Breve reflexión sobre la pertinencia, legitimidad y constitucionalidad del “procedimiento de actuación contra la desinformación aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional”
La regulación de mentiras por los gobiernos es rutinaria y ocurre a diario –sin que nos sorprendamos o molestemos por ello–. Al que comete perjurio, al funcionario público que miente sobre la razón por la que faltó al trabajo, al fabricante que no describe bien el contenido de su producto, al estafador, y a un largo etc., el gobierno los sanciona, al menos en gran parte, por mentir [1]. La pregunta que nos debemos plantear, así las cosas, no es si el gobierno debe o no regular mentiras, sino si puede y debe ingresar al espacio público, libre y abierto –que necesita una democracia para nacer y respirar– a hacerlo.
1. Pensemos en este primer punto con un par de ejemplos. Un médico le dice a su paciente que, para tratar el grave cáncer que sufre, debe pasar de quimioterapias y otros tratamientos más invasivos para, en su lugar, concentrarse en alimentarse conforme a una dieta basada exclusivamente en frutas tropicales. Un pediatra le dice a los padres de su paciente, un bebé de algunos meses de nacido, que las vacunas son un gran negocio farmacéutico y que no deben vacunar a sus hijos. Ambos pacientes mueren, por las causas que ya podrá imaginar el lector.
Ahora pensemos en que, en lugar de utilizar un consultorio para experimentar con su particular visión de la medicina, cada uno de estos médicos decide publicar un libro en el que exponen su caso y proponen al mundo entero abandonar la quimioterapia –junto con los tratamientos más ortodoxos e intensivos contra el cáncer– y las vacunas. Por lo que sabemos de los casos reales en que ya se han desaconsejado las vacunas, es probable que más de un incauto siga el consejo de estos médicos y que el saldo termine siendo de mucho más de dos muertos.
De momento, dejemos de lado la cuestión de si el médico y el pediatra de nuestros ejemplos realmente creen en lo que dicen o están mintiendo para enfocarnos en el punto de la legitimidad y constitucionalidad de la regulación estatal. En los casos en que los médicos expresaron su visión, y causaron un par de muertes en sus consultorios, la regulación estatal a través de una sanción penal por homicidio imprudente sería previsible y rutinaria. En los casos en que los médicos acuden al espacio público, libre y abierto para expresar su visión a través de sus libros, causando cientos o miles de muertes, la regulación estatal –sea a través de una sanción penal por homicidio imprudente, la censura del libro, o cualquier otra intervención coactiva que considere el lector– sería controversial, y potencialmente ilegítima e inconstitucional, en cualquier sociedad realmente democrática.
2. Para ver a fondo las razones por las que las sociedades democráticas necesitan tomar el riesgo de tener un espacio público libre y abierto –en el que, al lado de los libros que aconsejan evitar las vacunas o la quimioterapia, circulan mensajes homofóbicos, racistas, ultranacionalistas, machistas, negacionistas, etc.– para concretar su muy atractivo proyecto político, ético y epistemológico necesitaríamos más líneas de las que disponemos ahora. Sin embargo, quizá podamos acercarnos un poco a estas razones si consideramos que este tipo de sociedades existe justamente porque ha tomado distancia del tipo de sociedades que han necesitado que el poder de las armas y del conocimiento permanezcan en las mismas manos y, por eso, ven a este espacio libre y abierto como una amenaza que deben tratar de clausurar definitivamente para poder instalarse y sobrevivir [2].
Teniendo que dejar para otra oportunidad análisis más completos, digamos entonces que ser una sociedad democrática no es algo que salga gratis y que, dentro del precio que tenemos que asumir lo que queramos vivir en democracia, sin duda está el tener que acostumbrarnos a ver y/o escuchar constantemente comunicaciones heterodoxas, inconvenientes, hirientes, erróneas, desinformantes, estúpidas, inoportunas, superfluas, groseras, banales, etc. Puesto que en estas sociedades, gracias a instrumentos como el derecho constitucional a la libre expresión, quien ostente las armas –digamos más sutilmente quien represente el poder público– no podrá entrar a regular a sus anchas lo que pasa en un espacio o una esfera que, como la del conocimiento, no es de él sino de los ciudadanos –del pueblo–, quien quiera un árbitro oficial que prejuzgue las comunicaciones para él, y así le evite lidiar con las más molestas, posiblemente se sentirá más cómodo en algún tipo de dictadura.
3. Con lo que hemos dicho en los puntos anteriores tenemos entonces que en una democracia la competencia (constitucional) y la responsabilidad de juzgar la verdad, conveniencia, corrección política, pertinencia, etc., de las comunicaciones expresadas en el espacio público es de los ciudadanos, no del poder público. Por ende, en una democracia como la española, debería ser apenas normal que regulaciones como las anunciadas con la divulgación del “Procedimiento de actuación contra la desinformación aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional” -en adelante el Procedimiento– resulten altamente sospechosas y sean vistas con mucho recelo. Este tipo de medidas paternalistas siempre exigirán de los ciudadanos una mirada vigilante y cautelosa pues, más allá de los beneficios que traiga el quitarnos de encima algunas molestas comunicaciones, estas regulaciones implican que el poder público está traspasando oficialmente su terreno e irrumpiendo en el que, según el escenario o la división política propia de una democracia, nos corresponde como ciudadanos.
4. Sin embargo, puesto que ni siquiera en una democracia los derechos constitucionales son absolutos, es normal que, en consecuencia, los límites que impongan al ejercicio del poder tampoco lo sean. Por eso, las sospechosas intromisiones realizadas mediante regulaciones como las del Procedimiento no necesariamente deben ser inconstitucionales. A pesar de que las autoridades están entrando en territorios que constitucionalmente no le corresponden, y que por ende su actuación debe presumirse como inconstitucional, podrían haber casos en los que tal invasión pueda estar justificada o soportada en razones que política y constitucionalmente podríamos aceptar como suficientes [3].
Con este planteamiento, podríamos regresar, ya para ir finalizando, al interrogante que planteábamos en el primer párrafo y reflexionar sobre los parámetros generales de legitimidad y constitucionalidad del Procedimiento preguntándonos: ¿En qué circunstancias podría ser posible que las autoridades ingresen al espacio público y regulen una comunicación falsa sin ir en contra de los mandatos constitucionales?
5. A mi juicio, muy por la línea del pensamiento de J.S. Mill o de la jurisprudencia estadounidense, una invasión de este tipo nunca podría estar justificada en asuntos debatibles que estén sujetos a la opinión. En una democracia constitucional no debería existir tal cosa como una opinión falsa y ninguna autoridad, bajo ningún procedimiento, debería detentar el poder de librarnos de tener que seguir escuchando defensas públicas de visiones del origen del universo tan falsas y desinformadoras como, p. ej., las del libro del Génesis de la Biblia. La existencia de esta clase de “desinformación” es necesaria, y de hecho atractiva desde el punto de vista del pluralismo, para las sociedades democráticas.
6. Saliéndonos del territorio vedado de los asuntos de opinión, creo que las autoridades podrían ingresar al espacio público y regular una información empírica y demostrablemente falsa si están en condiciones de cumplir con la carga de demostrarnos que: (i) quien emitió esa información sabía de antemano que esta era falsa –y con su publicación pretendió engañar o mentir dolosamente a la audiencia de su mensaje– y (ii) la libre circulación de ese mensaje, que de algún modo se busca truncar con la regulación, no solo sirve para evitar la “desinformación” o la “saturación” del debate público, sino que resulta estrictamente necesaria para poder salvaguardar un derecho, interés o bien jurídico de alta importancia.
7. No creo que la excepcional supresión gubernamental de mentiras –(i)– que afecten gravemente nuestros más importantes derechos, intereses o bienes jurídicos –(ii)– pueda llegar a perjudicar el tipo de espacio público, libre y abierto que necesitamos para concretar el proyecto epistemológico, moral y político de nuestras sociedades democráticas. Sin embargo, este proceso de regulación debería estar estrictamente supervisado y controlado por los jueces constitucionales y por la ciudadanía. Esto pues el riesgo de que las autoridades aprovechen su ingreso al espacio público para hacer cosas como acallar las opiniones que no les convienen o tratar de afectar la fuente de poder o contra-poder de la ciudadanía –que siempre ha sido la expresión pública–, es tan elevado que, para volver donde iniciamos, la regulación de mentiras por el gobierno, cuando sea en el espacio público, nunca debería ser un procedimiento rutinario. Nunca debería ocurrir a diario. Pero, sobre todo, nunca debería dejar de estar expuesta a la más celosa vigilancia.
NOTAS
[1] Hablo de mentiras y no de expresiones falsas para que evitemos caer en discusiones innecesarias. Decir mentiras no es dar información falsa, sino dar intencionada o deliberadamente información que de antemano se sabe que es falsa. Los problemas propios de la mentira son entonces éticos, no epistemológicos.
[2] Preguntémonos, para enfocarnos en este tipo de sociedades, cuánto creemos que durarían sociedades actuales como Arabia Saudita o Corea del Norte o pasadas como la generalidad de las premodernas o la España franquista si permitieran un libre intercambio de opiniones entre los miembros de su sociedad.
[3] Como que, por ejemplo, esta invasión sea la estrictamente necesaria para poder salvaguardar o proteger otros intereses, fines o derechos que las sociedades democráticas valoramos tanto como el tener un espacio abierto, libre y público para la expresión.