Las inmunidades del poder en el S.XXI: el caso de los Consejos Generales

Muchos son los recelos y críticas que tradicionalmente han merecido las instituciones representativas de segundo grado: su distancia respecto del cuerpo electoral al que teóricamente han de servir, su opacidad, la inexistencia de incentivos para su reforma, tanto internos como externos…

Así sucede, desde el punto de vista de la organización territorial del Estado, con las Diputaciones provinciales, que no están sujetas en su composición a mecanismos de elección directa (con la notable excepción de las Diputaciones del País Vasco). Ello implica, entre otras cosas, que no quepa exigir a estas entidades responsabilidad política en caso de que la gestión desarrollada no se adecue a las disposiciones aplicables o, simplemente, no se considere adecuada por los ciudadanos, lo que en última instancia puede llegar a desvirtuar el principio democrático, cuyo alcance ha sido expresado en la sentencia del Tribunal Constitucional 103/2013.

Y así sucede también, desde otra perspectiva, con los Consejos Generales de colegios profesionales. Dentro de la denominada Administración corporativa, de la que los Colegios profesionales son un tipo concreto, el escalón más elevado desde una perspectiva organizativa está representado por los Consejos Generales. Los Consejos son unas estructuras corporativas de segundo grado (Corporación de corporaciones, las ha denominado el Tribunal Constitucional) que, sin asumir riesgo empresarial alguno y sin someterse a ninguna obligación legal de auditoría o rendición de cuentas ante las autoridades o ante los colegiados a quienes supuestamente sirven, se nutren de cuantiosos presupuestos que proceden casi íntegramente de las aportaciones que los colegios deben realizar. Hablamos de unas aportaciones que sufragan los propios colegiados. Ello supone tanto como afirmar, en última instancia, que el sustancioso capital que manejan sale del bolsillo de los colegiados, es decir, de personas que carecen de todo poder de control en cuanto a la organización y funcionamiento de estas organizaciones y de toda facultad de participación en las decisiones corporativas. Dicho control, por así denominarlo, se ejerce por medio de los respectivos decanos, como máximos representantes de cada colegio que se integra en el respectivo consejo general.

Se trata de organizaciones un tanto arcaicas, caracterizadas aún por elementos atávicos puramente gremiales, para los que la reforma de la Ley de Colegios profesionales de 1974 por la Ley 25/2009 (Ley Ómnibus) ha sido más una aspiración no satisfecha del legislador que un verdadero cambio modernizador. Puede por tanto afirmarse que sigue siendo necesaria (y urgente) una reforma en profundidad de la Ley de Colegios, por no decir que es precisa una nueva ley en la materia. Tal reforma debería mejorar el sistema de representatividad corporativa, la rendición de cuentas y la transparencia de unas organizaciones acostumbradas a estar lejos de los focos del control externo de sus actividades.

La transparencia y ejemplaridad de los Consejos Generales está en cuestión desde hace ya tiempo. A ello han contribuido sin duda, entre otros factores, algunos recientes escándalos como el protagonizado por el Consejo General de Enfermería, con acusaciones cruzadas de corrupción entre el actual equipo directivo y el anterior presidente. Así se deduce de noticias referidas a las acciones penales ejercidas en relación con un viaje de la cúpula del Consejo General al Congreso Mundial de Enfermería celebrado en Singapur en junio de 2019 y por el propio Consejo General contra su anterior presidente.

En un plano distinto, también el Consejo General de la Abogacía Española ha sido objeto de diferentes críticas por su gestión en los últimos años.

En las redes sociales pueden comprobarse con cierta regularidad las manifestaciones de discrepancia con su actividad por quienes la sufragan: profesionales de la abogacía que se preguntan qué hace el órgano que dice representarles ante la precarización de la profesión, la reducción de sus ámbitos competenciales, la proliferación de actividades tangenciales con la abogacía que introducen nuevos competidores y nuevas formas de ejercer en su más amplio sentido o el sempiterno maltrato al turno de oficio. Este maltrato lo lidera ahora un Ministerio de Justicia que, con el nuevo Reglamento de la Ley de 1996 (Real Decreto 141/2021, de 9 de marzo, por el que se aprueba el Reglamento de asistencia jurídica gratuita), pone el foco en el empleo que hacen el propio Consejo General y los Colegios de los fondos públicos destinados a la organización y gestión del servicio de la justicia gratuita. Al respecto, basta comprobar el cambio y el mayor grado de exigencia que se introduce en los artículos destinados a la justificación de los llamados “gastos de infraestructura”.

A estas críticas, que tienen una cierta continuidad, pero que no pueden canalizarse a través del propio CGAE al carecer de mecanismos internos para ello, se ha añadido en fechas recientes el estupor que ha causado la publicidad en los medios jurídicos de un agrio conflicto interno que, de forma incomprensible, parece que podía haberse solucionado sin dificultad y que ninguno de los responsables, con su presidenta, Victoria Ortega, a la cabeza, ha querido evitar.

Ese conflicto, en realidad, no es más que uno de los muchos elementos acreditativos del mal ambiente que se respira en esta institución de puertas hacia adentro. Es curioso que una organización que se precia de ser ejemplar en el cumplimiento del ordenamiento y que supuestamente defiende la justicia y los derechos de los ciudadanos sea incapaz de probar esa ejemplaridad cuando se trata de gestionar sus problemas internos.

No se trata, como es evidente, de que no haya conflictos internos en una organización; el problema están en el modo en que se gestionan internamente y en cómo se proyectan hacia el exterior. El conflicto surge, según los medios, por las diferencias habidas entre el nuevo Secretario General Técnico de la organización, llegado en febrero de 2020, y su director de los Servicios Jurídicos desde hace más de una década. La situación de conflicto ha evolucionado hasta convertirse en una causa ante el orden jurisdiccional social por la que se ha reconocido al segundo su relación laboral con el CGAE. Llama poderosamente la atención que nadie en esta organización haya advertido el riesgo inherente al uso de determinadas formas de contratación para el desarrollo de concretas funciones internas, máxime si se tiene en cuenta que el empleo de tales modalidades coloca a la institución en una evidente situación de fraude a la Seguridad Social. Más de 10 años sin pagar las cuotas. Nada más y nada menos.

Pero, siendo un asunto laboral, la cuestión no se ha limitado a la determinación de la naturaleza de dicha relación jurídica entre las partes en conflicto, pues también se han ejercitado, aunque se hayan desestimado en primera instancia, pretensiones de modificación sustancial de condiciones de trabajo y acoso moral y laboral.

Estas son cuestiones de suma gravedad y revelan una manera de dirigir la organización que no se compadece con la imagen de buenismo que se pretende transmitir.

La contratación de nuevo personal directivo con sueldos estratosféricos sin la observancia de procedimientos selectivos internos, atendiendo a sus contactos, por ejemplo, con el Ministerio de Justicia; la relación de amiguismo con el Ministerio de referencia; o la imposición, en plena pandemia y cuando aún regía un confinamiento severo, de un plan de vuelta al trabajo presencial que forzó a sus trabajadores a regresar a las oficinas entre el 18 de mayo y el 1 de junio de 2020, con el consiguiente malestar formalmente expresado por muchos de ellos (recuérdese que en esa etapa continuaba en vigor el estado de alarma declarado por el Real Decreto 463/2020 y no estaba aún aprobado el RD de desescalada). Todas ellas son unas pocas muestras de la deriva sin rumbo de la institución.

Si a todo lo anterior se añade que las pocas voces internas en la organización que se han levantado frente al descrito estado de cosas han sido o están siendo depuradas  no puede menos que preocupar la evolución de una corporación que otrora gozara de merecido prestigio. Y no hay que remontarse a la época de Pedrol.

Cabe preguntarse si existen medios internos para solventar la situación.

La omertá no ayuda a conocer la manera en que se tratan éstas y otras cuestiones espinosas en el CGAE y en otros consejos generales. Sí puede destacarse que el 1 de julio de este año, cuando entre en vigor el nuevo Estatuto General de la Abogacía Española, se regulará al fin la moción de censura a la presidencia del CGAE (art.106). Resulta inconcebible aceptar que este elemental mecanismo de control político que ha de existir en toda organización representativa que pueda considerarse democrática no se haya regulado hasta bien entrado el S. XXI.

En cuanto a los medios externos de control y responsabilidad, no hay mecanismo en la legislación de colegios profesionales para ello y cualquier medio requeriría de la adecuada regulación, a ser posible por el legislador estatal básico, a fin de introducir las necesarias medidas de supervisión con carácter general.

La solución no es sencilla, qué duda cabe, pero espectáculos como los que llegan a los medios son poco edificantes y no hacen precisamente crecer el apego de los colegiados y de la sociedad hacia estas instituciones. Las organizaciones colegiales están necesitadas de una modernización que exige, entre otros factores, de mecanismos adecuados de rendición de cuentas ante los colegiados; quizá así estos comiencen a percibirlas como lo que deberían ser, auténticas instituciones protectoras de sus intereses, y no como lo que hoy muchos perciben que son: patios privados que sirven, en ocasiones, de trampolines hacia otras esferas del poder.