¿Somos los jueces una casta privilegiada?
Periódicamente, como a oleadas, una parte de la opinión pública insiste en la idea de que los jueces pertenecemos a una especie de “dinastía” judicial, endogámica y privilegiada. Reconozco que me aburro de hablar de este tema a fuerza de desmentir discursos que mezclan churras con merinas y que se basan en pseudo-argumentos reduccionistas dirigidos a instalar emociones en la amígdala cerebral, sin procesar, sin analizar y, sobre todo, sin desarrollar las ganas de conocer la verdad.
Para luchar contra los problemas que atenazan al Poder Judicial, que son muchos, hay que partir del conocimiento exacto de la realidad. Aplicar antihistamínicos a un esguince o ibuprofeno a una conjuntivitis es tan absurdo como atacar a la “casta judicial” inexistente, en lugar de luchar contra la arbitrariedad en la selección de cargos discrecionales o a la falta de transparencia de las decisiones del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).
La estadística pública del CGPJ demuestra que, de los 2.467 jueces salidos de las últimas 19 promociones (aprobados entre 2000 y 2019), sólo 147 de ellos tenían algún familiar directo juez (un 5,96%) y sólo 474 tenían en sus familias a alguien dedicado al mundo del derecho sin ser juez (un 19,21%). Sin embargo, que 1.846 jueces (el 74,83%) no tengan a nadie cercano dedicado al mundo del derecho no parece ser razón suficiente para destruir la mentira -tantas veces repetida hasta convertirla en verdad- de que aún siguen existiendo “familias de jueces”.
Por tanto, no podemos aceptar la afirmación de que los jueces pertenezcamos a familias de jueces. Tampoco que mayoritariamente pertenezcamos a sagas de juristas. Casi las tres cuartas partes de los jueces de España son los primeros juristas de sus respectivas familias. No es una opinión. Es un dato demoscópico.
Quienes señalan esta supuesta endogamia desafiando las leyes de la honestidad intelectual, sin embargo, guardan silencio sobre las familias políticas. Que la Ministra de Igualdad sea pareja y madre de los tres hijos del que hasta hace poco fuera vicepresidente del gobierno, sin embargo, no parece relevante. Como tampoco parece ser importante que las hermanas Isabel y Cristina Alberdi Alonso o las hermanas Loyola y Ana de Palacio hubieran sido en el pasado respectivamente diputadas del PSOE y del PP; que Santiago Abascal, presidente de Vox, sea hijo de Santiago Abascal Escurza, dirigente histórico del PP en País Vasco; que Toni Comín, de ERC, sea hijo del histórico socialista catalán Alfonso Comín; que Andrea Fabra, del PP, sea hija de Carlos Fabra, quien fuera presidente de la Diputación de Castellón por el mismo partido, y, a su vez, esposa del exconsejero de sanidad de la Comunidad de Madrid durante la presidencia de Esperanza Aguirre, Juan José Güemes; que Oriol Pujol, exsecretario general de Convergencia Democrática de Cataluña, sea hijo de Jordi Pujol; o que Adolfo Suárez Illana, del PP, sea hijo del que fue el primer presidente de la democracia, Adolfo Suárez. Si seguimos indagando en diputados y senadores menos conocidos, la lista se engrosa considerablemente.
Hay otra falsa imagen construida alrededor de los jueces y que merece un examen más pausado y crítico que el anterior. Se trata de la afirmación de que pertenecemos a familias de clase alta dado que no todo el mundo puede permitirse estar más de ocho años estudiando (cuatro años de grado en Derecho, cuatro años y nueve meses de media en la oposición, aunque pueden ser más). Para pensar la cuestión, empecemos por analizar el acceso a otras profesiones que requieren una fuerte formación, como la de medicina.
La carrera de medicina en España es de las más exigentes: seis años de estudios universitarios para la obtención del grado más un mínimo de un año y un máximo de cinco como Médico Interno Residente (MIR) según la especialidad. Para ser MIR hay que superar una oposición que solo pasan la mitad de los universitarios que se presentan. Los que no lo hacen suelen volver a intentarlo en siguientes convocatorias. Aunque es cierto que durante la residencia perciben un salario por su trabajo en formación, estamos hablando de casi siete años de media para empezar a ganar dinero, además de que los estudiantes hacen uso del conocido sistema de academias de preparación tanto del examen para MIR como de algunas asignaturas de especial dificultad.
Lo mismo sucede con Ingenieros (5,47 años de media que, en el caso de Telecomunicaciones, se convierten en más de 6 años) o Arquitectura (entre 7 y 8 años de media), que en ambos casos además, destinan cantidades importantes de dinero en pagar academias que complementen la formación técnica universitaria.
Además, en el ámbito de las oposiciones hay otras tantas que tardan en superarse incluso más años que la de judicatura, como Notarías y Registro de la Propiedad (que se aprueban en una media de casi seis años) o Abogado del Estado (cinco años).
Podemos concluir, por tanto, que en España para desempeñar profesiones altamente cualificadas, con prestigio social y grandes responsabilidades, hay que dedicarle bastantes años al estudio y, lógicamente, no todo el mundo tiene una familia detrás que le dé el respaldo económico y moral que se requiere para alcanzar tan elevados objetivos. Sin embargo, resulta llamativo que únicamente surjan críticas respecto a la Carrera Judicial.
Deberíamos partir de la base de que un Estado social y democrático de Derecho no puede permitirse el desperdicio de talento por causas sociales. El artículo 9.2 de la Constitución establece que «corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social».
Por tanto, la culpa de que únicamente personas con un nivel de renta medio puedan permitirse ser jueces (o médicos, ingenieros, arquitectos o notarios) no la tienen las familias de clase media que acceden al ascensor social de la formación, sino las administraciones públicas incumplidoras del mandato constitucional que promueve la igualdad desde el fomento y las políticas de discriminación positiva a través de eficientes sistemas de becas. No es habitual, sin embargo, escuchar a los detractores de la “casta” judicial reclamar a quienes corresponde tales políticas, las únicas que verdaderamente consiguen la igualación social.
Por otro lado, quienes plantean que únicamente personas de clases privilegiadas acceden a la Carrera Judicial son muy desconocedores de las clases privilegiadas y, sobre todo, de lo que es el trabajo de un juez. A mi permítanme que me cueste imaginar al hijo de un empresario poseedor de un ingente patrimonio y todo tipo de oportunidades económicas y laborales renunciar a las opciones que la familia le ofrece para pasar cuatro años opositando y dos de formación en la Escuela Judicial de Barcelona para acabar en el juzgado mixto de un pueblo de Soria con desconchones en las paredes cobrando dos mil quinientos euros al mes con un exceso de carga de trabajo.
Finalmente, la simplificación maniquea que clasifica a las personas en buenas y malas según el nivel económico de sus familias, acatando una romántica idea de la pobreza y una demonización de las clases medias-altas, está bastante trasnochada. Ni ser pobre garantiza la empatía y la sensibilidad social, ni la ausencia de apreturas económicas te convierte en insensible e inmovilista. Que se lo digan a Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero o Pedro Sánchez, todos ellos procedentes de familias medias acomodadas. O que me expliquen entonces el auge de la derecha más conservadora en los barrios más deprimidos de las grandes ciudades o en poblaciones tradicionalmente obreras.
Ser buen profesional no va de ideologías. Una sociedad polarizada como la nuestra que todo lo examina bajo el prisma de la política parece olvidar que la mayoría de la gente trabaja en lo suyo lo mejor que puede, con sentimientos de contribución a su comunidad y de ayuda a los demás. Creo que la sociedad es mucho mejor de lo que las redes sociales y los políticos nos hacen creer. Estigmatizar los esfuerzos de las familias que deciden que sus hijos logren la excelencia académica calificándolas de casta privilegiada es injusto y pueril.
Por todo ello, llego a la conclusión de que el eterno debate sobre la inventada demografía judicial tiene en realidad una finalidad distinta a la declarada. A través del desprestigio y ataque al opositor a judicatura y al sistema de acceso en el fondo se pretende cambiar la composición de la Carrera Judicial, el tercer poder del Estado. Por un lado, porque se inocula la idea de que es necesario limpiar la judicatura de familias de jueces de la alta sociedad que “enchufan” a los suyos para perpetuarse en el poder. Se llega a decir que el franquismo no ha abandonado la Carrera Judicial, cuando la media de edad de los jueces se sitúa en los 51 años (personas nacidas en 1970). Por otro lado, se vierte la afirmación de que la superación de una oposición eminentemente memorística no mide la calidad de los jueces, cuando la oposición es el sistema más objetivo que existe para seleccionar a los mejores.
Memorizar 326 temas no se hace solo tirando de memoria; y, quien ha estudiado, lo sabe. Es imprescindible entender lo que se estudia y relacionar unos conceptos con otros. En mi experiencia puedo decir que aprendí todo el derecho que sé en la oposición, no en la licenciatura, si bien considero que sería deseable la introducción de algún ejercicio de práctica con el fin de evaluar la capacidad de relación del opositor.
Como decía en un artículo publicado en un diario de tirada nacional, los jueces en España somos mayoritariamente mujeres (un 52%), todos hemos ejercido en democracia aplicando la Constitución de 1978, estamos tan hartos del espectáculo político en la elección de los vocales del CGPJ como el resto de ciudadanos; nos consideramos libres, independientes y técnicos en derecho, y formamos parte de un cuerpo preparado y confiable. Somos un colectivo mejorable, como todos, pero no por los motivos que apuntan quienes quieren subvertir el sistema de acceso. No apliquemos ibuprofeno a la conjuntiva.
Magistrada del Juzgado de Primera Instancia nº 7 de Famiila y apoyo a la discapacidad y con conocimiento empresarial. Escribe artículos periodísticos y doctrinales en El País, Disidentia y Hay Derecho, con el acercamiento de la Justicia al ciudadano y concernida con las amenazas a la democracia y con las nuevas implicaciones de los derechos fundamentales. Experta en derecho de familia y civil y entusiasta del laboral. Autora de “Así funciona la Justicia” de Arpa Editores.