La “patada en la puerta” como la antesala de la conversión de España en un Estado policial.

Si de algo ha servido esta pandemia, ha sido para ser testigos de cómo conceptos jurídicos que todos los juristas creíamos asentados y asumidos, tanto por los ciudadanos como por el Poder, han sido cuestionados de la forma más brutal.

Muchos han sido los ejemplos que podríamos nombrar ahora. Para empezar, el encierro total al que nos vimos sometidos varios meses desde mediados de marzo del año pasado, cuando la COVID nos golpeó como nunca un virus lo había hecho en el último siglo. Todos sabíamos que el Estado de Alarma que fue decretado como paraguas legal del confinamiento absoluto, tal y como está configurado en la Ley 4/1981, no era suficiente para privarnos del derecho a la libertad deambulatoria y de otros derechos fundamentales del núcleo duro constitucional (Sección Primera, Capítulo Segundo, Título Primero), como el derecho de reunión, pero lo asumimos en un pacto tácito de silencio porque éramos conscientes de que solo una medida tan extrema sería capaz de dar freno a la cascada incesante de muertes, partiendo de una norma desactualizada que prácticamente nunca había sido aplicada. Tragamos con aquello porque pensamos que no había más opción.

Este punto de partida supuso el primer ladrillo de una pendiente peligrosamente resbaladiza que ha llegado a su máximo exponente con los últimos episodios en los que la fuerza policial ha echado puertas abajo de moradas cuando se estaba celebrando una fiesta ilegal por incumplir las normas sanitarias de prevención del coronavirus.

Esta práctica, según los medios avalada por el Ministerio del Interior, implica un atentado contra el derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio, que nos coloca en el borde de convertir a España en un Estado policial.

Conocido por todos, el artículo 18.2 de la Constitución (perteneciente al mismo grupo de derechos fundamentales mencionado) consagra que ninguna entrada o registro podrá hacerse en un domicilio sin consentimiento del titular o resolución judicial, salvo en caso de flagrante delito.

La fuerza actuante, tras haber empleado un ariete para entrar en una vivienda, ha alegado que lo ha hecho porque, o bien el espacio no era “domicilio” a efectos del artículo 18.2 (se trataba de pisos de alquiler turístico), o bien que se estaba cometiendo un delito flagrante.

En relación con lo primero, olvidan una doctrina constitucional que conoce hasta un alumno de primero de Derecho. Como ha venido reiterando el Tribunal Constitucional desde su Sentencia núm. 22/1984, de 17 de febrero, “el domicilio inviolable es un espacio en el cual el individuo vive sin estar sujeto necesariamente a los usos y convenciones sociales y ejerce su libertad más íntima“, lo que incluye chabolas, caravanas, roulottes, tiendas de campaña, reboticas de farmacias, aseos públicos, habitaciones de hotel, y, por supuesto, pisos de uso turístico, al ser todos ellos lugares donde se desarrollan actividades que afectan a la intimidad de las personas.

En lo relativo a lo segundo, ¿de qué delito flagrante se habla? Desde luego, la celebración de un encuentro entre amigos incumplidor de normas sanitarias, en tanto y en cuanto no lo prevea como tal el Código Penal, no es ningún delito. Sería constitutivo, en su caso, de una infracción administrativa, por la que, desde luego, no se puede limitar el derecho a la inviolabilidad del domicilio. Es alarmante como en 2021 tenemos que seguir aclarando que no toda ilegalidad es delictiva. Hay ilícitos civiles, laborales, administrativos, y, finalmente, penales. Solo los atentados más graves contra los bienes jurídicos más importantes, pueden ser delito. Se llaman principios de mínima intervención y fragmentariedad, y presiden, casi más que ningún otro (aunque cada vez menos dado el populismo punitivo que nos invade), la articulación de nuestro Derecho Penal.

Se hace mención entonces al delito de desobediencia grave del artículo 556 del Código Penal, por haberse, los inquilinos del piso, negado a identificarse de forma contumaz y reiterada.

Tres son los elementos que según la jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo vertebran el delito flagrante: la inmediatez de la acción delictiva, la inmediatez de la actividad personal, y la necesidad de urgente intervención policial por el riesgo de desaparición de los efectos del delito.

Una vez que el ocupante del inmueble se ha negado a identificarse en repetidas ocasiones, el delito de desobediencia está consumado, por lo que ninguna urgencia existe en la entrada en la vivienda. Ninguna diferencia existirá en cuanto a la persecución del delito y la detención del presunto infractor entre que la misma se practique inmediatamente o quince horas más tarde. Ahora, la imposibilidad de la policía, por falta de medios, de esperar fuera de la morada quince horas a que salgan de ella los que desobedecieron, como apuntaba mi amigo Judge the Zipper, no puede ser nunca justificación para la restricción manifiestamente desproporcionada de derechos fundamentales.

Así, no hay base jurídica alguna que avale estas prácticas. Estemos en una pandemia mundial o no. Pongamos punto y final al atropello que nuestros derechos fundamentales están sufriendo sobre la siempre socorrida excusa del miedo. Porque, una vez que se ha seguido una política de tierra quemada sobre garantías legales y constitucionales es muy difícil que, cuando todo esto acabe, podamos volver a sembrar con éxito sobre un terreno arrasado y yermo.