Ahora que la segunda ola del coronavirus arrecia y los cierres imperativos de locales de negocio vuelven a ser una amenaza real, no está de más retomar la polémica (interesantísima) sobre cuál es el impacto de dichas medidas sobre los contratos de arrendamiento de locales de negocio. La materia mereció la atención del legislador, quien mediante el RDL 15/2020 vino a establecer esto: a ciertos arrendatarios vulnerables (PYMES y autónomos que cumplieran determinadas condiciones) les concedió un beneficio (moratoria en los pagos, por determinado plazo), siendo obligada su aceptación para arrendadores cualificados (grandes tenedores), mientras que para los no cualificados la cosa no quedaba tan clara (aunque lo razonable parecía sostener que debían aceptarla, quedando el plazo en el aire). Todo ello “en línea” -según declaraba la Exposición de Motivos- con la cláusula rebus sic stantibus. Ello ha generado un debate entre civilistas, que pueden seguir en estos sitios: aquí, aquí, aquí o aquí; también aquí por la parte procesal.
Mi intención es hacer algo de brainstorming al respecto, no pretendo sentar cátedra llegando después de plumas tan ilustres (dos de ellas de maestros míos, muy admirados…). Advierto también de que organizo la exposición en torno a unos modelos ideales, que no pretenden reflejar la posición de ningún autor, aunque utilicen retazos de sus textos. Los modelos son tres:
1) El riesgo es del arrendador y el RDL es una tontería.
El arrendador tiene el deber de facilitar el goce pacífico de la cosa ex art. 1544.3 del Código Civil (“CC”). Por tanto, es él quien incumple su obligación a raíz del cierre imperativo. Un ejemplo clásico lo ilustraría: alquilé un cuarto a un pulidor de lentes; el vecino, que puede hacerlo, levanta una pared que impide el paso del sol y el pulidor ya no puede trabajar. Solución: no tengo que indemnizar al arrendatario (no es mi culpa), pero tampoco puedo reclamar la renta, pues el inquilino (como corresponde en un contrato sinalagmático) me opondrá la excepción de contrato incumplido (amén de que, si la contingencia se prolonga excesivamente, podrá resolver el contrato). Lo que quizá lleva a algunos a, equivocadamente, sostener lo contrario es imaginar que el propietario, al entregar el local, ha transferido al arrendatario el riesgo de que aparezcan circunstancias impeditivas del cumplimiento. Eso sería así en una compraventa (ex art. 1452 del Código), pero no en un contrato de tracto sucesivo como el arrendamiento, donde nunca pasa al arrendatario el riesgo citado. Por todo ello, el RDL 15/2020 es absurdo: carece de sentido suavizar, con relativa cicatería, una obligación del arrendatario (la de pagar la renta) que no existe.
Objeciones: El arrendador deja de prestar su obligación si le sucede al local algo que impide cualquier uso. Verbigracia: un terremoto o una orden de la autoridad de efectuar obras que la hacen temporalmente inhabitable (art. 26 de la LAU, en conexión con el 30). Pero no necesariamente (en una recta interpretación del 1544.3 del CC) porque surja un impedimento para la concreta actividad elegida por el arrendatario.
Para comprenderlo, hay que situar el tema en el contexto técnico adecuado, que es el de la causa del contrato. Recordemos que el porqué del contrato es relevante al nivel abstracto (aquí lo sitúa en la categoría de los onerosos y en particular los de cesión de uso por precio…), pero el móvil concreto (quiero poner un bar o una tienda de flores) no tiene consecuencias jurídicas, salvo si es ilícito (en cuyo caso anula el contrato) o cuando las partes lo incorporan a la “causa” o, como también se dice, lo reputan “base del negocio”, con su voluntad expresa o tácita. Pero miento, hay otra opción: que la Ley presuma (en aras de la seguridad del tráfico y como norma dispositiva) que eso es lo que harían unos contratantes normales, que toman decisiones económicamente racionales. Tal cosa es lo que probablemente sucede en el caso antes mencionado del pulidor: la excelente iluminación natural del local formaría parte de “la causa concreta del contrato”. Ahora bien, no hay por qué presumir que ello ocurre automáticamente, siempre que el arrendador conozca el uso proyectado.
Es más, añadiría: la misma duda existe en sede de compraventa. El tema se ha planteado también en el contexto de la pandemia, cuando la orden de cierre de locales se verifica entre el contrato privado y la traditio, frustrando al menos a medio plazo las expectativas de uso de los compradores. Ahí no cabe duda de que el riesgo de pérdida es del dueño, pero la cuestión es si en verdad existe pérdida. Para mí, no hay inconveniente en concluir que sí, aunque la causa sea jurídica y no física. Mas el eterno debate es si la frustración de uno o varios usos extrae del bien todo su jugo económico o al menos una parte esencial. Los comentaristas anglosajones invocan, para dilucidarlo, la idea de preservation of the bargain. Completamente de acuerdo, pero el vendedor bien puede aducir que él no cobraba una prima por asegurar un deal a prueba de virus.
Más aún: supongamos que así ha sido. Yo me comprometo a entregar un bar con todos los parabienes para su uso como discoteca. Si antes de firmar la escritura pública llega la orden de cierre, me conformo con perder la venta. Pero si ahora me dicen que soy arrendador y debo garantizar ese uso a lo largo de la vida del contrato, ya tuerzo el gesto, por la sencilla razón de que la garantía es duradera y, por ende, más costosa. Así pues, el hecho de que el contrato sea de tracto sucesivo no me anima a conservar el riesgo; antes bien, me induce a transferirlo. Por lo pronto, si ese riesgo, por fortuito que sea, pertenece a la esfera del negocio, debe presumirse que se transfiere al arrendatario cuando este toma el control que podría prevenirlo; y si es extraordinario, el debate sigue abierto…
2) El riesgo es del arrendatario, aunque el RDL lo modera.
Supongamos que lo resolvemos y asignamos entonces el riesgo al arrendatario, que seguiría obligado a pagar el 100% de la renta. Aun así, según este modelo, no todo está perdido para el inquilino: si el susodicho deber deviene muy oneroso e insostenible, ello puede justificar la aplicación de la cláusula rebus sic stantibus, para promover medidas paliativas. El RDL le da algo de árnica al inquilino, en esta línea. No hay que descartar que el herido pueda solicitar y obtener más medicinas de los tribunales, pero la verdad es que el RDL se lo dificulta: cuando a los arrendatarios pobres, en su contienda con los ricos, la Ley les reconoce tan poco, ¿habría que ser más clemente en los demás casos?
Objeciones: La cláusula rebus solo opera, según la jurisprudencia, cuando no existe una asignación de riesgos por voluntad de las partes, expresa, tácita o presunta. No está para echar un cable al que se ha visto perjudicado por la distribución de riesgos establecida en el contrato, sino solo para especificar en qué se traduce, en concreto, la materialización de un riesgo conjunto. Por tanto, atribuir el riesgo al arrendatario equivale a dejarle sin remedio.
En cualquier caso, la posición 2) defiende con muy poco ánimo que la rebus pueda dar mucho más de lo que ya ha ofrecido el legislador, con su interpretación “autorizada”. Y esto rechina. Si de verdad la reclamación del arrendatario es sólida, porque se asienta en la naturaleza conjunta del riesgo, entonces el legislador no está autorizado para quitarle un euro de lo que le pertenece. Entonces no solo podemos, sino que debemos (por respeto al derecho de propiedad) asumir que el RDL solo admite una interpretación constitucionalmente legítima: es una norma de mínimos, que solo trata de asegurar al arrendatario “algo” de lo que es suyo por aplicación de la normativa civil, con la esperanza de que esto sirva para abortar tormentas de demandas, indeseables porque colapsan los tribunales y generan soluciones contradictorias. Mas en ningún modo puede coartar que los Tribunales concedan a alguien lo que es suyo, porque así lo pactó.
3) El riesgo es compartido y el RDL se limita a caminar en esa dirección, sin recorrer más que una parte del camino.
Para justificar lo anterior, caben dos vías:
3.1) Apliquemos el art. 1575 del Código Civil, referido al arrendamiento de predio agrícola.
Este precepto dispone que el arrendatario tiene derecho a rebaja de la renta por “pérdida de frutos” ante casos fortuitos extraordinarios, entendiendo por tales “aquellos que los contratantes no hayan podido racionalmente prever”, por ser absolutamente desacostumbrados (sin duda la pandemia puede ser uno de ellos). La norma distribuye, pues, los riesgos del contrato atendiendo a quién tiene el control sobre los mismos: si por ser previsibles están en la esfera del arrendatario, se los impone a éste; pero si son imprevisibles, los atribuye a ambas partes, dejando al Juez (en lo que es a la vez aplicación de la rebus) la determinación del detalle del reparto, atendidas las singularidades del caso.
Objeciones: La solución anterior es justa, pero el fundamento no es exacto. Tal y como se viene aplicando por la jurisprudencia, la rebaja de la renta que ofrece el 1575 del CC es del 25% si se pierde el 25% de la cosecha… ¡y, por ende, del 100% si se pierde el 100%! Ciertamente, la propuesta parece salomónica, porque el arrendador pierde la renta, mientras que el colono derrocha su trabajo y sus desembolsos. Pero es que partimos de una situación de fuerza mayor, que no es culpa de nadie, así que estaría bueno que encima cargáramos al arrendador con la pérdida de beneficio de su inquilino. Eso ni se plantea. Lo que se discute, en un esquema de reparto de riesgos fortuitos, es si hay alguien que se desprende de lo suyo (porque lo pierde o lo paga), sin recibir nada a cambio. Y la norma contesta que ese alguien es el arrendador, lo que equivale a atribuirle el riesgo de la contingencia extraordinaria. La solución del caso es, por tanto, la misma que da la posición 1), siquiera limitada a los riesgos desacostumbrados.
3.2) Ahora bien, hay otro fundamento que de verdad convierte el riesgo en compartido, lo que significaría que, ante una reducción de la facturación a 0, el arrendatario paga un X% de la renta. La idea es aplicar la ratio legis del 1575 del CC, pero mutatis mutandi. El arrendador de un campo se encuentra ante la tesitura de cultivarlo personalmente (y entonces nadie le libra de perder ingresos ante calamidades imprevisibles) o arrendarlo a un colono (en cuyo caso tendrá también que dejar de cobrar si sucede ese desastre). De ahí que el 1575 le asigne el riesgo. En cambio, el dueño de un local de negocio tiene otras alternativas. De ahí que no quepa asignarle el riesgo en su totalidad. Ahora bien, cuando uno se libra de algo por un motivo, ese algo modula en qué medida se libra. Al fin y al cabo, cuando el arrendador acepta un uso determinado para el local, también se “casa” con el mismo y se ata a su salud, de la que depende el sustento económico de la relación. Si a pesar de todo quiere el divorcio porque tiene otros novios, habrá que investigar en qué medida es cierto: en plena crisis económica, ¿le lloverían esos usos alternativos, en breve plazo o solo después de un largo período de ociosidad y eso por renta mejor o peor? Ese coste de oportunidad tira hacia arriba de la renta que debería seguir pagando el arrendatario. A la inversa, el coste de terminación (por ejemplo, ¿deberá abonar al arrendatario las inversiones no amortizadas?) tira hacia abajo. Con este tira y afloja, debería encontrarse un punto justo de rebaja que permita la continuidad del contrato y de la actividad, en lo que también existe un interés social.
Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid en 1987. Ha desarrollado toda su carrera profesional como asesor jurídico en empresas públicas y privadas. Aficionado a la escritura, sus artículos jurídicos han sido premiados por la La Ley, el Centro de Estudios Financieros y el Colegio de Abogados de Madrid, quien también premió uno de sus relatos breves. Actualmente escribe en el Blog http://multafacere.blogspot.com/