El auge de las religiones civiles: del nacionalismo al movimiento “woke”

La religión siempre ha jugado un papel clave a lo largo de la historia de la humanidad. Esta necesidad de “creer” hace tiempo que despertó el interés de la ciencia, que suele dar dos explicaciones: la primera indica que la especie humana necesita una relación causa-efecto para todo lo que le rodea. Si la respuesta no la da la ciencia, el hombre precisa una respuesta sobrenatural, y por tanto tiene predisposición a creer en dioses. La segunda explicación propone que las creencias religiosas han contribuido a la cohesión de los grupos humanos y, por ello, han ayudado a su supervivencia y, en último término, al éxito evolutivo. La religión como elemento de cohesión también responde a una clara necesidad humana. En este artículo no pretendo abordar el primer punto, más relacionado con la espiritualidad, sino el segundo, relacionado con el renacer de las religiones civiles en el siglo XXI.

Una generación de políticos sin ideas nuevas, e incapaces de proponer un proyecto ilusionante y cohesionador de futuro, junto a una generación de ciudadanos complacientes que creyeron que la democracia liberal era un logro irreversible, nos han llevado a una tormenta perfecta que revive algunas de las peores pesadillas de siglos pasados: una nueva guerra de religiones; en este caso, de religiones civiles.

En los últimos meses se han sucedido los análisis sobre el impacto de las políticas identitarias y la polarización de la sociedad. Creo que resulta más fácil entender la situación vista desde la perspectiva de la religión como elemento de cohesión de grupos y como mecanismo de creación de identidades fuertes y de control de la sociedad. Las recientes noticias sobre el debate abierto en Francia para combatir las nuevas religiones civiles, en forma de guerras culturales, han reavivado la polémica.

En el libro “El pasillo estrecho”, Daron Acemoglu y James A. Robinson proporcionan numerosos ejemplos de cómo la religión permitió crear Estados fuertes que dejaron atrás la etapa de guerras continuas para resolver los conflictos entre diferentes grupos. Las religiones han sido uno de los grandes motores de la creación de Estados a lo largo de la historia. La religión hace mucho más sencillo el control de la sociedad: si las reglas de moralidad y comportamiento, así como la reglamentación de incumplimientos o castigos, vienen de un dios sobrenatural y todopoderoso, es más sencillo asegurar el cumplimiento por parte de los ciudadanos, lo que permitió crear Estados autoritarios fuertes.

Para llegar a un estado democrático, las sociedades tuvieron que romper la “jaula de normas” creada alrededor de la religión y adentrarse en ese pasillo estrecho que describe Acemoglou entre un Estado con capacidad para resolver conflictos basado en unas normas aceptadas y una sociedad capaz de controlar al Estado e impedir la deriva autoritaria. Este modelo requería separar a la religión del Estado. Sin romper la jaula de normas, que en muchos casos estaba ligada a la religión, el modelo democrático era inviable.

Yuval Harari en su libro “Sapiens” también describe la ventaja competitiva de la especia humana basada en “construir relatos” que unen a grandes grupos en proyectos comunes. Esa fue la labor de la religión durante milenios. En el siglo XIX, y especialmente en el siglo XX esa labor la asumieron las grandes ideologías, en su modelo de religiones civiles: el fascismo, el comunismo y el nacionalismo.

Derrotada el fascismo en la segunda guerra mundial y el comunismo en la guerra fría, la generación de los 90 se atrevió a aventurar el “fin de la historia”, en palabras de Fukuyama. La democracia liberal había triunfado en la lucha de ideologías. Incluso un paso más allá, una generación llena de optimismo pensó en una etapa laica, no sometida a las normas de las religiones. Una generación demasiado presuntuosa.

Ninguna de esas predicciones se ha cumplido. La democracia liberal se encuentra en retroceso en todo el mundo: el fin de la guerra fría no fue el fin de la historia. La religión ocupa un espacio en el cerebro de las personas que la democracia y sus ritos no ha sido capaz de suplir. El fascismo, el comunismo y el nacionalismo están de vuelta. Los casos del fascismo y el comunismo son particularmente sorprendentes: dos ideologías que solo han traído guerra y miseria vuelven en el siglo XXI. Este retorno debería generar el mismo estupor que si alguien propusiera la vuelta del … despotismo ilustrado, y sin embargo captan nuevos adeptos, y siguen gozando de prestigio intelectual.

El nacionalismo es el perfecto ejemplo de religión civil: sus dogmas, rituales y prácticas convierten al nacionalismo en una fe laica que despertaría en el cerebro reacciones parecidas a las que desencadena la religión.

En su capacidad de comportarse como religiones civiles podríamos encontrar muchas respuestas a este retorno de ideologías del siglo XX: la necesidad de volver a cohesionar los grupos humanos renace con fuerza. El espacio que había dejado la religión ha sido tomado por otras fes laicas que vuelven a promover la cohesión de los grupos humanos, cohesión que sin duda devuelve confort al cerebro humano, la vuelta al confort de la tribu. Las religiones civiles en un nuevo formato del siglo XXI han tomado la política y la sociedad y amenazan con destruir la democracia liberal y restringir las libertades de los ciudadanos.

El nacionalismo asociado a la nación y la bandera suele estar ligado en la mayor parte del mundo a partidos políticos de derechas. España es en gran medida una excepción singular, con un nacionalismo de izquierdas ciertamente extravagante.

La religión civil en el ámbito de la izquierda se ha desarrollado de forma más clara en lo que en Estados Unidos se ha denominado el movimiento “woke”. Movimientos inicialmente centrados en la defensa de derechos civiles como el feminismo, los derechos de los colectivos LGTBI o la lucha contra el racismo, han desembocado en religiones civiles, donde cualquier duda o discusión es tachado de herejía y donde cualquier error te condena a la muerte civil.La adhesión al grupo debe ser inquebrantable, y la duda o la contestación es duramente castigada.

El episodio reciente de un periodista del New York Times, Donald McNeil, que tuvo que renunciar hace algunas semanas por utilizar una palabra “tabú” con connotaciones racistas, es una perfecta ilustración del punto en que nos encontramos. Es difícil no encontrar el paralelismo con esa escena de la película de los Monty Python en que una persona es lapidada por decir la palabra “Jehová”. El periodista no había utilizado esa palabra en un tono ofensivo, solo la había pronunciado en el contexto de una conversación con alumnos donde le pedían opinión sobre una alumna que la había utilizado en un vídeo.

Nos encontramos así con las palabras tabúes propias de las religiones civiles y con periódicos de prestigio derivando en hojas parroquiales. La penetración de este movimiento de fe laica en gran parte de las universidades americanas, donde cualquier voz discrepante es expulsada ante lo que se considera una “herejía”, y donde se prohíbe cualquier debate, de nuevo nos retrotrae a etapas pasadas que creíamos superadas.

Políticos escasos de ideas y proyectos creyeron que la mejor forma de lograr votos era volver a explotar esas necesidades básicas de nuestro cerebro impulsando políticas identitarias excluyentes. La multitud de tribus podía ser fácilmente capitalizada políticamente, sea por partidos de izquierda en el caso del movimiento “woke” asociado al feminismo, el sexismo, o el racismo, o en el caso del nacionalismo asociado a la nación y la lengua, por partidos de derecha. Explotar nuestros instintos más básicos siempre funciona y permite esconder la mediocridad y escamotear el principio democrático básico de rendición de cuentas: en la tribu todo está permitido, todo puede perdonarse, sea corrupción, incompetencia, o violencia. Lo importante es la adhesión inquebrantable a la tribu. El modelo de creación de tribus basadas en las nuevas religiones laicas se ha convertido en un mecanismo extraordinariamente efectivo.

El cerebro humano precisa una explicación para todo lo que le rodea y una tribu cohesionada con la que identificarse. Las desgraciadas experiencias del siglo XX habían permitido superar la necesidad de la tribu. La democracia proponía ciudadanos con muchas identidades, sea mujer, católico, afroamericana, español o gay. Ninguna de ellas debía prevalecer sobre el resto, de forma que toda persona tuviera siempre muchas tribus con las que identificarse, lo que permite la convivencia entre todos. Eso permite que existan adversarios, no enemigos, y que las voces discrepantes sean personas a las que convencer y no herejes a los que aniquilar.

Una política basada en religiones civiles no es compatible con la democracia. No hay nada esperanzador en esta deriva política basada en una nueva fe laica; solo una repetición de los errores del siglo XX. Probablemente la progresiva desaparición de la generación que vivió los horrores del siglo XX explica mucho de la situación actual.

Lo relevante no es lamentarse, sino entender que la necesidad básica del cerebro de elementos de cohesión de grupos debe encontrar respuesta y que la democracia liberal no ha sabido darla. Sin resolver ese desafío, parecemos abocados a repetir los errores del pasado.Francia es hasta ahora el único país que ha decido afrontar este desafío: su tradición de estado laico y su lucha histórica contra la intromisión de la religión en el Estado le ha permitido superar el corsé de la corrección política, y plantear una clara oposición a una política dominada por las nuevas religiones civiles. Un pequeño rayo de esperanza.

 

Autor de la imagen: Kike Ibáñez