La complejidad de la “Ley Trans”

La conocida como ley trans, o ley de identidad de género, no ha hecho sino generar polémica mucho antes de que se haya conocido cualquier articulado. Los derechos de las personas transexuales se han convertido para muchos colectivos, particularmente los colectivos de izquierdas, en la siguiente frontera de los derechos civiles. Una deuda con el colectivo trans que el actual gobierno quiere saldar con la promulgación de una legislación específica que proteja el derecho de cualquier persona a cambiar su sexo o identidad sexual.

Para una sociedad como la española que, tradicionalmente, se ha distinguido por su respeto y tolerancia en cualquier ámbito relacionado con la identidad sexual, difícilmente el reconocimiento del derecho a cambiar de sexo generará mucha contestación social. Más aún si consideramos que la realidad de las personas trans sigue estando marcada por la discriminación y la precariedad. Y, sin embargo, algunas cuestiones requerirán una mayor reflexión por sus profundas implicaciones, especialmente en lo que se refiere a los menores.

La polémica surge por la incorporación en la ley de la teoría queer, surgida en Estados Unidos a finales del sigo XX, enmarcada en la “disidencia sexual” y la “deconstrucción de las identidades”. El concepto básico que postula esta teoría es que no solo el género, sino también el sexo, son construcciones sociales, y por tanto no están relacionadas con la biología. Cualquier persona podría ser hombre o mujer, independientemente de lo que sus características biológicas puedan indicar. Es la propia percepción de cada persona la que debe determinar su sexo. Lo que se ha denominado “género fluido”.

La teoría queer ha provocado numerosos enfrentamientos con el feminismo clásico. No deja de sorprender y entristecer que mujeres que durante décadas han luchado por la igualdad en los derechos de hombres y mujeres y que por ello han sufrido incomprensión, violencia y persecución, mujeres que hasta hace pocos años eran consideradas iconos de la lucha feminista, sean ahora consideradas “tránsfobas”, y hayan sido condenadas al ostracismo y a la persecución social. Es fácil entender el punto de enfrentamiento: si cualquier persona con su mero testimonio pasa a ser mujer, algunas cuestiones por las que el feminismo ha luchado durante décadas podrían quedar en entredicho.

La polémica no es nueva. En el ámbito del deporte esta cuestión lleva generando controversia muchos años. Biológicamente hombres y mujeres tienen mejores desempeños en diferentes disciplinas deportivas según requieran mayores prestaciones de fuerza, potencia o flexibilidad. Para mantener la competición en términos de justicia se mantienen categorías separadas para hombres y mujeres. La pregunta entonces es dónde deberían competir las personas trans. Cualquier hombre que “sintiéndose mujer” compita en la categoría femenina desvirtuaría la competición en disciplinas tan dispares como el ciclismo o el atletismo. Las polémicas se han sucedido en los últimos años, y la ciencia trata de hacer tangible el concepto de “mujer” y “hombre” basado en la mayor o menor presencia de testosterona en el cuerpo de la persona. Es un reto al que aún la ciencia debe dar una respuesta.

Si en un ámbito como el deportivo que precisa unas reglas claras, la situación es compleja, podemos imaginar muchos otros ámbitos donde la situación es más cotidiana, pero no por ello más sencilla: pensemos en la decisión sobre los aseos que deben utilizar las personas trans, o las cárceles donde deberían ser recluidos si cometen algún delito castigado con prisión. Otras dificultades se identifican en cuestiones relacionadas con cuotas reservadas a mujeres en ciertas pruebas físicas en las que de otra forma partirían en desventaja por cuestiones biológicas frente a los hombres (ej: oposiciones al cuerpo de bomberos), o en las logradas tras años de lucha por la igualdad de hombres y mujeres en ámbitos como los consejos de administración. No obstante, todos ellos son problemas que deberían resolverse con voluntad y diálogo. No debería ser éste el principal motivo de preocupación en la cuestión trans.

Quizás para entender mejor las implicaciones es preciso empezar por cuantificar el colectivo de personas trans, con cifras que quizás sorprendan. Todas las culturas desde la antigüedad han reconocido la existencia de una zona indeterminada entre sexos, lo que debería llevarnos a pensar que no se trata de un fenómeno infrecuente. Para cuantificarlo lo más sencillo es empezar por el fenómeno más fácilmente identificable: la intersexualidad. Es un fenómeno conocido desde hace siglos en la profesión médica, pero que suele mantenerse en gran medida oculto para el resto de la sociedad. Intersexuales son aquellas personas que nacen con genitales ambiguos, es decir, a medio camino entre uno y otro sexo. Aunque no hay cifras de este fenómeno en España, en Estados Unidos se considera que un 0,05% de la población nace con órganos sexuales indeterminados. Uno de cada dos mil niños. La cifra no es pequeña y desde luego debería generar más atención.

En el pasado gran parte de la responsabilidad de definir el sexo del recién nacido correspondía al médico. La Universidad Johns Hopkings de Baltimore desarrolló a mediados del siglo XX el que podría considerarse el primer protocolo estándar para guiar a los especialistas para determinar el sexo que debía prevalecer. Si en aquellos años se abogaba por una intervención quirúrgica precoz, hoy estos protocolos ya no se consideran admisibles. La existencia de la intersexualidad por sí sola justifica una legislación que ampare a estas personas con derechos específicos. Este fenómeno, dentro de todo el rango de la identidad de género, es probablemente el más sencillo, al estar mucho más cercano al concepto “biológico” del género. A partir de aquí, nos adentramos en cuestiones mucho más complejas.

La idea del sexo como algo “fluido” plantea pocos problemas en la edad adulta, pero genera dificultades más serias en esas edades donde las identidades son más confusas: la pubertad y la adolescencia. Si un adulto quiere cambiar de sexo, no plantea más problemas que aquellos que han generado cierta controversia con los colectivos feministas. Problemas que no parecen de imposible solución. Hay ya tantos testimonios que muestran la necesidad que sienten muchas personas de cambiar de sexo y las tremendas dificultades psicológicas y vitales que sufren al no identificarse con el sexo que biológicamente les ha correspondido que caben pocas discusiones. Hombres y mujeres encerrados en un cuerpo equivocado merecen que sus derechos sean reconocidos en una forma apropiada.

Sin embargo, si un niño o un adolescente plantea la misma necesidad, los problemas se convierten en mucho más serios. Si consideramos que más allá del testimonio de la propia persona no hay hoy en día ninguna característica fisiológica, biológica o psicológica que distinga a una persona trans, en una edad especialmente confusa en los aspectos de identidad, como es la adolescencia, deberíamos ser especialmente cautos.

Los tratamientos asociados al cambio de sexo tienen en gran medida la característica de la irreversibilidad y por tanto cualquier decisión debe tomarse con precaución. El incremento en la aplicación de tratamientos asociados al cambio de sexo, como son los hormonales, en menores, en aquellos países más avanzados en los derechos de las personas trans como son los países anglosajones, han generado cierta inquietud. La pregunta que atormenta a muchos padres es en qué medida es un fenómeno que obedece a una necesidad real de estos menores, y en cuál es un fenómeno de imitación (efecto acumulativo), tan habitual en estas edades. En cinco años el Reino Unido ha experimentado un aumento del 700 por ciento en el número de menores derivados a clínicas de género.

El número tampoco debería plantear mucha controversia, pero algunos estudios han alimentado la preocupación. Douglas Mourray en su libro “la masa enfurecida” recoge referencias a estudios realizados en algunos colegios ingleses, donde el 5% de los alumnos se identificaban como transgénero. Lo preocupante no es por supuesto el porcentaje, sino el perfil de estos alumnos: todos ellos respondían a un perfil muy similar. Muchos habían sido diagnosticados con distintos niveles de autismo y tenían fama de ser poco populares y de no conectar del todo bien con sus compañeros. Hacen falta muchos más estudios para sacar cualquier conclusión, pero la idea de que a los tradicionales problemas de aceptación en la adolescencia algunos menores encontrarían en la transexualidad una vía de escape plantea interrogantes, que al menos merecen atención.

El número de “arrepentidos” en aquellos países que llevan varios años con una legislación que ampara el cambio de sexo se está esgrimiendo como un elemento que debería incitar a ir con más precaución en esta cuestión. Sin embargo, las cifras son aún muy poco significativas.

La cuestión trans ha avanzado tan rápido que cuestionar (o, al menos, pedir) cierta reflexión y rigor sobre estas cuestiones es rápidamente tildado de “transfobia”, lo que no ayuda a tener un debate productivo. El debate ha avanzado tan rápido que provoca cierto vértigo -y rechazo- en muchas personas, lo que debería invitar a la prudencia. Mientras el matrimonio homosexual precisó años para ser legalizado, la cuestión trans se ha abierto paso en el debate legislativo en un tiempo récord.  Esto, en si mismo, no es malo, pero hay que ser consciente de que falta un debate constructivo y mucha pedagogía.

En medio del ruido y la furia que está acompañando este debate algunas cosas sí son exigibles: en el caso de los menores no debería trivializarse sobre el impacto de los tratamientos aplicados, no solo de las operaciones quirúrgicas, sino también de los tratamientos hormonales. Huir de la frivolidad es un primer paso importante. Para los padres, estas situaciones nunca son sencillas, y aunque cualquier psicólogo sabe que la aceptación de la transexualidad de un hijo por parte de los padres es el primer paso para su felicidad, los padres, como los niños, merecen más orientación e información, y menos sectarismo y polarización.