La reforma civil y procesal para el apoyo de las personas con discapacidad: ¿A partir de septiembre, qué?

Dicen que lo bueno siempre se hace esperar. En esta ocasión, demasiado larga ha sido la espera, 13 años si contamos desde el momento en que España ratificó la Convención de las Naciones Unidas sobre los derechos de las personas con discapacidad, pero ha merecido la pena y mucho. El pasado 3 de junio se publicó en el Boletín Oficial del Estado la Ley 8/2021, de 2 de junio, por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica, la cual entrará en vigor el próximo 3 de septiembre de este año.

Durante todo este tiempo no hemos estado de brazos cruzados. Se han conseguido significativos avances de la mano de la Ley 26/2011, de 1 de agosto, de adaptación normativa a la Convención; el Real Decreto Legislativo 1/2013, de 29 de noviembre, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley General de derechos de las personas con discapacidad y de su inclusión social; la Ley 4/2017, de 28 de junio, de modificación de la Ley 15/2015, de 2 de julio, de la Jurisdicción Voluntaria en relación al derechos de las personas con discapacidad a contraer matrimonio en igualdad de condiciones; la Ley Orgánica 1/2017, de 13 de diciembre, de modificación de la Ley del Tribunal del Jurado para garantizar la participación de las personas con discapacidad sin exclusiones; la Ley Orgánica 2/2018, de 5 de diciembre, para la modificación de la Ley del Régimen Electoral General para garantizar el derecho de sufragio de todas las personas con discapacidad; y la Ley Orgánica 2/2020, de 16 de diciembre, de modificación del Código Penal para la erradicación de la esterilización forzada o no consentida de personas con discapacidad incapacitadas judicialmente.

A tales reformas se suma ahora la Ley 8/2021 que, a pesar de que su título pudiera conducir a pensarlo, no opera sólo en el ámbito civil y procesal (en concreto, siguiendo el orden de la norma, se modifican La Ley del Notariado, el Código civil, la Ley Hipotecaria, la de Enjuiciamiento civil, la de Protección patrimonial de las personas con discapacidad, la del Registro civil, la de Jurisdicción voluntaria, el Código de comercio y el también el Código penal), pues afecta, íntegramente, a todo el ordenamiento jurídico español. ¿La razón? Muy sencilla: esto va de personas y de derechos humanos.

Su aplicación va a requerir de todos los operadores jurídicos un considerable esfuerzo para cambiar completamente el chip, una extraordinaria labor pedagógica (cada uno desde su pequeño gran rincón profesional) para conseguir que el nuevo enfoque de la realidad cale honda y correctamente en nuestra sociedad, ingentes dosis de empatía y un escrupuloso respeto por los derechos y libertades fundamentales de todas (sin ninguna excepción) las personas. Qué duda cabe que también serán necesarios ajustes técnicos de la norma recién publicada, porque el legislador comete unas cuantas imprecisiones (echo en falta una única noción de “persona con discapacidad”, existiendo, en nuestro ordenamiento actual, varias y no por cierto coincidentes), se contradice (cuando en la Exposición de motivos ensalza el papel de la familia para justificar el reforzamiento de la figura de la guarda de hecho para acto seguido menospreciarla al explicar por qué suprime la patria potestad de los hijos adultos, cuando, en realidad, desempeña una impagable labor nunca suficientemente reconocida), nos cuela de tapadillo modificaciones que exceden de los fines de esta norma (como el nuevo tenor literal del art. 94 del Código civil, en relación al régimen de visita o estancia de los hijos cuando un progenitor esté incurso en un proceso penal por determinados delitos) e incurre en imperdonables olvidos (como el de no dar nueva redacción a los artículos reguladores del consentimiento informado de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente, de la Ley 14/2007, de 3 de julio, de investigación biomédica o del Real Decreto 1090/2015, de 4 de diciembre, por el que se regulan los ensayos clínicos con medicamentos, que ahora chirrían), sin que, como es obvio, pueda alegarse como excusa que el texto legal ha tenido que ser elaborado deprisa y corriendo. Desde el punto de vista de la técnica legislativa, tratándose de una reforma histórica de tan profundo calado, un mayor rigor hubiera sido deseable. Aun con todo, no puede afirmarse que sea una reformatio in peius, sino todo lo contrario.

A partir de su entrada en vigor, dejarán de existir las clásicas dicotomías capacidad jurídica/capacidad de obrar (dejaremos de “amenazar” con suspender a aquellos estudiantes que en el examen confundan ambos términos) y personas plenamente capaces/incapaces. Tal y como hacemos en nuestro procesador de textos con los comandos “Buscar” y “Reemplazar”, tendremos que hacer el ejercicio mental de eliminar para siempre de nuestras cabezas (y bocas) las expresiones “persona discapacitada” (por confundir la parte con el todo), “persona incapacitada judicialmente” (por su connotación peyorativa) y “persona con capacidad modificada judicialmente” (porque la capacidad jurídica es inherente a la condición de persona humana y, por tanto, no puede modificarse) para reemplazarlas por “persona con discapacidad” y “persona con medidas de apoyo para el ejercicio de su capacidad jurídica”. Al hilo de esta necesaria renovación terminológica, recuérdese que está pendiente la reforma del art. 49 de nuestra Carta Magna, para, entre otros fines, suprimir de su tenor literal el término “disminuidos”.

A gruesos y limitados trazos, los que este post creo que requiere, la Ley 8/2021, en plena sintonía con la Convención neoyorquina de 2006 de cuyo modelo social y espíritu fuertemente se impregna, en particular, de sus artículos 12 y 19 (me sorprende mucho que el segundo precepto suela caer en el olvido), parte de la premisa fundamental de la capacidad jurídica de la persona, elimina la patria potestad (prorrogada o rehabilitada) y la tutela del ámbito de los adultos con discapacidad, instituciones que quedan circunscritas, exclusivamente, al menor de edad no emancipado (el complemento de capacidad del emancipado para los actos jurídicos que lo requieran lo asume, a partir de ahora, el defensor judicial), suprime la prodigalidad como institución autónoma y deja como única figura judicial de apoyo continuado a la persona adulta que lo precise la curatela (para determinadas situaciones puntuales se contempla la figura del defensor judicial), fomentándose la guarda de hecho, que puede, incluso, comprender actuaciones representativas autorizadas judicialmente. De hecho y a pesar de que la reforma normativa le dispense una mayor atención, considero que no es la curatela su mecanismo de apoyo medular, sino la guarda de hecho.

El principio rector que atraviesa de principio a fin esta reforma es el del respeto de la voluntad, deseos y preferencias de la persona con discapacidad, lo que nos aleja completamente de la visión paternalista que ha caracterizado hasta ahora a nuestras normas y su aplicación, la cual el legislador considera “periclitada”. Precisamente por ello, no existe el principio del “interés superior de la persona con discapacidad”, al cual, de manera intencionada, no se menciona ni una sola vez en el nuevo texto legal.

El objetivo es, pues, conseguir que la persona con discapacidad, al igual que todas las demás, sea la única dueña de su propia vida, tenga derecho a tener derechos (incluido, por qué no, el de equivocarse) y, para lograr dicha autodeterminación personal, se le brindan distintas medidas de apoyo (ésta es, a mi juicio, la palabra clave de la reforma) si es que las precisa (no siempre) para el ejercicio de su capacidad jurídica y la toma de decisiones. En coherencia con ello, los apoyos designados por la persona de manera voluntaria (los poderes y mandatos preventivos, así como la autocuratela) tienen preferencia sobre los demás (curatela, defensor judicial y guarda de hecho).

La curatela se incardina en el nuevo sistema basado en la voluntad y preferencias de la persona con discapacidad, por ello tiene, primordialmente, naturaleza asistencial y, sólo de manera excepcional como ultima ratio, representativa. El curador viene a ser un bastón de apoyo, un compañero de camino, un “ángel de la guarda”, que no toma decisiones “por” la persona sino “con” ella. Por ello, la autonomía existencial de la persona debe limitarse lo menos posible, lo que requiere un exhaustivo conocimiento judicial de sus concretas circunstancias vitales, tras el cual ha de confeccionarse el famoso traje a medida y no “prêt-à-porter, sino de nuevo corte, personalizado y exclusivo para ella. Debe hacerse hincapié en que la sentencia ha de determinar los actos para los cuales la persona con discapacidad requiere apoyo, así como la intensidad de éste, sin poder declararla incapacitada ni privarla de derechos personales, patrimoniales o políticos.

Nuestro legislador prometió la reforma del procedimiento de incapacitación judicial en dos ocasiones, primero en la Ley 1/2009, de 25 de marzo y luego en la Ley 26/2011, de 1 de agosto, promesas cumplidas tardíamente mediante la Ley 8/2021. A partir de septiembre, cuando sea pertinente nombrar un curador, el procedimiento de provisión de apoyos se ventila a través de un expediente de jurisdicción voluntaria siempre que la persona con discapacidad no formule oposición al mismo o cuando el expediente no haya podido resolverse. En caso contrario, las medidas judiciales de apoyo serán decididas a través de un proceso de naturaleza contradictoria y es en él donde se centran mis recelos. El procedimiento regulado en los arts. 756 a 763 de la Ley 1/2000 de Enjuiciamiento Civil (cuya redacción es sensiblemente modificada) sigue siendo de banquillo o contencioso, sin apenas participación activa de la propia persona afectada, demandada, cuya voluntad se conoce mediante una escueta y, por consiguiente, superficial, exploración por parte del juzgador, que, elocuentemente el vigente art. 759 denomina “examen” y que la reforma sustituye por “entrevista” (lo que dejar intuir que poco o nada cambia al respecto), rígido, poco ágil y estigmatizador. El riesgo, además, radica en la inercia seguida hasta ahora en estos procedimientos y en la sistemática vulneración de derechos de las personas con discapacidad por la falta de adecuada formación o de los recursos materiales y humanos en el ámbito forense. Más de lo mismo sería, a todas luces, inadmisible. Debería ser un procedimiento judicial “para” y no “contra” la persona con discapacidad, imagen que, no obstante el cambio de denominación y poco más, sigue proyectando este cauce procesal. Da la impresión que el viejo sistema protector que pretende abandonarse no acaba de irse.

Naturalmente, esta nueva mirada de la discapacidad hace que reglas contenidas en el Código civil tanto de Derecho internacional privado como del de familia, contratos, sucesorio y de daños (la consideración de las personas con discapacidad como sujetos capaces conlleva el correlativo cambio en sede de imputación subjetiva en la responsabilidad civil por hecho propio y una restricción de la responsabilidad por hecho ajeno) hayan requerido una oportuna adaptación que, en ocasiones, son más que meros retoques.

Esta reforma va mucho más allá de las modificaciones operadas en nueve textos normativos, pues implica un cambio radical de mentalidad. Ello sólo puede conseguirse si todos creemos en ella, por ello depende de nosotros que este cambio de paradigma en el tratamiento jurídico de la discapacidad sea real y efectivo.