El fracaso de la epidemiología: el cólera, las mascarillas, los bares y los test

En los últimos días se ha querido abrir el debate sobre si los ciudadanos prefieren que la lucha contra la pandemia la dirijan médicos o políticos. Esta es una pregunta trampa: lo sencillo es culpar a la intromisión de los políticos, pero, aunque no sea una opinión popular, creo que la epidemiología de enfermedades infecciosas de occidente ha sufrido una extraordinaria cura de humildad.

La epidemiología en occidente se ha revelado como una disciplina mecida por la complacencia ante la ausencia de grandes desafíos en las últimas décadas. Una disciplina que se ha mostrado anticuada y reticente a cualquier innovación o riesgo. La prepotencia y complacencia que mostró Occidente en el inicio de la pandemia ha derivado en tragedia. La comparativa con sus homólogos asiáticos o australianos causa sonrojo. Parece obvio que la tensión de la amenaza obligaba a mantener en Asia una preparación de la que Occidente carecía.

La lucha contra una pandemia requiere la coordinación de muchas disciplinas y un enfoque multidisciplinar. El colectivo médico debía centrarse en curar enfermos y su labor ha sido encomiable.  La ciencia y la investigación médica debían encontrar tratamientos y vacunas, y el resultado ha sido extraordinario: el efecto que puede tener el desarrollo de la tecnología del ARN mensajero en las vacunas aún no se está valorando en toda su dimensión.

La epidemiología debía mitigar la propagación de la enfermedad y controlar su expansión. En esta área el fracaso ha sido clamoroso. La complacencia por los similares resultados en todos los países europeos y en Estados Unidos no debería esconder la comparativa con los resultados en Asia y Australia. Se podía, y se debía haber hecho mejor. Y se hace absolutamente imprescindible un análisis que no caiga en la complacencia. La epidemiología debería vivir tras este fracaso una catarsis, como sucedió en otros momentos de la historia. Por el bien de todos.

Siempre es interesante echar la vista atrás para sorprenderse de los paralelismos que nos muestra nuestro pasado. Permítanme la licencia de recordar otra famosa epidemia: en el libro “El mapa fantasma”, Steve Johnson cuenta la historia de la epidemia de cólera que sufrió Londres a mediados del siglo XIX.

En la ciudad más populosa del mundo, en el país más rico y avanzado, el cólera causaba estragos en el año 1854. La teoría prevalente sobre la causa del cólera acusaba a la baja calidad del aire: la teoría del miasma, que en aquellos años tenían un amplio soporte científico. Pocos médicos se atrevían a cuestionarla, a riesgo de poner en cuestión su reputación y su prestigio. Fueron un anestesista John Snow, y un clérigo Henry Whitehead, los que mostraron que no era el aire, sino el agua el causante de la enfermedad.

Héroes inesperados. La experiencia con anestésicos y su particular carácter hizo a John Snow desconfiar de una teoría que no se correspondía con el comportamiento del cuerpo con el cloroformo. Whitehead aportó su conocimiento de la vida en Londres para aportar evidencia sobre el agua como la fuente real de la epidemia. La teoría prevalente se resistió a desaparecer y tuvieron que pasar más de 10 años para que tuviera una total aceptación y la teoría miasmática desapareciera del panorama científico. John Snow tuvo que sufrir la burla en las revistas científicas más prestigiosas y murió sin ver refrendada su teoría.

Para cuando esto sucedió, la ciencia del XIX estaba muy lejos de poder luchar contra la bacteria causante del cólera; estaba incluso lejos de poder “verla”. La solución no fue médica sino de ingeniería civil. El ingenio de un ingeniero Joseph Bazalguete, capaz de diseñar un sistema de alcantarillado que permitió a Londres olvidarse del cólera, y poner fin a las dudas sobre si era posible agrupar la población en ciudades con millones de habitantes. Una enseñanza sobre el enfoque multidisciplinar, y la necesidad de escuchar a personas que tienen una visión diferente ante situaciones complejas.

Puede sonar forzado encontrar paralelismos entre esta situación y la que hemos vivido, pero merece la pena. Es interesante recordar que la teoría prevalente cuando estalló la pandemia del COVID-19 era que el método de propagación eran las gotas que se expulsaban al toser o respirar. Gotas que se depositaban en superficies que al tocarlas podían transmitir el virus. Esta creencia llevaba a definir como mecanismos básicos de prevención la limpieza de manos, la desinfección de superficies y la distancia de seguridad. Aspectos como las mascarillas quedaban en segundo plano, dado que a una distancia adecuada las gotas contagiosas no podían viajar y por tanto no se consideraban necesarias.

Desde el principio se planteó una teoría alternativa: la teoría de la propagación por aerosoles, a la que las autoridades epidemiológicas eran reticentes. Tuvo que ser la experiencia aportada por otras disciplinas, expertas en aerosoles, los que con tenacidad proporcionaron unas evidencias tan abrumadoras que, tras muchos meses, tuvieron que ser aceptadas. Entre ellas, merece un especial reconocimiento en el caso español un experto del MIT, José Luis Jiménez, que no cejó en su empeño hasta lograrlo. Uno de los varios “John Snow” en esta pandemia.

Estas personas tenaces hablaban de la epidemiología como una ciencia anclada en el siglo XX, incapaz de avanzar.  Aunque aceptada finalmente, la epidemiología clásica se resistió a otorgarle el valor que merecían los aerosoles. Aún varios países y muchos epidemiólogos la miran con reticencia. En España escuchamos comentarios sobre que no cambiaba realmente nada con este nuevo método de propagación en cuanto a las medidas de prevención que debían adoptarse. Y lo cierto es que lo cambiaba todo.

Las mascarillas pasaban a ser la principal herramienta de defensa. La distancia de seguridad ya no era en absoluto efectiva. Los aspectos de ventilación y circulación del aire se convertían en clave, y las medidas de desinfección y limpieza, aunque siempre interesantes, perdían gran parte de su relevancia inicial. Minimizar el cambio parecía un error, pero eso es lo que sucedió. Desgraciadamente. El impacto de esta forma de abordar las medidas y la comunicación aún hoy lo sufrimos.

El tema de las mascarillas ya no se pone en duda, pero aún el mensaje que se transmite es confuso: las mascarillas son el principal mecanismo de defensa mientras llega la vacuna. Un mecanismo muy efectivo, imprescindible en espacios interiores, donde la ausencia de ventilación puede maximizar el riesgo de contagio. Cuanto mejor sea la capacidad de filtrado de la mascarilla, mayor la protección. Mejor una FFP2 que una quirúrgica; y olvídese de las de tela.

Aún más importante: la mascarilla es muy efectiva solo si está bien ajustada. Capacidad de filtrado y ajuste son clave. No se entiende que no haya existido una masiva campaña de comunicación centrada en la importancia de llevar mascarilla en sitios cerrados, y llevarla bien ajustada. Solo puede entenderse desde la reticencia a poner en evidencia los errores iniciales. Aún más cuando las mascarillas como barrera de protección podrían permitir mantener la actividad económica y social siempre que pueda mantenerse puesta la mascarilla. La obsesión por encerrar a todo el mundo en sus casas se compadece mal con la disponibilidad de esta extraordinaria herramienta. Y preferiría no tener que volver a escuchar la desafortunada frase de la “falsa seguridad”, o los muchos estudios que en los primeros meses mostraban que la mascarilla no era útil, como indicaba la experiencia con la gripe. ¿Dónde habrán quedado esos estudios?

Los espacios cerrados se volvieron los lugares de mayor riesgo. Aquí sí hubo una campaña dirigida a ventilar todos los lugares cerrados. Es interesante el esfuerzo especial que se puso en los espacios educativos, dado el interés en mantenerlos operativos. En este punto se hubiese agradecido que al equipo de expertos del gobierno se hubiese incorporado un experto en aerosoles, dado que en ausencia de vacuna parece la disciplina que más tenía que aportar en la lucha contra el virus. El enfoque multidisciplinar no ha sido el fuerte en la lucha contra la pandemia.

En este punto sorprende que no se hayan explorado opciones de ventilación reforzada como mecanismos de lucha contra la propagación. Si los aviones han mostrado que una tasa de renovación del aire muy alta permite convertir un espacio cerrado en un espacio muy seguro, ¿por qué no se ha dado esta opción a espacios como bares, restaurantes o centros comerciales? ¿por qué la obsesión con cerrarlo todo como primera opción? De aquellos sellos COVID-free que solo reflejaban el esfuerzo en distancia de seguridad y desinfección, podía haberse dado paso a otros que asegurasen que un determinado local renovaba su aire con tasas que permitían asimilar ese espacio cerrado a un espacio abierto, y por tanto asegurar que el contagio solo se produciría entre personas muy cercanas.

Es sorprendente el nulo interés en explorar e incentivar estas opciones. Aversión al riesgo y a lo nuevo. Una disciplina que se siente cómoda recomendando lo que no puede fallar, “encerraos en casa”, y que evitar explorar otras opciones más acordes a lo que la tecnología y la ciencia del siglo XXI pone a su disposición, sea en la forma de herramientas digitales de gestión de datos o trazado, o sea en la forma de conocimientos sobre aerosoles.

La lucha contra la pandemia parece mostrar que sólo existen dos enfoques con cierta posibilidad de éxito:

  1. El que apuesta por lograr cero contagios:  el seguido por Asia y Oceanía. Un enfoque que requiere altísima capacidad de reacción, rápido cierre y estricto control de fronteras, medidas muy drásticas ante cualquier contagio y altísima capacidad de rastreo. España, y en general toda Europa ha mostrado sus innumerables carencias, que han imposibilitado adoptar este enfoque. Ni alarma temprana, ni rastreo, ni cierre rápido de fronteras, ni medidas drásticas. Este enfoque igualmente requiere o una notable capacidad coercitiva del estado sobre sus ciudadanos para cumplir las medidas restrictivas, como aplicó China, o una confianza de los ciudadanos en sus gobiernos en que las medidas serán de corta duración y útiles, como los casos de Australia, Corea o Japón. Ningún país europeo lo ha logrado. Fracasó en la primera ola, y la oportunidad que supuso el extraordinario sacrificio de más de 2 meses de confinamiento domiciliario fueron desperdiciados de nuevo en la segunda ola. Aunque ahora algunos epidemiólogos se apuntan a volver a intentar este enfoque, conviene no engañar a los ciudadanos. Con las actuales tasas de contagio y con la experiencia de la primera ola no hablamos de un cierre de 2 semanas. Hablamos de un cierre de 3 meses. Ni económica, ni mentalmente parece ya a nuestro alcance. Todos los “expertos” que siguen incidiendo en este enfoque suenan a demagogia de salón, y a satisfacción de políticos que parecen encantados con la idea de encerrar a los ciudadanos en sus casas.
  2. El que apuesta por convivir con el virus: esto requiere aprovechar todas las herramientas a nuestra disposición: mascarillas, ventilación y filtros de aire, test de todo tipo a disposición de la población con total flexibilidad y libertad, cuarentenas razonables y estrictas, restricciones razonables alejadas de la demagogia poco efectiva. Estrategia para aprovechar todo lo disponible para reducir los contagios con un enfoque inteligente. Y medidas pensadas para que puedan cumplirse, y no para echar la culpa a los ciudadanos.

España, y en general Europa, quiere mostrar que intenta el primer enfoque, pero realmente se encuentra inmerso en el segundo utilizando medidas y propuestas que desaprovechan gran parte del potencial existente. El peor de los mundos.

La desesperación de escuchar a los grandes expertos epidemiólogos afirmar que la única salida es el confinamiento domiciliario me sugiere un enfoque que busca más el aplauso que la efectividad. En algún post anterior utilizábamos el símil de poner al frente de la DGT a un médico traumatólogo que ante la pregunta de qué planteaba para reducir los muertos en accidente de tráfico planteara que dejar el coche en casa. Inapelable respuesta. Quizás poco práctica. El mismo esfuerzo de practicidad sería deseable a esos expertos epidemiólogos que siempre tienen respuestas inapelables, pero de escasa practicidad.

Luchar contra esta pandemia no es sencillo. La epidemiología nos ha proporcionado pocos aciertos e innumerables errores. Culpar a la intromisión política es cómodo, pero creo que el problema es mucho más profundo. Eran más justificables los errores iniciales, pero en estos momentos ya es muy difícil entenderlo. La desesperanza nos lleva a pensar que solo nos queda la vacuna.