Lecciones públicas de una agresión que no fue

La conmoción creada hace unos días por la noticia de la homófoba agresión en el madrileño barrio de Malasaña y a plena luz del día a un veinteañero quedó solo superada por otra notica: aquella que la desmentía por haber sido, según los mismos medios, una invención destinada a ocultar una relación sexual sadomasoquista -y, según parece, pagada- frente a su pareja.

Huelga decir que una simulación de delito no puede llevar a conclusión alguna sobre la existencia de tales delitos. En todo caso, me parece que el suceso sí nos debe hacer reflexionar sobre la calidad de nuestro debate público y, especialmente, sobre el papel que han jugado los medios de comunicación, los poderes públicos, las redes sociales y los movimientos sociales.

Quizás a alguno le sorprenderá, pero muchos de los grandes avances del movimiento feminista y del movimiento LGTB+ se produjeron sin que fueran protagonistas en las noticias las víctimas de agresiones machistas u homófobas en tanto que víctimas. Sin embargo, los movimientos, en algunos casos pobres de programa tras grandes conquistas, divididos ante cuestiones fundamentales y con dificultad para concienciar de lo mucho que queda por hacer, se pliegan a los poderosos medios, guardianes de la esfera pública. Entre detalle escabroso y detalle escabroso, los activistas aprovechan para señalar el suceso como prueba de que los problemas persisten, pedir medidas que los palien y señalar a quienes se resisten al cambio.

En ello, juega un papel clave la función de la filtración policial a los medios que, en este caso, ha sido terrible. Sin querer alimentar ninguna teoría de la conspiración, sí que quedan algunas preguntas por responder y algunas responsabilidades por asumir ¿quién se apresuró a filtrar la información de un caso en el que las piezas no encajaban? ¿Con qué intención? ¿A favor del movimiento o para perjudicarlo? ¿Quizás queriendo dominar el ciclo de noticias y tensar el enfrentamiento contra Vox? ¿Cómo de arriba vino la decisión? ¿Por qué se hizo, según apuntan todos los indicios, contra la voluntad de la víctima?

Una de las “virtudes” de estos sucesos es que el ciclo mediático es habitualmente demasiado rápido para realmente conocer en detalle qué ha pasado y, las víctimas, demasiadas: ¿quién puede seguir cada caso? Nos quedamos habitualmente con los más graves, con los que indignan por alguna razón (especialmente si el protagonista es joven y bien aparente). Aunque la verdad es que España está entre los países con menos agresiones de Europa, cada agresión es evidentemente una derrota.

Pero es que, sospecho, a nadie en el espacio público le interesa mucho acercarse a la verdad: unos, porque están rellenando minutos y vendiendo audiencias con fast news. Otros, porque pueden encontrar su anhelada unidad interna posicionándose contra la violencia y han conseguido 20 segundos para colocarle a los medios su problema y, con suerte, movilizar. En mi caso, y creo que no somos pocos, me repele tanto detalle personal circulando públicamente. Sin embargo, la velocidad con que se ha autodesmentido el joven ha hecho flagrante la siempre gran diferencia entre la verdad publicada y la verdad.

Confundir la verdad mediática (o la demostrable jurídicamente) con la verdad (con mayúscula) empobrece profundamente nuestra esfera pública, por mucho que pueda resultar una muy efectiva manera de movilizar. Al eliminar las dudas que necesariamente introduce la aceptación de esa diferencia, la reacción emocional es inmediata. Atados a estas verdades de todo a 100, los movimientos y los debates son cada vez más obtusos y pobres: llamar a la prudencia y a pensar antes de actuar está proscrito. Considerar versiones alternativas está proscrito. Quien lo hace, se convierte en paria. El héroe es el que mejor y más ruidosamente llora.

No me toca a mí, que no soy ni activista ni experto en movilización, decidir si esta es la mejor forma para acercarnos a la justicia. Parece cierto, en todo caso, que no hay acción sin emoción y que los fríos datos por sí solos no levantan a nadie del sofá. Pero no es una cuestión de todo o nada y, además, el orden de los factores altera el producto. ¿No parece conveniente, al menos, intentar mejorar a los ciudadanos para que sean capaces de reaccionar emocionalmente a los argumentos racionales? Plegados a que “las cosas son así”, se han depuesto las armas en la batalla por el progreso moral e intelectual, condenándonos a ser cada día menos racionales. Al final de ese camino ni siquiera podremos darnos cuenta de que no es posible ser justo sin saber qué es justicia y cómo aplicarla.

No. Los datos deben movilizar y las organizaciones deben ser élites intelectuales que ayuden a comprender a quienes no tenemos el tiempo para profundizar ni el acceso a todos los datos. No deben ser meros reactivos a la noticia y, aún menos, manipuladores a golpe de emoción e identidad.

En cuanto la noticia tocó lo público, muchos políticos se lanzaron a su denuncia pública, transformando el suceso rápidamente en material para el conflicto político. Efectivamente, todo esto ha ocurrido en un contexto marcado por el enfrentamiento con el escurridizo Vox, quien, con puntuales gestos de homofobia, sabe muy bien atraer el voto de los homófobos. Su técnica parece inspirada en ese arte marcial llamado “aikido”:  aprovechando la fuerza de la indignación del adversario, logra situarse donde quiere en el imaginario del votante, presentándose además como… víctima.

En este caso, Vox ha adoptado además el discurso de “nuestros maricones”, ya usado por Le Pen en Francia, y que pone en la diana a los inmigrantes. Para la ocasión, han lucido las mejores galas de su miseria, difundiendo sospechas sobre la nacionalidad de los atacantes de un suceso que, ahora lo sabemos, ni siquiera ha ocurrido. Un repugnante gesto por el que ni se han disculpado ni se disculparán. Atacarles por ello es inútil, pues se victimizan, y ya ha quedado legitimado a fuerza de presión social que ante el relato de las víctimas (propias) no cabe cuestionamiento alguno.

Y, sin embargo, quienes sí se disculpan son algunos de quienes acusaron a Vox de ser responsable del suceso. ¡Como si no fuera cierto que su discurso legitima la antesala de la que pende la homofobia (y parte de sus votos)! Pero aquí aparece otra confusión tremendamente extendida: aquella entre el evento particular y el fenómeno mismo.

Si el evento es inventado, entonces Vox es inocente. Lo que me lleva a concluir que la culpa atribuida previamente no estaba bien identificada: se le atribuía una especie de “autoría intelectual” del delito concreto, en lugar pedir cuentas por, por ejemplo, atacar a toda la sociedad civil organizada descalificándola como “chiringuitos”; una sociedad civil que, con sus aciertos y errores, es fundamental en democracia; en este caso, para combatir la homofobia.

El riesgo de esta estrategia de los movimientos, como se ha visto, es grande en cuanto hay tiempo para mirar con detalle cada caso (o cuando se desmiente con tanta rapidez y tan rotundamente). Sobre todo, porque el desmentido pone en jaque todo el discurso una vez que el problema (estructural y extendido especialmente en lo micro) se había visto sintetizado en lo que sólo es la punta del iceberg: los sucesos extremadamente violentos, que son por suerte excepcionales (aunque siempre demasiados). Pero ya se encargan los movimientos de afirmar, como Pedro y el lobo, que estamos en el peor momento y en una escalada, digan lo que digan los datos y la experiencia diaria [1].

Desde luego, resulta muy legítimo tomar un evento particular como excusa para emprender un debate y reforzar una reivindicación. El problema es asumirlo como síntesis del problema. Y esto se hace en uno y otro lado. Primero, los que tomaban el suceso como prueba de una escalada de agresiones. Los segundos, quienes al descubrir que la historia era inventada se apresuraron a ufanarse de que no hay homofobia. Y, tercero, volvían a hacerlo los primeros tras el chasco del engaño: “Claro que hay homofobia: no olvidamos que hace un mes mataron a un chico mientras le llamaban maricón”. Incurrían así de nuevo en la imprudencia de convertir en prueba última de su posición lo que es objeto de una investigación aún inconclusa.

El suceso en cuestión, ahora que parece que nos acercamos más a la verdad, puede incluso servir legítimamente para conversar sobre el consentimiento en la prostitución (masculina), sobre los límites legítimos de las prácticas sadomasoquistas o sobre el concepto de fidelidad en la pareja. Ahora bien, insistamos: hacerlo tomando los nuevos datos que aportan los medios sobre la situación del joven como si fueran verdad irrefutable es volver a caer en el mismo error acerca de la “Verdad”. Y, además, profundiza en el daño a la posible víctima.

Para esos debates, solo queda abstraerse del caso: si no, todos esos comentarios versan sobre la vida de una persona de carne y hueso, que siente y padece. El modelo de inmoralidad made in “Sálvame” se extiende en virtud de las redes sociales contra todos: nos hace a todos potenciales protagonistas de un correveidile de patio de vecinos, además de en comentaristas, sin ninguna vergüenza. Lo más sangrante es que ello pueda ocurrir precisamente en los momentos más delicados para un ser humano: cuando ocupa la posición de víctima.

Pero hay una diferencia fundamental entre el patio de vecinos y las redes sociales: uno muy bien puede hacerse sus opiniones (¡sabiendo que son meras opiniones y no conocimiento!) y comentarlas con sus amigos en la terracita o en un grupo de WhatsApp; nadie resulta dañado por ello, salvo quizás la reputación de cada uno ante sus amigos. Ahora bien, cosa distinta es airearlas en una red social como Twitter, donde todo es público por defecto y donde todo queda escrito. Donde la persona objeto del comentario es también espectador potencial.

He visto en redes bajezas morales de profundidad insondable al respecto del caso: desde quien aprovechaba para vender su libro hasta quien mostraba su turgente glúteo rotulado en busca de seguidores y deseo. En disculpa de nuestra ciudadanía, digamos que aún no hemos desarrollado normas morales acordes a la brutal revolución tecnológica que hemos vivido. Lo que es imperdonable, sin embargo, es la actuación de algunos medios pues, como profesionales universitarios, los periodistas están especialmente sujetos a la reflexión deontológica.

Que hayamos visto imágenes del portal donde vive la víctima e incluso una imagen borrosa del joven ha sido deleznable, y no lo es menos porque la historia haya resultado ser mentira. Transmutados en carroñeros, trituran a sus protagonistas para alimentar la insaciable curiosidad de nuestras mentes aburridas y enganchadas a las redes. Aún ha habido quien públicamente justifique filtrar la imagen del joven porque mintió y perjudicó al movimiento. Buena muestra de lo legitimados que están los sentimientos de venganza y su cómplice, la crueldad.

Nadie niega que el muchacho ha quedado retratado ante sí mismo y ante la deformante opinión pública, algo que sin duda le costará superar, poniéndose en una situación que a mí solo me puede despertar piedad. Pero nuestra opinión pública ha quedado también retratada, y no sale muy bien parada: aparece como simple, pobre, emocionalista, histriónica, militante, frentista, precipitada, manipuladora, inmoral y cruel.

Por quedarnos con el lado bueno: tenemos una oportunidad para hacer examen de conciencia. Y habrá futuras ocasiones en que demostrar si algo hemos aprendido de los terribles errores cometidos.

 

Notas

  1. En 1995 “el colectivo” hablaba de un aumento de agresiones (posiblemente vinculado a la progresiva salida del armario y visibilización). https://elpais.com/diario/1995/01/21/madrid/790691087_850215.html Pero es que en 2016 también se hablaba de repunte. https://www.abc.es/espana/madrid/abci-cinco-agresiones-chicos-gays-sola-noche-plaza-espana-201602152238_noticia.html La experiencia sin embargo ha sido sencillamente de progresiva mejora -al menos, hasta la llegada de Vox-. En todo caso, recuérdese que comparar los primeros 6 meses de 2021 con los de 2020, cuando estábamos confinados, es poco honesto.