Sedición, asalto y comparaciones odiosas

 

El asalto al Capitolio de Washington ha abierto en España un debate sobre lo que es legítimo y sobre lo que es legal. Después de los gravísimos hechos que se produjeron en Barcelona en 2017, con el intento de asalto al Parlament de Catalunya, incumpliendo de forma flagrante el Estatut y la Constitución, promulgando leyes de desconexión constitucional claramente sediciosas y contrarias a las más elementales reglas del estado de derecho, apropiándose de las instituciones unos partidos independentistas azuzados por las propias autoridades autonómicas –“apreteu, apreteu”- con el presidente de la Generalitat a la cabeza, se planteó un debate que pretendía justificar esos hechos tremendos, alegando que la legitimidad estaba por encima de la legalidad y que, dijera lo que dijera la Constitución o el Estatut de Catalunya, como los partidos independentistas tenían mayoría en la Cámara catalana, gozaban de “legitimidad democrática” para hacer lo que hicieron.

Ahora, los mismos que organizaron todos esos desmanes, muchos de ellos incitando a la violencia, incluso aquellos que también pretendieron en Madrid ocupar el Congreso de los Diputados durante la investidura de Rajoy en 2016 (Iglesias y Errejón, entre otros), han salido gritando que debe pararse a la extrema derecha, como se ha hecho en E.E.U.U, para que triunfe el estado de derecho y la democracia. Los extremos se tocan. Son los mismos perros con distintos collares. Ahí, la sediciosa ha sido, sí, la extrema derecha instigada, nada menos, que por el propio presidente de los Estados Unidos. Y en Cataluña el asalto a las instituciones lo organizaron los herederos de CiU, también desde la presidencia, aunque sus principales dirigentes tradicionales (Durán y Roca, por ejemplo) se desmarcasen clara y rotundamente del sedicioso golpe que organizaron sus sucesores, envalentonados por la inacción y abandono de sus funciones del gobierno de España, entonces presidido por un acomodaticio Mariano Rajoy.

 

Después de los hechos de Washington se ha puesto más difícil la concesión de los indultos. Creíamos que lo que había ocurrido era una excentricidad nuestra, algo propio de nuestro fogoso carácter, a lo que no debíamos darle la importancia que le había concedido el Tribunal Supremo. Los indultos, pues, estaban plenamente justificados. Además, muchos pensaban que los revoltosos eran buena gente. Junqueras solía repetir con machacona insistencia eso de que “yo soy bueno”. Y nadie lo dudaba, aunque al doblar la esquina repitiera ese otro mantra algo más perverso del “ho tornarem a fer”. Los dirigentes catalanes hicieron, exactamente, lo mismo que Trump desde otra trinchera: aquí se negaba legitimidad a la ley ya que, sostenían, la legitimidad democrática la tenían ellos. Nuestros compatriotas no tuvieron esa resonancia mundial que ha tenido la asonada americana liderada por el presidente Trump. Los nuestros se saltaron la Constitución y el Estatuto, o sea el llamado “bloque de constitucionalidad”, porque argumentaban que les avalaba una mayoría parlamentaria. Según ese artero argumento, cualquier mayoría parlamentaria estaría legitimada para modificar las leyes, no de acuerdo con las leyes, sino fabricándolas “ex novo”. El argumento de Trump, muy infantil pero mucho más incendiario, ha sido distinto. Él ha negado validez a los resultados electorales sosteniendo, sin otro fundamento que su palabra, que esos resultados fueron amañados. No podía entender -dijo- que se acostase como ganador y se despertara perdiendo.

 

Se que muchas personas dirán que esta es una comparación odiosa. Puede ser que sea inoportuna, pero creo que no es odiosa. Es una reflexión que deberían hacerse quienes alientan la desobediencia civil; quienes ponen en tela de juicio la legitimidad de la Monarquía cuestionando la legitimidad de la Constitución; quienes sostienen que el Parlament de Catalunya tiene legitimidad para dictar, aún en contra de la ley, unas leyes de desconexión, poniendo en la picota los más elementales principios de la democracia; quienes empujan a las masas a tomar las calles, como de forma irreflexiva lo hacen con bastante frecuencia tanto Podemos como Vox; quienes ponen  en cuestión la validez de los debates parlamentarios, en suma. La crispación constante de unos y otros, con argumentos simples y de argumentario, es rebajar la razón a categoría de eslogan. Es como si lo anecdótico se hubiera convertido en categoría.

Cuando vi a ese hombre de las montañas con su gorro de piel de zorro y cuernos encaramado en la silla del presidente del Senado de los Estados Unidos de América, me dieron ganas de sonreír, la misma sonrisa que le produjo al corresponsal del New York Times cuando el 23 de febrero de 1981 vio a Tejero con su tricornio very funny (muy divertido) entrar en el Congreso. ¿Son odiosas las comparaciones? Cada pueblo tiene su idiosincrasia. Ya nadie puede reírse de nadie. Si no cuidamos las instituciones, si las utilizamos para desestabilizar al contrario (como hace el PP con la renovación del CGPJ), si los responsables políticos lanzan mensajes engañosos para azuzar a sus partidarios, si no respetamos la ley, lo que sucedió en Washington, o más modestamente, lo que pasó en Barcelona hace un tiempo, puede volver a repetirse en cualquier democracia consolidada del mundo y tambalear nuestras libertades tan difícilmente conquistadas.