Las guerras de nuestros antepasados: reproducción de tribuna en el Mundo de nuestra coeditora Elisa de la Nuez

Más allá de los resultados electorales, la impresión que deja la campaña electoral en la Comunidad de Madrid no puede ser más demoledora. De las llamadas al reagrupamiento antifascista de Pablo Iglesias a los eslóganes reduccionistas o/y malintencionados utilizados por los partidos de la derecha, pasando por las amenazas de muerte a algunos candidatos (con sus correspondientes escenificaciones públicas), todo deja una impresión de espectáculo muy antiguo, un poco disparatado, de una enorme frivolidad y, sobre todo, agotador para cualquier ciudadano con un mínimo sentido crítico. No es de extrañar que la valoración de los políticos y los partidos políticos siga descendiendo en los sucesivos barómetros y encuestas que se publican en nuestro país, constatando una desafección hacia la clase política no por merecida menos preocupante.

Parece que los líderes políticos se han convertido en auténticos personajes de cómic: héroes o villanos, símbolos del bien o del mal absoluto, sin matices, en un escenario cada vez más polarizado en el que (con honrosas excepciones) parecen moverse muy a gusto. Y es que está claro que interpretar un papel tan unidimensional tiene sus ventajas; no hay que complicarse demasiado la vida, los argumentarios se pueden utilizar con desparpajo y, sobre todo, la rendición de cuentas desaparece por completo.

Cuando el auditorio está formado por fans movilizados, sobre todo, por el odio al adversario político, está dispuesto a perdonarlo todo; lo de menos son los resultados de la gestión del político que se somete al escrutinio. En ese sentido, lo ocurrido con Díaz Ayuso, convertida en el símbolo del antisanchismo con un estilo personal que recuerda mucho al de Esperanza Aguirre, es paradigmático. Dan igual los hechos, las cifras, la gestión de la pandemia o/y de la crisis económica o lo que diga en un momento dado: lo que importa es si estás con ella o contra ella.  La evaluación de su gestión dependerá únicamente de eso, es decir, de un componente emotivo o visceral que es, por definición, alérgico a la racionalidad de los datos.

A cambio, eso sí, nuestros líderes tienen la obligación de prodigarse en todos los medios de comunicación para proporcionar un espectáculo permanente a los ciudadanos, no vaya a ser que se aburran y cierren el tebeo. Y cuando esto sucede es difícil que se hable de políticas públicas o de proyectos concretos: resultan demasiado complejos, demasiado largos y no son fáciles de condensar en un tuit.

Mientras tanto, en la realidad siguen pasando cosas importantes que exigirían, más que nunca, esas políticas públicas y esas propuestas concretas. Pero en nuestras campañas electorales resulta que es más fácil oír hablar de la guerra civil ocurrida hace más de 80 años que de los trabajos que se están perdiendo a ojos vista por la imparable digitalización o por la implacable pandemia.  Como muestra, tenemos los empleos que se van a perder en la banca tras la fusión de CaixaBank y Bankia: unos 13.000. En el mundo de mañana, que ya esta aquí, sencillamente este tipo de trabajos no son necesarios. Y no es fácil sustituirlos por otros nuevos y menos en un corto espacio de tiempo. Lo que ha ocurrido en la banca va a ocurrir en otros muchos sectores en breve. Sin embargo, esta cuestión crucial para muchos ciudadanos no parece merecer la mínima atención dentro o fuera de la campaña electoral. Lo mismo cabe decir de las pérdidas de empleo derivadas de la pandemia en muchos sectores.

Vivimos anestesiados frente a problemas y retos acuciantes, enfrascados como estamos en las guerras de nuestros antepasados agitadas como espantajos por líderes demagogos frívolos y profundamente irresponsables. Porque, como hemos dicho, la irresponsabilidad y la falta de rendición de cuentas que son dos caras de la misma moneda son una consecuencia directa de la polarización, fomentada además de arriba abajo. Pero la rendición de cuentas es uno de los fundamentos básicos de la democracia, en la medida en que facilita la alternancia en el poder que le es consustancial. Prescindir de ella puede cuestionar, por tanto, la esencia misma de la democracia. Y sólo es posible en un ámbito de polarización extrema. Por eso es muy preocupante advertir cómo ha aumentado el nivel de polarización entre los ciudadanos españoles en general y entre los madrileños en particular. Algo tendrá que ver con el estilo de nuestros líderes y con las características de la campaña electoral que hemos padecido.

Quiero creer que con esta campaña electoral madrileña hemos tocado fondo, y que realmente el hartazgo que sentimos muchos ante esta forma de hacer política, o mejor dicho, de no hacer política dará paso a un escenario más sosegado donde podamos debatir sobre algo más que levantamientos antifascistas o comunismos periclitados. Urge que los partidos tradicionales recuperen la centralidad que han perdido por seguir la estela de los partidos más radicales a su izquierda y a su derecha, pero sobre todo que recuperen la responsabilidad. No en vano son partidos que gobiernan y que saben que es mucho más fácil destruir que construir consensos, denunciar que proponer, predicar que dar trigo. Pero sobre todo es esencial que recuperen la responsabilidad y esa responsabilidad es inseparable de la rendición de cuentas y, por tanto, de la “desinflamación”, valga la expresión, de nuestra vida pública.

Puede ser que la polarización ayude a ganar elecciones, pero ciertamente a lo que no ayuda es a gobernar con unas mínimas garantías de existo. Y si suponemos que alcanzar el poder no es un fin en si mismo, sino un medio para realizar un proyecto político canalizado a través de determinadas políticas con la finalidad de atender a las necesidades de los ciudadanos deberíamos pensar más en el día después.  Porque los retos inmediatos que debemos afrontar tales como la pérdida de empleos tradicionales derivados de la digitalización o la recuperación tras la pandemia van a exigir muchas reformas que no será fácil implantar sin el necesario consenso sobre todo si queremos enfrentarnos a ellos con unas mínimas garantías de éxito. Si la polarización hace imposible este escenario, perdemos todos. Ya lo hemos experimentado con la gestión de la pandemia; sería conveniente que hubiéramos aprendido algo de este desastre.

Por último, quizás no deberíamos esperar a que nuestros representantes políticos se bajen por sí solos del carrusel en el que se han subido. Se me ocurre que desde la sociedad civil y sobre todo desde los medios de comunicación podríamos ser bastante más exigentes premiando, además de con nuestros votos, con nuestros “likes” y “retuits” a aquellos políticos más serenos, más responsables, más serios y más centrados (y alguno tenemos) y relegando a los más frívolos, más gritones y más irresponsables. El que la última boutade o provocación se convierta sin excepción en “trending topic” y en objeto del debate público no deja de ser una cámara de amplificación: precisamente eso es lo que buscan y lo que deberíamos negarles.

No hay nada que moleste más a un provocador profesional -que es lo que son bastante de nuestros políticos- que la indiferencia. Es cierto que los seres humanos nos sentimos más atraídos por lo que nos enfada que por lo que nos gusta; las redes sociales y los comunicadores profesionales lo saben bien. Razón de más para no darles el gusto de caer en la trampa.   

 

Una versión previa de este texto puede encontrarse como Tribuna de El Mundo aquí.

Las redes sociales como amenaza a la libertad de expresión

La libertad, en todas sus vertientes y manifestaciones, constituye una de las grandes conquistas de las sociedades modernas y una aspiración consustancial al ser humano. En concreto, la libertad de expresión se yergue como uno de los pilares de las democracias liberales o plenas, y en un elemento sine qua non para el progreso y desarrollo de los hombres. En términos similares a estos, se pronunció el Tribunal Europeo de Derechos Humanos : “la libertad de expresión constituye uno de los fundamentos esenciales de las sociedades democráticas, una de las condiciones primordiales para su progreso y para el desarrollo de los hombres” (Asunto Handysiide c. Reino Unido, de 7 de diciembre de 1976.).

Desde hace varios años, acontecimientos diferentes pero todos ellos íntimamente relacionados con la libertad de expresión, han colocado a esta figura en primera plana. Desde los enjuiciamientos de Pablo Hasél y Valtonyc, al cierre o suspensión masiva de cuentas en redes sociales, incluida la del expresidente americano Donald Trump, la libertad de expresión y sus límites están en la primera línea del debate público en todo el globo.

Si bien la libertad de expresión es una temática sumamente amplia, con multitud de aristas sobre las que merece la pena cavilar, la finalidad de este artículo es hacer una pequeña reflexión en torno a las consecuencias derivadas de la irrupción de internet y las redes sociales en el ejercicio del derecho a la libertad de expresión, y como ello ha supuesto que estas plataformas tengan a día de hoy la capacidad de limitar o impedir el ejercicio pleno de este derecho.

El punto debe partida debe situarse en la Sentencia dictada por el Tribunal Supremo de Estados Unidos en el Asunto Packingham v. North Carolina de 19 de junio de 2017.

En dicha resolución, el Tribunal Supremo estadounidense abordó por vez primera la constitucionalidad de los límites al acceso a las redes sociales. Lo interesante de la citada resolución a efectos de cuanto ahora interesa, es el papel que el Tribunal reconoce a las redes sociales para el ejercicio del derecho a la libertad de expresión, pues entiende que estas son el cauce principal en el que a día de hoy se ejercitan los derechos protegidos por la Primera Enmienda de la Constitución americana- entre los que se incluye el derecho a la libertad de expresión-. Afirma el Tribunal Supremo que internet “es el equivalente en el siglo 21 de las calles y parques públicos” (“the entirety of the internet or even just “social media” sites are the 21st century equivalent of public streets and parks”).

De esta forma tan gráfica se reconoce lo que parece ser una realidad irrefutable, que es en el ciberespacio donde hoy en día se produce el intercambio de opiniones e ideas, se accede a la información y noticias, y en definitiva, el medio a través de cual se ejerce y canaliza en última instancia el derecho a la libertad de expresión.

En la misma línea, cabe citar la resolución dictada por el Tribunal Europeo de Derecho Humanos en el Asunto Ahmet Yildirim c. Turquía, de 18 de diciembre de 2012, donde en relación a rol de Internet, se establece que: “en la actualidad el principal medio de la gente para ejercer su derecho a la libertad de expresión y de información […]”.

A mi juicio cabría incluso ir un paso más allá, y es que esta visión de Internet como un mero espacio de intercambio de información responde a una visión anticuada y desfasada de este fenómeno. A día de hoy, el ciberespacio constituye un verdadero “hábitat” pues es un lugar en el que las personas conviven y de forma consistente y plena desarrollan su vida-o al menos una parte de ella, la virtual-.

Así, las sociedades modernas se mueven y operan en dos planos, el físico y el virtual, que va ganado mayor importancia cada día.

En este escenario, las redes sociales se han convertido en verdaderas sociedades, los usuarios en ciudadanos de las mismas y los dueños de las gigantes tecnológicas, al más puro estilo de los monarcas absolutistas, en ostentadores de un poder cuasi despótico con capacidad para decidir qué puede publicarse y quien tiene derecho a acceder y permanecerse en dicha sociedad. De este modo, los responsables de estas plataformas no controlan meras compañías sino de facto uno de los dos planos en los que se mueve el mundo.

Y es que si reconocemos que existe un verdadero “hábitat virtual” en internet en general y en las redes sociales particular, en el que los individuos desarrollan una parte cada vez más significativa de sus vidas, debemos al mismo tiempo reconocer los riesgos que se derivan de la concentración de poder que ostentan los dueños de las tecnológicas. Riesgos que por otro lado no se limitan únicamente a las limitaciones ilegítimas del derecho a la libertad de expresión.

A mi juicio, episodios como la censura de determinados discursos, la suspensión temporal y/o definitiva de cuentas o perfiles de estas plataformas, son cuestiones jurídica y constitucionalmente relevantes que podrían constituir limitaciones ilegitimas al derecho a la libertad de expresión y que por ende merecen nuestra preocupación y atención.

En síntesis, la reflexión que pretendo transmitir con el presente artículo es que en la medida en la que cada vez desarrollamos una parte mayor de nuestras vidas en las redes sociales, y que estas se consolidan como el espacio por antonomasia para el ejercicio de nuestro derecho a la libertad de expresión, deberemos estar muy atentos a que estas plataformas no coarten o limiten irregularmente este derecho.

El intento del CGPJ de eludir sus propios criterios en los nombramientos de Magistrados del TS

El 8 de abril de 2021, hace unas semanas, el Tribunal Supremo, mediante sus STS 485/2021 y STS 486/2021 anulaba el acuerdo del Pleno del Consejo General del Poder Judicial de 28 de noviembre de 2019 (Acuerdos 5 y 6) y los Reales Decreto 730/2019 y 731/2019 por los que se promovían a dos candidato a la categoría de Magistrado de la Sala Quinta del Tribunal Supremo. Además, acordaba retrotraer el procedimiento al momento en que debieron solicitarse los informes preceptivos previstos en la convocatoria.

Estamos ante un nuevo caso de diferencias jurídicas entre el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y la Sala Tercera del Tribunal Supremo (TS). Y no creemos que por desconocimiento del derecho, dada la formación de los vocales de aquel, sino, nos atrevemos a aventurar conociendo los antecedentes existentes que más bien por una cuestión de conveniencia. La constante tensión entre ambos órganos en materia de nombramientos discrecionales revela las diferencias entre los intereses de quien gobierna a los jueces -jueces en su mayoría- y de quien aplica el derecho, también jueces (unos de carrera y otros no).

Los candidatos no elegidos, al no conformarse con aquellos actos, interpusieron sendos recursos solicitando la nulidad de los mismos.

Las demandas se basaron en varios motivos, de los que, a lo que aquí interesa, nos centraremos en el que ha valido para la estimación de los recursos: que «los acuerdos impugnados son contrarios a derecho por la omisión de los informes preceptivos exigidos por las bases de la convocatoria».

No obstante, otro de los motivos alegados (que «los acuerdos impugnados son contrarios a derecho por manifiesta falta de motivación»), sobre el que no se ha pronunciado el TS al haber estimado el motivo referido a la omisión de los informes preceptivos, nada impide a los recurrentes reproducirlo en un nuevo recurso de persistir contumazmente el CGPJ en su empecinamiento en no motivar debidamente los nombramientos discrecionales que acuerda.

Pues bien, el TS recordó que las bases de la convocatoria establecían la necesidad de incorporar al proceso selectivo tres informes: de la Sala de Gobierno del Tribunal Militar Central y del Presidente de la Sala en relación con la actividad de los candidatos relativa al desempeño de actividades jurisdiccionales; del Ministerio de Defensa en relación con la actividad de los candidatos relativa a las actividades de asesoramiento al mando u otras funciones propias del Cuerpo Jurídico Militar diferentes del desempeño de funciones jurisdiccionales; y, en su caso, de las Universidades, centros de formación, Administraciones y organismos en los que la persona que opte a la plaza alegue haber prestado servicios o realizado actividades, así como de los Colegios Profesionales correspondientes.

De los tres informes mencionados, los dos primeros revestían carácter preceptivo, si bien no vinculantes. Sin embargo, resulta del expediente administrativo «que dichos informes ni siquiera llegaron a ser solicitados por el Consejo General del Poder Judicial».

La defensa del CGPJ pretendió convencer al TS de:

  • que no había «ninguna norma legal o reglamentaria que exija los informes previstos»;
  • que la «omisión de informes en la producción de un acto administrativo sería un vicio de anulabilidad cuyos efectos invalidantes dependerían de que concurriera alguno de los dos supuestos previstos en el artículo 48.2 de la Ley 39/2015, esto es, indefensión de los interesados o que la omisión de los informes suponga que el acto carece de los requisitos formales imprescindibles para alcanzar su fin»;
  • que «descarta que se pudiera hablar en este supuesto de indefensión y sostiene que el criterio a considerar es el de si concurren los requisitos formales imprescindibles para la finalidad del acto. En ese sentido afirma que la jurisprudencia ha negado virtualidad anulatoria cuando es razonablemente previsible que la presencia del informe omitido no hubiese alterado el contenido de la nueva resolución o, dicho en otros términos, que el informe sea determinante para la resolución del procedimiento»;
  • «que los informes omitidos tratan de ilustrar al órgano decisor sobre la entidad, cuantitativa y cualitativa, de la actividad jurisdiccional o de asesoramiento, u otras distintas de las jurisdiccionales, desarrolladas por el candidato. Y que en ningún caso pueden versar sobre la aptitud, idoneidad o profesionalidad del informado. No constituyen, afirma, informes de carácter técnico o emitidos por órgano consultivo y, mucho menos, son vinculantes o pueden condicionar la potestad discrecional que tiene atribuido el Consejo General del Poder Judicial. Por lo demás, el Consejo tenía a la vista los méritos profesionales alegados por los candidatos, de los que no había cuestionado ninguno, y pudo valorarlos debidamente en las respectivas comparecencias».
  • «Viene a concluir el Abogado del Estado que los informes omitidos resultaban prescindibles, en el sentido de que la situación del órgano decisor hubiera sido la misma, de haber sido emitidos, que la que se encontró sin su emisión».

Se plantean dos cuestiones al resolver con la estimación del motivo alegado por los recurrentes.

La primera de ellas, referida a la preceptividad del informe, aun no siendo éste vinculante; y la segunda, referida al contenido del informe y a la posibilidad del informe de haber influido respecto de la decisión de nombramiento.

La propuesta y nombramiento de cargos discrecionales se encuentra regulada en el artículo 326.2 LOPJ y en el Reglamento 1/2010, que regula la provisión de plazas de nombramiento discrecional en los órganos judiciales. Ciertamente, ninguna de las dos disposiciones requiere la solicitud de los informes antes citados. Sin embargo, el citado precepto legal se remite a las bases aprobadas por el Pleno del CGPJ para plasmar las exigencias legales en cuanto la apreciación del mérito y capacidad, dejando un amplio margen al órgano constitucional para su concreción. A la vista del tenor del artículo 326.2 LOPJ, no cabe duda de que el CGPJ pudo obrar como lo hizo e incluir la solicitud de informes que considere convenientes para alcanzar la mejor y más fundada decisión en la cobertura de una plaza. No es, por tanto, admisible el argumento de que el órgano decisor hubiera podido alcanzar su decisión sin la solicitud de los informes, puesto que al no estar estos exigidos por la ley, tal aserto no pasa de ser una obviedad.

La cuestión que se plantea el TS es la de determinar si, una vez incluida su exigencia en las bases con carácter preceptivo, el órgano decisor puede prescindir de ese elemento del procedimiento.

Conforme a los preceptos de aplicación, nada impide al CGPJ que autolimite su decisión discrecional añadiendo un elemento reglado consistente en unos informes preceptivos no vinculantes por considerar que su inclusión puede resultar necesaria o simplemente útil para adoptar su decisión.

Ha de tenerse en cuenta que no se trata de la aplicación, tiempo después, de una previsión genérica contenida en una norma previa, sino de un acto, aprobación de las bases, con una proyección directa e inmediata en el tiempo sobre los actos controvertidos, la provisión de una plaza de magistrado, que se ejecuta mes y medio más tarde.

Fuera cual fuera la razón por la que no se solicitaron los informes, no puede admitirse que en tan breve lapso de tiempo los mismos hubiesen pasado de ser útiles a prescindibles hasta el punto de no ser siquiera solicitados.

En definitiva, el TS rechaza que pueda admitirse que el Pleno del CGPJ entendiera que pese a aprobar la necesidad de unos informes preceptivos -que otra cosa hubiera sido que se hubiesen configurado como opcionales- el 28 de octubre, cubriera la plaza sin recabarlos, en contra de lo que preveía la base quinta, por considerarlos inútiles, el 28 de noviembre.

Respecto a la segunda de las cuestiones tratadas, referida a la posibilidad de que los informes solicitados pudieran influir en la decisión del CGPJ, el TS entiende que no existía «ninguna razón para excluir a priori y de forma inconcusa que tales informes pudieran haber influido en la valoración del órgano decisor en relación con uno o varios de los solicitantes».

Es más, el TS entendió que si el CGPJ consideró conveniente contar con determinados informes, y así los incluyó en las bases de la convocatoria con carácter preceptivo, aun teniendo delimitado su objeto a su experiencia profesional, no tenían ninguna limitación en cuanto a su contenido. De modo que nada hay en las bases, ni en su letra ni en la finalidad de los informes que se solicitan, que excluya que dichos informes puedan hacer referencia, además de lo que constituye su contenido imprescindible -la vertiente técnico-jurídica del desempeño de los candidatos en las tareas mencionadas- a la idoneidad y forma de desarrollar tales tareas en la medida en que los órganos consultados puedan tener conocimientos de datos relevantes. O, dicho de otra forma, tal como el Pleno del CGPJ redactó la base de las convocatorias, los informes pueden versar sobre cualquier aspecto relevante que haga referencia al desempeño de los candidatos en las tareas que se indican en la base.

Que el contenido de los informes no hubiera podido alterar la decisión, puesto que el órgano decisor ya contaba con toda la información necesaria sobre su labor profesional, no es posible admitirlo como una verdad irrefutable. Si así fuera, de modo incontrovertible no se entiende la razón de haber previsto que se recabasen tales informes. Si lo hizo en su momento el Pleno es porque entendió que podían ser necesarias o, al menos, útiles para formar o asegurar la mejor decisión.

Tales informes quizás no hubieran cambiado la decisión, pero si el Consejo había acordado que se solicitasen es porque entendía que su contenido podía ayudar a formar la decisión que había de adoptar, fuese o no distinta a la que adoptó con infracción del procedimiento previsto en las bases.

El TS dictamina que la falta de tales informes preceptivos debe conducir a la nulidad del acuerdo, sin que pueda minusvalorarse su importancia. No solo se trataba de informes preceptivos, sino que su contenido pudiera haber tenido virtualidad suficiente como para condicionar el sentido de la propuesta de la Comisión Permanente y de la posterior decisión del Pleno del CGPJ.

La consecuencia es que la omisión de un trámite preceptivo que pudiera haber influido en la decisión debe determinar la nulidad de ésta. Y, esto, sin que suponga el menor desdoro de la discrecionalidad de dicha decisión que, fuera de los elementos reglados, el TS ha asegurado en reiteradas ocasiones.

Respecto del alcance de la estimación del recurso, no basta la mera anulación de los actos impugnados, sino que acuerda retrotraer el procedimiento al preciso momento en el que el CGPJ infringió la legalidad al hacer la Comisión Permanente su propuesta al Pleno sin contar con los informes preceptivos.

Este mismo lunes 17 de mayo de 2021, dado que el TS había dado al CGPJ el plazo de un mes para ejecutar las sentencias que anularon los nombramientos, el CGPJ lo llevó a efecto y volvió a designar a los mismos candidatos que ya designó anteriormente.

Queda ahora expedita, como ocurrió en ocasiones interiores, el aquel otro motivo denunciado por los recurrentes referido «a la supuesta falta o deficiencia de motivación de los actos recurridos»; pues, si se examinan los acuerdos del Pleno del CGPJ, únicamente se elogian los méritos de los candidatos elegidos, pretiriendo los de los demás.

Sobre el debate en el seno de la Sala Tercera del Tribunal Supremo respecto de la necesaria motivación y el contenido de ésta en los acuerdos discrecionales por los que se propone el nombramiento de órganos judiciales, puede consultarse la ilustrativa STS 737/2020 y, en especial, el voto particular de D. Nicolás Maurandi Guillén y al que se adhiere D. Segundo Menéndez Pérez, frente a la mayoría formada por D. Luis María Diez-Picazo Giménez, D. Jorge Rodríguez-Zapata Pérez y D. Eduardo Espín Templado, este último, ponente de las sentencias referidas al comienzo de este trabajo.

El Derecho nacional (o europeo) de contratos tras el Brexit: el fin de un paradigma

Aunque el trasfondo técnico y doctrinal de lo que aquí decimos es abundante, eludimos necesariamente su detalle, para plantear la cuestión con una sencilla pregunta: una vez el Reino Unido ha salido de la Unión Europea ¿podrían (o incluso de deberían) los Estados Miembros dotarse de un derecho de contratos común que sirviera como fuente de resolución de conflictos en las relaciones contractuales de sus sujetos (empresas y particulares)? Y hasta entonces, deberían recurrir a sus respectivos derechos nacionales descartando el derecho inglés?

El asunto es relevante (y más ahora que la supremacía del derecho inglés empieza a verse claramente cuestionada) y explica, con un sencillo supuesto de hecho que nos sirve de ejemplo, la justificación de su debate: una empresa del Ibex 35 quiere adquirir una sociedad alemana en el sector -digamos- de las telecomunicaciones. En una negociación de iguales entre comprador y vendedor ¿cuál debería/podría ser el derecho aplicable al contrato de compraventa que documenta dicha transacción? Consideraciones de estrategia al margen, la contestación a esta pregunta permite tres respuestas; el derecho de obligaciones alemán (el del vendedor), el derecho de obligaciones español (el del comprador) o el derecho de obligaciones de un tercer estado “neutral”; uno que las partes tengan por conveniente y seguro a efectos de resolver los conflictos que pudieran surgir en la fase de cumplimiento del contrato. La experiencia en operaciones de integración de sociedades de ámbito internacional o comunitario (que puede hacerse extensible a otras muchas de naturaleza diversa; emisión de obligaciones en el euromercado, contratos de aseguramiento en salidas a bolsa internacionales en el espacio europeo, créditos sindicados con elemento extranjero etc.) nos da la solución mayoritariamente seguida hasta ahora en estos supuestos: las partes optan por un derecho “neutral” y ese no es otro que el derecho de obligaciones inglés.

La neutralidad que se ha buscado hasta la fecha con ese tercer derecho, ajeno al de las partes implicadas en la transacción, tiene una triple justificación: el teórico equilibrio en la posición negociadora de las partes, el “miedo” a someterse al derecho de obligaciones del contrario y por último la convicción, no siempre contrastada en primera persona, de que este -el derecho inglés- es mejor que cualquiera de los otros muchos disponibles para servir al propósito de resolver un eventual conflicto. Se tenía como cierto, de esta forma, que el derecho de obligaciones inglés era más eficiente, si nos circunscribimos a la Unión Europea, que cualquiera de los otros aplicables en los Estados Miembros que la integran; el francés, el italiano, el austriaco etc., por referirnos a algunos de larga tradición jurídica.

Una convicción que se apoya en distintas circunstancias y creencias; entre las circunstancias está el hecho de ser (ahora, haber sido) un destacado miembro de la Unión Europea desde 1972, que representaba 20% de la economía comunitaria y, coincidiendo con dicha condición, la imparable progresión de los negocios internacionales con Londres como metrópoli del mundo financiero. Acompaña a este hecho no menor, la creencia de que un contrato sometido al derecho ingles será cumplido en sus propios términos (sin margen por tanto a una interpretación circunstancial de la voluntad de las partes), la existencia de una jurisprudencia consolidada en las materias que atañen a los negocios o transacciones comerciales y, lo que es tan importante, la convicción de que los tribunales ingleses, llamados a dirimir el conflicto sobre la base de la aplicación de su propio derecho, serán los mejores árbitros para ese partido.

Las anteriores creencias y la reputación que las sustentan eran en realidad, en su gran mayoría, ajenas a la experiencia que de ellas han tenido las partes y ha estado asociada a distintos factores no siempre relevantes. Pero al margen de ello, hasta hace poco (y quizá aun hoy) hay motivos que justifican también esta supremacía: Londres como principal centro financiero internacional en el espacio europeo y pilar normativo del derecho financiero de la Unión Europea, asesores (financieros, legales, contables) cuya formación y modus operandi está inspirado en la práctica angloamericana, creación de un círculo virtuoso entre opción legislativa y tribunales y, no menos importante que todo lo anterior, la utilización del idioma inglés como lengua vehicular del comercio que se equipara así a su derecho de obligaciones haciendo de él, en una particular categoría, una suerte de “derecho vehicular” de los negocios (especialmente de los de mayor volumen) internacionales.

Consideraciones de eficiencia por tanto, el conocimiento adquirido en la práctica del “diseño” de las transacciones (pero del que solo en ocasiones se puede hablar con conocimiento de causa en la fase de “funcionamiento”) y el hecho de que muchas veces en los negocios internacionales hay conexión con Londres que era Capital de un Estado miembro, a su vez son algunos de los motivos que han justificado que, incluso cuando esta conexión geográfica no existía, acudiéramos a ese derecho como derecho de “conveniencia” (en un símil que evoca el sentido que le es aplicable a las banderas o pabellones). Recientemente, sin embargo, este paradigma empieza a ser cuestionado y ello tiene que ver con el hecho de que el Estado Miembro de referencia ha dejado de ser miembro de la Unión Europea.

Y es precisamente este cuestionamiento al hilo del que bien pudieran rescatarse las viejas aspiraciones (manifestadas en distintos momentos) de dotar a la UE de un derecho común de contratos que, por uno u otro motivo, no han tenido mucho recorrido. Hasta la fecha, de los trabajos e iniciativas en esta materia (objeto de numerosas resoluciones del Parlamente Europeo desde 1989 hasta 2010 con la publicación del Libro Verde sobre Opciones de Creación de un Derecho Europeo de Contratos) solo ha habido frutos en zonas “de compromiso” y por tanto con alcance muy limitado.

Quizá este sea un buen momento para, con la seguridad de que el derecho ingles seguirá siendo un referente (uno más supongo), pero viéndonos en la obligación de dar respuesta a quienes nos demandan un derecho alternativo de alguno de los estados que permanecen en la Unión Europea, trabajar en la construcción de una opción “neutral” e igualmente atractiva sin menoscabar la necesaria seguridad jurídica de las grandes transacciones mercantiles comunitarias. Esta opción no parece otra que la codificación de un derecho europeo de obligaciones contractuales y, en el “periodo transitorio” optar, como parte de la negociación del acuerdo, por el derecho nacional del Estado Miembro de una de las partes de la transacción de que se trate.

Sobre el artículo de Antonio Muñoz Molina

He de confesar que hasta el sábado 15 de mayo sentía una gran admiración por el señor Muñoz Molina; hasta que me metió el dedo en el ojo, incluyéndome en ese grupo de personas que no pensamos como él y que, por tanto, estamos en contra del derecho universal a la salud, a la educación, al aire limpio, al agua limpia, a la seguridad personal, a la igualdad ante la ley, etcétera. Es decir, y simplificando, que no somos de izquierdas y que, además, no creemos en esa idiotez de la superioridad moral de la izquierda.

Esto es lo que se desprende de su artículo “Hay que esconderse” (El País, 15 de mayo de 2021). Yo no me escondo, no tengo residencia en Madrid, pero si allí residiera hubiera votado –a tenor de la oferta que se presentaba a los votantes- a Isabel Díaz Ayuso; en ningún caso a los que, recientemente y por puro sectarismo político, han criticado la concesión de la medalla de la ciudad de Madrid a Andrés Trapiello, tachándole de “revisionista”; aquéllos para los que el señor Muñoz Molina solicitó el voto mediante la firma de un manifiesto.

Comienza su artículo con una cita del escrito francés Montaigne. Permítaseme a mi citar a otro escritor galo, más contemporáneo, Jean François Revel, quien, en su excelsa obra “El conocimiento inútil” [1] nos dice que “La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”.

Mientras pensaba escribir este artículo, apareció publicado el de mi admirado Jesús Alfaro Aguila-Real (El novelista se defiende ), que suscribo íntegramente. También habla Alfaro de la mentira.

Abundando en la idea, puede decirse con toda seguridad que es mentira lo que afirma el novelista acerca de que “durante todos los años que la derecha lleva gobernando en Madrid su empeño constante ha sido reducir el ámbito de la enseñanza pública, igual que el de la salud pública”. Confunde, y creo a estas alturas que de forma interesada, la garantía pública de los derechos a la educación y a la sanidad (que en Madrid gozan al menos de la misma garantía que en el resto de Comunidades Autónomas) con la forma de gestión de dichos derechos.

El artículo es la pura exteriorización de una pataleta de mal perdedor, un berrinche intelectual, que trata de ridiculizar a los votantes del ganador, pues con finura literaria viene a decir aquello de que no hay más tonto que un obrero de derechas. ¿cómo los votantes del cinturón rojo de Madrid pueden votar en favor del desmantelamiento de la educación y sanidad públicas?

Los “ideales concretos que caben en un folio”, señor Muñoz Molina, no son patrimonio de la izquierda.

 

NOTAS

[1] La edición que leí es de 1989 (Círculo de lectores) y está prologada por Mario Vargas Llosa, bajo el sugerente y popperiano título de “La sociedad abierta y sus enemigos”. Puede verse también este artículo de nuestro Premio Nobel, bajo el mismo título que el prólogo y publicado en El País el 9 de febrero de 1989.https://elpais.com/diario/1989/02/09/opinion/602982009_850215.html

 

Jueces en política: un ‘doy para que des’ muy rentable

Dos magistrados se han presentado como candidatos en las recientes elecciones autonómicas. En el Gobierno hay tres jueces y alguno de ellos ha hecho campaña. Es una imagen ya repetida a la que nos estamos acostumbrando. La fuerza de la costumbre hace que el paso de un juez por la actividad política parezca normal y no sea noticia, pero no lo es y vamos a intentar explicarlo.

Comenzaremos por detallar las prohibiciones que incorpora el estatuto del juez para asegurar su independencia, porque así lo exige el Aº 127 de la CE.

Según el Aº 389 LOPJ , el cargo de juez es incompatible con cualquier cargo de elección popular o designación política y con todo empleo, cargo o profesión retribuida pública o privada, salvo la docencia e investigación jurídica y la creación artística, literaria científica o técnica. Es incompatible con todo tipo de asesoramiento jurídico sea o no retribuido.

Los jueces, además,  no pueden coincidir con familiares en determinados destinos ni pertenecer a partidos políticos o tener empleo al servicio de los mismos y les está prohibido dirigir felicitaciones a las autoridades o poderes públicos o censuras por sus actos ni concurrir a cualquier acto o reunión pública que no tenga carácter judicial. Tampoco pueden tomar en las elecciones legislativas mas parte que la de emitir su voto personal sin perjuicio de cumplir las funciones inherentes a sus cargos.

Por último, se regula como falta muy grave  la afiliación a partidos políticos o sindicatos de los jueces o el desempeño de cargos a su servicio. También el ejercicio de actividades incompatibles.

En definitiva, el juez, salvo dar conferencias, escribir libros o ejercer la docencia, únicamente puede dedicarse a la tarea de ser juez y no puede tener contacto alguno con la esfera política -ni siquiera remoto- que le haga aparecer ante la opinión pública como alguien inclinado hacia un lado o hacia otro. El legislador manifiesta así una preocupación porque la función judicial cumpla ante los ciudadanos su papel de árbitro, ajeno por completo a los avatares propios de la contienda política.

¿Cómo es posible entonces que haya jueces que son Ministros, Diputados, Alcaldes, o presidentes del Senado?

La respuesta está en el Aº 351 LOPJ. Este artículo contiene una lista larga de cargos públicos que  dan lugar a la situación de servicios especiales, régimen jurídico que permite al juez aparcar su profesión y ejercer otra. Dentro de esta lista encontramos cargos judiciales o relacionados con la función judicial, como Vocal del Consejo General del Poder Judicial, Fiscal General del Estado, Magistrado del TC, o magistrado de tribunales internacionales, pero también otros que no lo son como Defensor del Pueblo, Consejero del Tribunal de Cuentas o del Consejo de Estado, Vocal del Tribunal de Defensa de la Competencia o Director de la Agencia de Protección de Datos.

Pero la clave de este artículo es la letra F.  Según este apartado pasan a servicio especiales los jueces:

“F) Cuando sean nombrados para cargo político o de confianza mediante RD o Decreto autonómico o elegidos para cargos públicos representativos en el Parlamento Europeo, Congreso de los Diputados, Senado, Asambleas Legislativas de las Comunidades autónomas o Corporaciones locales”.

Según el Aº 354 de la LOPJ cuando un juez esta en servicios especiales tiene derecho :

  • “a la remuneración por antigüedad en la carrera judicial, además del sueldo que cobre por el puesto que desempeña
  • A computar el tiempo que pase en servicios especiales a efectos de ascensos, antigüedad y derechos pasivos
  • A la reserva de la plaza que ocupe o a la que pueda obtener durante su permanencia en la situación de servicios especiales, así como el orden jurisdiccional de la plaza que ocupasen al pasar a dicha situación o la que pudieran obtener durante su permanencia en la misma”.

En definitiva, mientras el juez ejerce su cargo político, tiene los mismos derechos que si estuviera en su despacho poniendo sentencias. El legislador admite la ficción de que está trabajando y adquiriendo experiencia jurisdiccional, que le valdrá para concursar y anteponerse a otros magistrados que han ejercido efectivamente la jurisdicción, saliendo completamente indemne del azaroso juego de la política.

Este régimen ha permitido, por ejemplo, al Ministro Juan Carlos Campo obtener la plaza de magistrado de la sala de lo penal de la Audiencia Nacional en Enero de 2020, recién nombrado Ministro de Justicia, a pesar de que desde 1997 ha ejercitado una intensa actividad política tanto en la junta de Andalucía- como Director General- como en la AGE- como Secretario de Estado de Justicia- y después como diputado por el PSOE desde el año 2015. El Ministro ha conservado su puesto en el escalafón de la carrera judicial como si durante todo este tiempo hubiera desempeñado su actividad jurisdiccional en la Audiencia Provincial de Cádiz a la que accedió en el año 1991.

Ahora volvamos al principio., al Aº 127 de la CE:

  1. Los Jueces y Magistrados así como los Fiscales, mientras se hallen en activo, no podrán desempeñar otros cargos públicos, ni pertenecer a partidos políticos o sindicatos. La ley establecerá el sistema y modalidades de asociación profesional de los Jueces, Magistrados y Fiscales.
  2. La ley establecerá el régimen de incompatibilidades de los miembros del poder judicial, que deberá asegurar la total independencia de los mismos.

Como es conocido, la prohibición de afiliación a partidos políticos no prohíbe a los jueces tener ideología sino hacer exhibición de ella para proteger la confianza del ciudadano en la justicia.  Todas las prohibiciones, en general, giran alrededor de esta idea. No debe haber ninguna duda de que el juez , en su quehacer cotidiano, está únicamente sometido a los mandatos de la ley. Solo así puede ser visto como un tercero ajeno a las partes, como un árbitro imparcial. La  noción de neutralidad del juez está íntimamente ligada con la confianza que debe inspirar la justicia al ciudadano.

Ahora bien, este completo y detallado régimen legal que permite al juez pasar a la política -elaborado de común acuerdo por los dos grandes partidos  en insólita coincidencia de fines-, ¿protege la confianza del ciudadano en la justicia?

Como se comprenderá, el problema del desempeño de cargos públicos por parte de jueces magistrados o fiscales es el de su reingreso en las funciones jurisdiccionales finalizado su mandato, por la sospecha de parcialidad en la toma de decisiones judiciales que puede arrojar su paso por la política. La preocupación es mas intensa cuando los cargos ocupados lo son precisamente en el poder ejecutivo o en el poder legislativo como ocurre con la letra F a la que nos hemos referido.

El juez, en su carrera política –que puede durar la mayor parte de su vida laboral– es seguro que  desarrollará vínculos, relaciones, amistad, afinidades de la mas diversa índole, pues ello es lo propio de la actividad política y ha de ser así. Parece ingenuo pensar que luego cuando vuelva a su juzgado dichas relaciones le permitan ejercer su labor como si nada de ello hubiera sucedido.

¿Queda protegida la apariencia de independencia y la confianza del ciudadano en sus decisiones  con  la obligación de abstenerse de conocer los asuntos concretos vinculados con su actividad política? Recordemos que a los jueces se nos exige neutralidad con relación a todos los asuntos que tenemos que despachar  no solo con los vinculados a la actividad política.

Por otro lado, ¿no ocurre que, cuanto mayor es la exposición pública y mediática, como sucede con el cargo de Diputado, Ministro o Alcalde, mayor dificultad para trazar la citada línea divisoria entre el juez y el ciudadano comprometido políticamente? Cuando el Ministro Campo o el Ministro Marlaska se incorporen a sus puestos en la Sala de lo penal de la Audiencia Nacional, ¿podrán inspirar la misma confianza que el resto de magistrados que no han pasado por la política? El Magistrado López ya fue apartado por sus compañeros del caso Gürtel precisamente por su contacto con la política y la apariencia de parcialidad que provocaba.

Se trata de cargos, por otra parte, que exigen una gran fidelidad al proyecto político y disciplina a la jerarquía de los partidos. En el Gobierno actual, por ejemplo, hay tres jueces que han mantenido un elocuente silencio mientras la Comisión Europea afeaba una y otra vez los proyectos presentados por la coalición que gobierna, justamente por afectar de forma grave a la independencia del poder judicial y a la separación de poderes. Quienes negocian el reparto de  puestos del Consejo General del Poder Judicial por un lado y por otro –en un sistema de facto inconstitucional- son, precisamente, jueces actuando como políticos al servicio de la política en perfecta simbiosis; tanta, que es difícil que el ciudadano pueda entender si hay o no separación entre una y otra actividad o si todo forma parte de lo mismo.

No admite mucha duda, por ello, que la independencia del Poder Judicial sufre tanto en la forma como en el fondo -como acertadamente señala el GRECO– al afirmar que el billete de ida y vuelta a la política es problemático para la separación de poderes.

Pero la cuestión tiene más vertientes. La posibilidad de desarrollo paralelo de ambas carreras –la política y la judicial- introduce injustificadas alteraciones del escalafón. La ficción de que el juez en política acumula años de experiencia jurisdiccional en sentido estricto permite al juez en la política  tener en titularidad plazas que no ocupa y acumular experiencia que no tiene, frente al juez que, respetando las estrictas prohibiciones, dedica su vida profesional a la callada labor del ejercicio jurisdiccional.

Que por ejercer un cargo en la política el juez no pierda su condición de juez es una cosa. Y otra bien distinta es que conserve hasta lo que no ha tenido nunca. El juez que quiere conciliar su vida personal, por ejemplo, solo reserva su plaza dos años. Y el juez que quiere desarrollar una carrera en la abogacía solo puede acogerse a la excedencia voluntaria sin derecho a reserva de plaza. Parece evidente que el legislador tiene interés en que haya jueces a los que poder tentar con la zanahoria política. Por otro lado, premiando con experiencia jurisdiccional a quien no la tiene se devalúa el ejercicio jurisdiccional estricto al que se dedican la abrumadora mayoría de los jueces.

Además en este análisis no podemos obviar algo que ya es notorio y mil veces denunciado. El juez que se identifica con una ideología política luego es aupado a lo mas alto de la cúpula judicial por vocales elegidos por los políticos. Mientras que los magistrados del TS pierden su condición si pasan a la vida política, nada impide lo contrario: que lleguen al Tribunal Supremo los magistrados que hayan hecho carrera política, como ha ocurrido con la Sra. Robles o con el  Sr Lesmes actual presidente del TS. No parece muy lógico. Y es que las puertas giratorias se complementan extraordinariamente bien con el sistema de nombramientos discrecionales. El régimen legal que  posibilita que los jueces salgan del azaroso juego político permite llegar a lo mas alto a quien está dispuesto a ello.

Y al hilo de esta última reflexión nos podemos preguntar: ¿es el interés público de la justicia el que inspira este estudiado régimen legal? ¿O lo guía el interés mutuo de determinados jueces y políticos que recíprocamente se benefician de lo que pueden dar y recibir a cambio, en un do ut des que sirve a ambos?

Las estadísticas ya señalan la abrumadora desconfianza de los propios jueces ante el método de selección de la cúpula judicial, no siendo descartable que esta ruta político-judicial privilegiada se encuentre entre las causas de la desafección de los jueces ante la falta de oportunidades reales de ocupar los cargos mas importantes del poder judicial.

Hemos pasado de la excedencia forzosa durante tres años por participar en un proceso electoral como mecanismo protector de la imparcialidad del juez -reforma introducida por el Gobierno Aznar con carácter urgente tras el paso del Juez Garzón por la política, de la que se arrepintió bien pronto-  a que los jueces puedan desarrollar su carrera política a la vez que la judicial, sin coste alguno, como un doble grado que después les permitirá acceder cómodamente a la cúpula judicial  sin tener que dictar una sola sentencia. Es frecuente que vayamos de un lado a otro. Así se escribe nuestra historia. Y luego nos quejamos de que la percepción de independencia de nuestro poder judicial sea de las mas bajas de Europa. No será porque el legislador constituyente no dejara claras las cosas.

 

N.E.: Un análisis más extenso de la cuestión por la misma autora puede encontrarse AQUÍ.

Hacienda confirma cómo tributan los trabajadores en remoto

La crisis del coronavirus está incrementado el número de trabajadores que se desplazan a otros países para continuar, en remoto, su actividad laboral. Son los llamados nómadas digitales o trabajadores en remoto.

La Agencia Tributaria española acaba de confirmar, mediante su contestación a una consulta tributaria, cuál es su posición sobre la tributación que le corresponderle a estos trabajadores en remoto en España.

Siguiendo las pautas contenidas en la Ley del IRPF, la AEAT considera que el trabajador en remoto será residente fiscal en España, por regla general, si trabaja desde España más de 183 días en el año natural. O también, si tiene en España el núcleo principal o la base de sus actividades o intereses económicos.

Es posible que el trabajador en remoto, además de calificar como residente fiscal en España, pueda ser considerado residente fiscal en otro país de acuerdo con las reglas fiscales internas de dicho país.¿Qué ocurriría en este caso? Tendríamos que acudir a las reglas de desempate establecidas en el Convenio de Doble Imposición que resulte aplicable.

En la respuesta de la Agencia Tributaria a la consulta planteada por un contribuyente, el trabajador residía en España la mayor parte del año, pero igualmente estaba obligado a residir tres meses al año en el Reino Unido para obtener la calificación de “ordinary resident” británico.

La Agencia Tributaría señala que, si el trabajador en remoto resulta ser residente fiscal en España, tras aplicar las reglas de desempate del Convenio, las rentas que obtenga por los días que esté físicamente en Inglaterra podrán ser gravadas tanto en España (lugar de residencia) como en el Reino Unido (lugar donde se realiza el trabajo esos días). Ello salvo que aplique la regla especial de los rendimientos del trabajo contenida en el artículo 14.2 del Convenio, en cuyo caso sólo tributarán esas rentas en España.

Si ambos países pudiesen gravar la renta de esos días, corresponderá a España eliminar la doble imposición mediante la deducción en el IRPF español del importe satisfecho en el Reino Unido. Adicionalmente, las rentas que perciba el trabajador por sus servicios realizados “en remoto” desde su domicilio en España sólo tributarán en España, ya que es aquí donde se realiza físicamente el empleo.

En el supuesto de que el trabajador en remoto se considere residente fiscal en Reino Unido, por aplicación de las reglas de desempate del Convenio, las rentas recibidas por el trabajo realizado en los días que esté en Inglaterra no estarían sujetas a tributación en España, puesto que el trabajo no se desarrolla en España. Y por las rentas recibidas por el trabajo realizado “en remoto” desde su domicilio en España, se gravarán siempre en el Reino Unido (lugar de residencia), pero también pudieran ser gravadas en España (lugar donde se realiza el trabajo esos días) en algunos casos, salvo que apliquen todas las circunstancias especiales del artículo 14.2 del Convenio, en cuyo caso sólo tributarán en Reino Unido.

Las reglas especiales que tienen que darse, en su totalidad, para que España no gravase esta renta obtenida por el trabajador en remoto desde su domicilio en España, son (i) que el trabajador pase en España menos de 183 días en cualquier período de doce meses que comience o termine en el año fiscal considerado; (ii) que las remuneraciones las pague una empresa que no sea española; y (iii) que las remuneraciones no las soporte un establecimiento permanente español.

En el supuesto de que España también gravase esa renta del residente británico, será en el Reino Unido dónde deberá eliminarse la doble imposición, mediante la deducción en el impuesto británico del importe pagado previamente en España.

En definitiva, de la Consulta tributaria se desprende que, con independencia de que el trabajador en remoto sea o no residente fiscal en un país, el Estado en el que se realiza físicamente el trabajo podrá, en algunos casos, gravar las rentas obtenidas durante esos días de presencia física.

Los trabajadores que se encuentren desplazados de sus lugares habituales de trabajo deberán tener en cuenta las implicaciones que un desplazamiento prolongado a España pudiera acarrear en sus obligaciones con el fisco español.

Activismo empresarial en defensa del Estado de Derecho (pero no en España, no se asusten)

Uno de los pilares fundamentales del capitalismo, que, además, ha sido muy útil para impulsar su colosal éxito actual, descansa en una división elemental de funciones entre el poder público y las empresas privadas. El poder público tiene como misión fijar un campo regulatorio común (common level playing field) y dejar que las empresas, mientras lo respeten, se muevan exclusivamente por el principio del lucro. Si este principio produce en algún momento externalidades negativas, debe ser el poder público el que asuma la responsabilidad de reconfigurar las reglas, porque siempre lo va a hacer, se supone, con mayor legitimidad, generalidad y eficacia. Las empresas deben abstenerse de interferir en eso, tanto para lo “malo”, en defensa de sus intereses (clientelismo, puertas giratorias, captura del regulador) como para lo “bueno”, en defensa de intereses colectivos (activismo político o social en apoyo de ciertas causas) y dedicarse a lo suyo, que es ganar dinero y generar así riqueza para todos. La persecución del beneficio económico sería, en consecuencia, su única responsabilidad.

Ya sabemos que las empresas nunca se han contenido mucho para lo “malo”, no vamos a volver a ello ahora por enésima vez. Pero lo curioso es que, desde hace ya unos cuantos años, algunos de los líderes de las compañías más punteras del mundo están adoptando un papel mucho más activo en cuestiones político-sociales, para las que siempre habían sido cuerpos absolutamente silentes. No debemos confundir este tema con la responsabilidad social corporativa ni con el marketing. No se trata de apoyar causas sociales que no generan conflicto político alguno, como subvencionar proyectos de desarrollo o diseñar una política comercial más sostenible (aunque la verdad es que, en España, hasta donar dinero a la Seguridad Social es altamente conflictivo). Tampoco se trata de marketing, porque algunas de estas causas alejan a tantos o a más clientes de los que fidelizan (los clientes suelen recordar mejor lo que odian que lo que aman), al margen de generar costes a corto plazo de difícil compensación. Se trata de otro tema.

Tomemos dos ejemplos para ilustrar el caso. En el año 2018, tras una nueva matanza especialmente sangrienta causada con armas automáticas, de las que ocurren tan frecuentemente en los EEUU, el CEO de Delta Airlines, Ed Bastian, anunció públicamente que procedía a suprimir la política de descuentos que hasta ese momento aplicaba su compañía a los asociados de la poderosa Asociación Nacional del Rifle (NRA), el lobby que más se ha opuesto al más mínimo control sobre las armas en ese país. La reacción no se hizo esperar. Los miembros de la asociación anunciaron una política de boicot a Delta, pero la cosa no quedó ahí. El Congreso de Georgia, dominado por los republicanos, decidió revocar la política de exenciones fiscales a la aerolínea recientemente aprobada, por un importe cercano a los cuarenta millones de dólares.

Otro ejemplo reciente todavía más atrevido. El pasado mes de abril, cientos de compañías, incluidas algunas gigantes como Amazon, Google, Coca-Cola y de nuevo Delta, manifestaron su protesta a la ley aprobada en el Estado Georgia (decisivo en la última contienda presidencial y bajo control republicano) tendente a dificultar el voto a la minoría negra, calificándola de “discriminatoria” y de “poner en riesgo la democracia y, en consecuencia, el capitalismo”. De nuevo la reacción entre las filas republicanas no se ha hecho esperar, limitada por el momento a acusaciones de hipocresía y de doble vara de medir, pero que puede obviamente escalar.

Esta nueva actitud ha suscitado muchas críticas también entre observadores más neutrales, especialmente –como resulta lógico- entre los pertenecientes a la corriente más liberal, como el semanario The Economist (aquí). En base al principio formulado en los años setenta por el economista liberal Milton Friedman de que la única responsabilidad de los ejecutivos es hacer ganar dinero a sus accionistas, detecta cuatro riesgos: (i) incurrir en hipocresía, defendiendo públicamente causas loables mientras privadamente se va a lo de siempre, (ii) la dificultad de dónde poner los límites y cómo armonizar intereses que pueden ser contradictorios, (iii) acercarse demasiado a la política puede fomentar el clientelismo, y, (IV) si el único objetivo no es el beneficio, se complica medir la gestión de los directivos y pedirles responsabilidades.

La verdad es que estas objeciones no parecen tener mucho peso, incluso desde esa misma óptica liberal. El clientelismo no se fomenta tomando postura en casos conflictivos, sino pasteleando discretamente con todos los partidos, como bien saben nuestras empresas reguladas, tan proclives a contratar ex políticos de todos los colores. Menos se fomenta aun enfrentándote con el partido dominante en tu propio Estado. Por otra parte, la hipocresía y la ponderación de intereses conflictivos son riesgos que el mercado sabrá penalizar o premiar. Lo mismo ocurre con la valoración de la gestión de los CEOs.  En la mayoría de las ocasiones no se aprecia que los accionistas puedan tener mucha dificultad para valorar adecuadamente ese intervencionismo. Concretamente, en el ejemplo de Delta y la NRA, la intervención de Bastian costó a la compañía cuarenta millones de dólares. Otra cosa muy diferente es que les compense o no, por razones extra contables. En ese sentido es extraordinariamente interesante el video de esta entrevista que la revista Fortune realiza a Bastian unas semanas después, en la que le pregunta cómo se tomaron la reacción de los republicanos sus consejeros y accionistas (aquí).

Bastian contesta que les planteó si esa asociación con la NRA reflejaba los valores que la compañía apoya, o por el contrario contradecía lo que pretende lograr en la comunidad a la que pertenece. En definitiva, si la compañía, como las personas, tiene una responsabilidad con empleados, clientes y miembros de la comunidad de hacer en cada momento lo correcto, de manifestarse en ese sentido y de no permanecer en silencio cuando se ponen los valores que defiende o debería defender. Por supuesto son los consejeros y los accionistas los que deben valorarlo en cada momento, pero eso es algo es perfectamente factible, al menos en la mayor parte de las ocasiones. De hecho, en el caso de Bastian lo valoraron positivamente, porque el CEO todavía sigue en el cargo, y con el mismo espíritu activista.

Esta argumentación pone el dedo en uno de los efectos más estudiados por los filósofos de la responsabilidad: la identidad. Habitualmente se piensa que primero viene la identidad y luego, lógicamente, la responsabilidad, cuando, en rigor, ocurre exactamente lo contrario. Es la responsabilidad la que proporciona identidad. Uno se define como persona, física o jurídica, en función de las causas cuyas cargas y consecuencias asume. Eso es lo que verdaderamente procura identidad, no un DNI o un CIF, ni tampoco un patrimonio abultado. Algunas, todavía pocas empresas, empiezan a considerar valiosa por sí misma la construcción de esa identidad, y en esta época turbulenta encuentran muchas oportunidades para hacerlo.

Efectivamente, al final de la citada entrevista, Ed Bastian apunta algo muy interesante. Los líderes empresariales piensan que están llenando un vacío político. Están pasando cosas muy gordas en muchos países (en el mismísimo EEUU, uno de los dos grandes partidos se está colocando paulatinamente al margen del sistema democrático) y no hay bastantes líderes políticos que sean capaces de defender de manera suficiente los valores democráticos y del Estado de Derecho. Considera que cualquier persona con relevancia social –también las personas jurídicas- tiene la obligación de cubrir ese vacío y pronunciarse públicamente. Conecta de esta manera con el espíritu del ateniense Solón, que hace casi dos mil quinientos años inauguró la tradición republicana condenado a aquél que, en el caso de una trifulca civil, no tomase partido. Y la verdad es que no deja de estar en lo cierto, incluso si se ve desde una pura perspectiva egoísta. Al fin y al cabo, esas compañías forman parte de la comunidad, benefician y se benefician de ella, y por eso su interés no puede limitarse a la pura cuenta de resultados del presente ejercicio. Porque quizás un día, cuando vayan a por ellos, podrían preguntarse por qué no protestaron cuando se llevaron al vecino del quinto.

Evidentemente, este activismo empresarial no está ocurriendo en España, pese a que aquí también han pasado y siguen pasando cosas muy gordas. El principal partido de la oposición ha estado años financiándose irregularmente con aportaciones de empresas que algo habrán pedido a cambio, y nadie ha dado explicaciones de eso; los partidos nacionalistas catalanes han apoyado abiertamente un autogolpe con la intención de triturar la democracia y el Estado de Derecho en Cataluña, y acusan a los que se resisten de fascistas y antidemocráticos; la actual coalición de Gobierno prosigue de manera incansable su tarea de captura y erosión institucional y de profundización del régimen clientelar, y todo ello ante el silencio sepulcral de las empresas españolas. Lógicamente de las que se benefician de este estado de cosas, pero también de las que no se benefician, que ya no es solo que no se pronuncien públicamente, sino que no mueven un dedo discretamente. Esperando, quizás, a que el edificio se derrumbe para preguntarse por qué no protestaron cuando se llevaron al vecino del quinto…

 

 

Vacunas separatistas

Han tenido que ser una vez más los Tribunales de Justicia los que impongan a la Generalitat de Cataluña que cumpla con sus obligaciones institucionales. En este caso, se trata de la obligación de vacunar a los miembros de la Guardia Civil y la Policía destinados en Cataluña conforme al orden establecido en los protocolos de vacunación vigentes.

Como es sabido, en las demás CCAA (incluso en las que cuentan con gobiernos nacionalistas) no ha habido ningún problema en seguir estos protocolos, vacunando de forma prioritaria a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado por tratarse de colectivos en especial situación de riesgo. Sin embargo, en Cataluña el porcentaje de vacunación de policías y guardias civiles era anormalmente bajo, sobre todo comparado con el colectivo autonómico equiparable, el de los Mossos d´esquadra, o incluso con la policía local, lo que apunta a una discriminación intolerable tanto en términos jurídicos como institucionales.

Efectivamente, según los datos aportados en el procedimiento judicial seguido ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) por la propia Generalitat, a 24 de marzo de 2021 habían sido vacunados el 77% de los efectivos del Cuerpo de Mossos d’Esquadra así como el 68,9% y el 77,9% de los efectivos de las Policía Locales y de la Guardia Urbana de Barcelona. En claro contraste, sólo se había vacunado al 3,6% y 2,8% de los efectivos del Cuerpo Nacional de Policía  y de la Guardia Civil, respectivamente. La constatación de esta flagrante discriminación ha llevado al TSJC a ordenar (vía medida cautelar) que se vacune a los miembros de la Guardia Civil y policía nacional destinados en Cataluña hasta llegar a un porcentaje similar al alcanzado en los Mossos d´Esquadra y policía local.

Estamos ante otro ejemplo del sectarismo con el que se comportan en demasiadas ocasiones las instituciones catalanas, máxime en un tema tan sensible como es el de la salud. El uso no ya político, sino discriminatorio, de la vacunación me parece especialmente preocupante. Pensemos en qué diríamos si los Gobiernos de turno de uno u otro signo pudiesen acordar vacunar preferentemente a los más afines ideológicamente y no a los colectivos más vulnerables o más expuestos a la pandemia, como se ha hecho en todos los países civilizados. O, por el contrario, que pudiesen postergar la vacuna para aquellos colectivos que consideren menos afines con independencia de su exposición al riesgo, que es exactamente lo que ha hecho la Generalitat.

Teniendo en cuenta que las vacunas pueden salvar vidas resulta, sencillamente intolerable esta actuación discriminatoria, y un ejemplo más de una utilización abusiva y arbitraria de los poderes públicos de los que están investidas las Administraciones Públicas. Estos poderes existen para servir con objetividad –no lo olvidemos- a los intereses de toda la ciudadanía, y no sólo de sus partidarios. Así lo recuerda el el art. 103 de la Constitución, pero también su art. 9.3 cuando garantiza la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.

El problema se agrava si tenemos en cuenta la reacción de las autoridades ante la medida cautelar ordenada por el TSJC. Ante el asombro de todos, decidieron nada menos que contraponer el derecho a la salud de estos colectivos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado con el de otras personas que, supuestamente, no podrían acceder a la vacuna o lo harían más tarde por tener que cumplir esta resolución judicial. A la arbitrariedad a la que nos tienen acostumbrados los gobernantes de Cataluña se une ahora el insulto a la inteligencia de los ciudadanos: al parecer, esta contraposición no se detectó cuando se vacunó a los mossos d´Esquadra y a la policía local, y eso que entonces el porcentaje de la población de mayor edad no inmunizada era superior.

Pero quizás lo peor es la falta absoluta de decencia que ponen de relieve las declaraciones del Secretario de Salud Pública de la Generalitat, Josep Maria Argimon, asegurando que el cumplimiento de la resolución judicial retrasaría las campaña de inmunización en personas mayores de 70 años. En primer lugar, debe señalarse que son falsas, una vez acordado que hay determinados colectivos que, pese a contar con personas de menor edad, tienen por sus funciones una mayor exposición al riesgo de contraer el COVID. Hablamos de colectivos como son los sanitarios, los profesores o los policías.

Pero es que, en segundo lugar, son injustas con estos colectivos. ¿Cómo es posible decir sin abochornarse que vacunarlos a ellos primero pone en riesgo la salud de otros colectivos también vulnerables convirtiéndolos en una amenaza para estas personas de forma absolutamente torticera? ¿De qué estamos hablando? Precisamente uno de los pocos consensos que hemos mantenido a lo largo de la pandemia es el respeto general (más allá de los tradicionales episodios de picaresca protagonizados especialmente por políticos o/y funcionarios) por el orden de vacunación establecido, básicamente porque nos parecía que era razonable y justo.

En fin, aunque muchos representantes políticos catalanes y no catalanes nos tiene acostumbrados a unos estándares institucionales y éticos muy mejorables, quizás el de la vacunación selectiva es uno de los episodios que mejor ponen de relieve los despeñaderos morales a los que se asoma la clase política independentista.

 

Una versión previa de este texto puede leerse en Crónica Global

Pandemia, seguridad jurídica y Estado de Derecho

La política, entendida como actividad encaminada a alcanzar y ejercer el poder, está tan íntimamente ligada al Derecho -entendido este como el conjunto de normas que regulan la convivencia en sociedad- que es difícil, por no decir imposible, desentrañar dónde empieza una y acaba otro.

Esta interrelación tan estrecha tiene una serie de manifestaciones que, no por sabidas, deben ser pasadas por alto. Así, no está de más recordar que el poder (el desempeño de cargos públicos) en nuestra democracia es legítimo porque se alcanza de manera pacífica y ordenada a través de elecciones libres y limpias reguladas, como lo podía ser de otro modo, por el Derecho a través de la ley que nos damos a nosotros mismos entre todos.

Sin embargo, la cuestión de la legitimidad del poder no se agota en la victoria electoral, sino que obliga a un examen continuo y continuado en el día a día mediante el pleno respeto a las normas jurídicas a las que también el poder está sujeto. Dicho de otro modo, las elecciones no son una patente de corso que permite actuar a su antojo a los políticos durante cuatro años hasta las siguientes elecciones.

Un somero examen de la composición de los distintos gobiernos de alguna Comunidad Autónoma lo demuestra: los Gobiernos de Andalucía, Madrid o Navarra, por poner solo algunos ejemplos, están sustentados por grupos parlamentarios que no ganaron las correspondientes elecciones en el cómputo total de votos; y, sin embargo, nadie, salvo aquel que quisiera retorcer el funcionamiento de nuestra democracia, podría pensar que ostentan el cargo de manera ilegítima. Y son legítimos (además de por su respaldo parlamentario) porque gobiernan conforme a Derecho, por normas previamente establecidas y de acuerdo a procedimientos también legales.

No en vano el artículo 9.3, junto con una serie de principios que no sólo actúan como informadores del ordenamiento, sino que poseen plena aplicación práctica, dispone que “La Constitución garantiza (…) el principio de legalidad (…) y la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.”.

El Estado de Derecho por tanto no es solo democracia o, en todo caso, ésta no es solo ejercer el derecho a voto, sino que incluye el respeto a una serie de principios y garantías que limitan el poder y protegen al individuo.

Precisamente uno de esos principios es la seguridad jurídica, principio que puede considerarse como el fundamento mismo del Derecho. El Derecho no puede ser justo sin la garantía de estabilidad, de seguridad, que se le presupone. Al mismo están sujetos especialmente los poderes públicos pues es a ellos a los que corresponde aprobar las normas que rigen sobre todos.

Nadie diría que un ordenamiento en el que no se cumplen la más elemental seguridad jurídica es justo. Piénsese en un conjunto de normas de las que ni siquiera pueda saberse, por ejemplo, cuánto porcentaje de su sueldo paga de IRPF, si su inquilino puede o no hacer obras o, más preocupante aun, los años de cárcel a los que puede enfrentarse si es acusado de algún delito. Más aún, imagine un sistema en el que la respuesta a esas dudas dependiera enteramente de la decisión arbitraria de una persona.

Piense ahora en la incertidumbre de no saber si puede salir de su casa o no, si puede salir a determinada hora o no, si puede ver a su familia o no, en la calle o en casa o en un bar. Aun así, todas ellas cuestiones que, mal que bien, podemos saber con claridad; pero otras como el número de personas que pueden viajar en el mismo coche y en qué condiciones o el aforo en el interior de los bares han variado tanto que no es fácil estar al día. Y es que el marasmo de disposiciones extraordinarias ha convertido el conocimiento cierto de las normas en una tarea casi imposible hasta para los expertos.

Así, desde la aprobación del RD 463/2020 de 14 de marzo por el que se proclamó el primer estado de alarma, hemos visto saltar por los aires una de las más importantes cualidades del ordenamiento jurídico en un Estado de Derecho: la certeza; aquella que le hace, en gran parte, ser lo que es.

Pero si bien la pandemia del coronavirus puede servir de explicación al deterioro del ordenamiento jurídico en ningún caso puede servir de excusa pues, como decíamos, es a los poderes públicos (sujetos a la Constitución por imperativo de su artículo 9.1) a los que corresponde hacer efectivos los mandatos constitucionales y respetar sus principios.

Y el respeto de estos por la certeza y la seguridad jurídica puede calificarse cuanto menos de deficiente. Dejemos a un lado la dudosa utilización del estado de alarma para la supresión de derechos fundamentales (función que, para muchos, entre los que me incluyo, excede el ámbito que la constitución le otorga – léase el artículo 55.1 CE – y que próximamente será objeto de pronunciamiento por parte del Tribunal Constitucional); y que, bajo el paraguas de la “cogobernanza” se haya sustraído de las decisiones sobre las restricciones a los parlamentos autonómicos (enojando a legislar a golpe de decreto). Centrémonos únicamente en el volumen de decretos superpuestos, derogatorios y “reaprobatorios” que se han sucedido desde marzo de 2020. Solo en Murcia, desde donde escribo, se han aprobado unas cien órdenes de la Consejería de Salud y, de enero a marzo de 2021, hasta 33 decretos del presidente (justo es decir que alguno de ellos – en número mínimo – no tenía que ver con la gestión sanitaria).

No es de extrañar que los destinatarios de dichas normas sufran hastío y no sepan ya muy bien a qué atenerse o que pueden o no hacer en su día a día.

Es, precisamente esto sobre lo que hay que poner el foco y lo que debería preocuparnos hoy en día: esta pérdida de legitimidad democrática que corre el riesgo de desembocar en una crisis de obediencia al derecho. Porque lo que está en juego es casi tan importante como la vida de cada uno de nosotros para cuya protección se han adoptado tal cantidad de normas.  Además de que, dicho sea de paso, no es incompatible en absoluto la adopción de medidas eficaces para la protección de la salud con el respeto por el principio de legalidad y los más elementales procedimientos propios de un Estado de Derecho.

Cuando la certeza desaparece de la ley, cuando se percibe como injusta o innecesaria, entonces se convierte en una carcasa vacía; en algo que viene impuesto por el mero uso de la fuerza (véase sanción o amenaza de sanción). Lo cual hace resentirse la obediencia a las normas. Ni siquiera aquéllas que se toman para proteger la salud de todos se verán ya como legítimas y necesarias; y sólo se cumplirán mientras esa fuerza amenazante esté presente. Es decir, mientras la policía pueda pillarme. En cuanto ésta desaparezca, germinará como mala hierba el incumplimiento de la norma. Hoy en día, eso se traduce en riesgo sanitario.

Sin duda la pandemia de coronavirus exige un esfuerzo por parte de todos, incluso soluciones audaces para superarla, pero desmontar poco a poco el Estado de Derecho no es la solución. Porque cuando la pandemia desparezca y la siguiente crisis nos afecte puede que el ordenamiento jurídico esté tan denostado que ya no valga para la tan elemental función de limitar el poder y defendernos a todos frente a la arbitrariedad de los poderes públicos.