El gris constitucional de la vacunación: otro apunte sobre neo-totalitarismo en tiempos de crisis

Siguen pintando bastos. Por ello hoy diremos algo no sobre las vacunas frente a la COVID-19, sino sobre la vacunación y su obligatoriedad. El asunto tiene recorrido jurídico, aunque en determinados foros se quiera pasar por alto. Recordemos que aquí, en España, estas cuestiones están en manos del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, lo que no deja de ser llamativo. Pero esa no es la cuestión ahora.

El asunto lo suscita el hecho de que el pasado septiembre se decidiera en nuestro país una estrategia única de vacunación frente a la pandemia COVID-19. Y, así, se elaboró un documento relativo a “grupos de población y tipo de vacuna a administrar”. De vacunación, pues, va la cosa.

Al margen de los innegables efectos sanitarios, económicos y sociales, lo cierto es que esta pandemia está poniendo a prueba la solidez de algunas democracias occidentales que se creían consolidadas, como la española. No es la primera vez que, ante una calamidad o una experiencia execrable como el nazismo, comunismo, fascismo, ultranacionalismo, populismo y otros fanatismos de distinto pelaje, la Humanidad entera se resiente. De ahí la necesidad de mantenernos atentos también hoy ante las pretensiones de todos esos radicalismos y sus variantes o “marcas blancas” que, por cierto, suelen aprovechar las coyunturas históricas adversas para sacar tajada.

Como diría un clásico, no hay nada nuevo bajo el sol, y por eso hay que permanecer alerta ante los aggiornamentos de tales radicalismos y sus mesías, más ahora que se presentan convenientemente maquillados por cierta cosmética. De ahí que sea necesario prestar atención a su concurso en el caldo de cultivo que propicia la actual crisis sanitaria. No olvidemos que las soluciones totalitarias aprovechan la tolerancia de las democracias para alojarse en ellas y, previo a su asalto, hasta juegan “de farol” en el sistema democrático.

Sobre el asunto de la vacunación y para no rebobinar demasiado, haré abstracción ahora de lo ya sabido de la declaración del estado de alarma de marzo 2020, si bien no han prescrito los reproches que anotábamos hace unos meses sobre las querencias totalitarias que asomaron a su albur. De modo que partiremos en este apresurado análisis de la declaración en España de un nuevo estado de alarma mediante el Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, y las derivas que arrastra la utilización impropia de un instrumento constitucional como el estado de alarma para hacer frente a una pandemia de gran calibre como la que padecemos.

Centrémonos en el asunto de la vacunación y en la (eventual) impugnación jurídica de dicho proceso (arts. 29, 30 y concordantes de la LJCA). Parto de la base de que las consecuencias de la estrategia de vacunación que cité al inicio afectan a la vida e integridad (art. 15 CE) y, además, pueden desencadenar efectos discriminatorios aborrecidos por el art. 14 CE, (cfr. SSTC 200/2001, 62/2008 y 17/2018).

De ahí que consideremos con buena parte de la doctrina constitucionalista (v. gr. Prof. Cotino Hueso) que,  a fin de que se vacune o no al colectivo de que se trate, podría acudirse a la tutela judicial efectiva y, por ende, al procedimiento para la protección de los derechos fundamentales (arts. 114 a 129, y 135 ss. LJCA), incluyendo el trámite procedimental de las medidas cautelares; y, desde luego, sin desdeñar las cautelarísimas.

Este último fue el caso del Colegio de Médicos de Alicante contra la Generalitat de Valencia, instando la vacunación de todos los médicos sin excluir a los de la medicina privada. Ello fue admitido por el juzgador de instancia -Juzgado de lo Contencioso-Administrativo número 3 de Alicante- al requerir a la Administración sanitaria autonómica para que elimine cualquier obstáculo que dificulte la vacunación de todo el personal médico que ejerce en la provincia, sea cual sea su vínculo profesional y con el mismo orden y prelación que el público, estableciendo S.Sª. que de otro modo “estaríamos ante una vulneración flagrante del principio de igualdad, con derivaciones a otros principios de mayor calado constitucional, como el derecho a la salud e incluso el propio derecho a la vida”.

Se me antoja igualmente relevante el hecho de que la vacunación afecte al derecho fundamental a la vida e integridad física y moral, sobre todo si la vacunación implica la obligatoriedad de la vacuna de la COVID en cualquiera de sus variantes. La propia Organización Mundial de la Salud no tiene clara la conveniencia de dicha obligatoriedad, por cuanto supondría generar una resistencia –quizá gratuita- por los reticentes a vacunarse, con el efecto disuasorio para otros que ello representa y que repercutiría negativamente en los efectos generales sobre la salud pública.

Las dudas, efectivamente, son diversas en cuanto a la conveniencia obligar a vacunarse. Como ha sucedido con otras vacunas, lo interesante es la persuasión que viene dada por la eficacia de la vacuna en sí de que se trate, es decir, al acreditarse sus resultados positivos y su seguridad.

Otra cosa son las medidas administrativas que, sin poner en juego las facultades subjetivas y los derechos fundamentales, produzcan efectos en el tránsito internacional, por ejemplo, mediante el llamado “pasaporte de vacunación”, que ya existe para otros supuestos en determinados desplazamientos intercontinentales. Pero ello es distinto de forzar urbi et orbi a la vacunación.

Según los datos que aporta el prof. Cotino, entre dos y tres españoles de cada diez muestran sus reticencias a vacunarse, y este es un porcentaje relativamente bajo, aunque fuera obligatoria la vacunación. Más aún cuando todavía se están recogiendo los datos empíricos sobre la efectividad de las vacunas sobre la población general o sobre colectivos nacionales más allá de lo probado en laboratorio y en pruebas clínicas.

Como regla general, la vacunación obligatoria debe ser excepcional y solo cabría en el marco de las relaciones de especial sujeción, o bien ante situaciones extraordinarias concretas (L.O. 3/1986, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública) de suficiente alcance como para romper el principio básico de autodeterminación y autonomía personal (art. 10 CE, art. 10.9 LGS y de la Ley 41/2002) cuando hablamos no ya de pacientes, sino de ciudadanos –en principio sanos- obligados a someterse a un tratamiento preventivo como es la inoculación de una vacuna (vid. St. 29-9-10 de la Audiencia Nacional).

De sobra es sabido que solo mediante ley orgánica se puede imponer una restricción en el sentido indicado. Luego no cabe imponer la vacunación a través de norma de inferior rango, ya sea preexistente o se apruebe ex novo para el actual proceso de vacunación. Lo que excluye que con la normativa vigente se pueda imponer la obligatoriedad de la vacunación masiva y sin concurrencia de alguno de los criterios antedichos. Resulta así palmario que no caben en nuestro ordenamiento jurídico restricciones masivas de ningún derecho fundamental y, en particular, del derecho a la vida e integridad, pues ello supondría una evidente vulneración del art. 15 de la CE, vulneración que vendría dada por una vacunación masiva saltándose los patrones constitucionales.

Conviene reparar en que no cualquier normativa es adecuada para apuntalar la legalidad de las decisiones sanitarias y solventar así, de cualquier modo, las cuestiones que atañen a la restricción de derechos que aquellas comportan. Comparto con los profesores Martín Morales y Cotino lo dudoso del empleo de leyes ordinarias y especialmente autonómicas cuando lo que se cercena, limita o suspende son derechos fundamentales y libertades públicas. Así lo viene corroborando el Tribunal Constitucional de manera reiterada: Un decreto-ley no puede establecer regulación o régimen de ejercicio de los derechos básicos (SSTC 29/1982, 6/1983, 111/1983, 182/1997, 68/2007, 137/2011, 35/2017, 73/2017).

Y el mismo postulado de que no cabe decreto-ley podemos afirmar respecto de una regulación general con limitaciones de derechos en el ámbito de la salud, y de ahí la exigibilidad de una ley orgánica sobre la obligatoriedad de las vacunas. Luego una vacunación indiscriminada y masiva articulada por ley ordinaria ha de considerarse contraria al orden jurídico y constitucional. En conclusión, no cabe forzar una vacunación masiva según lo indicado.