Recordando la Ley Corcuera

Hace pocos días veía en los informativos las imágenes virales grabadas desde el interior de una vivienda, en la que se estaba celebrando una fiesta ilegal. En ellas podía observarse cómo dos agentes habían acudido hasta la misma y desde el exterior solicitan que se les abriese la puerta para poder identificar a los asistentes. Los inquilinos tras varias preguntas y tras haber solicitado que les mostrasen la autorización judicial deciden no abrirles. Tras esto, la autoridad opta por derribar la puerta de entrada para proceder a detener a todos aquellos que se encontraban en la celebración. El juez de guardia justificó la actuación policial al denegar el Habeas Corpus a los detenidos.

Mientras observaba el vídeo no pude evitar recordar la dura polémica dada en los años 90 sobre la Ley Corcuera, o también conocida como “Ley de la patada en la puerta”. La misma fue impulsada por el ministro Luis Corcuera, una ley que para muchos atacaba contra uno de los principales artículos de nuestra Constitución, concretamente el 18.2, que declara la inviolabilidad del domicilio. Su objetivo último era el de luchar contra el tráfico de drogas y para ello no tuvo complejos en permitir el acceso a la vivienda sin la necesidad de autorización judicial.

La oposición del momento llevó al Tribunal Constitucional dos de sus artículos más controvertidos. El TC dio la razón a la oposición, y en el año 1993 anuló el precepto que permitía la entrada y registro en domicilio sin la correspondiente autorización judicial alegando la falta de garantías judiciales.

Mismas polémicas ante similares actuaciones. Si bien es cierto que la gravedad de la situación originada por la Covid19 y la importancia de la salud pública como bien jurídico necesitado de especial protección, justifica en opinión de muchos estas actuaciones, es necesario plantearse algunas cuestiones en este debate.

La primera de ellas sería la relativa a si la misma actuación podría considerarse realizada conforme a Derecho. Recordemos que la jurisprudencia del Tribunal Supremo reconoce que, para que se cumpla el requisito de delito flagrante para poder intervenir en el domicilio sin autorización, debe existir una necesidad de “intervención urgente para evitar la consumación del delito o la desaparición de los efectos del mismo”(STS 701/2005). Siendo así las cosas, si tomamos la justificación que utilizaron los agentes –la desobediencia a la autoridad-, podemos ver en primer lugar que es un delito que no requiere una intervención urgente. Y, en segundo lugar, se hace palpable que su consumación ya se habría producido y, en consecuencia, no podría evitarse. Por lo tanto, los agentes habrían cometido un delito de allanamiento de morada.

Por otra parte, estaría la duda si aceptamos la premisa anterior de si los pisos de alquiler turístico también se verían amparados por esta especial protección. Lo cierto es que Tribunal Supremo ha considerado “domicilio” a cualquier lugar en el que una persona vive, aunque sea temporalmente. Según ha declarado el Tribunal Constitucional, resaltando el carácter de base material de la privacidad ( STC 22/1984 ), «el domicilio es el lugar cerrado, legítimamente ocupado, en el que transcurre la vida privada, individual o familiar, aunque la ocupación sea temporal o accidental» ( SSTS de 24 de octubre de 1992). Y añade en Sentencia del Tribunal del Supremo de 12 de marzo de 2018: “Encontrarán la protección dispensada al domicilio aquellos lugares en los que, permanente o transitoriamente, desarrolle el individuo esferas de su privacidad alejadas de la intromisión de terceros no autorizados. En la STS núm. 436/2001, de 19 de marzo, hemos afirmado que «el concepto subyacente en el artículo 18.2 de la CE ha de entenderse de modo amplio y flexible ya que trata de defender los ámbitos en los que se desarrolla la vida privada de las personas, debiendo interpretarse a la luz de los principios que tienden a extender al máximo la protección a la dignidad y a la intimidad de la persona”.

De la propia literalidad del pronunciamiento constitucional se extrae una clara intencionalidad por ampliar el concepto de “domicilio” y dotarlo de flexibilidad, considerándolo todo aquel espacio en el que la persona desarrolla su vida privada, aunque sea de forma temporal. En consecuencia, este tipo de viviendas turísticas también se verían amparados por un régimen de inviolabilidad en los mismos términos que la vivienda habitual.

Tras el breve análisis de la problemática de las intervenciones judiciales en el domicilio, llego a la conclusión de que la protección de los derechos constitucionales no debe cuestionarse por más sensible que sea la situación. Por ello,  si me preguntasen cuál debería haber sido la actuación diligente de los agentes ante estas situaciones, respondería que, ante la duda, se optase la actuación más garantista posible; en este caso, la de proceder mediante solicitud la autorización judicial. Si bien comparto con la mayoría de la opinión pública la sensación de impunidad ante estos comportamientos, no considero que el antídoto pase por saltarse determinadas líneas rojas que una democracia como la nuestra no debe transgredir. Pues, como decía Albert Camús “Si el hombre fracasa en conciliar libertad y justicia, fracasa en todo”.

El último asalto al poder judicial: sobre la reforma de la LOPJ

Como el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) sigue sin renovarse, tras haberse interrumpido el proceso de renovación hace ya más dos años, el PSOE y Unidas Podemos, los actuales partidos en el Gobierno, han promovido una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) que ha sido aprobada recientemente por 196 votos a favor y 150 en contra. Reforma que, curiosamente, no busca facilitar la renovación del CGPJ, pero que deja muy claro el lugar que corresponde al poder judicial para parte de nuestros representantes: subyugado al poder político.

Se trata de la Ley Orgánica 4/2021, de 29 de marzo, por la que se modifica la LOPJ para el establecimiento del régimen jurídico aplicable al CGPJ en funciones. Lo que ha hecho es incorporar a la LOPJ un nuevo precepto, el art. 570 bis, que dispone que si el CGPJ, tras sus 5 años de mandato, no es renovado, el mismo tendrá limitadas sus atribuciones a partir de entonces.

Las atribuciones que se le hurtan son muy variadas, a pesar de lo cual el CGPJ no se ha pronunciado oficialmente, de momento. Pero destacan sobre todo las referidas a nombramientos de cargos discrecionales, tanto no judiciales (dos magistrados del Tribunal Constitucional, Vicepresidente del CGPJ, director de la Escuela Judicial, director del Gabinete Técnico, Promotor de la Acción Disciplinaria, Jefe de la Inspección o todo lo referente al Cuerpo de Letrados del Consejo General del Poder Judicial) como, sobre todo, judiciales (nombramiento de los magistrados del Tribunal Supremo y de los presidentes de Tribunales Superiores de Justicia y de Audiencias Provinciales, principalmente).

Lo primero que hay que decir que esta reforma parte de una MENTIRA. Dice su preámbulo que se trata de llenar una “laguna jurídica”, un “déficit en el diseño constitucional del Estado”. Ello sería así si la LOPJ no hubiera previsto qué pasa si el CGPJ no es renovado en plazo. Pero resulta que sí lo había previsto: expresamente dice el (no modificado) art. 570.2 LOPJ que el CGPJ saliente continuará en funciones”, es decir, que seguirá funcionando con normalidad, salvo para nombrar a su presidente.

Así que no se trata de que la Ley no haya previsto esta situación. Más bien se trata de que lo previsto no es del agrado de estos grupos parlamentarios y por eso lo han querido modificar. Ello es legítimo, por supuesto. Pero si para justificarlo tiene que recurrirse al falseamiento, mal empezamos.

Además, esta reforma es en sí misma un ABSURDO. Resulta que los partidos políticos no son capaces de ponerse de acuerdo para que el Parlamento renueve el CGPJ. Y la “solución” es quitarle funciones al CGPJ, que no puede hacer nada para renovarse así mismo. Es decir, por los pecados de un poder (el legislativo), paga otro (el judicial). Peor aún. Al quitarle al GCPJ funciones tan importantes como la de los nombramientos discrecionales, no se facilita su renovación. Simplemente se asegura que, entre tanto, no va a poder hacer esos nombramientos, ya está.

La única forma de entender esta reforma, por tanto, es verla como lo que en verdad es: como la constatación de que nuestra clase política solo contempla el poder judicial como una esfera a conquistar.

A los que defendemos la despolitización parcial del CGPJ siempre se nos ha argumentado que la verdadera legitimidad del poder judicial solo se consigue si el CGPJ el elegido íntegramente por los partidos políticos a los que el ciudadano vota. Pero, como siempre he dicho, estas palabras son una excusa vacía, una pretenciosa forma de ocultar que, en verdad, a nuestra clase política lo único que interesa del CGPJ es su condición de agencia de colocación, particularmente su función de elegir a la cúpula judicial. Nada más.

Ahora, esta reforma lo deja bien claro. Como los partidos políticos que ahora dominan el arco parlamentario no pueden renovar el CGPJ para que éste se ajuste a la nueva mayoría parlamentaria, se aseguran que el CGPJ es inoperativo en lo único que les interesa y para lo que quieren controlarlo: la elección de decenas de cargos discrecionales, muchos muy relevantes, pero sobre todo la elección de los jueces más importantes del país.

A pesar de este tiro de gracia la separación de poderes, esta reforma se vende como “democrática”. Para ellos, lo “democrático” es que los partidos políticos influyan en el nombramiento de la cúpula judicial, siempre y cuando lo hagan según las mayorías que surgen tras las elecciones. Es decir, no es malo que los políticos influyan en el nombramiento de los jueces que juzgan los asuntos más importantes del país, entre ellos los casos de corrupción de esos mismos políticos. No. Lo malo es que no lo hagan en proporción a los votos que han tenido. Demencial.

La reforma, por tanto, es un ASALTO al poder judicial, porque busca que la composición de los altos tribunales dependa del partido político que ha ganado las elecciones. O hay un CGPJ al gusto del Gobierno de turno, o no dejamos que funcione el CGPJ. La separación de poderes sacrificada en el altar de una concepción partidista de lo que es la democracia: el partido que gana las elecciones puede hacer lo que quiera.

Peor aún. Con esta reforma, se corre el riesgo de PARALIZAR el funcionamiento de los altos tribunales. Si el acuerdo de renovación no llega en años (como está ocurriendo ahora), en el Tribunal Supremo empezarán a acumularse vacantes por jubilación, excedencia o fallecimiento, por lo que cabe que importantes delitos o asuntos civiles de gran calado no puedan juzgarse. Incluso, por esta vía, los políticos podrán torpedear las causas contra ellos, por la simple vía de no acordar la renovación del CGPJ del que depende cubrir las vacantes de los tribunales que han de juzgarlos.

Y todo ello sin incidir en que es probable que esta reforma sea inconstitucional, porque el art. 122.2 de la Constitución Española atribuye al CGPJ, entre otras funciones, la de los nombramientos judiciales. Quitársela, aunque sea durante un tiempo, parece chocar abiertamente con esto.

En definitiva, una reforma legal que oficializa el interés de los partidos en influir en la composición de los altos tribunales, y que invita a los políticos a ahogar el poder judicial sin tener que mover un dedo, es una muy mala idea.

Pero es una idea buscada. Los partidos políticos han tenido una oportunidad de oro para, aprovechando la falta de renovación del CGPJ, reformar la LOPJ para los jueces votemos a parte del CGPJ, tal y como pide Europa. Con esa reforma, la renovación del CGPJ hoy ya sería una realidad, y problema resuelto. Pero en vez de ello, la mayoría parlamentaria ha preferido politizar más aun la justicia de este país.

Gracias por nada.

El rescate de plus ultra o la politización de nuestro sector publico: columna en El Español de Elisa de la Nuez

El caso del rescate de la aerolínea Plus Ultra por parte de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI), una entidad pública dependiente del Ministerio de Hacienda, concentra de forma muy clara los males de nuestro sector público. Se trata, como es sabido, de una aerolínea que ha presentado pérdidas desde su constitución en 2011 y que en 2019 operó un 0,03% de vuelos en España y que, no obstante, ha recibido una ayuda de 53 millones de euros (después de haber intentado infructuosamente conseguir los créditos ICO, también públicos, pero que gestiona la banca privada).

Efectivamente, el Real Decreto-ley de 3 de julio, de medidas urgentes para apoyar la reactivación económica y el empleo crea un nuevo fondo gestionado por la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales de 10.000 millones de euros para dar apoyo financiero temporal a empresas no financieras, estratégicas y solventes que se hayan visto especialmente afectadas por el COVID-19 y que así lo soliciten. En particular, su art.2.2 señala, en cuanto a los requisitos, que se trata de prestar apoyo  “a empresas no financieras, que atraviesen severas dificultades de carácter temporal a consecuencia de la pandemia del COVID-19 y que sean consideradas estratégicas para el tejido productivo nacional o regional, entre otros motivos, por su sensible impacto social y económico, su relevancia para la seguridad, la salud de las personas, las infraestructuras, las comunicaciones o su contribución al buen funcionamiento de los mercados”.

No parece, sinceramente, que la aerolínea en cuestión reuniese objetivamente esas condiciones. La cuestión es que probablemente alguien desde la esfera política entendió que, por motivos también políticos era conveniente conceder la ayuda solicitada. Y esta decisión se avaló después con los formalismos y los informes correspondientes, siendo ésta una manera de funcionar bastante habitual en nuestro sector público, donde la opacidad y el clientelismo político son, desgraciadamente, muy frecuentes. A día de hoy estos informes (del que al parecer el decisivo es el del Ministerio de Fomento por razones competenciales) no se han hecho públicos, que sepamos.

Pero quizás también habría que mirar la causa profunda de que se produzcan este tipo de decisiones manifiestamente poco profesionales. La razón última es la politización de nuestro sector público. La decisión del rescate ha sido tomada, de conformidad con la previsión del Real Decreto-ley de 2 de julio, por el Consejo Gestor del Fondo, de apoyo a la solvencia de las empresas estratégicas. Al frente de este órgano (compuesto por altos cargos todos ellos de nombramiento político) está el vicepresidente de la SEPI, Bartolomé Lora, dado que la Presidencia de la SEPI se encuentra vacante desde octubre de 2019. Tanto el Presidente como el Vicepresidente de la SEPI son cargos de confianza política, nombrados por decreto del Consejo de Ministros a propuesta de la Ministra de Hacienda.

Lo que ocurre en este caso es que el anterior responsable y persona de confianza de la Ministra de Hacienda tuvo que dimitir en octubre de 2019 al estar siendo investigado por la Audiencia Provincial de Sevilla por el caso Aznalcollar, sin que -pese a que se le haya estado guardando el puesto– parezca posible “recuperarle”, dado que ha sido procesado en dicha investigación. El que no se haya nombrado todavía a su sustituto porque, al parecer, “no se encuentra a la persona adecuada” da una idea de la cultura política imperante en nuestro sector público. Quizás una convocatoria pública pudiera resolver con bastante solvencia este problema; pero obviamente al Gobierno y a la Ministra de Hacienda no se le pasa por la cabeza nombrar a alguien por un procedimiento abierto que respete los principios de mérito y capacidad como se hace en otros países de nuestro entorno.

Efectivamente, el nombramiento del presidente de la SEPI  (como el de todos los máximos directivos del sector público, por otra parte) se basa en la confianza política y no en otros méritos. No hay convocatorias ni procedimientos abiertos y transparentes, y mucho menos concurrencia de candidatos. Por eso también todas las empresas públicas están sujetas a una rotación constante que depende de los ciclos electorales (o incluso de los cambios de gobierno dentro de un mismo ciclo) y no a razones profesionales ligadas al mejor o peor desempeño del cargo, a los resultados obtenidos o a la consecución de los objetivos estratégicos (si es que los hay) de las entidades públicas. Es algo que la Fundación Hay Derecho tiene bien identificado en el “Estudio sobre la meritocracia en la designación de los máximos responsables del sector público estatal y autoridades independientes” -o, como nos gusta llamarlo, nuestro “dedómetro”-. Como se ve, es un modelo poco profesional, poco transparente y muy politizado. Quizás esta es una de las razones que explican decisiones tan poco justificables desde el punto de vista de los intereses generales como el rescate a la aerolínea Plus Ultra.

 

 

No importa cuánto Estado, sino su calidad: el sector público que queremos tras la pandemia

“Durante el siglo XIX, el gran debate político fue el del tamaño y la función de lo público en la economía: ¿Cuánto Estado? Sin embargo, lo que, al parecer, ha importado más en esta crisis ha sido otra cosa: concretamente, la calidad de la acción de gobierno de ese Estado”

Fareed Zakaria, Diez Lecciones para el mundo de la postpandemia (p. 47).  

 

En este post no pretendo llevar a cabo una reseña del interesante libro de Fareed Zakaria, Diez lecciones para el mundo de la postpandemia, (Paidós 2021), algo que ya ha sido hecho de forma muy precisa (ver aquí: elcultural.com). Tampoco persigo hablar de nuevo del manido tema de la pandemia o de otro libro más que sobre este tema aparece. La pandemia produce agotamiento y algo de hartazgo, aunque deba ser todavía objeto de nuestra preocupación evidente por un elemental sentido de responsabilidad y de supervivencia. Interesa más, sin embargo, incidir en qué ocurrirá después, cuando esta pesadilla se evapore o, al menos, se limite en sus dramáticos efectos.

Y, en relación con el mundo que viene, no es inoportuno preguntarse si esta revitalización del Estado y de lo público en este último año tendrá continuidad y, sobre todo, cómo.  Conviene interrogarse si realmente es necesario seguir engordando más las estructuras de lo público y dotarnos de administraciones públicas paquidérmicas, con escasa capacidad de adaptación (resiliencia) y llamadas más temprano que tarde a mostrar más aún las enormes disfuncionalidades que hoy en día ya presentan, especialmente por lo que respecta a la prestación efectiva de sus servicios y de la sostenibilidad financiera de todo ese entramado.

El debate sobre el perímetro de lo público siempre tiene una carga ideológica inevitable, pues quienes defienden su reducción han estado siempre alineados en corrientes neoliberales, mientras que quienes mantienen su crecimiento son situados en el campo de las opciones de políticas de izquierda. Pero, como suele ser habitual, las cosas no son tan simples. Lo importante de un Estado y de su Administración Pública, así como de sus propios servicios públicos, no es tanto la cantidad como la calidad o la capacidad estatal que tales estructuras tienen de adoptar políticas efectivas y eficientes. Puede haber Administraciones Públicas densas y extensas cargadas de ineficiencia, como también las puede haber con resultados de gestión notables. Y lo mismo se puede decir de estructuras administrativas reducidas en su tamaño. El autor aporta varios ejemplos de ambos casos. La calidad del sector público puede ofrecer muchas caras. Y, la ineficiencia, también. Lo trascendente no es tanto el tamaño, sino las capacidades efectivas, así como las soluciones, que el Estado ofrezca.

Entre otras muchas, que ahora no interesan, esta es una de las más importantes lecciones que nos presenta el prestigioso escritor de ensayo y periodista F. Zakaria en un sugerente capítulo de su obra que lleva por título “No importa cuánto Estado, sino su calidad”. Allí recoge una serie de reflexiones que conviene recordar en esta país llamado España porque deberán ser aplicadas cuando la recuperación (algún día será) comience, puesto que engordar artificialmente más lo público, por mucho que pueda ser una medida anticíclica y necesaria en un contexto de crisis, no es sostenible en el tiempo. Antes de optar por extender más aún el sector público cabe medir bien por qué y para qué se crece o interviene, así como evaluar sus impactos (sociales, pero también financieros o de sostenibilidad), pues lo contrario puede terminar proporcionando pan para hoy y hambre para mañana.

Extraigo algunas reflexiones de este autor que, si bien muestra claramente sus cartas (tal como él nos dice: “no soy muy partidario de los sectores estatales sobredimensionados”), reflejan muy bien el fondo del problema, aunque ponga el foco en la democracia estadounidense:

Aumentar el tamaño de la administración pública sin más contribuye muy poco a resolver los problemas de la sociedad. La esencia del buen gobierno es un poder limitado, pero con unas líneas de actuación claras. Es dotar a los decisores públicos de autonomía, discrecionalidad y capacidad para actuar según su propio criterio. Solo puede haber buen gobierno si el Estado recluta a un personal inteligente y dedicado que se sienta inspirado por la oportunidad de servir a su país y se gane el respeto de todos por ello. No es algo que podamos crear de un día para otro”.

Lo trascendente es, por tanto, situar correctamente el problema. No es cuestión de tamaño; sí de capacidades, pero también de control y límites. Cuando fallan las capacidades y también los límites, algo grave sucede. Llegar allí, si no se está o se está lejos, lleva un tiempo. Y pone dos ejemplos de buen gobierno cuando se refiere a Corea del Sur y Taiwán que, partiendo de dictaduras, caminaron hacia modelos de gobierno eficientes y aprendieron de la historia. Solo los países estúpidos no saben extraer lecciones del pasado y tampoco aprenden a enderezar el presente. El autor cita luego a “los grandes daneses” (también, en otros pasajes, pone como ejemplo a Nueva Zelanda, los países nórdicos, Alemania o Canadá, entre otros), y sin que ello implique contradecir sus argumentos. El entorno público danés proporciona un Estado de calidad (pero con una presión fiscal indudable) o, si se prefiere, con fuertes capacidades estatales para afrontar los problemas. La desigualdad que viene y el desempleo que asoma, requerirán medidas muy incisivas de protección, pero especialmente de educación y formación en competencias que haga factible la triple inclusión social/digital/ocupacional, también de reactivación económica y de flexiseguridad (algo en lo que Dinamarca ha sido pionera).

Fareed Zakaria trata muy bien el desafío digital y el de la desigualdad. La digitalización, por mucho que conlleve aparición de nuevos perfiles de empleo, destruirá inevitablemente puestos de trabajo, en ámbitos además en los que la recolocación es muy compleja. La desigualdad crecerá poniendo en jaque algunos de los objetivos de desarrollo sostenible de la Agenda 2030. En los años que vienen, habrá que llevar a cabo más políticas cualitativas y menos cuantitativas: medir muy bien qué se quiere y cuáles serán sus impactos presentes y futuros. El inaplazable reequilibrio fiscal obligará a ello. Y cabe prepararse para ese duro reto. Cerrar los ojos a la evidencia, es la peor estrategia posible. Pero muy propia de unos políticos que –como dice este autor- están “instalados en el cargo y temerosos de complicarse la vida por miedo a sus competidores” . Difícilmente, se puede describir mejor a aquellos que han hecho de la política un mero instrumento para perpetuarse en el poder pretendiendo ganar elecciones y no para gobernar o resolver los problemas de una castigada ciudadanía. Si la política no sirve para mejorar la calidad de vida y hacer más felices a los ciudadanos, pierde todo su sentido y se transforma en poder desnudo, antesala del final de la democracia.

Nadie, por tanto, pone en duda que en España se necesita un sector público sólido o robusto (como gusta decir ahora), que actúe como palanca de la recuperación; pero eso no quiere decir que deba ser más denso y extenso, sino más especializado, mejor cualificado y, por tanto, más tecnificado (la digitalización y la revolución tecnológica tendrán, inevitablemente, impactos sobre la estructura y dimensiones del empleo público y sus cualificaciones); es decir, requerimos con urgencia afrontar lo que no hacemos: comenzar la larga reedificación de unos sistemas de Administraciones Públicas adaptados a las necesidades, eficientes y con valores públicos. El caótico y descoordinado “archipiélago” institucional y de administraciones públicas en el que también (no sólo EEUU) se ha convertido España, no ayuda ciertamente; salvo que se pacten tales premisas de transformación y cambio, lo cual en estos momentos es lisa y llanamente inalcanzable.

Dicho de otro modo, urge que quien actúe o sirva en tales instituciones y estructuras organizativas públicas acredite realmente (y no sólo en las formas o discursos vacuos) un compromiso constante con la ciudadanía. Necesitamos instituciones y Administraciones Públicas con buenas cabezas, músculos tonificados y mucho menos tejido adiposo. Y bien armadas de valores. Si no somos capaces a corto plazo de reclutar y atraer talento político, directivo y funcionarial a nuestras Administraciones Públicas, así como sumergir a esos actores en un sistema de infraestructura ética, y hasta ahora no lo estamos siendo, el futuro no pinta nada bien. Aunque pueda parecer un sueño, como expone Zakaria, “los países pueden cambiar”. Ese es el reto. Pero no se transforma el sector público con coreografía, eslóganes de impacto ni performances, sino con estrategia auténtica y acción decidida. Y eso se llama liderazgo político contextual (Nye), transformador y compartido. Algo de lo que, de momento, estamos bastante ayunos.

 

Una versión previa de este texto puede leerse aquí.

COLOQUIO. Las lenguas cooficiales en España: regulación y aspectos sociopolíticos

Continuamos con nuestros coloquios preguntando a los mejores expertos sobre cuestiones clave para el Estado de derecho, en la línea del trabajo que realizamos en nuestro blog y en nuestro videoblog.

En este coloquio trataremos sobre las lenguas cooficiales en España: ¿En qué situación se encuentran? ¿Cómo se están utilizando políticamente? ¿Qué modelos de protección existen? ¿Se cumple la ley al respecto de su uso? ¿Necesitamos una ley de lenguas en España? Y, ¿cómo debería ser? Contaremos en este sentido con dos de los impulsores de que España cuente con una ley de lenguas: Juan Claudio de Ramón y Mercè Vilarrubias. Y también con Rafael Arenas, vicepresidente de Impulso Ciudadano y expresidente de Sociedad Civil Catalana.

El coloquio tendrá lugar el miércoles, 21 de abril, a las 19:00 y podrá seguirse online a través de Zoom si se inscriben, y también de nuestro canal de Youtube.

Para asistir, deberán registrarse a través de la página Eventbrite pinchando AQUÍ, desde donde les remitiremos a su correo el enlace a Zoom. Además, les animamos a incluir en el registro una pregunta. Los participantes en Zoom también podrán realizar preguntas en directo (no así desde Youtube).

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¡Hola, mundo!

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La excesiva rigidez de la regulación del compliance en el Anteproyecto de LECrim.

En las siguientes líneas trataré de argumentar por qué la nueva regulación del cumplimiento normativo penal en el Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal, aun siendo garantista, resulta demasiado rígida, lo que tendrá como resultado que las empresas imputadas lo van a tener difícil.

No se trata aquí tanto de valorar lo que contiene el Anteproyecto como de comprobar cuáles son las cuestiones que se han tratado mejor o cuáles se han dejado de tratar. En definitiva, intentaré identificar qué aporta a la regulación del proceso penal en lo que se refiere a personas jurídicas y si es para mejor o no. Evidentemente, el texto analizado no deja de ser un anteproyecto, por lo que se supone que será sometido a revisión. En este sentido, el legislador debería estar abierto a sugerencias, matizaciones y, por qué no decirlo, a críticas respecto de la iniciativa legislativa, siempre con la intención de mejorarla.

Así, en principio, la normativa tiende a asegurar la intervención contradictoria de la defensa en todos los trámites relativos a la persona jurídica encausada [1]. Parece que el espíritu de legislador es no privar en ningún momento de los derechos propios de la defensa a la entidad que se vea en la tesitura de responder criminalmente, como son el derecho a guardar silencio; a no declarar contra sí misma; a no confesarse culpable e, incluso, a la última palabra.

Sin embargo, el sistema que se establece parte de una premisa hipotética dudosa: se da por hecho que todas las empresas se van a organizar de una determinada manera, pero el prelegislador se olvida de que cabe la posibilidad de que no sea así. Las suposiciones del legislador a veces se cumplen, pero la vida real es mucho más enriquecedora; habrá empresas que organicen el sistema de control por alguien ubicado de otra forma en el organigrama, o bien a través de diversos formatos de órganos externalizados.

Actualmente, cuando una entidad es investigada penalmente, sus órganos de dirección deciden quién es la persona más adecuada para representarla en cada juicio. Sin embargo, esta libertad de designación desparece en el actual Anteproyecto. El sistema que se pretende establecer parte de la base de que quien tiene que comparecer como representante de la persona jurídica sea el que denominan “Director del Sistema de Control Interno”, es decir, el comúnmente llamado Oficial de Cumplimiento o Compliance Officer.

El problema, en mi opinión, se agrava cuando la normativa resulta demasiado rígida y se exige que ese “Director del Sistema de Control Interno “, que comparece como representante, reúna características determinadas:

1ª; actuar bajo la autoridad directa del órgano de administración, 2ª; con poder especial de representación jurídico penal y 3ª; aunque no se estuviera ocupando el cargo al tiempo de los hechos.

Esto último puede ser difícilmente admisible: es perfectamente posible que el Oficial de Cumplimiento desconozca el sistema de cumplimiento y/o prevención en el momento de los hechos que dan lugar al delito corporativo, o incluso desconozca los hechos mismos, por lo que, incluso, se le podría exigir responsabilidad por ignorancia. Esto generaría una indudable situación de indefensión en la persona jurídica encausada.

Por ejemplo, puede ocurrir que la empresa haya designado a un abogado externo como oficial de cumplimiento; ¿tendría que renunciar como abogado defensor en la causa, para sentarse en el banquillo de los acusados? Es lo que parece desprenderse del nuevo artículo 81. 1º LECrim.

He aquí un claro exponente de la rigidez del sistema. Obsérvese que, en el apartado 2º de ese mismo artículo, se contempla la posibilidad de que no se haya designado a nadie para ese cargo. Falta de designación que se suple con una designación de oficio por parte del Juez de Garantías a instancia del Ministerio Fiscal en la persona que ostente el “máximo poder real de decisión en el órgano de gobierno o administración”.

De otra parte, no deja de ser curioso que el Oficial pueda no ser miembro del Consejo, que será lo normal, y en defecto tenga que acudir el Consejero Delegado (que suele ser el órgano con mayor poder ejecutivo), que está para otras cosas. De ello se desprende que el legislador, a toda costa, quiere que represente siempre a la persona jurídica encausada la persona física que se ocupe del control interno. Pero, insisto, con las tres exigencias anteriormente expresadas, no cabe asignar otro papel procesal a dicha persona.

Por lo tanto, la nueva ley afecta directamente al estatuto procesal de la persona jurídica encausada. Exige de manera preceptiva la intervención de aquel representante, hasta el punto de que su incomparecencia injustificada puede dar lugar incluso a la detención. En caso de ausencia o imposibilidad, “se entenderá la diligencia con el abogado de la entidad”. No olvidemos que la persona jurídica encausada puede prestar conformidad, con poder especial, y con independencia de los otros encausados. Incluso puede ser declara en rebeldía.

Por último, prohíbe expresamente que represente a la persona jurídica encausada quien deba declarar como testigo o deba tener cualquier otra intervención en la práctica de la prueba. Con todo esto, veo prácticamente imposible que el abogado externo que haga funciones de Oficial de Cumplimiento pueda ejercer la defensa de la persona jurídica encausada.

Otro punto de controversia está en la regulación del órgano de cumplimiento en el Anteproyecto.

En el Código Penal actual dice que ha de tratarse de “…un órgano de la persona jurídica con poderes autónomos de iniciativa y de control…”. El Anteproyecto dice que habrá de estar directa e inmediatamente bajo la autoridad del máximo órgano de dirección de la empresa. Pues bien, el legislador parece confundir aquí dos funciones diferentes: “órgano de cumplimento” con “órgano de vigilancia” (el del artículo 31 bis.2 Código Penal; con poder autónomo de decisión, que supervise los mecanismos de control) Este órgano de vigilancia podría ser, por ejemplo, la “Comisión de Auditoria” prevista para las sociedades anónimas cotizadas en el art. 529, quaterdecies de la Ley de Sociedades de Capital (RDL 2/7/2010)

No hay que olvidar que el llamado cumplimento normativo, y especialmente el penal, desde la doctrina sentada por la famosa Sentencia del Tribunal Supremo de 29 de febrero de 2016 (la primera que habló de “cultura de cumplimiento”) es una tarea de la empresa, de su órgano de administración, que la delega en su ”Oficina de cumplimento o en un “Comité ético” o “Comité de prevención”: para analizar y gestionar el riesgo penal/delictivo (con un sistema interno: canal de denuncias, indagaciones propias, sanciones…etc.).

Sin embargo, el órgano “delegante” (órgano de administración) también puede delinquir. ¿Quién lo controla? ¿el oficial delegado? No puede ser a la vez controlador y controlado. Ha de hacerlo el “órgano de vigilancia/supervisión”.

En definitiva, no se debería obligar a que siempre sea el Oficial de Cumplimiento el representante de la persona jurídica en juicio (regla básica del nuevo art.81). En esto encontramos una clara diferencia con respecto al actual art. 119 Lecrim, que deja en libertad a la persona jurídica imputada para la designación de un representante, así como Abogado y Procurador. Si prospera la nueva regulación, se va a dificultar la defensa de las personas jurídicas sometidas a proceso penal.

 

NOTAS

[1]Curiosamente, se consagra una nueva terminología en la LECrim. Se habla de: persona “encausada” – sometida a proceso (en cualquiera de sus fases); de persona “investigada” – sometida a fase de investigación; de persona “acusada” – frente a la que se ejerce acción penal; y de persona “condenada o penada” – aquella contra la que se ha dictado sentencia condenatoria. Sin embargo, el término persona “imputada” no aparece en el texto legal. Se habla de “imputación”, pero no de “imputado/a”.

 

Desviación de poder en el cese de un coronel de la Guardia Civil: análisis de urgencia de la sentencia Pérez de los Cobos

El 28 de mayo de 2020 analizábamos en este mismo blog las circunstancias jurídicas del cese del Coronel Jefe de la Comandancia de Madrid-Tres Cantos por una razón tan anodina como la “pérdida de confianza”. Aludíamos al principio de neutralidad política de los servidores públicos y al control de la discrecionalidad de los poderes públicos, con cita obligada en este último caso de “La lucha contra las inmunidades del poder” de Don Eduardo García de Enterría.

El 31 de marzo de 2021 el Juzgado Central Contencioso-Administrativo núm. 8 de la Audiencia Nacional ha dictado Sentencia 35/2021, por la que estima el recurso interpuesto por el recurrente, anulando y dejando sin efecto el cese, condenando a la Administración General del Estado al reingreso del recurrente en la Jefatura de la Comandancia de la Guardia Civil de Madrid (Tres Cantos-Madrid), al abono de las diferencias retributivas dejadas de percibir, y todo ello con expresa imposición de las costas hasta un máximo de mil euros.

Pese a que la Sentencia no sea firme, dados su precisión y rigor a lo largo de 72 páginas, unido a las instituciones jurídicas que analiza (principalmente la motivación y el fraude de ley) y a la importancia que reviste el asunto para el interés general, me permito elaborar un comentario a vuela pluma de su contenido.

Los hechos

1.- El Juzgado de Instrucción núm. 51 de Madrid investigaba la eventual comisión de hechos delictivos del Delegado del Gobierno en Madrid y del Director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, en particular la autorización de la manifestación del 8 de marzo de 2020 (las diligencias fueron archivadas el 12 de junio de 2020). La Magistrada titular del Juzgado había recordado a los efectivos de la policía judicial de la Guardia Civil que investigaban el caso el debido sigilo a que les obliga su condición de empleados públicos.

2.- Como consecuencia de la filtración en prensa de esta investigación el 22 de mayo de 2020, la Directora General de la Guardia Civil solicitó información sobre el estado del proceso de diligencias previas, participándole que el Coronel Jefe no tenía conocimiento alguno.

3.- La Directora General propuso al Secretario de Estado el cese del Coronel “por pérdida de confianza de esta Dirección General y del Equipo de Dirección del Ministerio del Interior, por no informar del desarrollo de investigaciones y actuaciones de la Guardia Civil en el marco operativo y de Policía Judicial con fines de conocimiento”.

4.- El Secretario de Estado de Seguridad, mediante resolución de 24 de mayo de 2020, dispuso el cese.

5.- El Excmo. Sr. Teniente General de la Guardia Civil, siendo Director Adjunto Operativo, le participó al Coronel el cese y dimitió de su cargo.

6.- El Coronel formuló recurso de alzada, que fue desestimado por el Ministro del Interior mediante resolución de 28 de julio de 2020.

Los motivos de impugnación de la demanda

El recurso formulado por el Coronel solicitó la suspensión cautelar del acto impugnado, que fue desestimada por Auto de 18 de noviembre de 2020.

En esencia, los motivos por los que el recurrente consideraba inválido el cese fueron los siguientes:

1.- Falta de motivación (art. 35 LPAC).

2.- Vulneración del derecho fundamental a acceder a funciones públicas (art. 23.2 CE).

3.- Vulneración del derecho fundamental al honor del demandante (art. 18 CE).

4.- Vulneración del derecho fundamental a la legalidad sancionadora (art. 25 CE), alegando que el cese encubre una sanción consecuente a que el Coronel no llevó a cabo “el acto abiertamente ilegal que de él se esperaba”.

5.- Desviación de poder (art. 48 LPAC).

La oposición del Servicio Jurídico del Estado

El Abogado del Estado se opuso a la demanda, interesando su desestimación, alegando que los puestos de libre designación son revocables libremente por las autoridades competentes para su asignación y que “la pérdida de confianza es una apreciación que corresponde a la autoridad competente, que no puede ser objeto de revisión jurisdiccional a través de la visión subjetiva de un Juez” (sic).

En defensa de la legalidad del cese, argumenta que los mandos superiores necesitan conocer las actuaciones a efectos organizativos, y que esa comunicación mínima es legal, imprescindible y esperable del cargo que ocupaba el recurrente.

Los fundamentos de Derecho

En el fundamento tercero el Magistrado Juez desestima la vulneración de los tres derechos fundamentales alegados. Considera que el honor del demandante no se ha visto lesionado por acto administrativo controvertido (fundamento cuarto). Asimismo entiende que el cese en cargos de libre designación no constituyen una sanción encubierta, sino que responden a una potestad distinta a la disciplinaria, cual es la potestad de organización (fundamento quinto).

La Sentencia dedica el fundamento sexto a las alegaciones del Abogado del Estado. Por un lado, admite -citando casacional del Tribunal Supremo- que al Tribunal no le corresponde indagar cuál es la causa de un cese de libre designación, sino “de que la Administración la explicite y lo haga en términos susceptibles de control”.

Por otro lado, “no obstante los esfuerzos argumentales desplegados por el Ilmo. Sr. Abogado del Estado”, el Magistrado explica que a lo largo del expediente administrativo no aparece la más mínima referencia a la necesidad de programas los recursos humanos en la Unidad Orgánica de Policía Judicial de Madrid.

La Sentencia dedica sus fundamentos séptimo, octavo y noveno a la motivación. Entiende que, según la Ley de Régimen del Personal de la Guardia Civil, sí existe motivación en el cese, y que tal motivación es suficiente. Para el Magistrado, la resolución del Secretario de Estado tiene una motivación in alliunde, por remisión a la propuesta de la Directora General; en este sentido, y admitiendo que no existe precepto alguno en el ordenamiento jurídico que imponga a priori una determinada extensión o un cierto modo de razonar, es lo cierto que la motivación del cese existe, está explicitada y ha sido conocida por el interesado al objeto de poder someter el acto administrativo al control judicial.

El fundamento décimo explica el control de los actos discrecionales de la Administración y su evolución histórica a partir del recurso por exceso de poder y la doctrina del Consejo de Estado francés. Lo más llamativo de este fundamento es que el Coronel demandante citó en su comparecencia a García de Enterría y “el asedio a la inmunidad judicial de la discrecionalidad”. El undécimo analiza en abstracto la teoría de la desviación de poder.

El fundamento duodécimo incluye el testimonio del Excmo. Sr. Teniente General, que aporta el dato de que hasta en tres ocasiones se había informado a la Directora General de la existencia de la investigación a los efectos de información: en concreto, que se había planteado a la Magistrada instructora la oportunidad de que la investigación se trasladara a la UCO por la relevancia de los cargos investigados, a lo que no accedió y por ello siguió en el caso la unidad de policía judicial de la Comandancia de Madrid; o que se estaban citando a testigos por vía telefónica para evitar contacto físico durante la pandemia.

Apunta además el testigo que el día 24 de mayo a las 21:33 recibió llamada de la Directora General de la Guardia Civil, quien le preguntó si era conocedor de la entrega de diligencias de investigación en relación con las manifestaciones que tuvieron lugar en Madrid en marzo de 2020, contestándole que lo ignoraba y que se enteraría a través de la cadena de mando. A las 9:53 del día siguiente le traslada a la Directora General que el Coronel no era conocedor de dichas diligencias solicitadas por la Magistrada. En una conversación de 13 minutos, la Directora le participó que iba a cesar al Coronel.

Estos hechos permiten al Magistrado alcanzar la conclusión de que el motivo de la decisión discrecional de cese era ilegal, “en tanto que el cese estuvo motivado por cumplir con lo que la ley y el expreso mandato judicial ordenaban (…) esto es, no informar del desarrollo de las investigaciones y actuaciones en curso; lo que, entre otras cosas, podría haber sido constitutivo de un ilícito penal”.

La Sentencia resulta contundente a la hora de afirmar que “estamos ante un claro ejercicio desviado de la potestad discrecional”, consistente en no informar del desarrollo de unas investigaciones y actuaciones de la Guardia Civil que por la legislación aplicable y por las expresas órdenes impartidas por la Magistrada del Juzgado 51 de Madrid, estaban sujetas al deber de reserva. Por este motivo la decisión del cese es ilegal, porque “la legalidad no puede quedar arrinconada por la discrecionalidad”.

Termino como empecé. La Sentencia no es firme y ya se ha anunciado recurso por parte del Servicio Jurídico del Estado; en mi opinión, se trata de una Sentencia muy bien argumentada, no exenta de un riguroso análisis de las figuras jurídicas que analiza, principalmente la discrecionalidad, la motivación y la desviación de poder.

En cualquier caso, tiene un interés notable para el funcionamiento de las instituciones: las relaciones entre el Gobierno y el Poder Judicial, y entre el estamento político y la Guardia Civil, dos cuestiones que afectan a la línea de flotación del Estado de Derecho. Particularmente tengo mi opinión de lo sucedido, que excede de un estudio jurídico como el presente. Me limito a decir que el cumplimiento de la ley nunca puede dar lugar a un acto desfavorable o de gravamen para quien respeta el ordenamiento jurídico. Y no puedo dejar de recordar el ejemplo del Excmo. Sr. Teniente General de presentar su dimisión al tener que comunicar el cese al Coronel, extremo que recuerda a un hecho similar del Duque de Ahumada y que sin duda confirma que el honor sigue siendo la principal divisa de la Guardia Civil.

Fuente de la imagen: RTVE

Desacralización del templo: ¿marketing o realidad social? 

Desde hace décadas es muy común encontrarse a la entrada de iglesias, catedrales y templos, sobre todo en lugares de acogida turística, una taquilla en la que se encuentra un individuo recaudador de un importe por entrada. «Oiga, que yo vengo a rezar», más de una vez he escuchado esta sentencia de un visitante que se niega a abonar dicha cuota. Realmente, ¿hay derecho a que se saque rédito de la visita a un lugar sagrado?

El Código de Derecho Canónico contempla diferentes afirmaciones al respecto. Por un lado, dispone en su artículo 1221 que «la entrada a la iglesia debe ser libre y gratuita durante el tiempo de las celebraciones sagradas». Queda claro que no se debe cobrar entrada mientras se celebra la liturgia. Sin embargo, ¿soy la única que recuerda haber paseado por la girola de una catedral, tras haber pagado la entrada a ésta, y haber observado después a los fieles celebrar la misa?

Por otro lado, «para proteger los bienes sagrados y preciosos, deben emplearse los cuidados ordinarios de conservación y las oportunas medidas de seguridad» (artículo 1220, apartado 2). Esto entra en conexión con otro punto descrito a continuación: «Si una iglesia no puede emplearse en modo alguno para el culto divino y no hay posibilidad de repararla, puede ser reducida por el Obispo diocesano a un uso profano no sórdido» (artículo 1222, apartado 1). Con esto nace el origen de este artículo.

Hace semanas leí que un artículo de un periódico nacional alababa la pericia de un arquitecto que transformó un templo del siglo XVI en una vivienda para uno de sus clientes. Unos meses atrás el proyecto de reforma ya había recibido varias alabanzas en la prensa: «Iglesia del siglo XVI convertida en casa en Sopuerta», o «Una iglesia románica en Vizcaya convertida en la casa de un diseñador». (Parece que el término “diseñador” apacigua el golpe. Me pregunto, con el debido respeto, si la incidencia sería igual si el titular dijese «Convertida en la casa de un frutero», o «de un político», o «de un banquero»).

¿Se considera, entonces, el uso residencial un uso profano no sórdido? Intentando resolver esta cuestión, me viene a la mente mi viaje a Alsacia hace dos inviernos, en el que visité en Colmar el museo Unterlinden, situado en un antiguo convento del siglo XIII que fue reformado por los arquitectos Herzog & de Meuron, y que alberga una amplia colección de pintura y escultura. Parece que el uso cultural tampoco entra dentro de los usos profanos sórdidos.

Es más, en esta línea de actuación, son muchos los espacios sagrados en Europa que se han sumado a esta iniciativa de reinventarse con un fin cultural: la biblioteca de las Escuelas Pías de Madrid, el Espacio Santa Clara en Sevilla o la librería Salexys en un templo del siglo XIII en Maastritch son algunos de los ejemplos que parecen estar dando servicio a un uso no sórdido.

Pero, más allá de este concepto, paseando por Madrid hace unos días me topé con el restaurante The Chapel (Castellana, 6) y me pregunté hasta qué punto el uso como local de hostelería debía considerarse o no sórdido. Pensando en esto, no pude evitar acordarme de todos (o casi todos) los Paradores de España, que se han ubicado en grandes portentos del Patrimonio Nacional con un fin de uso hotelero y gastronómico. Volvamos al Código: «Cuando otras causas graves aconsejen que una iglesia deje de emplearse para el culto divino, el Obispo diocesano, oído el consejo presbiteral, puede reducirla a un uso profano no sórdido, con el consentimiento de quienes legítimamente mantengan derechos sobre ella, y con tal de que por eso no sufra ningún detrimento el bien de las almas» (artículo 1222, apartado 2).

De lo anteriormente comentado más bien  se deduce que un hotel, restaurante o biblioteca no son lugares donde se propicia el detrimento del bien de las almas. Pero, ¿qué ocurre una parada más lejos, cuando algunos templos se han convertido en discoteca? ¿Dónde está el límite entre un restaurante con música de fondo en el que se permite el consumo de bebidas alcohólicas y una discoteca, en la que se da por sentado el consumo de dichas bebidas y el nivel sonoro se presupone mucho más elevado?

Son muchas las cuestiones que quedan abiertas en este debate, pero, dado que no soy jurista sino arquitecto, concluiré este acopio de información desde un punto de vista no legal, sino moral. Tómense estas líneas como el punto de vista subjetivo de una creyente:

Es una realidad que la sociedad ha ido evolucionando durante las últimas décadas hacia una sociedad falta de referentes a gran escala. Los grandes pilares sobre los que se habían sustentado las civilizaciones hasta hace poco más de un siglo (las monarquías, la religión, la familia) se han puesto en duda y han atravesado (atraviesan) una crisis donde la moralidad se ve fundamentada más en el individuo que en soportes externos al individualismo. Textos como Identidad de Fukuyama o Sapiens de Harari ponen de manifiesto la crisis moral que atraviesa el individuo moderno cuando pilares como la religión salen de sus vidas en busca de un apogeo de la individualidad que nace como fruto de una sociedad globalizada que usa la tecnología como hilo conductor del desarrollo de los diferentes campos vitales y de conocimiento. En un mundo en el que se desacraliza la propia condición cristiana del individuo a nivel global, probablemente tenga más sentido, antes que abandonar los templos, profanarlos, aunque sea a expensas de un promotor ansioso por ostentar una vivienda original o un restaurante de moda en la capital.

Pero, en todo caso, ello puede sortearse por medio de una reactivación lúdica del patrimonio cultural de nuestra civilización, siempre bajo el mando de grandes profesionales en el terreno de la arquitectura y del diseño, lo cual constituye, en mi opinión, una herramienta de adaptación y de modernización tan válida como que se abra una cafetería en el Museo del Prado o que se cobre entrada por visitar una catedral.

En un mundo idílico en el que los fieles acudiesen religiosamente a la liturgia y se destinasen los fondos recaudados durante el culto y las donaciones de los feligreses a tareas de mantenimiento de los espacios sagrados, sería evidentemente una locura pensar en convertir el templo en un chiringuito de playa. De hecho, esta idea no se plantea ni remotamente en espacios de culto activos que reciben gran afluencia de visitas destinadas al culto (nadie se plantea convertir la Catedral de León en un 100 Montaditos, igual que nadie plantea instalar unas pistas de pádel en el claustro de los Jerónimos).

Sin embargo, en casos de insostenibilidad y abandono de la arquitectura del pasado (ojo, siempre de la mano y con el criterio de grandes profesionales), considero que la desacralización del templo “en vías de extinción” constituye una salida coherente y cívica que da respuesta a una realidad social innegable.

 

 

Imagen: Traveler.

La “patada en la puerta” como la antesala de la conversión de España en un Estado policial.

Si de algo ha servido esta pandemia, ha sido para ser testigos de cómo conceptos jurídicos que todos los juristas creíamos asentados y asumidos, tanto por los ciudadanos como por el Poder, han sido cuestionados de la forma más brutal.

Muchos han sido los ejemplos que podríamos nombrar ahora. Para empezar, el encierro total al que nos vimos sometidos varios meses desde mediados de marzo del año pasado, cuando la COVID nos golpeó como nunca un virus lo había hecho en el último siglo. Todos sabíamos que el Estado de Alarma que fue decretado como paraguas legal del confinamiento absoluto, tal y como está configurado en la Ley 4/1981, no era suficiente para privarnos del derecho a la libertad deambulatoria y de otros derechos fundamentales del núcleo duro constitucional (Sección Primera, Capítulo Segundo, Título Primero), como el derecho de reunión, pero lo asumimos en un pacto tácito de silencio porque éramos conscientes de que solo una medida tan extrema sería capaz de dar freno a la cascada incesante de muertes, partiendo de una norma desactualizada que prácticamente nunca había sido aplicada. Tragamos con aquello porque pensamos que no había más opción.

Este punto de partida supuso el primer ladrillo de una pendiente peligrosamente resbaladiza que ha llegado a su máximo exponente con los últimos episodios en los que la fuerza policial ha echado puertas abajo de moradas cuando se estaba celebrando una fiesta ilegal por incumplir las normas sanitarias de prevención del coronavirus.

Esta práctica, según los medios avalada por el Ministerio del Interior, implica un atentado contra el derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio, que nos coloca en el borde de convertir a España en un Estado policial.

Conocido por todos, el artículo 18.2 de la Constitución (perteneciente al mismo grupo de derechos fundamentales mencionado) consagra que ninguna entrada o registro podrá hacerse en un domicilio sin consentimiento del titular o resolución judicial, salvo en caso de flagrante delito.

La fuerza actuante, tras haber empleado un ariete para entrar en una vivienda, ha alegado que lo ha hecho porque, o bien el espacio no era “domicilio” a efectos del artículo 18.2 (se trataba de pisos de alquiler turístico), o bien que se estaba cometiendo un delito flagrante.

En relación con lo primero, olvidan una doctrina constitucional que conoce hasta un alumno de primero de Derecho. Como ha venido reiterando el Tribunal Constitucional desde su Sentencia núm. 22/1984, de 17 de febrero, “el domicilio inviolable es un espacio en el cual el individuo vive sin estar sujeto necesariamente a los usos y convenciones sociales y ejerce su libertad más íntima“, lo que incluye chabolas, caravanas, roulottes, tiendas de campaña, reboticas de farmacias, aseos públicos, habitaciones de hotel, y, por supuesto, pisos de uso turístico, al ser todos ellos lugares donde se desarrollan actividades que afectan a la intimidad de las personas.

En lo relativo a lo segundo, ¿de qué delito flagrante se habla? Desde luego, la celebración de un encuentro entre amigos incumplidor de normas sanitarias, en tanto y en cuanto no lo prevea como tal el Código Penal, no es ningún delito. Sería constitutivo, en su caso, de una infracción administrativa, por la que, desde luego, no se puede limitar el derecho a la inviolabilidad del domicilio. Es alarmante como en 2021 tenemos que seguir aclarando que no toda ilegalidad es delictiva. Hay ilícitos civiles, laborales, administrativos, y, finalmente, penales. Solo los atentados más graves contra los bienes jurídicos más importantes, pueden ser delito. Se llaman principios de mínima intervención y fragmentariedad, y presiden, casi más que ningún otro (aunque cada vez menos dado el populismo punitivo que nos invade), la articulación de nuestro Derecho Penal.

Se hace mención entonces al delito de desobediencia grave del artículo 556 del Código Penal, por haberse, los inquilinos del piso, negado a identificarse de forma contumaz y reiterada.

Tres son los elementos que según la jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo vertebran el delito flagrante: la inmediatez de la acción delictiva, la inmediatez de la actividad personal, y la necesidad de urgente intervención policial por el riesgo de desaparición de los efectos del delito.

Una vez que el ocupante del inmueble se ha negado a identificarse en repetidas ocasiones, el delito de desobediencia está consumado, por lo que ninguna urgencia existe en la entrada en la vivienda. Ninguna diferencia existirá en cuanto a la persecución del delito y la detención del presunto infractor entre que la misma se practique inmediatamente o quince horas más tarde. Ahora, la imposibilidad de la policía, por falta de medios, de esperar fuera de la morada quince horas a que salgan de ella los que desobedecieron, como apuntaba mi amigo Judge the Zipper, no puede ser nunca justificación para la restricción manifiestamente desproporcionada de derechos fundamentales.

Así, no hay base jurídica alguna que avale estas prácticas. Estemos en una pandemia mundial o no. Pongamos punto y final al atropello que nuestros derechos fundamentales están sufriendo sobre la siempre socorrida excusa del miedo. Porque, una vez que se ha seguido una política de tierra quemada sobre garantías legales y constitucionales es muy difícil que, cuando todo esto acabe, podamos volver a sembrar con éxito sobre un terreno arrasado y yermo.