La constitución interna

 

La Constitución, según Loewenstein, es el dispositivo fundamental para el control del proceso del poder. Siguiendo su clasificación entre constituciones normativas, nominales y semánticas, la nuestra entraría en la primera categoría. Y afirma este profesor alemán exiliado en Estados Unidos desde 1933, que para que sea real y efectiva, la Constitución debe ser observada lealmente por todos los agentes de ese poder y estar integrada en la sociedad estatal, y ésta en ella. Si entre la Constitución y la comunidad se produce esa simbiosis, sus normas dominan el proceso político o, a la inversa, el proceso del poder se adapta a las normas de la Constitución y se somete a ellas. “La Constitución es como un traje que sienta bien”. La Constitución española de 1978 es, pues, una constitución normativa, un traje que nos ha sentado bien durante cuarenta años. Pero ahora, una parte del gobierno de España, con el apoyo de los independentistas catalanes y vascos, ha decidido que ese traje ya no nos sienta bien. Son minoría, es cierto, pero pretenden imponer a la mayoría otro traje, el republicano tricolor. Y apuntan bien. Saben que la Monarquía parlamentaria, instaurada en el artículo 1 del Título Preliminar de la Constitución, es la clave de bóveda de nuestro edificio constitucional, base y fundamento de la democracia y de la libertad de todos los españoles.

 

La Constitución no solo es su letra. Cánovas, el político conservador arquitecto de la de 1876, decía que “la Monarquía y las Cortes son el resumen de la política y de la vida de muchos siglos”. Se refería a esa otra Constitución no escrita, sobreentendida, que es como el alma de la nación, la constitución interna que contiene nuestras tradiciones y costumbres que son proyectadas hacia el futuro. Es decir, la Monarquía y la voluntad popular asentada en las Cortes Generales serían las dos únicas instituciones que no deberían ponerse en tela de juicio, desde los poderes del Estado, nunca. Porque si las tambaleamos, se podría llegar a derrumbar todo nuestro sistema de libertades. Es posible que el Rey Juan Carlos cometiera errores de bulto a lo largo de su reinado y que su errática actitud de estos últimos meses haya propiciado un debate sobre la conveniencia o no de que España siga siendo una Monarquía parlamentaria o, por el contrario, una República, aunque no se sepa cómo.

 

Para reformar la Constitución, en el caso de una reforma tan radical como el cambio de régimen, o sea para hacer una Constitución nueva, se requieren mayorías cualificadas que ni de lejos se podrían ahora conseguir con el actual equilibrio de fuerzas parlamentarias. Ésta es la razón por la que los partidos que pretenden destrozar la Constitución de 1978 y propiciar un cambio de régimen, plantean la conveniencia de someter a referéndum la Monarquía. Para ello solamente bastaría que el presidente del Gobierno propusiera, previa aprobación por mayoría absoluta del Congreso de los Diputados, la organización de la consulta. De este modo se habría abierto el melón del cambio de régimen como pretenden los partidos minoritarios (Podemos más todos los partidos independentistas), sin necesidad de plantear la reforma constitucional.

 

No solo es España la que ha vivido una crisis constitucional de la envergadura como la que estamos padeciendo. En Bélgica, Leopoldo III tuvo que abdicar la Corona en 1950 por su actitud complaciente con Hitler. En Holanda al príncipe Bernardo, casado con la Reina Juliana, le retiraron todos los títulos por sus negocios y cobro de comisiones de la compañía de aviación Lockheed. En Inglaterra la Reina Isabel pasó un verdadero calvario -su annus horribilis– tras la muerte de la princesa Diana, la princesa del pueblo. Y en nuestro país, el Rey Juan Carlos tuvo que abdicar por su falta de ejemplaridad -un Rey de grandes virtudes públicas y de grandes vicios privados, ha escrito con agudeza y acierto el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense, Juan Francisco Fuentes. Ahora, superada la crisis, con unos reyes ejemplares, los de Podemos y los independentistas pretenden imponernos su modelo de república, politizando el derecho, reduciéndolo a una situación y, al modo de Carl Schmitt, el teórico del constitucionalismo que justificó la Alemania de Hitler (y del que Iglesias y Monedero han leído algo), manoseando la Constitución para alzarse con todos los poderes.

 

Hay formas que deberían respetarse. El respeto a las formas es esencial para que funcione bien el Estado de Derecho. Por ejemplo, no se debería permitir ir a ver al jefe del Estado en mangas de camisa; ni dar de mamar a un bebé en el Congreso de los Diputados, habiendo como hay una espléndida guardería; ni tomarse a pitorreo los juramentos o promesas de acatamiento a la Constitución, que en eso han derivado esas ceremonias; ni atacar al Rey desde la vicepresidencia del Gobierno; ni saltarse las decisiones del Tribunal Constitucional como de forma reiterada se hace desde la Generalitat de Catalunya. No hemos dado importancia a esos pequeños detalles y, como dice el refrán, de esos polvos ahora tenemos estos lodos.