Las mentiras en democracia

El comienzo y el final del mandato de Trump estaban unidos por un mismo hilo conductor, la alteración de los hechos. Su sesión de investidura, según informes, conto con menos asistentes que la de Barak Obama en 2009. Ante esta constatación su jefe de prensa convocó una rueda de prensa, insistiendo en que había sido la máxima audiencia de la historia para una ceremonia de investidura, tanto de asistentes como de espectadores, argumentando que era consecuencia de un efecto óptico al haberse colocado una moqueta blanca en el National Mall “lo que producía el efecto de destacar las zonas donde no había gente de pie, mientras que en años anteriores, la hierba elimino ese fenómeno visual”.

El final de su mandato concluye con negar los resultados de las elecciones. El Presidente puso en duda el resultado electoral, que había sido, incluso, confirmado por los Tribunales. El día que se reunían ambas Cámaras del Congreso para certificar la victoria de Joe Biden, arengo a miles de simpatizantes que se habían reunido ante el Capitolio. “Nunca concederemos la victoria”, afirmo y reiteró sus aseveraciones sobre el “robo electoral” y les animó a marchar hacia el Capitolio para detener el “fraude”. El resultado fue de cuatro muertos y la ocupación del Capitolio por sus seguidores.

Ambas respuestas ante acontecimientos desfavorables nos muestran cómo se desvirtúan los hechos. Podemos tener diferentes opiniones, podemos valorar el resultado electoral de diferentes formas, pero si no compartimos los hechos no es posible un debate ni un dialogo. Además, los líderes políticos que desvirtúan los hechos huyen de su responsabilidad. Es imposible controlar a un gobierno que niega los hechos, pues, entonces, todos es opinable, hasta la realidad de lo sucedido.

Incluso la ciencia y la historia no se escapan de esta ola de aleatoriedad de la política. La circulación de teorías conspiratorias, la negación de hechos científicos como los efectos de las vacunas o el cambio climático, son una muestra de la paradoja de que en un mundo en el que la ciencia avanza, cada vez más se pone en duda los planteamientos sin argumentos respaldados por alguna evidencia, que nos devuelve a épocas pasadas en las que el ser humano buscaba respuestas a lo inexplicable recurriendo a formulas simples y a la mitología. Los acontecimientos históricos sufren esa puesta en duda que todo lo invade, sirva de ejemplo los negacionistas del Holocausto o los intentos de reescribir la historia. Todo se vuelve vaporoso, nada es cierto, todo es cuestionable, es como si caminásemos a oscuras sobre un suelo inestable en el que a cada paso se hunden más nuestros pies.

El principal enemigo de la democracia, que parecía triunfante tras la caída el muro de Berlín, es la mentira, su utilización como arma política causa un enorme daño a la sociedad y a la democracia. Una sociedad enferma es la que acepta la mentira como norma y permite que sus líderes mientan. El cinismo se apodera la vida pública. Las alarmas llevan tiempo avisando del deterioro de la democracia en el mundo, sin que la sociedad reaccione, bien por agotamiento o por intereses políticos propios, acepta con indiferencia la falta de verdad y, desencantada y desconfiada, se resigna ante las campañas de desinformación, confusión y distracción de la atención. Las redes sociales hacen de altavoz. Las grandes corporaciones tecnológicas en cuanto vehículo de difusión o de veto, como ha sucedido con las cuentas de Trump, se convierten en nuevo poder emergente que suscita serias dudas sobre su actuación.

En la sociedad actual el discurso racional y el sentido común son cada vez menos relevantes, se sustituyen por llamadas a las emociones y al miedo, que sirven para polarizar y dividir a la población. El objetivo es fracturar la sociedad y condenar al otro. Hay una creciente incapacidad para mantener un debate respetuoso con personas que piensan diferente. Se definen los grupos por oposición a otro, no por sus propuestas, se pretende fidelizar a los seguidores convertidos en fanáticos incondicionales. Lo relevante es desacreditar al que opina diferente, no concederle la posibilidad de cometer, ni tan siquiera un error sin mala intención, incluso atribuirle algo que no ha hecho ni ha dicho.

Cuando ni los hechos, ni la verdad, ni la razón importa, entonces todo será posible, pero lo más probable será el caos y la aparición de un tirano que, sin darnos cuenta, nos ofrezca salvarnos del caos creado a cambio de nuestra libertad. Ninguna idea nueva que antes no se haya probado que ha fracasado se ofrece por estos líderes, que en cada país aparecen bajo diferentes ropajes. La verdad es la piedra angular sobre la que se edifica la democracia. De momento la democracia más ejemplar, a pesar del asalto al Capitolio, aguantó el embate ¿Qué sucederá con el resto de democracias?

La transposición de las directivas en España: a propósito de la sanción impuesta por la CE.

El TJUE ha comunicado recientemente la condena al Estado español por la falta de transposición de la Directiva (UE) 2016/680, de protección de datos en el ámbito penal, cuyo plazo expiraba el 6 de mayo de 2018.

La severidad y novedad de la sanción impuesta -multa a tanto alzado de 15.000.000€ más multa diaria de 89.000€- en la STJUE de 25 de febrero de 2020 (Asunto C-658/19) refleja a mi entender tanto la gravedad en la persistencia del hecho sancionado, toda vez que hasta la fecha sigue sin transponerse la directiva en cuestión (párrafo 76 de la Sentencia), así como la reiteración en la conducta de España, habitual incumplidora en los plazos de transposición de directivas europeas. De esta forma, señala el Tribunal que “la prevención efectiva de la repetición futura de infracciones análogas del Derecho de la Unión requiere adoptar una medida disuasoria, como la imposición de una suma a tanto alzado”.

Ante la inactividad del Estado español en la transposición de la directiva, la CE emitió dictamen motivado exhortándole para que tomara las medidas necesarias para tal fin, ante lo que se arguyeron razones derivadas del contexto político particular (Gobierno “provisional” en funciones del PSOE tras la moción de censura a Rajoy) y de las especiales necesidades que exigen la tramitación por la vía de Ley Orgánica (requieren para su aprobación mayoría absoluta del Congreso).

No obstante, el argumento del TJUE no deja lugar a dudas y concluye con una simpleza contundente que “un Estado miembro no puede alegar disposiciones, prácticas ni circunstancias de su ordenamiento jurídico interno para justificar un incumplimiento de las obligaciones derivadas del Derecho de la Unión como la falta de transposición de una directiva dentro del plazo fijado (sentencia de 4 de octubre de 2018, Comisión/España, C599/17, no publicada, EU:C:2018:813, apartado 23).”

En estos términos, lo cierto es que no estamos ante una experiencia novedosa en España, pero sí existe novedad en cuanto a la sanción pecuniaria impuesta, que además se suma a los perjuicios indirectos que genera esta mala praxis.

El retraso en la transposición de directiva no supone únicamente un incumplimiento del derecho de la Unión, con el reproche que ello supone per se de cara a nuestros socios europeos y el buen funcionamiento de las instituciones de la UE, sino que se trata de una mala praxis que afecta directamente a los intereses de los ciudadanos españoles, individuos y empresas, que son privados sistemáticamente de los beneficios que el Derecho de la Unión puede aportarles.

Y es que, en principio, a salvo de las disposiciones específicas que las directivas contengan en materia de transposición y aplicabilidad, la regla general impide que la directiva sea invocada por particulares en relaciones de carácter horizontal hasta que sea transpuesta al ordenamiento jurídico del estado miembro (solo tienen efecto directo vertical). De este modo, los ciudadanos que deseen ejercitar los derechos que dimanan de una directiva cuyo plazo de transposición ha expirado, se encuentran presos del incumplimiento de su propio Estado.

Existen varios ejemplos en los que este hecho ha provocado y está provocando no pocos conflictos. Véase la falta de transposición en plazo de la Directiva 2014/104/UE, de 26 de noviembre (Directiva de daños), la cual, además de otros derechos, amplió el plazo de prescripción de las acciones indemnizatorias derivadas de daños producidos por incumplimientos del derecho de la competencia, de 1 año que regulaba el derecho español, a 5 años. Dicha directiva fue transpuesta fuera de plazo (26 de mayo de 2017), después de que tuviera lugar el hecho desencadenante de la indemnización –dies a quo– (6 de abril de 2017 con la publicación de la Decisión CE que sancionaba a las compañías que integraban el cártel), por lo que los afectados por conductas anticompetitivas podrían no verse beneficiados por la extensión en el plazo de prescripción. Esto ha dado lugar a multitud de resoluciones de tribunales en España que cuestionan la aplicación de dicha directiva y las disposiciones más favorables para los afectados con efectos retroactivos. A ello se suma un régimen transitorio que ha provocado la elevación como cuestión prejudicial al TJUE por parte de la Audiencia Provincial de León, la aplicación retroactiva del régimen de prescripción de la directiva en relación al asunto del cártel de camiones.

La conclusión que se extrae de este caso en concreto es que, de haber hecho lo que se tenía que hacer y cuando se tenía que hacer, no habría habido necesidad de entrar en estos conflictos judiciales que, a la sazón, a quienes afectan es al ciudadano. No olvidemos que el plazo de transposición de una directiva no es corto (generalmente dos años), por lo que la falta de transposición en plazo de la misma debemos buscarla en el proceso interno de transposición en nuestro país.

España está en la cabeza del ranking de países incumplidores en la transposición de directivas (no solo en cuanto a falta de transposición en plazo sino a transposiciones irregulares), habiendo resultado condenada en varias ocasiones por parte del TJUE. Véase el siguiente gráfico sobre incumplimientos en materia de transposición a fecha 31 de diciembre de 2019[1]:

Como digo, la razón de estos incumplimientos sistemáticos ha de buscarse en el procedimiento interno de transposición. En principio podría pensarse que la densidad y dispersión normativa del ordenamiento jurídico español no ayuda a una transposición ágil, y de seguro algo de cierto habrá en ello. Igualmente, para aquellas materias sometidas al principio de reserva de ley en España, los trámites de aprobación parlamentarios pueden demorarse sine die, y más teniendo en cuenta la actual división parlamentaria. Lo cierto es que siempre ha existido la solución de la figura del Decreto-Ley, amparándose en razones de extraordinaria y urgente necesidad que puede justificarse en el hecho irrefutable de que el plazo de transposición ya haya precluido. De este modo, el ejecutivo podría encontrar una vía urgente para la transposición en plazo, aunque la forma no sea la adecuada.

A mayores, el sistema descentralizado de nuestro país exige una labor de transposición en el seno autonómico que no se encuentra expresamente definido en nuestro marco normativo, pero que sí podemos entender que hace competente a las comunidades autónomas cuando la directiva en cuestión afecte a materias cedidas, y todo ello con independencia de la responsabilidad única y exclusiva del Estado para con la UE.

De modo que existen varios factores determinantes en el caso español que pueden explicar el alto grado de incumplimiento en materia de transposición de directivas. Sin embargo, puede que no sea suficiente para explicar el puesto de cabeza, ya que dentro de la UE existen otros países con las mismas circunstancias, lo que sin duda nos indica que debe haber algo más, tal vez relacionado con la eficiencia y capacidad de las Administraciones Públicas.

En tanto no se ponga solución a esta realidad, no solo se estará evidenciando una mala praxis por parte del Estado español, en momentos en que se debe tanto a Europa (véase el último post publicado al efecto: “La Unión Europea: un proyecto necesario”), sino que los propios administrados lo sufrirán en sus relaciones privadas, y a los inversores se les sumará así un nuevo motivo de desconfianza, incidiendo de nuevo en la prosperidad del Estado.

 

 

Cómplices o ciudadanos: reproducción tribuna en El Mundo de Consuelo Madrigal

Greenblatt disecciona en El tirano los dramas políticos de Shakespeare para mostrar cómo todo un país puede caer bajo la tiranía, en qué circunstancias revelan su fragilidad las instituciones más sólidas o por qué quienes se respetan a sí mismos se someten a líderes indecentes que creen poder decir y hacer lo que quieran. La trilogía de Enrique VI apunta a la complicidad generalizada y al silencio de los que esperan algún provecho. En Macbeth, el poder absoluto se impone porque por un tiempo subsiste la impresión de que el viejo ordenamiento permanece en pie, de que aún rige el imperio de la ley. El genio de Shakespeare ilumina las sombrías verdades del poder y la condición humana.

Siglos atrás, Platón consideraba adulto al ciudadano que se ocupa de las leyes y la política de su ciudad. Hoy la democracia sigue siendo el sistema que permite participar en aquellos asuntos. Partiendo del pluralismo y de la confianza entre electores y elegidos, el poder legislativo que delibera, admite enmiendas y compromisos, tiene una gran fuerza de cohesión, pero sólo si se abre al flujo de la opinión pública no organizada. Es el potencial crítico de la sociedad civil, con su entramado de estructuras y acciones comunicativas independientes, el que confiere o no validez a los discursos políticos, estratégicos y económicos.

La incompetencia de los políticos, sus mendacidades e incumplimientos han debilitado la confianza. El odio al adversario ha sustituido a los objetivos constructivos de la política y su lenguaje, lejos de comunicar verdades o argumentar propuestas, se obstina en eludir los requisitos del significado. Los partidos representan, pero son incapaces de dar completo sentido a nuestra condición de ciudadanos. Hablamos de descontento en la democracia pero en el fondo yace un malestar más hondo, procedente de la ausencia de control sobre las fuerzas que realmente gobiernan nuestras vidas.

Los populismos dicen defender a los desposeídos, pero aprovechan la justa indignación social, sin remediar sus causas. Dividen a la sociedad ignorando su diversidad, desprecian el valor de las instituciones y sustituyen la argumentación por la charlatanería apelando a la retórica emocional más barata e incluso al triste espectáculo de la telebasura. Ya Aristóteles advirtió que «la democracia puede perecer por la desfachatez de los demagogos».

Si hoy la estrategia populista es asumida por algunos partidos tradicionales y puede seguir agravando los problemas de la sociedad y de las persona, se debe a la manipulación que el emotivismo ejerce sobre el pensamiento perezoso. Sabemos que nuestro discurso mental se inserta en esquemas previos de valor y referencia que nos resistimos a cuestionar aunque la realidad los refute a diario. Emociones elementales precipitan oleadas de solidaridad o de odio grupal que conducen a la ruptura social y, en último término, explican que políticos probadamente incompetentes, mendaces o corruptos conserven su electorado.

El ciudadano adulto debe rechazar cualquier forma de servidumbre intelectual o moral para explorar nuevas vías de participación y control sobre el ejercicio del poder. Asegurar la separación y el sistema de contrapesos entre los poderes del Estado; fortalecer las instituciones frente al asalto partidista y sectario, erradicar la corrupción en todos los ámbitos, también en el de la misma lucha contra la corrupción; garantizar la recuperación económica y las condiciones de vida digna para todos son sólo algunos… la lista de los apremios democráticos es larga.

La catástrofe social y económica encadenada a la crisis sanitaria y su desacertada gestión demandan una acción ciudadana más crítica y decidida, cuyas exigencias, a riesgo de generar tensión, contribuyan a la construcción de una ética pública que impulse la transparencia y la rendición de cuentas. Según Habermas, la disensión completa el ideal de ciudadanía democrática porque nuestra libertad comunicativa y nuestra agencia moral no pueden delegarse totalmente. Los logros en el terreno de la justicia y la libertad, siempre insuficientes y provisionales, no pueden quedar a merced de quienes ya han malbaratado la confianza de sus electores y defraudado a todos.

Ante la propaganda que oculta la verdad y la ausencia de intenciones serias, los ciudadanos -ni súbditos ni cómplices- debemos ser muy críticos si queremos vivir en una sociedad justa, igualitaria, libre y solidaria, atenta a las necesidades de todos y capaz de asumir el entramado de deberes y esfuerzos que nos aguardan en un país económicamente hundido y en un planeta amenazado. Deberes que atañen a los poderes públicos, pero también a cada uno de nosotros porque demandan debate, pactos y respuestas que sólo funcionarán si cuentan con la participación de todos.

Ser ciudadano libre y autónomo, escribió Diego Gracia, es más que difícil, heroico. La libertad nos confronta con la libertad de los demás y con el valor de las cosas valiosas. En tiempos convulsos, nos convoca al discernimiento y la disconformidad valiente; a riesgos e incomodidades que vale la pena asumir porque nos jugamos mucho, pero es mucho también lo que cada uno puede aportar. Podemos hacer que toda reflexión -especulativa, artística o expositiva- y toda práctica individual sean una crítica de la vida pública y una visión de otras posibilidades de vivirla sobre valores de justicia, civismo y solidaridad, mayoritariamente compartidos pese a lo que pretendan burdas estrategias de confrontación.

No debemos permitir que la propaganda oficial nos manipule bajo pretexto de empoderarnos. Nada puede sustituir la tarea personal de armarse por dentro con los recursos intelectuales y morales que permiten distinguir la honestidad de las patrañas y expresar la disensión con serenidad y coraje, como tantos que en cualquier tiempo son capaces de arrostrar las consecuencias de su coherencia. La autoeducación ciudadana es una tarea permanente que puede emprenderse a cualquier edad porque se funda en la comprensión y el disfrute de lo mejor, de todo lo que suscita una respuesta y hace de ella una función política y social. Ahora el autocultivo es un apremio cívico y moral para identificar y rechazar los bulos y la desinformación, acaso sobre todo la que procede del constante impulso del poder hacia su autopreservación; para denigrar la colonización cultural, sectaria e ignorante y la manipulación ideológica de los medios de comunicación alineados; para exigir una independencia mediática y reservar nuestra confianza a las informaciones objetivas y al periodismo de calidad, comprometido con los hechos; para denunciar enérgicamente la monitorización de redes sociales o cualquier forma de censura y limitación de las libertades democráticas.

Cuando la política fracasa sólo los ciudadanos pueden llevar los requerimientos de la vida en común al procedimiento democrático por excelencia que, como dice Cortina, no es la negociación en beneficio de los negociadores, sino el diálogo, la transacción y el consenso.

Los ciudadanos vivimos y trabajamos en empresas, fábricas e instituciones, en universidades, hospitales y escuelas… nos integramos en asociaciones, cívicas, culturales o benéficas, tenemos familias y amigos… Cada uno en su ámbito puede reflexionar y comunicar, denunciar abusos y desviaciones de poder aunque arrostre con ello incomodidades y rechazo. Todos debemos poner en acto nuestro entendimiento y experiencia para situarnos al norte de las preocupaciones sociales y las necesidades de las personas, para formar la masa crítica del debate que ha de precipitar la renovación política, social y económica que necesitamos. La madurez ciudadana interpela al silencio o la complicidad con lo mal hecho. Exige tensar nuestra razón y nuestra imaginación para dar respuesta al más amplio radio de persuasiones y hacer que las esperanzas razonables, tan débiles ahora, sean realidades posibles mañana.