Alejandro Nieto: noventa años

En los países más respetuosos con las grandes personalidades se celebran sus setenta, sus ochenta, sus noventa cumpleaños con glosas de sus andanzas y de los trabajos que han ido tejiendo con brío, fuerza y paciencia. En España solo aplaudimos en el arrastre mortuorio como a los toros en el ruedo.

Sería una injusticia que así se procediera con Alejandro Nieto, ya nonagenario, uno de los sabios españoles que sigue cultivando una curiosidad intelectual entre escéptica y melancólica, pero siempre bien fecunda.

Nieto ganó por oposición – es decir, oponiéndose a otros candidatos, una práctica que las modernas leyes han desterrado – una cátedra de Derecho Administrativo enseñando en diversas Universidades españolas en la época en que el catedrático gozaba de movilidad y así de su entusiasmo por la docencia se beneficiaron alumnos de La Laguna, de Barcelona y de Madrid. Como conferenciante, oyentes de toda España.

Como jurista, Nieto nos ha desvelado las claves de los más intrincados rincones del Derecho Administrativo siempre con la mirada buida y la pluma pulida. Pero Nieto ha sido además historiador, ensayista y gestor público, como Presidente que fue del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Ha recibido premios como el Nacional de Ensayo y ocupa hoy un sillón en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Sus obras sobre la ideología revolucionaria de los estudiantes europeos, la tribu universitaria, la organización del desgobierno, la corrupción en la España democrática reflejaron los cambios en Europa y los profundos males que aquejaban a la sociedad española y al decorado de cartón piedra de sus instituciones políticas. Resalto, porque se suele olvidar, su “España en astillas” (1993) con un sustancioso prólogo donde se destaca la persecución que sufrió por haberse creído que en España regía la libertad de expresión. Todo ello fue escrito por Nieto en un momento temprano cuando la mayoría de la población y de los intelectuales vivían acunados disfrutando de una España encantada consigo misma.

A “los primeros pasos del Estado constitucional”, que explica la Regencia de María Cristina de Borbón, hay que unir decenas de estudios históricos relacionados con nuestros siglos XIX y XX. En breve podremos leer la monografía que ha dedicado a la Primera República Española, que sale en un momento bien oportuno, cuando tanto botarate está elevando tal forma de Estado al altar ante el cual va a arder un pebetero con los mejores perfumes españoles.

Alejandro Nieto es además un tipo entrañable, provocador y divertido y, sobre todo, alejado de las convenciones. Es precisamente por esta condición una suerte de sublevado muy original, un sublevado que no combate los molinos de viento sino el viento mismo, el viento que arremolinan las mentiras y las gilipolleces sociales. Gasta boina barojiana con cuya mala leche es obligado emparentar la de Nieto.

Es el jurista que despotrica de los juristas porque cree que cultivan una palabrería de cementerio, de sepulcros blanqueados, de palabras fusiladas por la conveniencia y luego mal enterradas. Pero, al mismo tiempo, él ha da dado a la jurispericia días de gloria y de vida vívida, no acartonada ni untada de afeites.

Ha descorrido en sus obras los cortinones de las instituciones sociales para enseñarnos que son poco más que belén de Navidad. Es también el jurista que ha querido despojar a las mentiras de la falsa seriedad de su traje de etiqueta. Y eso sobrevivirá de su obra, aunque la sociedad le haya retribuido con una desdeñosa indiferencia.

Alejandro Nieto es, en fin, un escultor que usa como material para sus obras sus sueños de sublevado. Y, al cabo, él, que tan duro es con tantos, se enternece con un paisaje del Cerrato y perdona a la humanidad sus despropósitos desde aquellos azules que a la tierra empapan en su eterno juego de luces. Y les da su bendición de monje que ora en las soledades, pues Alejandro tiene también aire frailuno, de fraile severo y sotana castigada por la austeridad y los años fértiles.

Felicidades, maestro.

El fin no justifica los medios. Sobre el Auto del TSJ de Madrid de 8 de octubre de 2020

Como no teníamos bastante con la propia pandemia, sigue el culebrón político-judicial sobre el confinamiento de Madrid. Decimos político-judicial no porque Auto TSJM Sala Contencioso-Advo. Sec. 8ª 8 oct 2020 2 tenga en absoluto un tinte político, sino por la utilización político partidista que -inevitablemente, dada la situación de enfrentamiento generada entre la CAM y el Gobierno central- se está haciendo del mismo. En todo caso, intentaré hacer un resumen sencillo para no juristas de lo que se está debatiendo en este procedimiento, cuyo objeto es la ratificación de la Orden 1273/2020 de 1 de octubre de 2020 que introduce determinadas restricciones a la libre circulación en determinadas zonas de Madrid.

Como recordarán los lectores, hace unos días dediqué un post al “confinamiento” de Madrid por la vía de la Declaraciones de Actuaciones Coordinadas en materia de salud pública, explicando como funcionaba este mecanismo en base a lo dispuesto en el art. 65 de la Ley 16/2003 de 28 de mayo  de Cohesión y Calidad del Sistema Público de Salud  (que es el que, a su vez, da lugar a la Orden Comunicada del Ministerio de Sanidad de 30 de septiembre de 2020, aunque no hubo consenso en el Consejo Interterritorial de Salud y a la Orden  1273/2020, de 1 de octubre para dar cumplimiento a dicho mandato y que es el objeto del procedimiento en cuestión) pero sin entrar -tal y como algún agudo comentarista detectó- en el espinoso tema de si era posible por esa vía restringir derechos fundamentales, más en concreto el derecho a la libertad de circulación. Posteriormente en otro post, el profesor de Derecho Constitucional Germán Teruel manifestó sus dudas al respecto inclinándose por la necesidad de utilizar el estado de alarma. Todo ello en defecto de una modificación “ad hoc” de la LO     3/1986 de 14 de abril de Medidas especiales en materia de Salud Pública    o incluso de la propia Ley  16/2003 que es la supuestamente sirve de cobertura normativa a la Orden cuya ratificación se solicita.

Pues bien, es precisamente sobre esta cuestión sobre la que se pronuncia el importante Auto del TSJ de Madrid de 8 de octubre de 2020. La necesidad de la intervención de la autoridad judicial para ratificar (o no) la Orden 1273/2020, de 1 de octubre deriva de que contiene medidas limitativas de derechos fundamentales, lo que hace necesaria la intervención judicial, tal y como ha venido sucediendo con diversas medidas de tipo similar adoptadas por otras CCAA o por la propia CAM. Entre ellos el propio TSJ de Madrid que ya se había pronunciado previamente sobre  la necesidad de la autorización o ratificación judicial para las medidas sanitarias que impliquen privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental dado que, como es lógico, los derechos fundamentales no tienen un contenido absoluto y son susceptibles de limitaciones o restricciones en determinados supuestos como recuerda el Tribunal Constitucional.

También es preciso señalar que la competencia del órgano judicial en estos casos se limita a examinar la cobertura legal de estas medidas, si la Administración que las acuerda es la competente y si respeta los parámetros de justificación, idoneidad  y proporcionalidad que exige el TC para la restricción, o limitación de dichos derechos fundamentales, lo que manifiestamente exige entrar en consideraciones epidemiológicas de fondo, como ha ocurrido con ocasión de otros pronunciamientos judiciales. Aunque el TSJ insiste en que su competencia no se extiende a revisar aquellas recomendaciones o consejos dirigidos a la población que no constituyen limitación o restricción de ningún derecho fundamental sino meras indicaciones desprovistas de fuerza imperativa alguna, no cabe duda de que un Auto como el que comentamos tiene un impacto muy grande -al menos potencialmente- en las decisiones de los ciudadanos.

Claro está que la utilización de estos parámetros en cada caso concreto plantea el problema de una posible diversidad de pronunciamientos judiciales incluso en situaciones muy parecidas. De hecho, para evitar al menos la dispersión de criterios entre los juzgados de lo contencioso-administrativo se introdujo una modificación en el art. 10.8 de la Ley de Jurisdicción Contencioso Administrativa en su relación con el art. 122 quater de dicha ley procesal por ley 3/2020 de 18 de septiembre para atribuir la competencia a los Tribunales Superiores de Justicia de las CCAA.

Lógicamente, se plantea también el problema de qué ocurre cuando nadie acude a la vía judicial, puesto que hemos visto que no ha sido igual la reacción de otras CCAA igualmente obligadas por la Orden Comunicada, e igualmente gobernadas por el PP. Pero esta es otra cuestión. Ya sabemos que esto es lo que tiene la politización de la pandemia.

En todo caso, con respecto al fondo del asunto que es lo que aquí nos interesa, el TSJ recuerda que la Orden comunicada del Ministro de Sanidad de 30 de septiembre de 2020, en su apartado primero, declara como actuaciones coordinadas en salud pública para responder a la situación de especial riesgo por transmisión no controlada de infecciones por COVID-19, de
acuerdo con lo establecido en el artículo 65 de la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud determinadas actuaciones entre las que se encuentra la restricción de la entrada y salida de personas de los municipios incluidos en su ámbito de aplicación, salvo para aquellos desplazamientos, adecuadamente justificados, que se produzcan por alguno de los motivos que expresa, medidas restrictivas que son reproducidas en la Orden 1273/2020, de 1 de octubre, de la Consejería de Sanidad, en ejecución de las actuaciones contempladas en la declaración de actuaciones coordinadas.

Pues bien, el TSJ considera que no puede ratificar las medidas sanitarias restrictivas de derechos fundamentales porque la habilitación legal para hacerlo no es suficiente, analizando si la previsión del artículo 65 de la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud, autoriza la restricción de derechos fundamentales y libertades públicas. Es importante que llega a esta conclusión con independencia del juicio (que no llega a realizar) sobre si las medidas restrictivas de tal derecho fundamental han sidon necesarias e idóneas para evitar la extensión de la
enfermedad en una situación de pandemia como la actual, pues la ausencia de habilitación legal para la restricción del derecho fundamental en la norma expresada impide directamente su adopción en base a dicha habilitación, sin perjuicio -también aclara- de que en nuestro ordenamiento jurídico existan otros instrumentos y procedimientos que autorizan, sin duda, la limitación del derecho fundamental a la libre circulación en determinados supuestos con el sometimiento a las garantías y medios de control corerspondientes.

Los argumentos del TSJ, anclados sobre todo en la jurisprudencia del TC al respecto, se reducen básicamente al carácter de ley ordinaria y no orgánica de la Ley 16/2003 de 18 de mayo que sirva de soporte legal a la Orden de 1 de octubre de 2020 (aunque reconoce que cabe la posibilidad de que por Ley Orgánica, e incluso mediante Ley Ordinaria, se permita la adopción de medidas concretas que limiten el ejercicio de determinados derechos fundamentales sin necesidad de acudir a la excepcionalidad constitucional que implica la declaración de un estado de alarma) y sobre todo en que dicha norma no prevé habilitación legal alguna para el establecimiento de medidas limitativas del derecho fundamental a la libertad de desplazamiento y circulación de las personas por el territorio nacional o de cualquier otro derecho fundamental, sin que tampoco contenga referencias de forma directa o indirecta, a la posible limitación de derechos fundamentales con motivo del ejercicio de las funciones legalmente encomendadas al Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud. Por último, añade que no se establecen en forma alguna los presupuestos materiales de una eventual limitación de derechos fundamentales, inherentes a las más elementales exigencias de certeza y seguridad jurídica.

Y lo más curioso es que, como bien señala el TSJ, el legislador ha tenido la oportunidad de hacerlo bien. Porque precisamente ha reformado la LO 16/2003 durante la pandemia, en concreto por real Decreto-ley 21/2020 de 9 de junio en concreto para garantizar la adecuada  coordinación entre las autoridades sanitarias y reforzar el funcionamiento del conjunto del sistema nacional de salud, ante crisis sanitarias, pero no ha dicho nada de autorizar medidas limitativas de la libertad de circulación, como muestra el hecho de que asocie de forma reiterada las mismas a la declaración de estado de alarma.

De hecho incluye un interesante “tirón de orejas” al final que no me resisto a transcribir porque creo que expresa muy bien lo que muchos juristas pensamos de todo esto.

“Resulta llamativo que ante el escenario sanitario descrito no se abordara una reforma de nuestro marco normativo más acorde con las confesadas necesidades de combatir eficazmente la pandemia del Covid-19 y afrontar la grave crisis sanitaria que padece el país, pese al consenso doctrinal existente acerca de que la regulación actual de los instrumentos normativos que permiten la limitación de derechos fundamentales, con el objeto de proteger
la integridad física (artículo 15 CE) y la salud (artículo 43 CE), íntimamente conectados entre sí, resulta ciertamente deficiente y necesitada de clarificación”.

Conclusión: el art 65 de la LO 16/2003 no contiene una habilitación legal para el establecimiento de medidas limitativas de derechos fundamentales y la Orden no se ratifica.

Sin duda, un triunfo para la CAM y para su cuestionada Presidenta. Político. Pero a nosotros lo que nos interesa es que resulta clarificador desde el punto de vista del Estado de Derecho, y de la protección de los derechos fundamentales y creo que contribuye a poner un poco de orden (jurídico) en el desalentador panorama español. Que obviamente la voluntad de la CAM no fuera defender el Estado de Derecho sino su posición política particular y su enfrentamiento con el Gobierno central es lo de menos.  El caso es que, como siempre recordamos en Hay Derecho, el fin no justifica los medios. A ver si de una vez el legislador se pone las pilas y hace las cosas bien, que falta nos hace. Nos jugamos mucho.

 

 

Coloquio. La okupación a examen: ¿fallos en la regulación o en su aplicación?

Continuamos con nuestros coloquios preguntando a los mejores expertos sobre cuestiones clave para el Estado de derecho, en la línea del trabajo que realizamos en nuestro blog y en nuestro videoblog.

Así, el miércoles, 21 de octubre a las 18:00 tendrá lugar el coloquio “La okupación a examen: ¿fallos en la regulación o en su aplicación?”, que podrá seguirse online a través de Zoom si se inscriben, y también de nuestro canal de Youtube.

Participarán en el coloquio Carlos Viader Castro, titular del Juzgado de lo Penal 1 de Melilla; María Pastor Santana, Abogada y Decana del Ilustre Colegio de Abogados de Mataró (ICAMAT) y Matilde Cuena Casas, Catedrática de Derecho Civil de la Universidad Complutense de Madrid y vicepresidenta de nuestra Fundación.

Mucho se está hablando últimamente sobre el fenómeno de la ocupación ilegal de inmuebles. La crisis de 2008 provocó un empobrecimiento de la población que se ha visto acentuado por la actual crisis económica consecuencia de la pandemia por Covid-19.

Con esta excusa o con otras, lo cierto es que muchos ciudadanos han decidido “ocupar” inmuebles produciéndose una flagrante violación del derecho de propiedad con la justificación de que “todos tenemos derecho a una vivienda digna”. La realidad es que las denuncias por “okupación” de inmuebles se han incrementado en España un 40% en los últimos cuatro años. Esa es la realidad que hay que analizar

Los medios alertan cada día de pisos que tardan meses o incluso años en ser desalojados y parece que el problema se agrava de manera progresiva.  De hecho, se llega incluso a justificar el fenómeno en función quién sea el propietario del inmueble, señalando claramente a los bancos o fondos de inversión.

Desde la Fundación Hay Derecho nos preguntamos por las causas de este fenómeno y, particularmente, si este incremento del fenómeno “okupa” es fruto de fallos regulatorios o, por el contrario, el problema se encuentra en cómo se está aplicando la regulación actualmente vigente.

Analizaremos el problema desde la perspectiva de la regulación civil, penal y procesal, teniendo a la vista los cambios normativos que se han producido en otros territorios como es el caso de Cataluña, con objeto de valorar su eficiencia.

Si tiene interés en asistir, se ruega enviar un email a info@fundacionhayderecho.com , desde donde les remitiremos el enlace a Zoom. Además, les animamos a incluir en ese correo una pregunta que quieran que los ponentes traten durante el coloquio, teniendo en cuenta que éstas deben ser breves, concisas y sobre cuestiones generales. Los participantes en Zoom también podrán realizar preguntas en directo (no así desde Youtube).

¡Os animamos a compartir esta información con aquellas personas que puedan estar interesadas!

 

El no refrendo. El frustrado viaje del Rey frustrado

Leía hace meses un tuit de RedJurídica Abogad@s, que jocosamente decía “Últimamente estamos asistiendo a situaciones de excepcionalidad jurídica que estudiamos en la carrera pero jamás pensamos que viviríamos: estado de alarma, 155, investigación a la Familia Real, sedición y rebelión, etc… Sólo falta que un enjambre de abejas entre en fundo ajeno”.

A parte de ingenioso (al menos para los que tuvimos que vérnoslas con el Código Civil), el mensaje da en la diana, especialmente en el ámbito del Derecho Constitucional, donde se amontonan supuestos nunca vistos.

Así, el último espectáculo jurídico al que hemos asistido es la inédita negativa al refrendo de un acto real para evitar el viaje de S.M. el Rey a Barcelona, con motivo de la entrega de despachos a los nuevos jueces.

¿Es el refrendo una facultad disponible o un acto reglado? Esa es la pregunta clave para saber si el Gobierno estaba legitimado para vetar el viaje del Rey. Y para responderla propongo el siguiente razonamiento:

1º. El Rey reina pero no gobierna, es la frase con la que se explica el papel del Rey en una Monarquía parlamentaria. Según nuestra Constitución (art. 56), el Rey es el Jefe del Estado, simboliza su unidad y permanencia, arbitra el funcionamiento de las instituciones y asume la más alta representación en las relaciones internacionales.

2º. Además de estas funciones de trascendencia simbólica o representativa, la constitución asigna al Rey otras funciones (art. 62) que, además de esa trascendencia representativa, tienen también una trascendencia jurídica, como por ejemplo sancionar y promulgar las leyes, convocar y disolver las Cortes Generales o nombrar y separar a los miembros del Gobierno. Esto, lógicamente, lo hace a propuesta de los órganos constitucionales competentes.

3º. El Rey no puede negarse a esas funciones, no elige lo que firma. Así, si mañana tiene que firmar los indultos de los jordis, de Junqueras o de quienes queman fotos de su familia en la calle, deberá hacerlo, pues esa es su función constitucional (volvemos al reina pero no gobierna).

4º. Por esa razón, y dado que su figura es inviolable (él no es responsable), existe la figura del refrendo, por la cual, la autoridad refrendante -que siempre ha de ser el Presidente del Gobierno, un ministro o el Presidente del Congreso (art. 64 de la Constitución)- asume la adecuación jurídica de sus actos al ordenamiento.

5º. De este modo, siempre que Rey actúa como Jefe de Estado (salvo alguna excepción que fija la constitución en su artículo 65), tiene que ser refrendado. No tienen que ser refrendados, por el contrario, los actos “personalísimos” o de carácter privado, como otorgar testamento, casarse, un viaje privado o cambiar el lugar de vacaciones de Mallorca a Salou. ¿Se imaginan? ¿Qué haría el Gobierno entonces?

6º. Ese refrendo puede ser explícito (cuando el refrendante estampa su firma junto a la del Rey, normalmente en aquellos actos con trascendencia jurídica) o implícito (en actos de trascendencia representativa, como en los viajes oficiales en los que siempre es acompañado por un miembro del Gobierno).

Hasta aquí, la teoría; pero seguimos sin resolver la pregunta: ¿Puede el Presidente negarse a refrendar un acto real?

7º. Para responder debemos diferenciar, de nuevo, dos grupos de actos objeto de refrendo. En primer lugar, están aquellos actos referidos a una función que se encuentra en el ámbito competencial del Ejecutivo. Imaginemos que el Rey fuese invitado a un viaje a un país extranjero. En este caso Zarzuela debería preguntar al Gobierno, que podría indicarle que no debe viajar. Ello es así porque el Gobierno es quien según el art. 97 de la Constitución dirige la política interior y exterior del Estado (otro ejemplo del Rey reina pero no gobierna).

En segundo lugar, hay casos en los que el refrendo se refiere a actos que no son competencia del ejecutivo, sino de otras instituciones o poderes del Estado, como el nombramiento del presidente de una Comunidad autónoma o el del Tribunal Constitucional (que lo nombra el Rey a propuesta del propio Tribunal)

8º. El Tribunal Constitucional tuvo la oportunidad de pronunciarse (STC 5/1987 de 27 de enero) sobre este segundo grupo de casos y dejó claro que (i) solo eran competentes para refrendar quienes indicaba la Constitución en su artículo 64. (ii) Que el refrendo únicamente significa la constatación de la adecuación del acto real al ordenamiento jurídico constitucional aunque no haya intervenido el refrendante en su contenido y no sea de su competencia. (iii) Y que ello no supone ninguna injerencia del refrendante en la esfera competencial de donde se origina el acto real.

Así, refrendar no supone un conflicto competencial con la Comunidad autónoma cuando se nombra al presidente de un gobierno autonómico, como tampoco hay injerencia en la Justicia Constitucional o en el poder judicial cuando el Presidente del Gobierno refrenda el nombramiento del presidente del Tribunal Constitucional o el del Consejo general del Poder Judicial, explicaba el Alto Tribunal.

9º. Eso es así en el caso de refrendar, pues le es obligado al refrendante hacerlo, pero, ¿qué ocurre en el caso de “no refrendar” un acto de otro poder del Estado?

Imaginemos que el Presidente del Gobierno no quisiera firmar el refrendo, siguiendo con los ejemplos anteriores, del nombramiento del lehendakari o el del presidente del Tribunal Constitucional cuando correspondiese. Evidentemente su inactividad sería una flagrante e inconstitucional injerencia en otras instituciones o poderes del Estado. Por ello, siempre que haya una adecuación al ordenamiento jurídico de lo que se ha presentado a la firma del Rey desde otros poderes del Estado, el Presidente del Gobierno no puede dejar de refrendar.

10º. Llegamos al final: en esos ejemplos la injerencia sería muy visible. Aunque en el caso del refrendo implícito (en viajes por ejemplo) no es tan visible, el argumento y la conclusión son los mismos: NO es posible negarse al refrendo implícito de funciones constitucionales del Jefe del Estado referidas a otros poderes del Estado.

Admitir la negativa del refrendo a un acto ajeno a las competencias del Ejecutivo es admitir que el Ejecutivo puede entrar a valorar la oportunidad del ejercicio de una competencia de otro poder del Estado. Ello es una injerencia de libro y supone, además, posibilitar la apropiación de las funciones del Jefe del Estado en beneficio propio; el uso de la Corona como una extensión del Ejecutivo, capaz de vetar de su agenda hasta aquellos actos ajenos a su ámbito responsabilidad. ¡Adiós a la separación de poderes!

Ello ha ocurrido con la invitación por el poder judicial a presidir un acto del propio poder judicial. La negativa a su refrendo ha sido una de las decisiones más graves de este Gobierno, una intromisión en las competencias del poder judicial, un ataque a la línea de flotación de la división de poderes, piedra angular de la democracia. Un ejemplo más del uso instrumental del derecho y del manoseo por parte del Ejecutivo de las instituciones; ayer de la Fiscalía, hoy, nada más y nada menos, que de la Corona. ¡Eso sí que es “pasarse tres montañas”!

Aunque quizá sea mejor mirar para otro lado y no advertir de la inconstitucionalidad de esta injerencia, no vaya a ser que se les ocurra otras medidas para dejar al Rey en la Zarzuela. No vaya a ser que, en vez de confinarle sólo a él, confinen a todo Madrid para que no haya desfile de las Fuerzas armadas y así sigamos sin ver a Su Majestad. ¡Todo se andará!

Libro interactivo: Las Instituciones Públicas

¿Cuántas veces leyendo un libro te habría gustado poder conversar con su autor? Juan Miguel de la Cuétara Martínez, Catedrático de Derecho administrativo, publicará semanalmente en nuestra web un breve capítulo de su obra “Las Instituciones Públicas”, y participará en los debates que surjan en los comentarios. Podéis ver el proyecto en nuestra web, pinchando aquí.

Juan Miguel de la Cuétara Martínez es catedrático de Derecho Administrativo y abogado del Colegio de Madrid, actualmente retirado de ambas funciones. Nacido en La Coruña en 1948 y residente en Madrid, tiene una dilatada experiencia profesional que le cualifica como valioso observador de las transformaciones de nuestro Estado y los de su entorno en las cinco últimas décadas.

“Mi preocupación prioritaria ha sido encontrar y describir en un lenguaje sencillo y directo los equilibrios básicos entre el Poder y el Derecho; entre la Política y la Justicia; y entre la Pasión y la Razón, que sostienen las instituciones y, con ellas, la vida civilizada. La finalidad última, no quiero ocultarlo, es que nuestra generación sea capaz de transmitir a las siguientes unas instituciones saludables y en buen estado. Nuestros nietos sabrán qué hacer con ellas; tienen derecho a decidirlo; en su honor he optado por el formato de “libro electrónico” para esta publicación”.

¡Ya disponible el primer capítulo aquí! ¡Os animamos a participar y a difundirlo!

Un pueblo soberano a través de sus jueces

2020 no es un año como los demás. Para los ciudadanos, para las instituciones, para España. Gravísimos acontecimientos lo están marcando. Uno de ellos es que el Consejo General del Poder Judicial ha incumplido la Constitución: ha dejado de hacer los nombramientos de tres magistrados de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, de nueve presidentes de Audiencias Provinciales y de algunos presidentes de Tribunales Superiores de Justicia. Carlos Lesmes, el rey sol de ese órgano de gobierno de los jueces, decidió en enero suspender los procedimientos de selección que ya estaban en marcha. La obtusa explicación que se dio en los mentideros de Madrid fue que el mandato del Consejo llevaba vencido casi dos años y legítimamente correspondía hacer esos nombramientos al nuevo Consejo cuando se renovara.

¿Legitimidad versus legalidad? La ley indica que el Consejo —vamos a denominarlo en adelante CGPJ— saliente continúa en funciones hasta la toma de posesión del nuevo, y no excepciona de su actividad ninguna de las funciones que corresponden a este órgano, entre las que se encuentra la de realizar nombramientos discrecionales de altos cargos judiciales. Por tanto, ¿de qué legitimidad se hablaba, superior a la ley, que Lesmes dio por buena? De ninguna; es un eufemismo.

Es una retórica de ambiciones personales y cantos de sirena para guiar al Ulises judicial hacia el único soberano, supuestamente el pueblo. Pero ya podemos adelantar que se trata de un engaño.

La maniobra consiste en que un nuevo CGPJ, que se predica que debe ser más progresista dado el último resultado de las elecciones generales, elija a los jueces de nombramiento discrecional siguiendo el patrón de 2/3 progresistas, en lugar de 2/3 conservadores. Como el nuevo CGPJ será más progresista, se dice, los jueces del Supremo, los presidentes de las Audiencias y de los Tribunales Superiores de Justicia tienen que serlo en la misma proporción. Y, para ello, se acude al caladero de las asociaciones judiciales afines o a la simple amistad; para que sea tanto como decir que ahora toca que sean menos del PP y más del PSOE-Podemos en el imaginario que en esas alturas se maneja.

Esto significa que el proceso selectivo para llegar al Tribunal Supremo deviene en una pantomima en la que el nombramiento discrecional se convierte en arbitrario. No es algo nuevo, sino que así ha sucedido desde que se modificó en el año 1985 la forma de designación de los vocales del CGPJ. Lo que ocurre es que el CGPJ no siempre elige al mejor por mérito y capacidad entre los mejores jueces, sino que demasiadas veces selecciona al mejor por fidelidad, lealtad a una ideología o amistad. Prioriza premiar al juez del propio bando, o devolverle un favor. De esta manera, el político se asegura que el elegido ni siquiera deba recibir alguna llamada ni advertencia para resolver un futuro litigio en un sentido determinado, sino que lo hará por su propia inclinación, al margen de exquisiteces o excelencias jurídicas. Ya se sabe que en el Derecho nada es solo blanco o solo negro, pero la turbia limpieza del nombramiento arrojará una sombra alargada, con el resultado de que el futuro juicio a Puigdemont, los recursos en los casos de Gürtel y ERE o la instrucción de las querellas por la gestión de la pandemia, que serán resueltos por esos tres nuevos jueces del Tribunal Supremo, quedarán marcados por la sospecha.

Con todo, al suspender los nombramientos y ahora reactivarlos, Carlos Lesmes evidencia particularmente que los magistrados del Tribunal Supremo se nombran por pura negociación partidista ajena a la calidad del nombrado.

Con esta función de nombramientos judiciales tan perversamente entendida, pura corrupción jurídica, como la denomina la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial, se comprende que el CGPJ se haya convertido en una pieza codiciadísima de los políticos y grupos de poder fáctico que estos no quieren soltar; por eso, el pasado 22 de septiembre PSOE-Podemos se opuso a reformar la ley, como proponían Ciudadanos, Vox y un irreconocible PP. No quisieron que doce de los veinte vocales del CGPJ fueran elegidos por los propios jueces y se pudiera romper por fin, de una vez por todas, esa sutil aunque férrea cadena de oro con la que los políticos controlan a los jueces y a la justicia. Sí, hay que reconocerlo, existe ese control; pero existe de color rojo y azul.

Sin embargo, lo más dramático es que no se trata de una cuestión interna de los jueces, y allá ellos, sino que es una perversión de nuestro Estado de Derecho que convierte a los políticos y a los poderes fácticos en entes privilegiados frente al resto de los mortales. La igualdad de todos ante la ley es solo real para estos últimos.

Los partidos políticos —y ahora le toca al PSOE beber del elixir— han encontrado la fórmula perfecta para asegurarse el privilegio. Proclaman que la premisa de que la justicia emana del pueblo solo se materializa si el Parlamento elige a doce de los veinte vocales del CGPJ, entre jueces, y a los otros ocho entre juristas de prestigio, muchos de los cuales son exdiputados o exconsejeros autonómicos, porque solo ellos representan al pueblo.

La Constitución no dice esto, ni lo permite; y el Tribunal Constitucional advirtió en 1986 que la norma fundamental no se debe interpretar de este modo porque el CGPJ no es un Parlamento en pequeño. Señaló que es mejor que doce de los veinte vocales los elijan los jueces, pero, si no fuera así, los candidatos a vocales del CGPJ deben exponer su curriculum en el Parlamento, y los diputados de todos los partidos deben elegir a los más preparados, a los que tengan mejor curriculum o a los más conocedores del mundo procesal. Pero deben hacerlo todos los diputados; no los dirigentes de tres partidos en sus despachos, aunque luego se escenifique el reparto del pastel en una votación ordinaria.

Recientemente, desde Europa se viene indicando que el Parlamento no debe elegir a doce de los veinte vocales porque la autoridad política no debe intervenir en ninguna fase de su nombramiento. Solo así se garantiza la independencia judicial, que no es privilegio de los jueces, sino derecho de los ciudadanos que garantiza otro derecho fundamental, la igualdad de todos ante la ley. El Consejo de Europa lo reitera de modo insistente, de forma que no hay que creer a los políticos cuando, para retener el control exclusivo, repiten el mantra de que son el representante exclusivo del pueblo; y menos cuando ya sabemos para qué hacen esta afirmación.

La justicia emana del pueblo, sí, pero el pueblo son los jueces que administran justicia frente al soberano absoluto de los antiguos regímenes. Si el pueblo representado en el Parlamento ya elige a ocho de los veinte vocales, es lógico que el pueblo a través de sus jueces elija a los doce vocales restantes del CGPJ. Que no nos engañen; porque también es democrático pensar que elige el pueblo si se deja a los jueces elegir a esos doce. Por respeto a la independencia de los jueces y por la igualdad de todos ante la ley.

Átame: arrendamiento de locales de negocio y cierre imperativo por coronavirus

Ahora que la segunda ola del coronavirus arrecia y los cierres imperativos de locales de negocio vuelven a ser una amenaza real, no está de más retomar la polémica (interesantísima) sobre cuál es el impacto de dichas medidas sobre los contratos de arrendamiento de locales de negocio. La materia mereció la atención del legislador, quien mediante el RDL 15/2020 vino a establecer esto: a ciertos arrendatarios vulnerables (PYMES y autónomos que cumplieran determinadas condiciones) les concedió un beneficio (moratoria en los pagos, por determinado plazo), siendo obligada su aceptación para arrendadores cualificados (grandes tenedores), mientras que para los no cualificados la cosa no quedaba tan clara (aunque lo razonable parecía sostener que debían aceptarla, quedando el plazo en el aire). Todo ello “en línea” -según declaraba la Exposición de Motivos- con la cláusula rebus sic stantibus. Ello ha generado un debate entre civilistas, que pueden seguir en estos sitios: aquí, aquí, aquí o aquí; también aquí por la parte procesal.

Mi intención es hacer algo de brainstorming al respecto, no pretendo sentar cátedra llegando después de plumas tan ilustres (dos de ellas de maestros míos, muy admirados…). Advierto también de que organizo la exposición en torno a unos modelos ideales, que no pretenden reflejar la posición de ningún autor, aunque utilicen retazos de sus textos. Los modelos son tres:

1) El riesgo es del arrendador y el RDL es una tontería.

El arrendador tiene el deber de facilitar el goce pacífico de la cosa ex art. 1544.3 del Código Civil (“CC”). Por tanto, es él quien incumple su obligación a raíz del cierre imperativo. Un ejemplo clásico lo ilustraría: alquilé un cuarto a un pulidor de lentes; el vecino, que puede hacerlo, levanta una pared que impide el paso del sol y el pulidor ya no puede trabajar. Solución: no tengo que indemnizar al arrendatario (no es mi culpa), pero tampoco puedo reclamar la renta, pues el inquilino (como corresponde en un contrato sinalagmático) me opondrá la excepción de contrato incumplido (amén de que, si la contingencia se prolonga excesivamente, podrá resolver el contrato). Lo que quizá lleva a algunos a, equivocadamente, sostener lo contrario es imaginar que el propietario, al entregar el local, ha transferido al arrendatario el riesgo de que aparezcan circunstancias impeditivas del cumplimiento. Eso sería así en una compraventa (ex art. 1452 del Código), pero no en un contrato de tracto sucesivo como el arrendamiento, donde nunca pasa al arrendatario el riesgo citado. Por todo ello, el RDL 15/2020 es absurdo: carece de sentido suavizar, con relativa cicatería, una obligación del arrendatario (la de pagar la renta) que no existe.

Objeciones: El arrendador deja de prestar su obligación si le sucede al local algo que impide cualquier uso. Verbigracia: un terremoto o una orden de la autoridad de efectuar obras que la hacen temporalmente inhabitable (art. 26 de la LAU, en conexión con el 30). Pero no necesariamente (en una recta interpretación del 1544.3 del CC) porque surja un impedimento para la concreta actividad elegida por el arrendatario.

Para comprenderlo, hay que situar el tema en el contexto técnico adecuado, que es el de la causa del contrato. Recordemos que el porqué del contrato es relevante al nivel abstracto (aquí lo sitúa en la categoría de los onerosos y en particular los de cesión de uso por precio…), pero el móvil concreto (quiero poner un bar o una tienda de flores) no tiene consecuencias jurídicas, salvo si es ilícito (en cuyo caso anula el contrato) o cuando las partes lo incorporan a la “causa” o, como también se dice, lo reputan “base del negocio”, con su voluntad expresa o tácita. Pero miento, hay otra opción: que la Ley presuma (en aras de la seguridad del tráfico y como norma dispositiva) que eso es lo que harían unos contratantes normales, que  toman decisiones económicamente racionales. Tal cosa es lo que probablemente sucede en el caso antes mencionado del pulidor: la excelente iluminación natural del local formaría parte de “la causa concreta del contrato”. Ahora bien, no hay por qué presumir que ello ocurre automáticamente, siempre que el arrendador conozca el uso proyectado.

Es más, añadiría: la misma duda existe en sede de compraventa. El tema se ha planteado también en el contexto de la pandemia, cuando la orden de cierre de locales se verifica entre el contrato privado y la traditio, frustrando al menos a medio plazo las expectativas de uso de los compradores. Ahí no cabe duda de que el riesgo de pérdida es del dueño, pero la cuestión es si en verdad existe pérdida. Para mí, no hay inconveniente en concluir que sí, aunque la causa sea jurídica y no física. Mas el eterno debate es si la frustración de uno o varios usos extrae del bien todo su jugo económico o al menos una parte esencial. Los comentaristas anglosajones invocan, para dilucidarlo, la idea de preservation of the bargain. Completamente de acuerdo, pero el vendedor bien puede aducir que él no cobraba una prima por asegurar un deal a prueba de virus.

Más aún: supongamos que así ha sido. Yo me comprometo a entregar un bar con todos los parabienes para su uso como discoteca. Si antes de firmar la escritura pública llega la orden de cierre, me conformo con perder la venta. Pero si ahora me dicen que soy arrendador y debo garantizar ese uso a lo largo de la vida del contrato, ya tuerzo el gesto, por la sencilla razón de que la garantía es duradera y, por ende, más costosa. Así pues, el hecho de que el contrato sea de tracto sucesivo no me anima a conservar el riesgo; antes bien, me induce a transferirlo. Por lo pronto, si ese riesgo, por fortuito que sea, pertenece a la esfera del negocio, debe presumirse que se transfiere al arrendatario cuando este toma el control que podría prevenirlo; y si es extraordinario, el debate sigue abierto…

2) El riesgo es del arrendatario, aunque el RDL lo modera.

Supongamos que lo resolvemos y asignamos entonces el riesgo al arrendatario, que seguiría obligado a pagar el 100% de la renta. Aun así, según este modelo, no todo está perdido para el inquilino: si el susodicho deber deviene muy oneroso e insostenible, ello puede justificar la aplicación de la cláusula rebus sic stantibus, para promover medidas paliativas. El RDL le da algo de árnica al inquilino, en esta línea. No hay que descartar que el herido pueda solicitar y obtener más medicinas de los tribunales, pero la verdad es que el RDL se lo dificulta: cuando a los arrendatarios pobres, en su contienda con los ricos, la Ley les reconoce tan poco, ¿habría que ser más clemente en los demás casos?

Objeciones: La cláusula rebus solo opera, según la jurisprudencia, cuando no existe una asignación de riesgos por voluntad de las partes, expresa, tácita o presunta. No está para echar un cable al que se ha visto perjudicado por la distribución de riesgos establecida en el contrato, sino solo para especificar en qué se traduce, en concreto, la materialización de un riesgo conjunto. Por tanto, atribuir el riesgo al arrendatario equivale a dejarle sin remedio.

En cualquier caso, la posición 2) defiende con muy poco ánimo que la rebus pueda dar mucho más de lo que ya ha ofrecido el legislador, con su interpretación “autorizada”. Y esto rechina. Si de verdad la reclamación del arrendatario es sólida, porque se asienta en la naturaleza conjunta del riesgo, entonces el legislador no está autorizado para quitarle un euro de lo que le pertenece. Entonces no solo podemos, sino que debemos (por respeto al derecho de propiedad) asumir que el RDL solo admite una interpretación constitucionalmente legítima: es una norma de mínimos, que solo trata de asegurar al arrendatario “algo” de lo que es suyo por aplicación de la normativa civil, con la esperanza de que esto sirva para abortar tormentas de demandas, indeseables porque colapsan los tribunales y generan soluciones contradictorias. Mas en ningún modo puede coartar que los Tribunales concedan a alguien lo que es suyo, porque así lo pactó.

3) El riesgo es compartido y el RDL se limita a caminar en esa dirección, sin recorrer más que una parte del camino.

Para justificar lo anterior, caben dos vías:

3.1) Apliquemos el art. 1575 del Código Civil, referido al arrendamiento de predio agrícola.

Este precepto dispone que el arrendatario tiene derecho a rebaja de la renta por “pérdida de frutos” ante casos fortuitos extraordinarios, entendiendo por tales “aquellos que los contratantes no hayan podido racionalmente prever”, por ser absolutamente desacostumbrados (sin duda la pandemia puede ser uno de ellos). La norma distribuye, pues, los riesgos del contrato atendiendo a quién tiene el control sobre los mismos: si por ser previsibles están en la esfera del arrendatario, se los impone a éste; pero si son imprevisibles, los atribuye a ambas partes, dejando al Juez (en lo que es a la vez aplicación de la rebus) la determinación del detalle del reparto, atendidas las singularidades del caso.

Objeciones: La solución anterior es justa, pero el fundamento no es exacto. Tal y como se viene aplicando por la jurisprudencia, la rebaja de la renta que ofrece el 1575 del CC es del 25% si se pierde el 25% de la cosecha… ¡y, por ende, del 100% si se pierde el 100%! Ciertamente, la propuesta parece salomónica, porque el arrendador pierde la renta, mientras que el colono derrocha su trabajo y sus desembolsos. Pero es que partimos de una situación de fuerza mayor, que no es culpa de nadie, así que estaría bueno que encima cargáramos al arrendador con la pérdida de beneficio de su inquilino. Eso ni se plantea. Lo que se discute, en un esquema de reparto de riesgos fortuitos, es si hay alguien que se desprende de lo suyo (porque lo pierde o lo paga), sin recibir nada a cambio. Y la norma contesta que ese alguien es el arrendador, lo que equivale a atribuirle el riesgo de la contingencia extraordinaria. La solución del caso es, por tanto, la misma que da la posición 1), siquiera limitada a los riesgos desacostumbrados.

3.2) Ahora bien, hay otro fundamento que de verdad convierte el riesgo en compartido, lo que significaría que, ante una reducción de la facturación a 0, el arrendatario paga un X% de la renta. La idea es aplicar la ratio legis del 1575 del CC, pero mutatis mutandi. El arrendador de un campo se encuentra ante la tesitura de cultivarlo personalmente (y entonces nadie le libra de perder ingresos ante calamidades imprevisibles) o arrendarlo a un colono (en cuyo caso tendrá también que dejar de cobrar si sucede ese desastre). De ahí que el 1575 le asigne el riesgo. En cambio, el dueño de un local de negocio tiene otras alternativas. De ahí que no quepa asignarle el riesgo en su totalidad. Ahora bien, cuando uno se libra de algo por un motivo, ese algo modula en qué medida se libra. Al fin y al cabo, cuando el arrendador acepta un uso determinado para el local, también se “casa” con el mismo y se ata a su salud, de la que depende el sustento económico de la relación. Si a pesar de todo quiere el divorcio porque tiene otros novios, habrá que investigar en qué medida es cierto: en plena crisis económica, ¿le lloverían esos usos alternativos, en breve plazo o solo después de un largo período de ociosidad y eso por renta mejor o peor? Ese coste de oportunidad tira hacia arriba de la renta que debería seguir pagando el arrendatario. A la inversa, el coste de terminación (por ejemplo, ¿deberá abonar al arrendatario las inversiones no amortizadas?) tira hacia abajo. Con este tira y afloja, debería encontrarse un punto justo de rebaja que permita la continuidad del contrato y de la actividad, en lo que también existe un interés social.

 

Coloquio: El futuro de la Universidad Pública

¿Qué futuro queremos para nuestra universidad pública?

En este coloquio, organizado por Actúa por la Educación con la colaboración de la Fundación Hay Derecho, trataremos temas como el sistema de financiación universitaria (¿debería ser gratuita la universidad?), el sistema de contratación de profesores (¿podemos acabar con la endogamia?) y la inversión en innovación. También analizaremos el impacto de la crisis del coronavirus.

El evento tendrá lugar el lunes, 19 de octubre a las 18:30.

¡Únete y participa en el debate para construir una mejor educación universitaria!

Contaremos con Olga R. Samnmartín (Periodista de EL MUNDO) como moderadora, y la presencia de los siguientes expertos como ponentes:

Carmen Beviá Baeza: Economista y Secretaria Autonómica de Universidades e Investigación, Generalitat Valenciana.

Antonio Cabrales: Catedrático de Economía en la UC3M.

José Manuel Torralba Castelló: Catedrático de Ciencia e Ingeniería de Materiales UC3M, ex-Director General de Universidades en la Comunidad de Madrid.

Para participar, es necesario inscribirse en este enlace.

 

Actuaciones coordinadas en salud pública y restricción de derechos fundamentales

Un nuevo enredo jurídico ha vuelto a atraer la atención mediática después de que varias Comunidades Autónomas, encabezadas por Madrid, mostraran su oposición al acuerdo adoptado en el último Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud. Y es que la aplicación de los criterios definidos en este acuerdo pueden llevar al “confinamiento” de Madrid, como ha sido popularmente denominado aunque, en sentido propio, no se trate de un confinamiento sino de una serie de limitaciones como sería la restricción de entrada y salida de los municipios afectados. Vaya por delante una idea: nuestro ordenamiento jurídico no estaba todo lo preparado que habría sido deseable para afrontar con seguridad una pandemia como la que vivimos, pero ni el más perfecto de los ordenamientos habría resistido la falta de lealtad institucional y los requiebros partidistas con los que se está contaminando la gestión de esta crisis.

No obstante, nuestro objetivo ahora es tratar de ofrecer algunas notas que puedan ayudar a esclarecer el panorama desde la perspectiva jurídica para valorar si se están usando adecuadamente los instrumentos y vías legales disponibles para afrontar la pandemia. En concreto, dos serán las cuestiones principales: por un lado, saber si se ha respetado el procedimiento legal al adoptar las actuaciones coordinadas declaradas por el Ministro de Sanidad (Orden comunicada de 30 de septiembre de 2020); y, por otro, indagar si estas actuaciones coordinadas, que luego se concretan en las correspondientes resoluciones de los Consejeros autonómicos, son la vía constitucionalmente adecuada para adoptar medidas que supongan una restricción general de derechos fundamentales o si, por el contrario, debe recurrirse al estado de alarma.

En cuanto a la primera de las cuestiones, la Constitución atribuye al Estado la competencia de “coordinación general de la sanidad (art. 149.1.16 CE) y, en ejercicio de esta competencia, el Ministro de Sanidad puede declarar actuaciones coordinadas en salud pública, de acuerdo con el art. 65 de la Ley 16/2003, de 28 de mayo. A tales efectos, como regula este mismo precepto, el Ministro podrá imponer la “utilización común de instrumentos técnicos” o definir “estándares mínimos en el análisis e intervención sobre problemas de salud”, entre otros mecanismos. Este tipo de actuaciones solo podrán adoptarse para responder a “situaciones de especial riesgo o alarma para la salud pública” o para dar cumplimiento a acuerdos internacionales o europeos. Y, lo más importante, “obliga[n] a todas las partes” (65.2). Ahora bien, salvo en casos de urgencia en los que el Ministro puede acordarlas directamente, en el resto de supuestos requerirá del “previo acuerdo del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud” (art. 65.1). Se trata de una formalidad previa impuesta por el legislador, pero el órgano que decide en ejercicio de sus competencias es el Ministro, no el Consejo. La función del Consejo se limita aquí a corroborar “la necesidad de realizar las actuaciones” (art. 71.1.l).

Por ello, no creo que sea de aplicación lo dispuesto por el art. 73 de esta misma Ley, el cual dispone que “los acuerdos del Consejo se plasmarán a través de recomendaciones que se aprobarán, en su caso, por consenso”. Ni tampoco lo que prescribe el art. 151 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público. Este precepto distingue dos tipos de decisiones que pueden adoptar las Conferencias Sectoriales: el acuerdo – que “supone un compromiso de actuación en el ejercicio de las respectivas competencias” y es de obligado cumplimiento salvo para quienes hubieran votado en contra-; y la recomendación –que “tiene como finalidad expresar la opinión de la Conferencia Sectorial sobre un asunto” y compromete a los miembros a orientar su actuación en esa materia según lo recomendado, salvo que hubieran votado en contra-. Entiendo que tales preceptos no son de aplicación porque tanto uno como otro (art. 73 Ley 16/2003, de 28 de mayo y art. 151 Ley 40/2015) parecen estar previstos para decisiones adoptadas en el seno del Consejo en ámbitos que son competencia de las Comunidades. De ahí que o bien se exija la unanimidad (consenso) o bien se entienda que lo acordado o recomendado no es vinculante para quien votó en contra. Pero, como se ha dicho, no es este el caso de las actuaciones coordinadas previstas en el art. 65 Ley 16/2003 en donde el Ministro ejerce una competencia de coordinación que le es propia constitucionalmente. Negar esto sería dejar al Ministerio como un mero convidado de piedra ante una crisis sanitaria que se extiende por todo el territorio nacional, a expensas de la colaboración o coordinación que voluntariamente asumieran las Comunidades. El profesor Velasco lo ha distinguido con claridad en este análisis –aquí-.

Es cierto que el Tribunal Supremo no parece tenerlo tan claro y en un reciente Auto de 30 de septiembre de 2020 remite al consenso referido por el art. 73 Ley 16/2003, de 28 de mayo. Lo llamativo de este auto es que sitúa el centro de gravedad en el acuerdo del Consejo Interterritorial cuando, a mi entender, no es éste sino la Orden Ministerial la clave. De hecho, a mi entender el Ministro podría oponerse a declarar una actuación coordinada aunque una mayoría del Consejo Interterritorial acordara su necesidad. Este acuerdo es un presupuesto para que tome la decisión, pero al final la competencia es del Ministro.

En relación con la segunda de las cuestiones, a mi juicio la restricción generalizada de derechos fundamentales en la gestión de una crisis sanitaria exige declarar el estado de alarma. Como ya tuve la oportunidad de explicar con más detalle –aquí-, la legislación sanitaria lo que permite es que las autoridades sanitarias adopten medidas preventivas generales (que, en mi opinión, no pueden implicar restricción de derechos fundamentales), y medidas singulares para el control de enfermos o sus contactos inmediatos, las cuales sí que podrían comportar privación o restricción de derechos fundamentales con la correspondiente ratificación judicial (en particular, art. 3 LO 3/1986, de 14 de abril). Frente a esta interpretación, el legislador ha salido al paso con una enmienda que se introdujo durante la tramitación de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, la cual atribuye a los Tribunales Superiores de Justicia o a la Audiencia Nacional la ratificación o autorización de las medidas sanitarias que “impliquen la limitación o restricción de derechos fundamentales, cuando sus destinatarios no estén identificados individualmente”. En definitiva, aunque no se diga con tanta claridad, la realidad es que se somete a autorización judicial el ejercicio de la potestad reglamentaria de la Administración.

A diferencia de la autorización judicial cuando se trata de una injerencia en derechos de personas identificables, que sí que tiene un sentido claro y se encuentran muchos otros ejemplos en distintos ámbitos, esta intervención judicial para ratificar medidas generales resulta un tanto exótica y tiene difícil encaje en la lógica de la revisión judicial. Además, se termina eludiendo la vía constitucionalmente adecuada, el estado de alarma, con el correspondiente control político y jurisdiccional ante el Tribunal Constitucional. Amén de que si de lo que se trata es de restringir derechos fundamentales de forma general y excepcional, tiene sentido hacerlo en una decisión que tiene valor de ley, como el decreto del estado de alarma y sus prórrogas de acuerdo con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. La cual, además, se adopta de conformidad con lo desarrollado por la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, que da cobertura expresa a medidas restrictivas de la movilidad como es la prohibición de salir de un municipio, cuando regula que en el estado de alarma se podrá “[l]imitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos” (art. 11).

Un estado de alarma que se podría aplicar con mayor cooperación, sin necesidad de llevar el mando único a extremos, y de forma más flexible y con medidas menos incisivas que en primavera. De hecho, entonces algunos sostuvimos que aquel confinamiento fue más allá del ámbito del estado de alarma ya que estuvimos ante la suspensión radical de la libertad de circulación –aquí-.

En cualquier caso, es hora de que los juristas cedamos el testigo a epidemiólogos, médicos y científicos para que el debate público se pueda centrar en la necesidad y adecuación de las medidas que se están adoptando.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Es constitucional la ley catalana que limita el precio de los alquileres? (I)

 

La ley catalana de medidas urgentes en materia de contención de rentas en los contratos de arrendamiento de viviendas, aprobada el pasado 9 de septiembre, publicada en el DOGC el 21 y que ha entrado en vigor el 22, ha venido acompañada de polémica.

La misma prevé una regulación por la que, salvando ahora detalles (que son numerosos y, como es sabido, en ellos está el diablo), en los contratos de alquiler de viviendas situadas en áreas declaradas formalmente de mercado tenso (sea ahora por la propia ley, que incorpora un listado de decenas de municipios, y, en el futuro, por diversas Administraciones, habilitadas legalmente a ello, de acuerdo a ciertos requisitos legales)  la renta pactada en el contrato no podrá exceder, salvo en algunos supuestos, alguno de estos índices fijados administrativamente: el de referencia de precios de alquiler de la vivienda  o el  de garantía de competitividad (ver art. 7 Ley 2/2015), en este segundo caso si la vivienda ya hubiera sido arrendada en los últimos 5 años anteriores a la entrada en vigor de la Ley.

La aprobación de esta ley, primera en el Estado español, pero de la que ya existen antecedentes en otros países, con consiguientes decisiones judiciales, declarando su constitucionalidad, como en Francia el Consejo de Estado o en Alemania el Tribunal Constitucional,  por ejemplo, ha suscitado, en concreto, un debate en torno a su posible inconstitucionalidad.

Dejando el análisis de otras posibles razones de inconstitucionalidad para una posible segunda parte del análisis (respecto a cuestiones materiales vinculadas, por ejemplo, a la posible violación del derecho de propiedad, teniendo en cuenta la jurisprudencia del TEDH), se ha sostenido la posible violación constitucional por vulneración de las competencias del Estado.

De acuerdo con un dictamen del pasado mes de agosto del Consejo de Garantías Estatutarias de la Generalitat, la ley vulneraría un componente de la regulación básica del Estado en materia de obligaciones contractuales (art. 149.1.8 de la Constitución, CE):  la libertad de pactos (que no ha sido definida formalmente como básica por el Estado, como era debido, por cierto).

Vamos a concentrarnos en este aspecto aquí, analizando si realmente se ha producido tal violación de la libertad de pactos o si es posible una interpretación alternativa que salve la constitucionalidad de la ley. Como es sabido, el Tribunal Constitucional ha repetido que “la validez de la ley … ha de preservarse cuando su texto no impide una interpretación conforme a la Constitución, de manera que será preciso explorar las posibilidades interpretativas del precepto impugnado, ya que si hubiera alguna que permitiera salvar la primacía de la Constitución, resultaría procedente un pronunciamiento interpretativo de acuerdo con las exigencias del principio de conservación de la ley (SSTC 108/1986, de 29 de julio, FJ 13; 76/1996, de 30 de abril, FJ 5 o 29/2018, de 8 de marzo, FJ 3.

Todo ello al margen ahora del acierto y oportunidad, o no, de la ley, perspectiva extrajurídica, que evidentemente da para debatir. Por cierto, ante la posible impugnación de la ley ante el Tribunal Constitucional y una futura sentencia de éste, la misma debería seguir los pasos de la Sentencia del Tribunal Constitucional 89/1994, en la que se afirmó que correspondía al legislador definir la función social de la propiedad urbana “con mayor o menor fortuna, según las distintas teorías económicas”, acierto que no le corresponde enjuiciar al Tribunal Constitucional, puesto “que también es un órgano jurisdiccional y debe operar, por tanto, no con arreglo a los criterios de oportunidad característicos de las decisiones políticas, sino de acuerdo con cánones normativos”.

Lo contrario supondría adentrarse en una nueva era Lochneriana, expresión usada en referencia a la infame sentencia Lochner del Tribunal Supremo de los EE.UU en 1905, que anuló una ley que limitaba las horas de trabajo en las panaderías (no más de 10 al día ni 60 a la semana) alegándose que infringía… la libertad de pactos, disfrazando así con la palabra libertad lo que, se reconoce hoy, no fue más que ideología pura y dura.

Volvamos, pues, al tema técnico jurídico circunscrito que nos ocupa ahora: la posible vulneración de la libertad de pactos por la ley catalana que contiene los precios de alquiler. Tanto el Código Civil (art. 1255) como la Ley de Arrendamientos urbanos vigente (LAU, art. 17 y ss.) parten del principio de libertad de pactos, que someten, hoy como ayer, a determinados límites. En el primer artículo, a lo que digan las leyes y a que el pacto no sea contrario a la moral ni al orden público, entendido éste como la garantía de elementos básicos constitucionales. En la LAU, esa libertad de pactos se ve limitada en la propia ley respecto a diversos aspectos referidos a la duración de los contratos y al incremento de rentas, como es sabido.

Si el reconocimiento de la libertad de pactos es deducida como un principio general del sistema, heredero de la tradición liberal decimonónica del laisser faire, laisser passer, también debería serlo el que la misma sea susceptible de limitaciones legales, en el marco de un Estado Social y Democrático de Derecho, como el español, que reconoce la existencia de desigualdades entre personas y colectivos a corregir por los poderes públicos (art. 9.2 CE), reconoce la función social de la propiedad que permite su delimitación legal (art. 33 CE)  así como la necesidad de respetar, proteger y hacer eficaz el derecho a la vivienda, ligado a la dignidad de las personas, así como a sus derechos a la intimidad o a la integridad física, como recuerda nuestra jurisprudencia, en el marco del servicio de interés general de la vivienda (art. 4 de la Ley del Derecho a la Vivienda de Cataluña).

Los límites de la ley no eliminarían la libertad de pactos dado que, por ejemplo, se puede seguir eligiendo contratar o no y también decidir con quien se contrata (eso sí, sin discriminación, prohibida por la Ley del Derecho a la Vivienda de Cataluña de 2007, arts. 45 y ss.). En relación con la renta, en particular, se sigue pudiendo pactar la renta, por el importe que se quiera por debajo del precio de referencia e incluso por encima, hasta un 5% más.

Por tanto, podría sostenerse que la ley catalana no violaría ninguna supuesta condición básica estatal de libertad de pactos absoluta, sino que desarrollaría, en ejercicio legítimo de su competencia respecto de las obligaciones contractuales (art. 129 del Estatuto de Autonomía vigente), ese otro elemento básico inescindiblemente unido: la limitación de la libertad de pactos, en garantía de otros derechos y principios constitucionales y del interés general. De acuerdo con la  Sentencia del Tribunal Constitucional 132/2019, que declaró la constitucionalidad de la regulación de otros contratos por el Derecho Civil Catalán, se mantendría la “lógica interna” contractual, con la diversidad posible en un Estado descentralizado, sin variar “el concepto mismo” de la libertad y sus límites.

Por cierto, ante una ley alemana de similares características, el Tribunal Constitucional alemán negó explícitamente la existencia de una violación de la libertad de pactos en su sentencia de 18 de julio de 2019.