Sana crítica de nuestra jurisdicción contencioso-administrativa

Las críticas (sobre cualquier cosa) pueden ser ácidas, cuando se realizan desde el desprecio o menosprecio, o sencillamente sanas, lo que presupone que no hay ninguna clase de animadversión hacia aquello que se critica. Este es ahora el caso, porque las líneas que siguen se limitan a poner de manifiesto algunas de las principales disfunciones de nuestra Jurisdicción Contencioso administrativa por parte de alguien (como es mi caso) que ha estado toda su vida profesional litigando en ella y que tiene buenos amigos tanto en la magistratura como en las diversas Administraciones Públicas. Amigos con los que departo amigablemente fuera de los procesos aunque luego nos enfrentemos abiertamente en los procesos, siempre diferenciando lo personal de lo estrictamente profesional.

Y dicho lo anterior -no a modo de excusa, sino como prefacio necesario para evitar malos entendidos- entro a lo que es el objeto de este post, que consiste en lo que, a mi juicio, debería ser corregido en nuestra Jurisdicción Contencioso administrativa, para lograr un funcionamiento óptimo de la misma. Porque no es en absoluto deseable la forma en que está funcionando esta jurisdicción (desde hace ya tiempo) debido, esencialmente, a dos factores que ya he denunciado en otras ocasiones [1].

El primero de ellos radica en la excesiva dilación de los procesos, de forma tal que hace bueno el dicho la justicia tardía no es justicia. El segundo consiste en el incorrecto entendimiento de su función que no consiste en proteger (aún más) a las AAP, sino en todo lo contrario: controlar que su actuación se acomode al Derecho, ejerciendo, así, la función de tercer poder del Estado que le corresponde constitucionalmente. De estos dos factores (y de sus causas y consecuencias) me ocuparé seguidamente, sin ninguna clase de acritud, y con la sola finalidad de que los jueces y magistrados de esta Jurisdicción tomen un poco de conciencia en las decisiones que toman en los procesos y de los efectos que producen.

En cuanto se refiere a la excesiva dilación de los procesos, las causas son bien conocidas por quienes nos desenvolvemos en esta Jurisdicción, y tienen su origen en la permisividad con la que se trata a las AAPP. Así, y para comenzar, una vez interpuesto el correspondiente recurso, el Juez o Tribunal requiere a la Administración o Entidad Pública correspondiente para que remita el expediente administrativo y se persone. Una actuación procesal ritual pero que marca el comienzo de todo un rosario de dilaciones, ya que cada vez es más frecuente, bien que la Administración (o equivalente) remita un magro expediente notablemente incompleto, bien que haga oídos sordos a este requerimiento. En tal caso, el tiempo transcurre y lo único que puede hacer el Abogado de parte es reiterar al Juez o Tribunal la necesidad de que se remita el expediente, para lo cual tiene la posibilidad que le brinda el apartado 7 del artículo 48 de la LJCA que me permito reproducir seguidamente:

  1. Transcurrido el plazo de remisión del expediente sin haberse recibido completo, se reiterará la reclamación y, si no se enviara en el término de diez días contados como dispone el apartado 3, tras constatarse su responsabilidad, previo apercibimiento del Secretario judicial notificado personalmente para formulación de alegaciones, el Juez o Tribunal impondrá una multa coercitiva de trescientos a mil doscientos euros a la autoridad o empleado responsable. La multa será reiterada cada veinte días, hasta el cumplimiento de lo requerido.

De darse la causa de imposibilidad de determinación individualizada de la autoridad o empleado responsable, la Administración será la responsable del pago de la multa sin perjuicio de que se repercuta contra el responsable.

Pues bien, en la práctica, ni se cumple el plazo de veinte días (apartado 3 de este mismo precepto), ni suele realizarse la intimación prevista en el apartado trascrito; o bien, cuando se realiza, queda en un mero “flatus vocis”, porque el expediente administrativo puede tardar aún meses en llegar sin que pase absolutamente nada. Y en todos los muchos años de práctica en esta Jurisdicción no he llegado a ver un solo caso en el que se imponga la multa prevista. Es más, cuando llega el dichoso expediente, en la mayoría de los casos se encuentra incompleto y casi siempre sin foliar, todo ello en claro perjuicio del particular que ha interpuesto el recurso. O sea, que el partido comienza ya con una clara desventaja para el particular sin que los Jueces o Tribunales de esta Jurisdicción hagan nada por remediarlo.

Pero seguimos. Cuando, por fin, llega el expediente administrativo, comienza el plazo inexorable de los veinte días para formular la demanda que, como dice un buen amigo, si excede de los 20/30 folios no suele ser leída con atención por el Juez o Magistrado, dado que cada vez son más complejos. Una complejidad que arroja sobre el particular que recurre, la carga de tener que exponer unos hechos, muchas veces llenos de matices, antes de entrar en los fundamentos de Derecho que avalan las pretensiones que se ejercitan.

De nuevo aquí la situación procesal del particular es desfavorable ya que, como demandante, se soporta la carga de probar todo cuanto se dice (aunque, en gran parte figure en el expediente) y de fundamentarlo mucho (ya que hará falta tener mucha razón para que te la acaben dando). A todo lo anterior debe añadirse que el particular demandante ignora los motivos por los cuales la Administración no admite sus razones (puesto que no hay acto expreso en donde se indique tal extremo). Con esta clara desventaja, se presenta la demanda, junto con la correspondiente documentación y nuevamente pasan las actuaciones a la Administración demandada, una vez admitida la demanda.

En esta fase, tres cuartas de lo mismo, los veinte días que tiene la Administración para contestar (tras el traslado de la demanda) transcurren … y nada. Pasa el tiempo en blanco. Y solo cuando al letrado de la Administración parece convenirle, se dicta la resolución prevista en el artículo 128 de la LJCA declarando concluso el trámite. Pero hete aquí que siempre se acaba presentado la contestación en los términos procesalmente previstos (esto es, al día siguiente). Incluso he conocido casos en los que se aportan documentos que no figuraban en el expediente administrativo, lo cual es el colmo de la pura desfachatez.

Comienza entonces un nuevo paréntesis hasta que se abre la fase probatoria y se fija fecha para su práctica que será en audiencia pública en caso de haber propuesto testifical o pericial alguna de las partes. En esta comparecencia, y a fuer de ser sincero, no suele haber discriminación de trato entre el letrado de parte y el de la Administración. Incluso hay magistrados que interrogan directamente a testigos y peritos, demostrando con ello tener un buen conocimiento del asunto (no todo van a ser reproches, caramba).

Concluido el acto, se dicta nueva resolución dando plazo a la demandante para formular conclusiones y, seguidamente, a la Administración demandada (que suele presentarlas, también, en caducidad) y sin que exista regla que pueda generalizarse en cuanto al plazo, se dicta la correspondiente sentencia que, lamentablemente, en muy pocos casos, es favorable (total o parcialmente) para el particular. Debe ser que las AAPP -como están demostrando los medios de comunicación- actúan siempre conforme a Derecho sin que sean detectables irregularidades en su comportamiento, porque solo así tiene explicación este magro porcentaje de sentencias en su contra. Y es que si quienes tienen que fiscalizar la actuación de las AAPP se colocan de su lado (o sea, los Tribunales), ¡apañados vamos!

Total, entre la presentación del recurso y la notificación de la sentencia, bien puede trascurrir más de dos años, debido a todas las demoras de las que se ha dejado constancia, lo cual (unido al escaso porcentaje de asuntos estimados) no muestra, precisamente, que estemos en presencia de una Jurisdicción pensada para controlar a los Poderes Públicos. Porcentaje que no llega al 28 % según los datos publicados por el CGPJ, teniendo en cuenta las matizaciones que hago al respecto en otro post del que dejo referencia ahora. [2]

Con esta conclusión entronco con el segundo de los graves defectos anunciados (el escaso control de las AAPP) que tiene su origen en el mal entendido privilegio de ejecutividad de los actos administrativos que reposa en su presunción de legalidad. Esto viene recogido en los artículos 38 y 39.1 de la Ley 39/2015 y se entronca, y tiene razón de ser, como he dicho, en la presunción de legalidad de los actos administrativos dado que según el artículo 103.1 de nuestra Constitución “la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho”.

El problema surge desde el momento en el que se confunde lo que debe ser la actuación de las AAPP con lo que realmente es porque conforme a la mejor doctrina las normas son meros imperativos hipotéticos y no declaraciones axiomáticas (Kelsen dixit). Dicho de otro modo; el artículo 103 de la Constitución no ha de ser entendido como una proposición de salida (todo acto es legal), sino como una proposición de llegada (todo acto debe ser legal), lo cual es muy diferente. Cuestión distinta es que, para que la actuación de las AAPP pueda ser eficaz, se requiere la presunción de partida de que cuanto hace es legal (hasta que se demuestre lo contrario). Hasta aquí nada novedoso que no haya sido dicho y admitido pacíficamente por la doctrina y la jurisprudencia.

Ahora bien, cuando la Administración incumple con su deber de dictar y notificar debidamente resolución expresa y el particular debe acudir a la ficción del silencio negativo para poder acudir a la vía judicial, las cosas cambian (o deben cambiar) radicalmente. Sobre esto ya escribí, en su momento, y vuelvo a reiterarme en lo dicho, porque da pie para ello la doctrina de nuestro Tribunal Supremo según la cual la Administración no puede beneficiarse de sus propios incumplimientos. En consecuencia, cuando no se dicte resolución expresa en el plazo legalmente establecido para ello, y entre en juego el silencio negativo, entiendo que no debería entrar en juego la ejecutividad de esa resolución hasta que se dicte y notifique un acto expreso hasta la sentencia firme y sin necesidad de plantear medida cautelar alguna.[3]

Y es que, si tenemos en cuenta que el silencio negativo no es realmente un acto administrativo (sino una mera ficción) no veo motivo para que le sean aplicables los privilegios de presunción de legalidad y ejecutividad, tanto más cuando se parte de un incumplimiento de las obligaciones de toda Administración que consisten en dictar un acto expreso y notificarlo debidamente al destinatario del mismo. Porque si a esta ausencia de actividad de la Administración le sumamos los abusos que se cometen con la remisión del expediente y la contestación a la demanda, el abuso es patente, colocando al particular en situaciones de indefensión difícilmente justificables en términos de pura Justicia y equidad.

En esta línea parece estar moviéndose ya nuestro Tribunal Supremo (como es el caso, entre otras, de las SSTS 586/2020, de 28 de mayo[4] y 1421/2020, de 28/05/2020)[5] lo cual sería un paso enorme, de consolidarse, para que la Jurisdicción Contencioso administrativa recuperase su papel de Tercer Poder del Estado dedicándose a su función de controlar el funcionamiento correcto de los Poderes Públicos, y poniendo fin a las dilaciones indebidas en los procesos que han sido denunciadas anteriormente. Así y mediante la simple solicitud de medida cautelar -o incluso cautelarísima- poniendo de manifiesto que se impugna una ficción de acto por silencio negativo- el Juez o Tribunal debería acceder a la misma. Seguro que con semejante proceder la Administración demandada se daría mucha más prisa por remitir el expediente y presentar sus escritos (de demanda y conclusiones) en plazo, acabando con esta inmunidad de “facto” de la que ahora goza sin motivo alguno.

Quizás lo anterior sea un mero “sueño de invierno”; pero, al menos, me quedo tranquilo por haber planteado y sacado a la palestra uno de los asuntos que más me inquietan en estos momentos, cuando los poderes públicos parecen campar a sus anchas por los Tribunales de la Jurisdicción Contencioso administrativa. Y es que, en definitiva, se trata de saber quién va a ponerle el “cascabel al gato” y cuándo se le pondrá (que no es tarea fácil) …

 

NOTAS Y REFERENCIAS

 

[1] Vid, entre otros LOS HACEDORES DE SUEÑOS Y EL PAPEL DE LOS JUECES EN LA ESPAÑA ACTUAL que puede consultarse en el siguiente link: https://www.linkedin.com/pulse/los-hacedores-de-sue%C3%B1os-y-el-papel-jueces-en-la-villar-ezcurra/

 

[2] Vid UN POQUITO DE “POR FAVOR” ¿POR QUÉ NO HAY MÁS SENTENCIAS ESTIMATORIAS EN LO CONTENCIOSO ADMINISTRATIVO? en el siguiente link: https://hayderecho.expansion.com/2020/01/22/un-poquito-de-por-favor-por-que-no-hay-mas-sentencias-estimatorias-en-lo-contencioso-administrativo/ . Aquí aclaro lo siguiente (ex litera):

“Algo pasa, pues, cuando quien tiene que controlar al lobo se dedica a matar corderos y las cifras oficiales, extraídas del informe de 2017, para las instancias “normales” son realmente “anormales” (solo un 27,2 % de recursos estimados). Como consecuencia de ello, el Informe del CGPJ sobre la Justicia Administrativa de 2019 analiza los datos referentes a la contratación pública desglosándolos en función del objeto impugnado y su tipología contractual.[3] No obstante, del conjunto de datos que se ofrecen resultan los siguientes resultados globales (que siguen siendo alarmantemente bajos):[4]

  • En relación con la adjudicación: elevado índice de desestimación (82,3%)
  • En relación con la reclamación de cantidades: el índice de estimación total es del 28,9%.

Todo esto sin contar con las condenas en costas (a mayor “recochineo”), porque, una interpretación rigurosa del art. 394.2 LEC nos llevaría a considerar que, en los supuestos en los que no se estiman en su totalidad las pretensiones de la actora, aun cuando la diferencia entre lo solicitado y lo admitido por el Tribunal fuese mínima, traería consigo la no imposición de costas a la parte vencida. Sin embargo, el Tribunal Supremo está implantando el criterio de la “estimación sustancial”, de modo tal que las costas pueden ser también impuestas cuando exista una estimación parcial pero no “sustancial” respecto a las pretensiones que se ejercitan. O dicho de forma más simple, “además de cornudo, apaleado” .,,:

 

[3] Vid: NECESIDAD DE SUSPENDER LA EJECUTORIEDAD DE LOS ACTOS ADMINISTRATIVO EN CASO DE SILENCIO NEGATIVO que puede leerse en el siguiente link: https://www.linkedin.com/pulse/necesidad-de-suspender-la-ejecutoriedad-los-actos-en-villar-ezcurra/

 

[4] En el FL Segundo de esta Sentencia se dice lo que sigue:

SEGUNDO. – Consideraciones sobre los principios jurídicos invocados.

4.

b) (…) En otras palabras, hay una especie de sobreentendido o, si se quiere, de presunción nacida de los malos hábitos o costumbres administrativos -no de la ley-, de que el recurso sólo tiene la salida posible de su desestimación. Si no fuera así, se habría esperado a su resolución expresa para dirimir la cuestión atinente a la legalidad del acto de liquidación -que se presume, pero no a todo trance, no menospreciando los recursos que la ponen en tela de juicio-, de la que deriva la presunción de legalidad y, por tanto, la ejecutividad.

(…) Como muchas veces ha reiterado este Tribunal Supremo, el deber jurídico de resolver las solicitudes, reclamaciones o recursos no es una invitación de la ley a la cortesía de los órganos administrativos, sino un estricto y riguroso deber legal que obliga a todos los poderes públicos, por exigencia constitucional (arts. 9.1; 9.3; 103.1 y 106 CE), cuya inobservancia arrastra también el quebrantamiento del principio de buena administración, que no sólo juega en el terreno de los actos discrecionales ni en el de la transparencia, sino que, como presupuesto basal, exige que la Administración cumpla sus deberes y mandatos legales estrictos y no se ampare en su infracción -como aquí ha sucedido- para causar un innecesario perjuicio al interesado.

Expresado de otro modo, se conculca el principio jurídico, también emparentado con los anteriores, de que nadie se puede beneficiar de sus propias torpezas (llegans turpitudinem propriam non auditur), lo que sucede en casos como el presente en que el incumplido deber de resolver sirve de fundamento a que se haya dictado un acto desfavorable -la ejecución del impugnado y no resuelto-, sin esperar a pronunciarse sobre su conformidad a derecho, cuando había sido puesta en tela de juicio en un recurso que la ley habilita, con una finalidad impugnatoria específica, en favor de los administrados.

 

[5] En el FJ Tercero de esta Sentencia se dice lo siguiente:

“… puede concluirse la siguiente interpretación:

1)         La Administración, cuando pende ante ella un recurso o impugnación administrativa, potestativo u obligatorio, no puede dictar providencia de apremio sin resolver antes ese recurso de forma expresa, como es su deber, pues el silencio administrativo no es sino una mera ficción de acto a efectos de abrir frente a esa omisión las vías impugnatorias pertinentes en cada caso.

2)         Además, no puede descartarse a priori la posibilidad de que, examinado tal recurso, que conlleva per se una pretensión de anulación del acto, fuera atendible lo que él se pide. De esa suerte, la Administración no puede ser premiada o favorecida cuando no contesta tempestivamente las reclamaciones o recursos, toda vez que la ejecutividad no es un valor absoluto, y uno de sus elementos de relativización es la existencia de acciones impugnatorias de las que la Administración no puede desentenderse.