Las tres paradojas del Brexit

La semana pasada el Parlamento Europeo ratificó el Acuerdo de Cooperación y Comercio Unión Europea-Reino Unido, que estaba en vigor provisionalmente desde el 1 de enero de 2021. Se cierra así una larga etapa de incertidumbre sobre la salida británica y la definición de su nueva relación con la Unión. Sin duda seguirán sucediéndose las negociaciones entre las dos partes para atender un sinfín de asuntos aún no abordados. Pero la suma del acuerdo de retirada de 2019 y el mencionado pacto comercial recién aprobado permite dar un paso atrás y evaluar en términos jurídicos y políticos el resultado de la saga del Brexit.

Si nos elevamos por encima los continuos giros de guión de la complicada salida británica y analizamos esta ruptura con visión de conjunto, tres paradojas ayudan a entenderla y valorarla. En primer lugar, el Reino Unido ha pasado de gestionar una relación basada en el interés a llevar adelante un divorcio movido por las emociones, sin un buen análisis coste beneficio. En segundo lugar, el resultado de esta decisión de gran calado constitucional es que el antiguo Estado miembro recupera soberanía, pero pierde poder, como ha dicho certeramente Hugo Dixon. En tercer lugar, a pesar de desintegración que supone la salida del Reino Unido, la UE sale fortalecida, un “dividendo del Brexit” inesperado y aún por aprovechar.

Intentaré desarrollar sucintamente cada una de estas paradojas. La primera parte de un dato histórico: el Reino Unido ingresó en 1973 en las Comunidades Europeas buscando una capacidad de influencia que no tenía fuera del Mercado Común y no por su identificación con un proyecto de integración económica y política continental. Le movía un análisis de intereses que no había hecho correctamente en 1956, cuando prefirió fundar la EFTA y no sumarse al Tratado de Roma. Su visión de Europa era la propia de un matrimonio de conveniencia, que como sabemos a veces duran mucho más que algunos fundados en el amor.

Este razonamiento basado en el cálculo seguía explicando la participación británica en la integración europea cuando se cumplieron cuarenta años del primer referéndum sobre su salida. En Bruselas, el Reino Unido no buscaba dejar atrás a los demonios del pasado, como Alemania o España. Su objetivo era lograr más influencia al estar dentro en vez de fuera, y gestionar mejor una creciente interdependencia política y económica con el continente. Aportaban a la Unión nada menos que una defensa firme del Estado nación y del mercado, capacidades militares esenciales para el futuro y una visión global y abierta. Hacia 2015 la diplomacia británica llegó a ser más respetada que cualquiera otra en las instituciones comunitarias: había conseguido todos los objetivos estratégicos planteados a lo largo de varias décadas. La UE no se había convertido en un super-Estado, se había completado la gran ampliación al Este, el mercado interior era el proyecto principal y el más exitoso, el comercio exterior se desarrollaba bajo una gran influencia de Londres y, por voluntad propia, se mantenían al margen de la moneda común y la libre circulación de personas, dos proyectos con problemas. A mis amigos ingleses les digo que, en vez de convocar un nuevo referéndum en 2016, deberían haber organizado en ese momento una fiesta para celebrar su victoria. Pero un primer ministro frívolo y desganado, un ludópata no diagnosticado a tiempo, decidió jugarse el futuro del Reino Unido tirando una moneda al aire. En vez del duro trabajo de gestionar un debate recurrente en el seno del partido conservador sobre Europa, decidió solucionarlo sin mucho esfuerzo con una consulta, contagiado por el virus de la democracia directa. Daba igual que la inmensa mayoría de la población no cuestionase la integración y no le importaba poner en peligro la unidad del reino y debilitar la democracia representativa, en horas bajas en todo Occidente. Una Unión apenas recuperada de la crisis del euro y paralizada por la inmigración descontrolada, fue también responsable, porque no hizo lo suficiente para ayudar a retener a un socio tan importante.

Una vez conocido el resultado del referéndum de 2016, el sentimiento nacionalista y el libreto populista han dominado las negociaciones de salida, convirtiendo a la UE en el enemigo externo, en vez del nuevo socio estratégico que necesita el Reino Unido. Ha sido un divorcio ejecutado por parte británica sin apenas cálculo ni estrategia, guiado por las emociones y las hipérboles (“No a ser un Estado vasallo, sí a una Gran Betaña Global…), en el que la finalidad principal era romper cuanto antes y no preparar el terreno para tejer los numerosos acuerdos que necesitaría esta nueva relación.

La segunda paradoja se puede resumir diciendo que el Reino Unido recupera soberanía pero pierde poder. Tras el resultado de la consulta nadie sabía en qué consistía pasar a ser “antiguo Estado miembro”, una operación política, jurídica, constitucional y económica jamás ensayada, de enorme complejidad. Como hemos visto, ha exigido una negociación intra-británica y entre Londres y Bruselas de casi cinco años. Los británicos han querido convertirse en un “mejor tercer Estado” respecto a la Unión que dejaban y no lo ha conseguido. Al final han elegido un Brexit semi-duro y plagado de incertidumbres

El artículo 50 del Tratado UE claramente nos favorecía a los continentales en las negociaciones, entre otras razones por la cuenta atrás de dos años que ponía en marcha una vez se notificaba la intención de salir. Sobre todo, hemos comprobado que cuanto más cerca y más acceso al mercado interior quiere conservar un Estado que se marcha, más normas comunitarias tiene que aceptar y aplicar. El equipo de Michel Barnier ha negociado con todas las cartas en la mano. En el tratado de retirada de 2019 que regulaba las cuestiones financieras, los derechos de los residentes y el status de Irlanda del Norte el Reino Unido ha aceptado pagar una factura abultada. También, mantener al Ulster dentro de unión aduanera para garantizar acuerdos de paz del Viernes Santo 1998 y la libertad económica en la isla. De este modo, el pacto mantiene la libre circulación de mercancías en la isla de Irlanda a costa de crear una frontera económica y aduanera en el mar de Irlanda. Los bienes que entran en Irlanda del Norte desde Gran Bretaña deben adaptarse a las normas europeas, un asunto que ya está causando un rechazo frontal por parte de los mismos políticos conservadores que eligieron introducir esta alambicada fórmula en el pacto de divorcio.

Respecto al acuerdo de cooperación y comercio recién ratificado, es un un pacto a medida, diferente de otros modelos (canadiense, noruego, suizo o turco). Es desde luego mejor que la alternativa real de una salida por las bravas, ese alegre salto al precipicio que pedía un sector de los tories, en contra de alcanzar un pacto que gestione la enorme interdependencia Reino Unido-Unión Europea. En realidad, el acuerdo alcanzado es el principio de muchas negociaciones futuras, por su enfoque minimalista y sus grandes carencias.

El pacto permite el acceso de mercancías británicas al mercado interior, mediante la eliminación de tarifas y cuotas, pero no afecta a posibles obstáculos regulatorios y trae consigo las trabas burocráticas que se crean en las nuevas aduanas. Buena parte de ellas tienen que ver con los controles por aplicación a los bienes británicos exportados de la compleja normativa sobre reglas de origen. No se ha creado hay un control ex ante que obligue al Reino Unido a evaluar el impacto de sus subsidios o su desregulación sobre el “campo de juego nivelado” (level playing field) que se quiere mantener con la Unión Europea. Pero el acuerdo sí crea un mecanismo compensatorio ex post para garantizar la competencia leal y el mantenimiento de estándares sociales, ambientales, etc. Se introduce de este modo la posibilidad de suspender por una de las partes los beneficios del acuerdo si se constata la violación de principios de competencia leal o un impacto negativo en el  comercio y las inversiones. La futura divergencia regulatoria pondrá a prueba este mecanismo, que choca con el deseo del actual gobierno británico de promover legislación que resalte las diferencias con la Unión. La gran baza del Reino Unido en el futuro podría ser la fiscalidad, compitiendo a la baja. Pero el proyecto de crear un “Singapur en el Támesis” parece poco compatible con el sostenimiento del Estado del Bienestar y la atención a los problemas de desigualdad y falta de cohesión económica y social dentro del Reino Unido, en el origen del voto antieuropeo.

Los británicos recuperan la capacidad de llega a acuerdos comerciales terceros Estados. Sin embargo, como estamos viendo a la luz de los primeros pactos que ha cerrado, le cuesta ir mucho más allá de lo que ya había conseguido anteriormente dentro de la UE. En este campo, la gran cuestión futura es si Estados Unidos estrechará lazos con ellos e incluso llegará a crear una relación económica y comercial privilegiada. Por ahora a la Administración Biden no le interesa mantener una relación especial con el Reino Unido sobre las bases del pasado. Tiene como prioridad la paz en Irlanda y la restauración de la relación con la Unión Europea, en especial con Alemania (los verdaderos nuevos “primos” de Washington) y con Francia.

El Reino Unido ha pagado un precio muy alto por deshacerse de la libre circulación de trabajadores y controlar solo a través del derecho nacional los flujos migratorios. Como Estado miembro, no participaba en la libre circulación de personas y con la Directiva 48/2004 disponía de mecanismos para regular la entrada de trabajadores comunitarios, al igual que los demás socios. Pero fue el único país grande que no aplicó un período transitorio para retrasar y modular la entrada de trabajadores de países de la ampliación como Polonia y Rumania. Con la crisis de refugiados de 2015 y las escenas de flujos migratorios descontrolados, el bando pro-Brexit creó un miedo injustificado al trabajador comunitario. El resultado es que desde 2016, la emigración no europea al Reino Unido ha crecido claramente, mientras que se ha frenado la comunitaria, una opción que plantea nuevos retos de integración social y de atracción del talento en un mercado global.

El acuerdo sí incluye la posibilidad de visitantes temporales, con finalidad económica o no, hasta seis meses en Reino Unido y hasta noventa días durante 6 mese territorio UE, así como la cooperación en materia de seguridad social y de acceso a la sanidad de estos visitantes temporales.

El gran agujero del acuerdo son los servicios, el 80% de la economía británica, no regulados en este pacto y pendientes de un hilo, un principio de “equivalencia” sin desarrollar. Conforme al mismo, se permitirán normas distintas siempre que hubiera coincidencia en los objetivos, lo que plantea como sabemos por los debates comunitarios en torno al mercado interior un serio problema de aplicación. Para que funcione el principio de equivalencia en servicios y cree un mínimo de seguridad jurídica, es necesario ponerse de acuerdo antes en unos objetivos coincidentes que guíen la evolución paralela del ordenamiento británico y del comunitario en la regulación de los servicios. No se ha conseguido además el reconocimiento mutuo de cualificaciones y diplomas profesionales y las excepciones logradas para conservar la libre prestación de servicios jurídicos son mínimas.

En el delicado capítulo de servicios financieros, se ha creado un marco negociador para establecer caso por caso la equivalencia. Pero no hay incentivos por parte de la UE -en especial de Francia- para favorecer a la City de Londres, a pesar de que es uno de los principales centros financieros del mundo, ante el auge de plazas Paris, Amsterdam o Franfurt tras el Brexit. El proyecto europeo de una Unión de Mercados de Capitales, como parte de la Unión Económica por completar, puede desplazar la opción londinense todavía más a la periferia.

El acuerdo deja la puerta abierta a que el Reino Unido siga vinculando sus emisiones de carbono al sistema de intercambio de la UE. Llama la atención el énfasis negociador gobierno británico en la limitación del acceso continental a los caladeros de pesca británicos, cuando este sector representa 0.04 de la economía nacional y en buena medida depende de las exportaciones al continente. Ni siquiera la explicación electoralista permite entender del todo esta apuesta política.

Queda pendiente por negociar el reconocimiento mutuo de sentencias en lo civil y mercantil, una vez el Reino Unido sale de la regulación europea, posiblemente para volver vía Convenio de Lugano. El régimen comunitario aplicable al almacenamiento de datos personales de ciudadanos europeos en servidores en suelo británico se mantiene vigente durante los primeros seis meses de 2021, una solución provisional que podría prorrogarse aún más.

Los británicos han conseguido evitar el sometimiento del control del acuerdo al Tribunal de Justicia de la UE. Se crea un sistema propio de resolución de disputas, a través de arbitrajes. Contrasta esta solución con la aceptación por Londres de la jurisdicción del Tribunal de Luxemburgo para resolver conflictos en las materias cubiertas por el tratado de retirada (cuestiones financieras, derechos de los residentes, Protocolo de Irlanda del Norte).

En lo que se refiere a la compleja y extensa gobernanza del acuerdo, bajo la presidencia conjunta de un ministro británico y un comisario europeo se crean diecinueve comités especializados para seguir e impulsar el desarrollo y sugerir mejoras. Lo mejor que puede pasar es que el texto que conocemos sea un punto de partida y que no haya involución nacionalista inglesa que lleve a la ruptura incluso de este pacto de mínimos. Es revelador que el líder del Partido Laborista, el europeísta Keir Starmer, ha reclamado una mejora del acuerdo de comercio, pero no aspira a una re-negociación sustancial ni a recuperar la libre circulación de trabajadores con la UE.

Finalmente, y sobre esto habrá mucho por escribir en el futuro, los partidos que buscan romper el Reino Unido desde Escocia e Irlanda del Norte han obtenido nuevos argumentos y apoyos tras el Brexit semi-duro. En particular el futuro de Escocia se ve con preocupación en las capitales europeas contrarias a los experimentos independentistas. Está claro que la constitución no escrita británica se defiende mejor con la pertenencia de la unión de reinos a la UE.

La tercera paradoja se puede formular diciendo que a pesar de desintegración que supone la pérdida del Reino Unido, la Unión sale fortalecida, e incluso existe un “dividendo del Brexit” que puede obtener si en los próximos años los continentales tomamos decisiones acertadas en la dirección de reforzar nuestra unidad política y económica.

Esta ruptura no crea un precedente positivo que aliente una siguiente ruptura de otro Estado Miembro al mostrarle un camino atractivo. El papelón de haber pasado cuatro años y medio sin encontrar la puerta de salida y el resultado muy mejorable del tratado de retirada y del acuerdo de cooperación y comercial hacen que cualquier gobierno euro-escéptico se tiente la ropa antes de emprender una aventura semejante. Más aún teniendo en cuenta la buena respuesta de la UE en términos económicos y financieros ante la pandemia, con la acción combinada del Banco Central Europeo y las instituciones políticas poniendo todos los medios para la reconstrucción, con una lógica federal y una mirada a largo plazo.

Muy posiblemente esta reacción europea no se habría conseguido con el Reino Unido dentro de la Unión. La capacidad de acción de la Europa de 27 se ve reforzada tras el Brexit, que no ha conseguido dividir como era de esperar a los socios. Por el contrario, todos los gobiernos han desplegado un grado de unidad muy alentador en lo referente a la salida británica. Esta misma coherencia europea debe mantenerse en los próximos años a la hora negociar grandes temas pendientes con el Reino Unido como la seguridad y la defensa, la lucha contra el cambio climático y los asuntos de educación y ciencia. El dividendo del Brexit, por otro lado, se conseguirá al reforzar la capacidad de acción exterior de la UE, completar el rediseño de la moneda común e introducir reformas políticas y económicas inspiradas en el objetivo de convertirse en un proyecto más inteligible y atractivo para sus ciudadanos y que sirva mejor a sus necesidades.

Cabe especular cómo habrían ido las cosas en el ámbito de la compra y distribución de vacunas si los británicos hubieran formado parte de la Unión. En este asunto han conseguido una victoria clara sobre los europeos continentales, gracias en buena medida a los errores cometidos por la Comisión y la falta de implicación suficiente de los gobiernos nacionales para culminar con éxito este asunto estratégico. Las tensiones en torno a las vacunas ha dificultado los trabajos de los comités de gobernanza mencionados y conviene cuanto antes desescalar esta batalla.

Brexit es un episodio en la que todos los europeos perdemos, un grave acto de desintegración del que debemos aprender para construir una Unión con menos rasgos tecnocrático, que rinda mejor cuentas y muestre su rostro más político. El Reino Unido obtiene como resultado una mayor debilidad interna y externa. Es muy posible que el actual gobierno nacionalista inglés siga utilizando a la UE como un enemigo externo, un argumento que lamentablemente da mucho de sí. La Unión debe ser capaz de reformarse, mientras contribuye a introducir pragmatismo y realismo en la relación con los británicos. La ilusión de haber izado el puente no es más que eso, una metáfora sin mucho contenido real ante las exigencias de seguir gestionando una interdependencia muy profunda. Londres ha elegido un modelo de ruptura y de conexión minimalista con Bruselas que lleva a una inestabilidad crónica. El reto sigue siendo establecer una relación constructiva y no conformase con gestionar los flecos y apagar los fuegos.