanto como decir que ahora toca que sean menos del PP y más del PSOE-Podemos en el imaginario que en esas alturas se maneja.

Esto significa que el proceso selectivo para llegar al Tribunal Supremo deviene en una pantomima en la que el nombramiento discrecional se convierte en arbitrario. No es algo nuevo, sino que así ha sucedido desde que se modificó en el año 1985 la forma de designación de los vocales del CGPJ. Lo que ocurre es que el CGPJ no siempre elige al mejor por mérito y capacidad entre los mejores jueces, sino que demasiadas veces selecciona al mejor por fidelidad, lealtad a una ideología o amistad. Prioriza premiar al juez del propio bando, o devolverle un favor. De esta manera, el político se asegura que el elegido ni siquiera deba recibir alguna llamada ni advertencia para resolver un futuro litigio en un sentido determinado, sino que lo hará por su propia inclinación, al margen de exquisiteces o excelencias jurídicas. Ya se sabe que en el Derecho nada es solo blanco o solo negro, pero la turbia limpieza del nombramiento arrojará una sombra alargada, con el resultado de que el futuro juicio a Puigdemont, los recursos en los casos de Gürtel y ERE o la instrucción de las querellas por la gestión de la pandemia, que serán resueltos por esos tres nuevos jueces del Tribunal Supremo, quedarán marcados por la sospecha.

Con todo, al suspender los nombramientos y ahora reactivarlos, Carlos Lesmes evidencia particularmente que los magistrados del Tribunal Supremo se nombran por pura negociación partidista ajena a la calidad del nombrado.

Con esta función de nombramientos judiciales tan perversamente entendida, pura corrupción jurídica, como la denomina la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial, se comprende que el CGPJ se haya convertido en una pieza codiciadísima de los políticos y grupos de poder fáctico que estos no quieren soltar; por eso, el pasado 22 de septiembre PSOE-Podemos se opuso a reformar la ley, como proponían Ciudadanos, Vox y un irreconocible PP. No quisieron que doce de los veinte vocales del CGPJ fueran elegidos por los propios jueces y se pudiera romper por fin, de una vez por todas, esa sutil aunque férrea cadena de oro con la que los políticos controlan a los jueces y a la justicia. Sí, hay que reconocerlo, existe ese control; pero existe de color rojo y azul.

Sin embargo, lo más dramático es que no se trata de una cuestión interna de los jueces, y allá ellos, sino que es una perversión de nuestro Estado de Derecho que convierte a los políticos y a los poderes fácticos en entes privilegiados frente al resto de los mortales. La igualdad de todos ante la ley es solo real para estos últimos.

Los partidos políticos —y ahora le toca al PSOE beber del elixir— han encontrado la fórmula perfecta para asegurarse el privilegio. Proclaman que la premisa de que la justicia emana del pueblo solo se materializa si el Parlamento elige a doce de los veinte vocales del CGPJ, entre jueces, y a los otros ocho entre juristas de prestigio, muchos de los cuales son exdiputados o exconsejeros autonómicos, porque solo ellos representan al pueblo.

La Constitución no dice esto, ni lo permite; y el Tribunal Constitucional advirtió en 1986 que la norma fundamental no se debe interpretar de este modo porque el CGPJ no es un Parlamento en pequeño. Señaló que es mejor que doce de los veinte vocales los elijan los jueces, pero, si no fuera así, los candidatos a vocales del CGPJ deben exponer su curriculum en el Parlamento, y los diputados de todos los partidos deben elegir a los más preparados, a los que tengan mejor curriculum o a los más conocedores del mundo procesal. Pero deben hacerlo todos los diputados; no los dirigentes de tres partidos en sus despachos, aunque luego se escenifique el reparto del pastel en una votación ordinaria.

Recientemente, desde Europa se viene indicando que el Parlamento no debe elegir a doce de los veinte vocales porque la autoridad política no debe intervenir en ninguna fase de su nombramiento. Solo así se garantiza la independencia judicial, que no es privilegio de los jueces, sino derecho de los ciudadanos que garantiza otro derecho fundamental, la igualdad de todos ante la ley. El Consejo de Europa lo reitera de modo insistente, de forma que no hay que creer a los políticos cuando, para retener el control exclusivo, repiten el mantra de que son el representante exclusivo del pueblo; y menos cuando ya sabemos para qué hacen esta afirmación.

La justicia emana del pueblo, sí, pero el pueblo son los jueces que administran justicia frente al soberano absoluto de los antiguos regímenes. Si el pueblo representado en el Parlamento ya elige a ocho de los veinte vocales, es lógico que el pueblo a través de sus jueces elija a los doce vocales restantes del CGPJ. Que no nos engañen; porque también es democrático pensar que elige el pueblo si se deja a los jueces elegir a esos doce. Por respeto a la independencia de los jueces y por la igualdad de todos ante la ley.