El Constitucional anula parte del decreto de cláusulas suelo de 2017

El Tribunal Constitucional (“TC”), en su sentencia dictada en fecha 19-9-2021, en el recurso de inconstitucionalidad nº 1960-2017, ha declarado inconstitucionales y nulos parcialmente dos artículos de la norma aprobada en su día por el Gobierno para articular un sistema de resolución de los conflictos derivados de las cláusulas suelo.

Como recordarán, en 2017, el Gobierno central (en aquel entonces presidido por Mariano Rajoy) ante la avalancha de procedimientos judiciales por las cláusulas suelo que se preveían a raíz de la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (“TJUE”) de 21-12-2016 (en la que se dictaminó que se debía restituir la totalidad del dinero abonado en base a una cláusula suelo declarada abusiva, y no solo desde 9 de mayo de 2013, corrigiendo lo que había dictaminado el Tribunal Supremo), aprobó el Real Decreto-ley 1/2017, de 20 de enero, de medidas urgentes de protección de consumidores en materia de cláusulas suelo (“RDL”). En la referida disposición, se acordaba, entre otras cosas, la obligatoria implantación de un sistema de reclamación previa por parte de las entidades financieras, además la regulación de las costas procesales del procedimiento judicial ulterior.

Pues bien, el indicado RDL fue impugnado ante el TC por los diputados de Podemos, entre otros motivos, por no concurrir los requisitos de extraordinaria y urgente necesidad que exige el art. 86.1 de la Constitución (“CE”), por incumplir las sentencias del TJUE en los asuntos acumulados C-154/15, C-307/15 y C-308/15, por infracción de los arts. 6 y 7 de la Directiva 93/13/CEE, por la vulneración del principio de igualdad ante la ley (art. 14 CE), de la tutela judicial efectiva (art. 24 CE) y del principio de pro consumatore (art. 51 CE), entre otros.

Como motivo previo, comienza el TC negando que la alusión que se hace en el recurso al incumplimiento del Derecho de la Unión Europea, y de las sentencias del TJUE, pueda ser motivo de inconstitucionalidad, puesto que las normas de derecho comunitario no han sido dotadas “de rango y fuerza constitucionales.

En cuanto al manido motivo de impugnación de los RDL, y que se vuelve a reiterar en el recurso, de vulneración de los límites del art. 86.1 CE (requisitos de extraordinaria y urgente necesidad), considera el TC que el Gobierno sí que cumplió con esos requisitos en la aprobación del texto normativo, al dar por bueno que el objetivo perseguido era dar una respuesta urgente al gran número de controversias que se iban a plantear ante los tribunales (se calculó que podrían llegar a duplicarse los procedimientos civiles en curso, suponiendo un coste total de las medidas de refuerzo en el sistema judicial de 38.453.200,62€) y facilitar una solución a los consumidores afectados.

También se cuestionó por los recurrentes la utilización de un RD para la modificación de una norma fiscal, por regular la fiscalidad de las cantidades percibidas de la devolución de las cláusulas suelo, modificando las leyes de los impuestos correspondientes (en especial, la Ley del IRPF), alegando que eso únicamente podía realizarse mediante ley.  Al respecto, el TC dispone que la reserva de ley del art. 31.3 CE, no supone per se un límite a la utilización del RD, puesto que ese instrumento normativo tiene rango de ley, siendo lo relevante dirimir si “dicha norma de urgencia ha afectado a alguno de los derechos, deberes o libertades regulados en el título I de la Constitución”, lo cual sí que no podrá realizarse utilizando ese recurso legislativo. Sentado lo anterior, determina el Constitucional que con la norma aprobada no se modifica de manera sustancial la posición en la que se encuentra el obligado tributario en relación con el IRPF, rechazándose el motivo, al negar que la norma haya “afectado a un deber constitucional en términos prohibidos por el art. 86.1 CE”.

Otro de los motivos de impugnación, se refería al ámbito de aplicación de la ley (artículo 2.2), denunciando que únicamente incluía como consumidores a las personas físicas que reuniesen los requisitos del art. 3 del texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores, sin incluirse a las personas jurídicas que actuasen fuera de un ámbito profesional, pudiendo ser discriminatorio. Dicho motivo es estimado por el TC, al considerar que la alusión del precepto a las personas físicas, “constituye una directa vulneración del principio de igualdad en la ley consagrado por el art. 14 CE, pues la diferencia de trato que se establece no obedece, como se ha visto, a ninguna razón objetivamente justificada”, declarándose la inconstitucionalidad del inciso “persona físicadel indicado art. 2.2.

En lo referente a la impugnación del art. 3 del RDL, que es el que regula el sistema de reclamación previa que debían implantar las entidades de crédito, el principal motivo de queja de los recurrentes es que se deja al arbitrio de los bancos dicho sistema, siendo los únicos que deciden si procede o no la devolución y su cuantía, sin la supervisión de un tercero ajeno al contrato, vulnerando los arts. 14, 24 y 51 CE, al obstaculizarse el acceso a los tribunales de los consumidores. El Constitucional rechaza este motivo del recurso, al establecer que no solo no se vulnera la protección de los consumidores, sino que se establece un “mecanismo simple para obtener la devolución por parte de las entidades financieras de las cantidades indebidamente satisfechas, de manera gratuita, y sin tener que acudir a un largo y costoso procedimiento judicial”, el cual finaliza con una propuesta del banco, que el consumidor es libre de aceptar, y que a juicio del TC no obstaculiza de ninguna manera la vía judicial.

Quizás, una de las partes más relevantes de la sentencia sea la referente a la impugnación del art. 4 del RDL, que es el que regula el sistema de costas procesales en este tipo de procedimientos judiciales, y que los recurrentes consideran que vulneraría también los arts. 14, 24 y 51 CE, así como los arts. 6 y 7 de la Directiva 93/13/CEE del Consejo, al considerar que modifica el criterio del vencimiento objetivo fijado por los arts. 394 y 395 de la Ley de Enjuiciamiento Civil (“LEC”).

Recordamos que lo que se planteaba en el impugnado art. 4 del RDL es que sólo habrá condena de costas en el procedimiento judicial si: i) hubiera habido reclamación extrajudicial previa y la cantidad a la que fuera condenado el banco por el juzgado, fuera superior a la ofrecida por éste en el referido procedimiento extrajudicial; ii) no hubiera habido reclamación extrajudicial previa, el consumidor acuda directamente a la vía judicial, el banco no se allane a la demanda y sea condenado; iii) no hubiera habido reclamación previa, el consumidor acuda directamente a la vía judicial, el banco se allane parcialmente y el juzgado acabe condenándole por una cantidad superior a la allanada. Si no se ha presentado reclamación extrajudicial, y el banco se allanase totalmente tras recibir la demanda, establece el art. 4.2, que no se considerará que haya mala fe de la entidad de créditos, a los efectos previstos en el art. 395.1 LEC, y tampoco habrá condena en costas, supliendo la interpretación de la existencia de “mala fe” en los bancos, que correspondería a los tribunales.

Le parece al Tribunal perfectamente legal la regulación de las costas del art. 4.1 (que establece que solo habrá costas si en el pronunciamiento judicial se condena a la entidad bancaria a devolver una cantidad superior a la oferta realizada), puesto que “la alteración introducida respecto del régimen general de las costas mantiene un equilibrio en las posiciones de las partes, otorgando ventajas por igual a unas y otras, e incluso puede atisbarse que se está tratando de incentivar a las entidades de crédito para que formulen ofertas serias y bien fundadas”.

Sin embargo, sí que considera el TC que es inconstitucional lo establecido en relación con la imposición de costas en el caso de allanamiento, regulado el art. 4.2, por vulnerar los arts. 14, 24 y 51 CE, al favorecer a las entidades bancarias en el caso de que no se haya presentado la reclamación extrajudicial, y perjudicar a los consumidores, a los que “obligan” a acudir al procedimiento ad hoc implantado por la norma, unido a crear un efecto disuasorio inverso, puesto que “mientras los consumidores se verían disuadidos de instar procedimientos judiciales para obtener la devolución de las cantidades, por el contrario, no se disuadiría a dichas entidades de seguir insertando cláusulas abusivas en sus contratos, especialmente en los préstamos con garantía hipotecaria”.

La sentencia finaliza indicando que la inconstitucionalidad declarada por el TC del inciso “persona física” el art. 2.2 y del art. 4.2 del RDL, no afectara a las situaciones jurídicas consolidadas, consistentes en acuerdos definitivos firmados o las sentencias firmes.

En la sentencia existe un voto particular de la magistrada María Luisa Balaguer Callejón, en el que cuestiona que se haya declarado la constitucionalidad del procedimiento de reclamación previa del art. 3 del RDL, puesto que, según su opinión, resulta contrario al art. 51 CE, al otorgar una ventaja a los bancos respecto a los consumidores, colocados en una situación de inferioridad, además de beneficiarles con el régimen de costas del art. 4.

A mi juicio, se trató de una norma que, si bien, puede que sirviera para reducir el número de procedimientos judiciales, ya que muchos bancos se avinieron a hacer una oferta a sus clientes, no es menos cierto, que se volvió a dejar en manos de las entidades financieras todo el procedimiento de devolución, facultándoles para ofrecer la cantidad y los intereses que quisieran, así como la propuesta de acuerdo transaccional a firmar, sin que los consumidores tuvieran mucho margen de decisión. Si a ello, le unimos la instauración de un sistema de costas procesales que favorecía claramente a los bancos y que rozaba la inconstitucionalidad (como se ve en esta sentencia), nos encontramos con que fueron, precisamente, las mencionadas entidades financieras las más beneficiadas por este RDL.

La tormenta perfecta que precede a la Ley de vivienda

1964, 1985, 1994, 2013, 2015, 2018, 2019, 2020 (Cat.) y, ahora, 2022. Este es el vaivén de la normativa de arrendamientos urbanos en nuestro país, que lo único que ha conseguido es ir disminuyendo la tasa de familias en este régimen de tenencia de manera constante, excepto en los últimos años cuando a los que menos tienen cada vez se les ha hecho más difícil comprar (Nasarre, 2020).

Lo último que le hacía falta al alquiler en España eran filtraciones imprecisas e, incluso, contradictorias, de una nueva reforma, esta vez en sede de la prometida, pero, de momento, clandestina, Ley de vivienda, combinada con otras medidas “clásicas” en el ámbito (bonos a jóvenes, recargos tributarios a viviendas vacías, reservas para vivienda protegida). En el contexto en el que nos encontramos, esto genera aún más inseguridad jurídica en un ámbito tan sensible y esencial para el orden socio-económico como es la vivienda, por mucho que estén los presupuestos generales del Estado de 2021 en juego.

A falta de un texto, este ejercicio no puede ser más que un comentario de lo que a cuentagotas ha ido trascendiendo. Si no fuera porque ya podemos vislumbrar al menos parte de lo que nos espera (vean lo que les expliqué aquí hace exactamente un año sobre la Ley de control de rentas catalana, la 11/2020), hubiese renunciado a ello. En fin, aquí va.

Sobre el control de renta duro. Parece ser que tendrá dos intensidades: una para “grandes tenedores” (con más de 10 viviendas), a los que se les obligará a “bajar” precios según el índice de referencia, y otra para “pequeños tenedores”, quienes deberán “congelar” precios y recibirán incentivos fiscales. Por lo tanto, en principio, una medida más laxa que la de la ley catalana 11/2020 desde un punto de vista subjetivo, porque esta afecta prácticamente a todos los arrendadores.

Pues bien, prescindiendo de que ni el art. 33 CE ni el 348 CC no distinguen entre las distintas piezas de la cubertería, muchos autores han demostrado que un control de renta duro es ineficiente y consigue efectos contrarios a los deseados (ver, por ejemplo, Deschermeier et al., 2017):

  • Reducción de la movilidad residencial y disminución de la oferta (ver, entre muchos otros, Diamond et al., 2019);
  • Aumento de la renta en las poblaciones donde la renta no está controlada (Hahn et al., 2020), como sucedió en los alrededores de Berlín a causa de la congelación de rentas hasta que se declaró inconstitucional;
  • Deterioro de las viviendas por falta de mantenimiento (Sims, 2006);
  • Y, aunque los que están ya de alquiler puedan beneficiarse de ligeras rebajas de renta, los que quieren acceder al mercado lo hacen en peores condiciones que ahora, por la falta de oferta (Mense et al. 2019), el efecto típico de la “patada a la escalera”.

Según Idealista, en la Barcelona del control de renta de 2021, se ha reducido perceptiblemente la oferta de viviendas en alquiler, mientras que en Madrid ha aumentado, al tiempo que han bajado menos las rentas en la primera que en la segunda. Además, señalamos algunos problemas adicionales de la medida anunciada:

La regulación más estricta es para una minoría de propietarios (los “grandes tenedores”, aunque nadie sabe cuántos hay exactamente ni cuántas viviendas tienen) y solo en zonas tensionadas, es decir, en puridad, solo en algunas zonas de algunas ciudades de algunas CCAA. Ello a la espera de lo que se considere finalmente “zona tensionada”, que de momento parece que será aquella donde el precio de la vivienda supere en 5 puntos el incremento del IPC de la provincia y donde las familias dediquen más del 30% de sus ingresos (véase aquí un primer mapa que localiza los únicos 1.010 municipios que cumplirían este requisito).

Por otro lado, el control se basa en el índice de precios de alquiler del MITMA que no nació con este fin y que es manifiestamente mejorable, al menos si lo comparamos con el catalán; si se “congelan” los alquileres a precios actuales, pensemos que se está consolidando la burbuja de los precios del alquiler que se dio a partir de 2016 en los grandes centros urbanos (Nasarre, 2020). Y por otro lado, que la Ley de Vivienda no se prevé se apruebe hasta el segundo semestre de 2022, que ya se ha anunciado que se recurrirá por inconstitucional, que no se va a querer aplicar en Madrid, que se ve con recelo desde el gobierno de Cataluña que cuenta con su propia regulación más dura (recordemos que la competencia en vivienda es autonómica conforme al art. 148.1.3 CE) y que el pasado 8 de octubre se publicaba la admisión a trámite de la “Proposición de Ley de garantía del derecho a la vivienda digna y adecuada” instada por diversos partidos políticos, alguno en el gobierno, con contenido distinto a lo anunciado.

Una aproximación a través de un control de renta suave y pactado combinado con incentivos fiscales (algunos anunciados extraoficialmente para los propietarios que cedan vivienda para alquilar a la Administración Pública, que admitan prórrogas extraordinarias de tres años o que la alquilen por debajo de precio de mercado en zonas tensionadas) podría tener algo más de éxito (Nasarre et al., 2018).

Sobre el recargo del IBI un 150% a los pisos vacíos. Las políticas de vivienda intrusivas como esta se llevan desarrollando en diversas CCAA, comenzando por Cataluña en 2015 (Nasarre, 2020). Y ello a pesar de que el Instituto Ivàlua había concluido un año antes que “parecería que la incidencia del impuesto sobre el conjunto de unidades en disposición de un banco sería más bien baja” y que “el tributo se convertiría mayoritariamente en recaudatorio”. Por lo tanto, no es de extrañar que exista un escasísimo análisis de su impacto real en la asequibilidad de la vivienda en municipios, como Tarrasa, que llevan aplicando medidas intrusivas desde entonces. En Francia, donde una medida tributaria parecida lleva en vigor en cientos de municipios, los resultados son controvertidos (Blossier, 2012 que afirma taxativamente que es ineficaz; vs Segú, 2018, quien afirma que la movilización de vivienda a raíz de la medida ha sido de un 13% -aunque no ha tenido en cuenta ni París ni Île-de-France ni los costes de implementarla-, aunque reconoce que no ha sido suficiente para afectar a los precios a corto plazo y que, a largo plazo, plantea dudas).

En cualquier caso, a nivel de toda España, el art. 4.2 Ley 7/2019 ya autorizó a los ayuntamientos a imponer un recargo del IBI de un 50% las viviendas desocupadas, cuya eficacia ha sido limitada, entre otros motivos, porque no existe un concepto común de “vivienda desocupada”, de manera que habrá que ver cómo entronca con aquella disposición esta “nueva” medida. Finalmente, cabe recordar que el número de viviendas vacías (casi 3,5 millones) publicado por el INE en 2011 resultó ser falso (lo que no impidió que arrancasen intensos movimientos sociales, políticos e, incluso, judiciales fundados en él), dado que cuando algunos ayuntamientos se han puesto a contar y situar (como en Barcelona), han hallado muchas menos. De hecho, el propio INE para su censo de 2021 reconoce que olvidará la categoría de “vivienda vacía” y que clasificará a las viviendas por su consumo eléctrico, agrupadas en distritos censales.

Sobre el bono de 250 euros a los jóvenes entre 18 y 35 años con rentas inferiores a 23.725 euros/año por dos años. Algo parecido ya se probó con la “renta básica de emancipación” (Real Decreto 1472/2007), con multitud de evidencias de que gran parte de este dinero “artificial” acabó en manos de los caseros, subiendo los precios del alquiler. Igual que ha sucedido a nivel internacional (ver, por todos, Hyslop y Rea, 2018). Además, aunque en algunos casos se acabe combinando con el control de renta, este mecanismo es candidato exigencias de pagos en negro o fraudes de ley (ej. alquiler de muebles o anexos a precios superior), como sucede habitualmente en contextos de mercados con renta controlada. Por último, dudamos que una ayuda por dos años sea suficiente para animar a los jóvenes a alquilar (¿se emanciparán solo por dos años?), al tiempo que no representan lo mismo 250 euros en un pequeño municipio del interior que en Barcelona. Seguimos.

Reservas del 30% para vivienda protegida en todas las promociones (la mitad de ellas destinadas al alquiler). En primer lugar, habrá que ver a qué se refiere el término “vivienda protegida”, al no corresponder exactamente a lo que internacionalmente se conoce como “vivienda social” ni al concepto de “vivienda asequible”, para la que son necesarios 34 ingredientes para conseguirla (Nasarre et al., 2021). Reservar suelo no es, pues, per se una solución para facilitar el acceso a la vivienda, especialmente porque las viviendas libres restantes de la promoción se venderán más caras para que al promotor le cuadren las cuentas, o marchará a otros municipios o desarrollará tipos de promociones donde no aplique la ley; previsiblemente, además, se dará una avalancha de solicitudes de permisos antes de que entre en vigor la medida, como sucedió en Barcelona en 2018. Además, cabe recordar que aún no sabemos cuánta vivienda social existe en nuestro país, ni en qué condiciones está, ni dónde está, ni cómo ni quién la está gestionando. El informe del MITMA de 2020 es aún insuficiente. No empecemos, pues, la casa por el tejado.

Visto todo ello, si ustedes fueran promotores de vivienda en alquiler, arrendadores o, incluso, posibles arrendatarios, ¿sabrían qué hacer? ¿se esperarían o lo que venga piensan que será aún peor para sus respectivos intereses? Esta más que probable nueva paralización del mercado de la vivienda por inseguridad jurídica, por falta de rigor y precisión, por regular siguiendo ideologías y lobbies (igual que se hacía con otros lobbies hasta 2007) y no a la evidencia científica (o lo más aproximado a ello, para los más puristas), ya sucedió tras la reforma  del AJD a finales de 2018 y, de nuevo, tras la entrada en vigor de la Ley 5/2019, que acabaron con la pequeña recuperación que había comenzado en 2016, como ha reconocido el Banco de España. Al tiempo que las medidas, supuestamente extraordinarias por el coronavirus, como amparar a los okupas (véase el RDL 1/2021; Cataluña, les aviso, vuelve pronto a la carga con este tema y otros aún más sorprendentes, tras el varapalo de la STC 16/2021), nos siguen acompañando tras el fin del estado de alarma hace casi un año, corregidas y aumentadas hasta finales de octubre de 2021, por lo menos. La tormenta perfecta.

Y todo ello por la incapacidad multinivel durante 15 años, desde el inicio de la crisis de 2007, para hacer unas políticas de vivienda eficaces, como lo evidencia que en 2019 se diesen prácticamente los mismos niveles de sobreesfuerzo familiar por gastos de vivienda en nuestras ciudades que en 2011. Qué pena, pudiéndose hacer mejor las cosas, con más estudio y reflexión.

 

Bibliografía

F. Blossier, Is taxing inhabitation effective? Evidence from the French tax scheme on vacant housing, 26-6-2012.

R. Diamond, T. McQuade, and F. Qian, The Effects of Rent Control Expansion on Tenants, Landlords, and Inequality: Evidence from San Francisco, 2019, American Economic Review, 109 (9), 3365-3394.

A. M. Hahn, K. A. Kholodilin, y S. Waltl, Forward to the Past: Short-Term Effects of the Rent Freeze in Berlin, WUW, WP No. 308, Dec. 2020.

D. R. Hyslop y D. Rea, Do housing allowances increase rents? Evidence from a discrete policy change, Motu Working Paper 18-10, julio 2018.

A. Mense, C. Michelsen y K. A. Kholodilin, The effects of second-generation rent control on land values, AEA Papers and Proceedings, 109, 385-388, 2019.

S. Nasarre Aznar et al., Un nou dret d’arrendaments urbans per a afavorir l’accés a l’habitatge, Barcelona, 2018, Atelier.

S. Nasarre Aznar, Los años de la crisis de la vivienda, Valencia, 2020, Tirant lo Blanch.

S. Nasarre-Aznar et al., Concrete actions for social and affordable housing in the EU, FEPS, 2021.

D. Philipp, B. Seipelt, y M. Voigtländer, Evaluation der Mietpreisbremse, IW Köln Policy Paper 5/2017.

M. Segú, Taxing Vacant Dwellings: Can fiscal policy reduce vacancy?, Munich Personal RePEc Archive, 24-10-2018

D. P. Sims, Out of control: What can we learn from the end of Massachusetts rent control?, Journal of Urban Economics, 61 (1), 2007, 129-151.

 

El viaje a ninguna parte del gobierno

Reproducción de la tribuna de Elisa de la Nuez en El Mundo.

El interesantísimo libro de Ross Douthat, “La sociedad decadente” (con el subtítulo de “Cómo nos hemos convertido en víctimas de nuestro propio éxito”) ofrece una serie de reflexiones muy interesantes acerca de los problemas de nuestras complejas sociedades democráticas que creo que resultan de mucho interés para entender el momento político que estamos viviendo en los países occidentales en general y en España en particular.  Más allá de los problemas muy diagnosticados de nuestros partidos políticos que funcionan como ecosistemas muy cerrados donde es difícil promocionar sin renunciar a todo aquello que podría hacer de una persona un buen político y un buen gestor (criterio, solvencia, capacidad de decisión, responsabilidad, etc) lo cierto es que cada vez contamos, en general, con gobiernos más inoperantes para resolver los problemas muy reales y cada vez más complicados que se nos están planteando.

El libro de Douthat se centra especialmente en los Estados Unidos, pero muchas de sus conclusiones son perfectamente extrapolables a democracias como la nuestra. La falta de capacidad frente problemas muy de los gobiernos no es exclusiva de las democracias, frente a lo que pudiera parecer en una visión un tanto ingenua de la efectividad de las autocracias, pero quizás es más preocupante en la medida en que la mayor o menos confianza de los ciudadanos en el gobierno y en las instituciones es esencial para la legitimidad de un sistema democrático. Pues bien, en el último eurobarómetro (abril 2021) el 75% de los españoles manifestó desconfiar del Gobierno y del Parlamento, y el 90% desconfiar de los partidos políticos, muy por encima de la media de la Unión Europea, también bajo mínimos.

Tenemos la sensación, cada vez más intensa, de que, como en una bicicleta estática, los gobernantes pedalean furiosamente para, básicamente, intentar mantenerse en el mismo sitio, es decir, intentar conservar lo que ya tenemos. Si la tesis de Douthat es correcta (a mí particularmente me convence) viviríamos en un periodo de estancamiento económico, social cultural e incluso tecnológico en las sociedades ricas que dura ya al menos una década y que contrasta con la sensación de aceleración y de cambio continuo que percibimos. Pero quizás esa sensación de aceleración puede ser simplemente el resultado de un ecosistema mediático que nos bombardea continuamente con información simple, urgente e inmediata que caduca a las pocas horas y que muchas veces es poco relevante. Mientras tanto, las grandes cuestiones de la transición digital, la transición verde, la transición demográfica, el futuro del trabajo, la redistribución de la riqueza que no tienen este carácter de inmediatez y de sencillez, que requieren tiempo, debates en profundidad y cierto esfuerzo de comprensión por parte de los ciudadanos quedan relegadas a blogs especializados o “papers” sólo para iniciados.  Y, sin embargo, son los temas sobre los que necesitaríamos estar debatiendo y sobre los que tendríamos que intentar llegar ya a grandes acuerdos, muchos de ellos de carácter trasnacional. En definitiva, deberíamos bajarnos de la bicicleta estática y empezar a movernos de verdad en una dirección determinada.

No se puede ocultar tampoco que estos cambios habría que abordarlos cuanto antes con transiciones que, inevitablemente, van a generar ganadores y perdedores, por lo que los costes y los sacrificios de la transición ecológica, demográfica o digital deberían ser asumidos y compartidos entre todos si queremos que estos retos no dividan todavía más a nuestras sociedades entre los que pueden seguir adelante y los que pueden quedarse atrás fomentando todo tipo de populismos de izquierdas y de derechas.

Me parece particularmente relevante que estos grandes temas en los que tanto nos jugamos no suelen estar presentes (más allá de las grandes declaraciones engoladas y de la palabrería hueca) en el debate público nacional. Con independencia de la pobreza del debate parlamentario, que merecería una reflexión aparte, lo cierto es que nuestro debate público, con honrosas excepciones, cada vez se centra más en lo que podríamos denominar “burbujas” que guardan poca relación con el día a día y las preocupaciones reales de los ciudadanos. Existe una creciente tendencia de los políticos secundadas por muchos medios a refugiarse en cuestiones “identitarias” que exigen poco más que repetir consignas y que marcan territorio, identificando bien a correligionarios y a adversarios, pero que no permiten avanzar en la solución de los problemas. Inquieta pensar que la razón sea, tal vez, que nuestros políticos y gestores públicos ya no son capaces de hacer otra cosa.

Y es que, para reformar el sistema de pensiones, el mercado laboral, el mercado eléctrico o el de la vivienda, por citar cuatro preocupaciones acuciantes de los españoles, muy reales y complejas, no bastan las consignas ni los argumentarios ni las buenas palabras. Necesitamos, además de amplios consensos que se mantengan en el tiempo (no es posible reformar un sistema de pensiones quebrado por la demografía pero que cuenta con 9 millones de pensionistas que votan para mantener el “status quo” sin sacar esta cuestión del debate partidista, como se intentó hacer con el Pacto de Toledo) muchísimo conocimiento experto, mucha neutralidad frente a los agentes económicos y sociales que van a defender legítimamente sus intereses,  muchísima capacidad de gestión, mucha transparencia y mucha rendición de cuentas. Lamentablemente todas estas capacidades cada vez brillan más por su ausencia en nuestros gobiernos, lo que produce la sensación no solo de incompetencia, sino, lo que es peor, de impotencia. Y no parece que se trate de un problema que pueda cambiar, como suponen algunos entusiastas, con un mero cambio de partido político, dado que todos están aquejados de idénticos problemas, formados por el mismo tipo de dirigentes y cuentan, al final, con parecidos instrumentos para abordar los problemas, incluso si surgieran líderes con el coraje de hacerlo, lo que está por ver.

Tenemos varios ejemplos recientes que apuntan en esta dirección. Pensemos por ejemplo en la subida de la factura de la luz, que -más allá de otros aspectos- pone de manifiesto que los problemas estructurales y los errores de diseño del mercado energético del pasado (incluidos los de la Unión europea) no se pueden resolver de la noche a la mañana, siendo difícil que cualquier gobierno pueda adoptar medidas correctoras en el corto plazo con ciertas garantías de éxito. La impresión que recibe el ciudadano sobre la capacidad de sus gobiernos comparado con su nivel de gesticulación es demoledora, máxime si la oposición decide aprovechar políticamente el desgaste que supone esta escalada de precios en un asunto esencial para familias y empresas y que requiere de soluciones estables en el medio y largo plazo.

Incluso cuando excepcionalmente se produce un amplio consenso político como ha ocurrido con el Ingreso Mínimo Vital nos tropezamos con la falta de capacidad de nuestras Administraciones Públicas, que impide que los destinatarios reciban estas ayudas en un plazo razonable, generando la consiguiente frustración y enfado. Algo parecido ha sucedido con los ERTES o las ayudas directas a las pymes.

Lo que ocurre, sencillamente, es que ya no tenemos políticos, ni gestores ni una Administración pública preparada para desarrollar políticas públicas complejas, a medio plazo o largo plazo y con una razonable eficiencia. Lo que sufrimos ahora, en el peor momento, es el resultado de años de desidia. Porque la reforma de las Administraciones Públicas y la profesionalización de la dirección pública sigue sin estar en la agenda de los partidos, aunque es crucial para la capacidad de cualquier gobierno. La realidad es que los partidos siguen prefiriendo ocupar las Administraciones (muchas veces con personas sin ningún tipo de experiencia y formación más allá de la adquirida en los propios partidos) a reformarlas. Esto es pan para los partidos, hoy, y hambre para los intereses generales en un mañana muy cercano. Prueba de lo que digo es que ni siquiera tenemos ya un Ministerio de Administraciones Públicas o Función Pública, absorbido por el de Hacienda en la última remodelación ministerial.

Este sí que sería un auténtico cambio estructural que haría un poco más viables todos los demás. Incluso si consiguiésemos por una carambola del destino mejores políticos que consiguiesen llegar a grandes acuerdos transformadores lo cierto es que no tendrían demasiada capacidad real para poner en marcha sus proyectos. Y esto sí que no se arregla ni con propaganda, ni con consignas ni con discursos vacíos cuando, como es inevitable, el principio de realidad se imponga y comprobemos que la bicicleta sigue parada.

Reivindicando la (buena) política. (A propósito del libro de Ignacio Urquizu, Otra política es posible, Debate, 2021)

“Sin reformas profundas en el horizonte y sin fortaleza política para acometerlas, estamos perdiendo un precioso tiempo en un momento donde las sociedades están abriendo una nueva época de sostenibilidad y cambio tecnológico” (p. 184)

 

Ignacio Urquizu ha publicado recientemente un sugerente libro. Se trata de una reflexión personal fruto -tal como él mismo reconoce- de su corta experiencia política; pero que aun así le condujo en su día al Congreso de los Diputados y, posteriormente, tras su marginación política, a refugiarse en las Cortes de Aragón y a obtener contra pronóstico la alcaldía de la ciudad de Alcañiz, su ciudad natal.

El autor es un académico que transitó hacia la política activa en 2015 con un enfoque claro de vivir para la política y no de vivir de la política, por emplear la distinción de Max Weber. Cuando hizo ese tránsito ya era también un columnista de opinión reconocido en diferentes medios (de ese selecto grupo de académicos mediáticos, a algunos de los cuales hace los oportunos guiños en su obra), y reunía un perfil atractivo al agrupar una visión académica e intelectual con un compromiso político innegable. Además, procedía de la circunscripción de Teruel, en la que consiguió su acta de diputado en el Congreso; antes de la irrupción de la candidatura “Teruel existe”. Su futuro político, dado que aunaba entonces una relativa juventud (37 años), preparación y compromiso político, le situaban como un valor en alza en el partido socialista. Sin embargo, la política cainita hizo su trabajo, y tras la pérdida de las elecciones primarias por la candidatura de Susana Díez fue apartado de las listas al Congreso e inició peregrinación a la política territorial; desde la que reivindica con fuerza argumental y con hechos concretos que otra forma de hacer política es posible en este país.

El enfoque de la obra

El libro reseñado no es, como también nos recuerda, un ensayo académico, sino que más bien tiene por objeto defender otra forma de hacer política a la luz de los acontecimientos vividos en los últimos cinco años, y asimismo son reflexiones que derivan de un momento histórico en el que el deterioro de la política española es evidente, como consecuencia de una polarización y crispación crecientes. En cualquier caso, a pesar de tratar sus propias vivencias, el libro tiene en algunos pasajes factura académica y análisis doctrinales muy notables.

Desde ese punto de vista, y aunque puedo estar equivocado, intuyo que el motivo real de escribir este libro es también dirigir mensajes a su propia formación política. Tras el varapalo de las elecciones madrileñas, de las cuales el autor no extrae consecuencias en clave de su partido, el actual líder socialista parece haber girado la vista de nuevo hacia el partido, que se encontraba en una posición muy vicarial, más aún con la estrategia político-comunicativa impulsada por Iván Redondo a partir de 2018, aunque la fragilidad del partido el autor la sitúa anteriormente (período 2015-2017). Efectivamente, el retorno, real o impostado, hacia el partido, será una de las constantes del próximo congreso socialista en Valencia, donde parece que se quieren cicatrizar las heridas (cierre de filas) que se abrieron tras la convulsa dimisión de Sánchez en 2016 y su posterior victoria en las primarias de 2017, período en el que el autor se recrea, por la importancia que tuvo sin duda para el propio partido y para su devenir político. En esta clave también habría que leer la toma de posición de Urquizu, donde si bien realiza alguna aproximación a la política presidencial (“en la actualidad me siento muy representando en muchos de los postulados que defiende Pedro Sánchez, aunque en su momento no fuera el candidato que apoyé”), no es menos cierto que su crítica al surgimiento de liderazgos “que se definen como independientes y autónomos respecto de la organización”, es manifiesta;  hasta el punto de calificar el fenómeno como “un relato próximo a la antipolítica”.

Hay que reconocer, por tanto, valentía política al autor y también honestidad intelectual, pues si bien realiza una crítica en algunos pasajes implacable de los partidos de la oposición política, en particular del PP y, especialmente, de los partidos extremos (en concreto, de Unidas Podemos y Vox), y muestra asimismo una cierta autocomplacencia con su propio partido, no es menos cierto que censura sin contemplaciones “la polarización y las campañas negativas (que) se explican por el papel predominante de los liderazgos autónomos”. Aparece aquí una crítica velada (en algún pasaje explícita, p. 57) a la política del “no es no” y una apuesta por la transversalidad, así como por la articulación de espacios de encuentro. La actual política está conduciendo, según su criterio, al alejamiento paulatino de tal actividad de personas muy válidas para el ejercicio de la política. El reino de la mediocridad se impone en la nómina de quienes ejercen actividad política, aunque esta no es una conclusión que el autor extraiga; pues, atendiendo a su posición actual (político en activo y pragmático), aporta también sus dosis de defensa corporativa de la propia profesión política (pp. 117-118). La “profesionalización” de la política siempre ha sido objeto de debate. Sobre ello, aunque hace años, ya expuse también alguna otra opinión.

 

Algunas ideas fuerza del libro

El libro de Urquizu aporta, no obstante, una serie de ideas fuerza muy relevantes que, con los riesgos que conlleva todo resumen, serían a mi juicio las siguientes:

1.- El deterioro de nuestra democracia y la propia erosión constitucional, “son el resultado de numerosos factores: los actores políticos, el diseño institucional y la sociedad”. Esta última aportación es importante, pues en ella cabe incluir a la ciudadanía, a los medios de comunicación y a los actores organizados (sindicatos, asociaciones de empresarios, tejido asociativo, etc.). Causantes muchas veces de presiones políticas corporativas que no son fáciles de digerir si se quiere hacer política de luces largas.

2.- La polarización y la crispación, siempre presentes en la política española, se han agravado a partir de 2015-2016. Para combatirlas su receta es clara: transversalidad y pactos; pero “además necesitamos líderes creíbles, organizaciones fuertes y posiciones políticas que permitan los acuerdos”. Tres exigencias que, hoy por hoy, no se cumplen; según mi opinión.

3.- Tal como reconoce el autor, “la verdad es costosa y nos puede generar incomodidad”. El papel de la ciudadanía en este punto es determinante; pero no puede condicionar a la propia política, que con muchísima frecuencia opta por el camino fácil: “Si una parte de la ciudadanía prefiere el autoengaño, el político tendrá incentivos para utilizar la mentira”. Falta coraje en una política instalada en zona de confort, añado de mi cosecha. La conclusión parece clara: no puede concebirse la política como un medio (además imposible) de satisfacer siempre las demandas de la ciudadanía, sino que -como recuerda el profesor Manuel Zafra- la política consiste en elegir (a veces dramáticamente) entre bienes igualmente valiosos.

4.- Actualmente, la política populista todo lo anega, no solo a los partidos que la ejercen a tumba abierta, sino que se puede afirmar que el populismo se ha instalado con indisimulada comodidad en la totalidad de las fuerzas políticas, también en las que ejercen funciones gubernamentales. La obra de Pierre Rosanvallon (El siglo del populismo) es imprescindible en este punto. También la de Anne Applebaum (El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo), que el autor cita en varios momentos. Aunque no dedica al populismo mucho espacio, Urquizu centra bien el foco: “La política y la democracia acaba cayendo en la ‘emboscada’ demoscópica”. Y concluye: “Todo el mundo rechaza los populismos, pero los políticos se ven abocados a él cuando se les pide que sigan a las encuestas y hagan lo que la gente quiere”. Sabe de lo que habla.

5.- La política, por tanto, requiere que los dirigentes “no sólo deben tener principios y convicciones, sino que además deberían ser capaces de defender un modelo de sociedad, un proyecto de país”. En otros términos: “La política necesita de pedagogía, de capacidad de explicación”. Y para ello -según el autor- “las formaciones políticas deben ser organismos vivos”; algo que, hoy día, están lejos de serlo. Reivindica una y otra vez “el derecho a ser escuchado” y un concepto de la democracia con una dimensión deliberativa y de transacción.

6.- El autor dedica un capítulo entero a analizar el funcionamiento interno de los partidos. Aporta miradas de interés a este problema, que está marcado por la oligarquización creciente de las estructuras de poder (“la ley del pequeño número” de la que hablara Weber) y, más recientemente, por los liderazgos autónomos o hiperliderazgos nacidos de elecciones primarias, en los que el partido es un mero instrumento del líder. Ignacio Urquizu apuesta por partidos más vivos y por otro tipo de líderes: “Los liderazgos eficaces son aquellos que están al servicio de la formación política para que esta alcance el poder. En cambio, en los procesos de primarias tan abiertos, existe la tentación de utilizar un partido en sentido inverso; (esto es,) como una plataforma electoral para dar satisfacción a las ambiciones personales”. En otros términos: “El líder no ayudaría a la organización, sino que se valdría de ella para alcanzar el poder”. No cita nombres, pero a buen entendedor pocas palabras. El autor aboga por un claro reforzamiento de las estructuras del partido frente a este tipo de liderazgos, lo que impone una visión crítica sobre cómo se han hecho las cosas en su propia organización política. La critica de las primarias es contundente, y en esto coincide con las tesis de Piero Ignazi, en su libro Partido y democracia (Alianza, 2021).

6.- El análisis exhaustivo de las fórmulas de gobiernos de coalición (en las que el autor se encuentra cómodo por haber tratado este fenómeno desde el punto de vista académico) le conducen a una conclusión que no cabe sino compartir: “El mejor antídoto para el gobierno contra el “otro” es gobernar con el otro”. Pero es algo que, salvo excepciones puntuales (algunas comunidades autónomas y ayuntamientos), en España no se hace, pues prima “esta concepción de la política, muy tribal, (que) es (de) donde nace la polarización y la crispación”. En la dicotomía entre “gobernar con socios más próximos ideológicamente u optar por una mayor transversalidad”, Urquizu se inclina claramente por esta segunda opción, que ha sido la no seguida por su propio partido en el gobierno central.

7.- El autor hace una defensa encendida de la política municipal, descubierta tras su exilio político obligado a la periferia de la actividad política. Los municipios como escuela de la política fue una idea que ya lanzó Alexis de Tocqueville en su transcendental obra La Democracia en América. El descubrimiento de la gestión municipal (la auténtica trinchera de la acción política) ha representado para Urquizu un aprendizaje importante. Gobernar en minoría le ha conducido a buscar pactos, algo que es más corriente en las instituciones territoriales, y también algo más más fácil que en la política estatal, donde el foco de los medios es asfixiante, y la polarización y crispación más evidente. Aun así, algunas de sus reflexiones (por ejemplo, en lo que afecta a las relaciones entre políticos y técnicos) cabría matizarlas. Su fe en la buena política le conduce a no hacer juicio crítico alguno sobre la politización intensiva de las Administraciones Públicas. Ello se debe a un análisis exclusivo de la realidad local, donde los problemas son otros. Pero de su corta experiencia no se pueden extraer consideraciones tan contundentes (pp. 22-24). Como me dijo un secretario de Ayuntamiento, “un buen habilitado puede ayudar mucho al alcalde, uno malo puede hacerle la vida imposible”. En todo caso, el autor se sincera: “No obstante, al margen de todas las dificultades, la principal enseñanza que algunos estamos obteniendo de esta experiencia municipal es que sí es posible otra forma de hacer política, donde convencer, seducir, trabajar en equipo o buscar acuerdos están por encima de la confrontación y la polarización”.

8.- El mensaje positivo es muy obvio: hay, a su juicio, “otra forma de hacer política”. También evitando el cortoplacismo, pues hoy día -como señala el autor- “el largo plazo o las medidas de calado ni se consideran”. La cita que abre esta reseña es importante, por la constatación efectiva de que estamos perdiendo el tiempo. Sin reformas no hay futuro. Y sin esa visión estratégica hacer buena política es impensable. Como bien dice, “gobernar es dar pequeños pasos, sabiendo cuál debe ser la dirección y el horizonte”. Es necesario “tener un horizonte temporal a largo plazo y un modelo de país, y es aquí donde aparecen casi todas las carencias de la política actual; no se contraponen proyectos políticos, sino consignas de brocha gorda”.

 

Final: Otra política es posible

La apuesta de Ignacio Urquizu por la necesidad de hacer otra política es diáfana. Pero, en un ejercicio de honestidad intelectual, el propio autor exterioriza al final sus dudas: “No sé hasta qué punto el funcionamiento interno de los partidos va a permitir que se abra paso una forma distinta de ejercer la política”. Su defensa del papel de los partidos (especialmente del suyo), el necesario respeto a las minorías (algo que en su caso no existió), los contrapesos internos (en estos momentos de vacaciones) o del debate interno (también ausente) “son algunos ejemplos de cuestiones que deberían abordarse”, pues tal como indica no hay otra alternativa.

Sin embargo, la deslegitimación de los partidos políticos y su gradual conversión en estructuras cerradas donde hay muchas personas que viven de la política y están adosadas a las instituciones, como han analizado de forma intachable Peter Mair (Gobernando el vacío, Alianza 2013) y Piero Ignazi (2017), no facilitarán esa ingente tarea de transformación de la política que el autor defiende con múltiples y reiterados argumentos, de solidez formal innegable; pero que tropiezan con una tozuda realidad heredada muy poco (o nada) propicia a transitar por la estimulante senda hacia la que nos quiere conducir Ignacio Urquizu. En sus tesis existe un cierto destello de una política que ya no existe y que debemos recuperar. Una concepción idealista, pero también una carga de añoranza de una realidad que se ha ido difuminando con el paso del tiempo. Veremos si los políticos, a quienes va dirigida principalmente esta obra, son capaces de extraer las lecciones oportunas. De momento, la política está secuestrada por la comunicación y nada apunta a que se vaya a liberar de ella. Se encuentra cómoda haciendo lo que le dicen. Aunque a nadie importe y menos aún en muchos casos ni siquiera beneficie.  La política se ha desligado de la sociedad, y el autor propone volverla a enganchar. Ahí está el reto al que invita Urquizu. A ver si alguien coge el guante.

¿Por qué Italia no ha entregado a Puigdemont a la justicia española?

Un nuevo capítulo se ha abierto en el culebrón jurídico internacional que comenzó hace ya más de cuatro años y es que el pasado 23 de septiembre Carles Puigdemont, expresidente de la Generalidad de Cataluña, fue detenido en Cerdeña en cumplimiento, en principio, de la orden de detención y entrega europea emitida el 14 de octubre de 2019 por el Tribunal Supremo español. No obstante, este mismo lunes el tribunal italiano finalmente denegó su entrega a la justicia española entendiendo que, por un lado, la referida euroorden se encontraba en suspenso y, además, que el expresident es inmune debido a su condición de eurodiputado.

Esta decisión ha sido cuestionada y debatida tanto por algunos juristas como por el propio instructor de la causa, el Juez Llarena, quienes aseguran que las euroórdenes siguen activas y la inmunidad de Puigdemont en suspenso.

Fundamentalmente, se deben valorar tres cuestiones relevantes para que Italia pudiera entregar a Puigdemont para ser juzgado por la justicia española, requisitos que, en este caso, el Juez italiano no ha considerado cumplidos. En primer lugar, (i) si existe o no una orden de detención y entrega activa contra el expresidente catalán. En segundo lugar, (ii) si Puigdemont es inmune o no por su condición de eurodiputado desde enero de 2020. Y, por último, (iii) si existen delitos equivalentes a los delitos de sedición y malversación de caudales públicos -delitos por los que sería imputado en España- en el Código Penal italiano.

La última de las cuestiones debe ser respondida de forma afirmativa, es decir, el Código Penal italiano cuenta con delitos equivalentes a los delitos por los que sería juzgado en España. Esta cuestión es relevante, recordemos que en 2018 el expresident fue detenido en Alemania en cumplimiento de otra euroorden emitida por el Supremo que solicitaba su extradición como imputado por los delitos de rebelión y malversación. Sin embargo, finalmente se denegó su entrega porque el Código Penal alemán no contemplaba un delito equivalente al de rebelión y, por lo tanto, sólo podría ser juzgado en España por malversación.

Por otro lado, es cierto que, tras haber tomado posesión de sus cargos como eurodiputados, tanto Puigdemont como otros exconsellers gozaban de inmunidad europarlamentaria que impide que éstos puedan ser detenidos o procesados en el territorio de cualquier estado miembro.

No obstante, esta inmunidad puede ser retirada por acuerdo de la mayoría del Parlamento Europeo, de acuerdo con el artículo 9 de su reglamento interno. El Supremo español hizo uso de esta facultad y solicitó al Parlamento Europeo que iniciara el suplicatorio y retirara la inmunidad de Puigdemont y el resto de exconsellers, decisión que finalmente fue adoptada por mayoría de un 60% de la cámara el pasado mes de marzo, como ya comenté en un post anterior.

Sin embargo, Puigdemont recurrió esta decisión del Parlamento ante el TJUE y solicitó medidas provisionales para que, en lo que tardara en resolverse el recurso, siguieran gozando de inmunidad.

El Tribunal General de la Unión Europea (“TGE”) no concedió estas medidas provisionales (consúltese la nota de prensa aquí) entendiendo que no se daba el requisito de urgencia y fundamentó su decisión, principalmente, en dos argumentos:

(i) Aunque el Parlamento Europeo les haya retirado la inmunidad, siguen siendo inmunes en lo relativo al desarrollo de sus funciones como europarlamentarios, por lo que no se estarían vulnerando sus derechos fundamentales como representantes de los ciudadanos de la Unión, argumento principal de los recurrentes. Por lo tanto, todos ellos siguen gozando de inmunidad en todas las actividades y desplazamientos que desarrollen en calidad de eurodiputados.

(ii) En segundo lugar, y por sorprendente que parezca -ya que la razón por la que se les retiró la inmunidad era para poder dar cumplimiento a la orden de detención-, el TGE consideró que no existe un riesgo inminente de que éstos sean detenidos. Esto se debe a que el Tribunal entiende que la euroorden emitida por el Supremo se encuentra temporalmente suspendida.

Este nuevo e inesperado inconveniente se debe a otra cuestión que ni siquiera involucra directamente a Puigdemont y es que, a principios de este año, la justicia belga denegó la entrega de otro exconseller, Lluís Puig, alegando que el Tribunal Supremo español no era el competente para la emisión de esta Orden de Detención Europea. En consecuencia, el Tribunal Supremo planteó una cuestión prejudicial ante el TJUE para que resolviera quién era el competente para la emisión de esta euroorden.

Por lo tanto, según el TGE, al haberse planteado una cuestión prejudicial en relación con las euroórdenes que solicitan la detención y entrega tanto de Lluís Puig, como de Puigdemont y el resto de exconsellers, se suspende el proceso penal y, por lo tanto, la ejecución de las órdenes de detención también queda suspendida.

Además, y como cabía esperar, el pasado 1 de octubre, tras ser detenido en Cerdeña, Puigdemont volvió a solicitar medidas provisionales al TGE para que se le devuelva la inmunidad puesto que el riesgo de extradición era inminente. Esta solicitud de medidas aún está pendiente de resolución por lo que, una vez más, el Juez italiano ha entendido que, hasta que no se resuelva esta petición, el expresidente es inmune, pese a que el Parlamento le hubiera retirado dicha inmunidad y el TGE lo hubiera confirmado.

En conclusión, aunque sí existen delitos equivalentes en el código penal italiano a los de sedición y malversación, el tribunal italiano ha decidido dejar en suspenso la entrega de Puigdemont entendiendo que, hasta que se resuelva la solicitud de medidas provisionales presentada por Puigdemont su inmunidad permanece vigente y, además, que mientras el TJUE resuelve la cuestión prejudicial planteada por el Supremo sobre la competencia para emitir las euroórdenes, éstas permanecen en suspenso y por lo tanto Puigdemont no puede ser extraditado.

El Tribunal Constitucional, por su parte, este martes ha avalado la posición del Juez Llarena y ha desestimado el recurso de amparo presentado por Puigdemont y el resto de exconsellers contra las resoluciones del Supremo que emitieron las euroórdenes, afirmando que las euroórdenes se encuentran activas y vigentes, contradiciendo lo resuelto por el Tribunal italiano.

Si bien aún no se ha hecho público el Auto en cuestión, ya se ha adelantado que esta decisión se debe a que, según el TC, en los procedimientos de amparo no se suspenden cautelarmente los efectos de la decisión impugnada -en este caso de la euroorden- y, además, que las órdenes de detención tienen naturaleza cautelar y, a este respecto, las recomendaciones del TJUE aclaran que las medidas cautelares “no están sometidas al régimen de suspensión obligatoria” por lo que se estará a lo que resuelva el tribunal nacional, en este caso, a lo que decida el Tribunal Supremo sobre la suspensión de las mismas.

Como ya puse de manifiesto en mi anterior post, aunque las Órdenes de Detención Europea son un sistema avanzado y mejorado de las extradiciones internacionales, aún falta mucho por hacer, sobre todo cuando en la mayoría de los casos el estado miembro que sirve de cobijo a un fugitivo de otro estado tiene la licencia de poner en duda las intenciones políticas y la imparcialidad del sistema judicial del otro país, y más teniendo en cuenta que España cuenta con el respaldo de la Unión Europea en esta causa.

Por desgracia, este ha sido el posicionamiento de Bélgica desde el inicio del conflicto catalán y que, en mi opinión, su reticencia a colaborar con la justicia española se debe -más que a dudas razonables sobre la independencia de la justicia española- a sus propios conflictos políticos, en un intento de “no abrir el melón” sobre el independentismo flamenco en su propio país. Es decir, que las propias reservas políticas de un estado pueden llegar a interferir en el ius puniendi de otro país.

Es justo decir que no creo que este sea el caso de Italia. A mi parecer Italia sí tenía una voluntad real de entregar a Puigdemont a la justicia española, pero ha optado “dar una patada hacia delante” por miedo a contradecir futuros pronunciamientos de los tribunales europeos. Por ejemplo, no tiene sentido decir que, puesto que Puigdemont ha solicitado medidas provisionales para que se le devuelva su inmunidad, en el tiempo en que tarde en resolverse el recurso ésta le es restituida, ya que sería tanto como admitir que existen medidas provisionales a las medidas provisionales o incluso aceptar resoluciones que anticipan fallos futuros. La cautela del tribunal italiano es comprensible, nadie quiere ser el juez que dicte un fallo que es posible que sea posteriormente anulado por un tribunal europeo, cuando ya sea demasiado tarde y el perjuicio ya se ha causado.

En mi opinión, es necesaria una reforma del sistema de las Órdenes de Detención Europea que refleje en mayor medida la unificación de sistemas y valores democráticos que fundan la Unión, ya que, aunque las formas y los procedimientos son más que necesarios, la eficacia y la justicia también lo son, y lo que no es admisible es que se permita que un huido de la justicia pueda ocultarse durante más de cuatro años en el territorio de nuestros propios aliados aprovechándose de los fallos de un sistema de confianza que nosotros mismos hemos construido.

Ley 8/2021: del juicio de capacidad a la formación y evaluación del consentimiento

La idea central de la Ley  8/2021 es que la persona con discapacidad no solo tiene -como siempre se ha reconocido- la misma capacidad para ser titular de derechos y obligaciones  sino que tiene que tener también la posibilidad de ejercerla ella misma a través de la expresión de esa voluntad. 

Se ha hablado mucho de que esto supone la desaparición de la tradicional distinción entre capacidad jurídica y capacidad de obrar, pero menos de lo que implica en la práctica: que la cuestión clave ahora no es la capacidad, sino el consentimiento. Porque una cosa es que todas las personas pueden ejercer su capacidad jurídica y otra que puedan prestar un consentimiento válido en cada acto concreto. Esto se aplica para cualquier persona, con o sin discapacidad. Para que un acto o contrato sea válido es necesario que se haya prestado consentimiento al mismo (art. 1261 Cc). El consentimiento implica la existencia de una voluntad libre y de un conocimiento suficiente sobre el acto que se realiza. Por eso no es válido un consentimiento que se presta con violencia o intimidación (porque no es libre) o con error o dolo (porque no se conocía adecuadamente el objeto del consentimiento). En relación con esto último se habla de la prestación de un consentimiento informado, que significa que la persona que toma la decisión comprende el acto mismo pero también sus consecuencias. Pero en realidad no hay más consentimiento que el informado, pues si no se comprende el acto y sus consecuencias, no existe consentimiento. 

El problema en el caso de personas con discapacidad es por tanto, el mismo que para cualquier otra: que la persona comprenda la decisión y que la tome libremente. Lo que sucede es que la actuación que hay que realizar para esto puede tener algunas particularidades en función de la concreta discapacidad, y también del acto.

En realidad, esto no es algo nuevo, en particular para los notarios (como destaca Cabanas), pues conforme al art. 17 bis de la Ley del Notariado deben asegurarse en todo caso de la prestación de un consentimiento informado y conforme al art. 147 RN deben prestar especial asesoramiento a la persona más necesitada de él, es decir adaptar las explicaciones a la persona y al negocio concreto. Pero en la práctica si se va a producir un cambio importante: hasta ahora la necesidad de participar en este proceso de decisión y su evaluación se limitaba a las personas con discapacidad que no estaban judicialmente incapacitadas -típicamente personas mayores con diverso grado de deterioro cognitivo- pues las que tenían discapacidades desde su nacimiento eran normalmente representadas por sus padres o tutores . A partir de la Ley, se extenderá a todas las  personas con discapacidades psíquicas, pues nadie está privado de capacidad aunque a algunas se les nombren apoyos representativos. Es importante señalar que esta actividad no corresponde realizarla solo a los notarios sino a otras autoridades ante las que deban tomar decisiones estas personas, como jueces, personal sanitario o de servicios sociales.

Los ajustes especiales que se han de realizar son de dos tipos. 

Por una parte, las discapacidades físicas o sensoriales imponen adaptaciones que permitan a esas personas recibir la información que necesitan para tomar una decisión  y manifestarla, y por eso el art. 25 de la Ley de Notariado se refiere a la necesidad de utilizar “instrumentos y ajustes razonables que resulten precisos, incluyendo sistemas aumentativos y alternativos, braille, dispositivos multimedia de fácil acceso, intérpretes, sistemas de apoyos a la comunicación oral, lengua de signos, lenguaje dactilológico, sistemas de comunicación táctil y otros dispositivos”. En el mismo sentido se prevé la prestación de apoyos en la comunicación en la LEC y la Ley de Jurisdicción voluntaria. Hay que advertir que si la persona con discapacidad no puede aportarlos, será necesaria que se provean por los servicios sociales, lo que no parece haberse previsto (legislar parece gratis, aplicar la Ley no suele serlo, y es necesario que se presupuesten recursos para estos apoyos, como advertía Natalia Velilla aquí). 

Los ajustes a la discapacidad psíquica presentan una mayor complejidad, que la Ley reconoce al prever la necesidad de formación de jueces, fiscales y notarios, entre otros. Pero mientras tanto no da muchas orientaciones sobre cómo realizar esta actividad especial. El art. 665 Cc dice que “el Notario procurará que la persona otorgante desarrolle su propio proceso de toma de decisiones apoyándole en su comprensión y razonamiento y facilitando, con los ajustes que resulten necesarios, que pueda expresar su voluntad, deseos y preferencias.”.  En términos muy semejantes se expresa la DT 3ª en relación con la modificación de medidas voluntarias al decir.  Esta especial actividad no se limita a estos dos supuestos sino que debe extenderse a cualquier actuación, como resulta de la Circular del Consejo General del Notariado 3/2021. Los artículos 7 bis LEC y 25 LN también se refieren a la necesidad de utilizar un lenguaje sencillo y a la posibilidad de utilizar el apoyo de otras personas, tanto los apoyos habituales como los de profesionales especialistas. 

Rodrigo Tena advierte en este clarificador artículo de la conveniencia de dar más orientaciones y recursos  para enfrentarse a esta actividad. Ante la parquedad de la Ley, podemos acudir a otros textos que nos sirven de orientación, como la  Guía de la Unión Internacional del Notariado Latino  la norma inglesa sobre capacidad (Mental Capacity Act) y su Code of Practice. Sin poder entrar en el detalle de estos textos, destaco algunas orientaciones. Primero, en muchos casos la comunicación requerirá más tiempo y sosiego. También será frecuente la necesidad de un verdadero proceso de toma de decisión. Es decir, que no bastará la lectura explicativa del documento que se va a firmar, sino que ésta irá precedida de una entrevista en la que se realizará una explicación previa del acto y se irá comprobando el nivel de compresión y la firmeza e independencia de la voluntad. El nivel de información ha de estar adaptado a la trascendencia del acto y a la persona, debiendo darse solo la información relevante para la decisión. La relevancia también debe tenerse en cuenta en la lectura: recordemos que el artículo 193.2 del Reglamento Notarial dice que la lectura ha de considerarse íntegra si “el notario hubiera comunicado el contenido del instrumento con la extensión necesaria para el cabal conocimiento de su alcance y efectos, atendidas las circunstancias de los comparecientes”. Por tanto no será necesaria siempre –ni en muchos casos conveniente- la lectura literal.

En este proceso se podrán ir requiriendo los apoyos que sean necesarios. Para ello lo primero es tener en cuenta la voluntad de la persona con discapacidad, que será la que inicialmente indique los apoyos. Pero el notario podrá contar también con el de las personas que le acompañan, sus guardadores de hecho, o los facilitadores profesionales a los que he hecho referencia. La circular 3/2021 del Consejo General del notariado prevé que de cara a realizar el juicio sobre el consentimiento el notario pueda pedir: información sobre las condiciones de vida y entorno de la persona, la calificación administrativa de la discapacidad, entrevistarse con su familia y convivientes, y la colaboración de expertos para facilitar la comunicación o informes de servicios sociales u otros profesionales. 

Este proceso terminará en la toma de la decisión, pero también puede ser que tras el mismo resulte que la persona con discapacidad no puede prestar un consentimiento informado sobre el acto. Esta decisión corresponderá a la persona que deba recoger el consentimiento en cada caso (médico, asistente social, notario, etc…). Como señala la Ley británica, se trata de un “balance of probabilities”, un juicio probabilístico y no una certeza. En este difícil equilibrio, los notarios tienen que tener en cuenta tanto los derechos de la persona con discapacidad como su protección y la seguridad jurídica en general.

Para ayudar en esta decisión la Mental Capacity Act señala que se ha de evaluar si esa persona es capaz de : comprender la información relevante para la decisión; retener esa información; utilizar dicha información como parte del proceso de toma de decisiones; comunicar su decisión.

Veamos como se pueden evaluar esas exigencias. Como dice Cabanas, la comprensión es un proceso intelectivo interno al cual el notario no accede, por lo que para hacer un juicio es necesario que la persona con discapacidad lo exprese. En el Código de Práctica del Mental Capacity Act británica se aconseja que se hagan preguntas que no se respondan sí o no y/o que se haga la misma pregunta de forma distinta para asegurarse de que realmente la entiende. La capacidad de retención de la información es una cuestión especialmente importante en relación con las personas mayores, que en muchos casos tienen problemas de memoria, sobre todo a corto plazo: sin retener la información es imposible tomar una decisión que la tenga en cuenta. Pero la Mental Capacity Act dice que el que lo pueda retener “sólo durante un breve periodo de tiempo no impide que se le considere capaz de tomar la decisión.” Esto es lógico pues lo importante es que exista una voluntad informada en ese momento, no que pueda retener a largo plazo los razonamientos ni, incluso, el mismo hecho del otorgamiento. Sin embargo, esto habrá de ponderarse en función del negocio que se pretende realizar, pues si va a tener consecuencias directas para la persona con discapacidad en el futuro (un préstamo), no se debe autorizar si su falta de memoria a corto plazo le va a impedir hacerse cargo de sus consecuencias futuras.

En cuanto al uso de la información en su decisión, lo normal es presumir que se realiza. Sin embargo, pueden existir afecciones psiquiátricas que lleven a una disociación entre la razón y la acción. Por ejemplo, personas con determinadas lesiones cerebrales pueden ser incapaces de controlar su impulso de realizar algo. Esto será difícil de juzgar por una persona externa salvo cuando el propio negocio tenga algún elemento anómalo o parezca realizarse en perjuicio de la persona con discapacidad. Esta última cuestión está en relación con el discutido “derecho a equivocarse” de la persona con discapacidad. La Ley 8/2021 prescinde del principio de interés de la persona con discapacidad como criterio de actuación de los apoyos, debiendo prevalecer la voluntad y preferencias de aquella, también frente al criterio de las personas que prestan apoyo. Sin embargo, el hecho de que la decisión de la persona parezca equivocada a su entorno puede ser un indicio de un fallo en el proceso de decisión: o bien no comprende bien las consecuencias del acto, o bien no es capaz de utilizar la información por la existencia de un trastorno o de una influencia indebida. Esto debería llevar a volver a presentar la información o a pedir informes para asegurarse no tanto de que la decisión es correcta sino de que existe un auténtico consentimiento libre e informado. 

Hay que destacar que ésta evaluación se hace en paralelo a la prestación de los apoyos que se consideran necesarios. Es decir, que en la práctica no hay dos momentos separados: uno de información y prestación de apoyos y otro en el que se hace el juicio. Ambas actuaciones se desarrollan simultáneamente, pues es posible que los apoyos se vayan requiriendo a medida que el notario va detectando determinados fallos de comprensión o comunicación. Es decir, que cuando no se cumple uno de los requisitos vistos, la solución no es denegar la actuación sino solicitar otros apoyos, y solo si no resultan suficientes se denegará la actuación y se remitirá a una actuación representativa, normalmente con intervención judicial. Es necesario recordar que esto último no supone una discriminación de la persona con discapacidad, sino la mejor forma de protegerle en ese caso, porque implica el control judicial del acto y de la actuación de los representantes en beneficio de esa persona. 

 

27 criterios a tener en cuenta en la valoración de la prueba en el delito de maltrato habitual del art. 173.2

La Sentencia del Tribunal Supremo 684/2021, de 15 de septiembre, cuyo ponente es D. Vicente Magro Servet resulta, por profundidad y contenido, de gran importancia a futuro en lo que se refiere a la interpretación del delito de maltrato habitual del art. 173.2 del Código Penal. Este tipo penal, ubicado dentro de los delitos contra la integridad moral, viene a proteger la convivencia entre personas unidas por lazos de carácter familiar o afectivos de carácter análogo, esto es, lo que se ha venido denominando la “paz familiar”. Se ha tratado, desde su inclusión a través de la Ley Orgánica 3/1989, de 21 de julio, y a través de sus sucesivas reformas –destacable entre ellas la operada por la Ley Orgánica 14/1999, de 9 de junio, al fijarse una serie de criterios interpretativos del tipo- de un precepto que ha generado no pocos debates.

A la luz de estos debates y queriendo adecuar la interpretación del tipo a la realidad social actual, la presente Sentencia, aprovechando un recurso de casación presentado contra la Sentencia de la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de Galicia, de 12 de febrero de 2021, que condenaba al acusado por un delito de maltrato habitual y por un delito continuado de violación, aporta un “abecedario” de criterios a tener en cuenta en la valoración de la prueba en relación con el delito de maltrato habitual del art. 173.2.

Estos parámetros o criterios, orientados todos ellos como decimos a la valoración de la prueba a realizarse por el Tribunal, orbitan, en esencia, entre el concepto de “habitualidad”, la problemática del non bis in idem y la pluralidad de víctimas del delito. Adelantándonos a la exposición de los 27 criterios que aporta la Sentencia, cabe destacar dos puntos.

Primero, que aunque se trata en el fondo de una adecuación de los parámetros de interpretación del delito a la realidad social actual, estos no se convierten en dogmas. Es innegable que es un delito cuya punición depende en gran medida de las circunstancias del caso concreto. Y segundo, que a buen seguro se generará un cierto debate entre los jueces, pues la interpretación que se propone –y con esto no la estamos criticando- es la más favorable para la víctima.

Expuesto lo anterior, a continuación se realiza una breve reseña de los 27 criterios o características del maltrato habitual descritos en la Sentencia.

a) La protección de la convivencia integra el bien jurídico protegido del delito. Lo que se protege a través del art. 173.2 no es la integridad física o psicológica de la víctima sino la paz en la convivencia. Lo que se vino denominando tradicionalmente como “paz familiar”.

b) No se prescindirá del testimonio de la víctima bajo el pretexto de la duda que genere por tratarse de la única fuente de prueba disponible. Al contrario, este se tendrá en cuenta y podrá fundamentar una resolución condenatoria toda vez que sobre este se realice el necesario triple test sobre su credibilidad y verosimilitud –aplicado de ordinario en los casos de ataques a la libertad sexual-.

c) Mediante el maltrato habitual se genera un clima de “insostenibilidad emocional” el cual se traslada de la víctima concreta de los actos de maltrato hacia el resto de miembros de la familia o unidad de convivencia.

d) El autor del delito subyuga por completo al núcleo familiar a través de la utilización de la violencia.

e) De esta forma, lo que realiza es una “jerarquización de la violencia familiar”. Quizás en este punto la Sentencia debiera haberse referido a la “jerarquización de la familia a través de la violencia”.

f) La esencia de lo que se sanciona es la habitualidad, extremo que justifica un plus de reprobabilidad penal y, sobre todo, que no exista non bis in idem respecto de cada uno de los actos de maltrato individualmente penados.

g) Se trata de un delito autónomo cuyo bien jurídico protegido es la integridad moral de la víctima. A ello habría de añadirse, para no entrar en contradicción con lo expresado anteriormente, que esa integridad moral se proyecta en este caso en la protección de la convivencia.

h) Consecuencia de lo anterior es que no se apliquen concursos de normas entre los delitos relativos a los actos individuales de maltrato y el propio tipo del maltrato habitual. El propio 173.2 in fine contiene una cláusula en este sentido. Al contrario, y tal como ya venía haciendo la jurisprudencia, se aplicará un concurso real de delitos.

i) La autonomía entre ambos tipos radica en el bien jurídico protegido. Es la protección de la convivencia lo que justifica que este se trate de un tipo autónomo respecto de los delitos contra la vida y contra la integridad física y psíquica de la persona.

j) Esta autonomía se proyecta en la creación de una situación permanente de dominación sobre las víctimas que las atemoriza e impide el libre desarrollo de su vida y su persona. Tal forma de actuar se traduce y se manifiesta en distintos actos agresivos de mayor o menor entidad, pero siempre encuadrados en el referido marco de comportamiento.

k) Puede haber concreción o no en cuanto a las fechas en las que han ocurrido los distintos actos integran este maltrato habitual. Asimismo, puede ser difícil que las víctimas las recuerden con detalle, sin que ello haya de colocarlas en una situación de indefensión.

l) La habitualidad no es un problema aritmético, razón por la que se deja atrás la exigencia de un número mínimo de comportamientos individualizados –tradicionalmente tres-. Menos aún puede exigirse un número mínimo de denuncias. El delito se orienta hacia un clima de dominación o intimidación. Lo realmente determinante es la reiteración de actos de violencia física o psicológica cuya repetición permite hablar de habitualidad.

m) La habitualidad responde a un concepto criminológico-social más que jurídico-formal. Ello resulta plenamente coherente con la no exigencia de un número mínimo de actos individualizados de maltrato.

n) El maltrato habitual genera un solo delito, sin que existan tantos delitos como víctimas integren la unidad de convivencia dominada o sometida por el autor. La pluralidad de afectados no transforma la naturaleza homogénea del delito.

o) El tipo del art. 173.2 se aproxima a los llamados delitos de estado, puesto que pervive autónomo a los delitos concretos que cada acto de maltrato genere y sanciona únicamente la creación del clima al que nos venimos refiriendo.

p) A efectos de identificar este clima o estado de dominación resulta indiferente que los actos individualizados de maltrato hayan sido o no enjuiciados. Lo que se protege es la pacífica convivencia, por lo que no se generan problemas de non bis in idem ante actos previamente enjuiciados.

q) El número de personas afectadas, la frecuencia de repetición de los actos de violencia, la naturaleza concreta de los comportamientos o el daño que estos actos puedan irradiar a los integrantes de la unidad de convivencia habrán de servir como parámetro a los efectos de evaluar la antijuridicidad de la conducta, la culpabilidad del autor y, sobre todo, para la individualización de la pena.

r) El maltrato habitual se integra por actos que pueden tener una gravedad nimia si se tratan por separado, mientras que al evaluarlos en conjunto dan muestra de la crueldad mostrada por el sujeto y la dominación sufrida por las víctimas.

s) Este maltrato genera en ocasiones en las víctimas la sensación de que no pueden salir de él, extremo que incluso lleva a no haber denunciado ninguna situación previa.

t) Puede que el silencio haya sido prolongado en el tiempo hasta llegar a un punto en el que, ocurrido un hecho grave, se decida la víctima finalmente a denunciar por haber llegado a un límite a partir del cual ya no puede aguantar más actos de maltrato hacia ella y, en ocasiones, hacia sus hijos.

u) El retraso en denunciar no puede ser tenido en cuenta para minimizar la credibilidad de la declaración.

v) La decisión de denunciar puede crear un escenario en el que la vida y la integridad de la víctima y de sus hijos corran un grave peligro, razón de más para que el silencio previo no contribuya a cuestionar la credibilidad de su testimonio.

w) La inexistencia de denuncias previas no es determina que la declaración no sea cierta o sea inexacta.

x) Que la relación que mantengan la víctima y el autor del delito no sea buena tras la denuncia o previamente a la misma no puede ser tenido en cuenta para poner en duda el testimonio de la víctima. Ello no prueba la existencia de un resentimiento.

y) La concepción del art. 173.2 como un tipo penal autónomo tiene la específica misión de impartir un mayor reproche penal a una conducta tan execrable como lo es el maltrato reiterado.

z) La relación de sometimiento psicológico que provoca el maltrato puede plasmarse en graves secuelas para la víctima tales como la paralización en la toma de decisiones libres, ya que la víctima no es consciente de que esté siendo victimizada.

De todo lo anterior cabe resaltar una serie de cuestiones tratadas y no tratadas.

La primera es que prevalece el criterio material o criminológico-social en la concepción de la habitualidad. De esta manera, nos alejamos del criterio aritmético por el cual se venían exigiendo al menos tres actos de maltrato. En este momento, lo esencial es el clima de sometimiento y dominación.

En segundo lugar, y ello en consonancia con lo anterior, se eliminan los problemas existentes en lo relativo a la necesidad de enjuiciamiento de los actos de violencia anteriores y su posible problemática en el caso de que hubieran dado lugar a una sentencia absolutoria. De acuerdo con la Sentencia, y dado que los actos de violencia individualizados ni siquiera tienen que tener una gravedad mínima como para ser considerados delictivos, entendemos que incluso aquellos por los que no ha recaído condena pueden integrar el clima que determina la existencia de este delito. Otra cosa es que se haya considerado probado que el hecho violento en sí nunca existió. En este caso, como es lógico, no se podrá tener en cuenta a los efectos de apreciar la habitualidad.

Tercero, en ninguno de los 27 criterios se analiza la proximidad que debe darse entre los distintos actos de violencia individualizados. Es cierto que se hace referencia a que la frecuencia de repetición será un criterio a tener en cuenta para la individualización de la pena. Sin embargo, sigue persistiendo el problema de determinar cuánto de próximos deben estar estos actos de maltrato. Aunque la variabilidad en la jurisprudencia es enorme –desde 1 mes hasta 3 años dependiendo del caso-, lo cierto es que en ningún caso se aprecia la habitualidad por encima de los 3 años.

Y, en cuarto y último lugar, tampoco se hace referencia alguna a la prescripción. No obstante, este es un aspecto de fácil solución. Al entenderse que el maltrato ocurre de forma habitual o continuada, es decir, el clima se produce como resultado del conjunto de agresiones, el plazo de prescripción habrá de empezar a contar desde el último de estos actos de maltrato.

En resumidas cuentas, los 27 criterios expuestos vienen a convertirse en una guía a los efectos de la valoración de la prueba en lo relativo al delito de maltrato habitual. Aunque algunos no parecen haber sido tratados con la profundidad necesaria, tal y como hemos comentado, no debemos pasar por alto las repetidas referencias a la violencia vicaria, a la violencia psicológica, a la reducida importancia del comportamiento de la víctima antes de denunciar o al carácter autónomo del tipo respecto del resto de delitos contra la integridad de la persona. Son precisamente estos puntos los que denotan la intención de equiparar la interpretación del tipo a la realidad social actual.

Los juicios mediáticos y la sociedad de la desinformación

Como sociedad, nos encontramos inexorablemente sumidos en el frenesí de la inmediatez. Muy lejos quedan ya los pacientes intercambios de correspondencia postal, las interminables consultas de manuscritos en las bibliotecas, o las llamadas desde un teléfono fijo. Desde la llegada generalizada de Internet a nuestros hogares, la urgencia se ha propagado como una onda expansiva y se encuentra arraigada –cada vez más y sin visos de retroceso– en los mismos cimientos de nuestra comunidad. Las cabinas telefónicas fueron sustituidas por “smartphones”, y con ellos llegó la explosión de las redes sociales y, también, el fenómeno de la “viralidad”.

Efectivamente, un acontecimiento puede convertirse en cuestión de minutos –si bien de manera momentánea– en “trending topic”, en tendencia, lo que viene a significar que una buena parte de la sociedad se encuentra en ese momento comentando u opinando sobre lo ocurrido. Y, a veces, en esa prisa por opinar, por apoyar públicamente a través de las redes sociales aquellas causas que “creemos justas”, erramos sustancialmente y atentamos –sin ser verdaderamente conscientes– contra nuestras propias instituciones y valores democráticos.

Un buen ejemplo de esos ataques silenciosos e inconscientes es la proliferación de los juicios mediáticos, siendo, además, peligrosamente común que se pierda la confianza en el propio sistema cuando llegamos al firme convencimiento de que nuestros postulados son “los correctos y justos”. Postulados que, dicho sea de paso, no se ven modificados en prácticamente ninguna ocasión, ni siquiera por una decisión judicial firme contraria a aquellos. Y aunque puedan no ser pocas las ocasiones en las que acertemos con esa primera intuición que nos nace al aproximarnos a unos acontecimientos o hechos concretos, no deja de ser una anticipación de un fallo judicial que no permite un ulterior recurso. Porque, generalmente, el juicio y condena sociales no admiten segunda instancia, hayamos errado o no en nuestra sentencia.

No obstante, no puede perderse de vista el papel que juegan los medios de comunicación en ese entramado y en cómo se presenta la información a los ciudadanos. Y es que, por lo que a la sociedad de la información respecta, la carrera por el titular más llamativo (“No dejes que la realidad te estropee un buen titular”) y el mayor número de visitas, siendo lo segundo una indefectible consecuencia de lo primero, supone a veces la pérdida de rigor en pos de la inmediatez. Y cuando el rigor informativo desaparece, el derecho a recibir una información contrastada y de calidad se ve connaturalmente mermado.

Llegados a este punto, cabe plantearse: si la información de la que disponemos no es rigurosa y contrastada, ¿podemos formarnos una verdadera opinión sobre un acontecimiento actual concreto? ¿Está entre nuestras obligaciones como ciudadanos el investigar suficientemente sobre un acontecimiento antes de opinar públicamente sobre él? ¿Y se halla entre las obligaciones de los medios la de combatir la infodemia en la que nuestra sociedad digital se ve inmersa?

En definitiva, ¿responden los medios a las demandas de la sociedad, adaptándose a ellas, o es la sociedad la que se encuentra necesariamente influida por la información que se le presenta? Si bien no hay respuesta correcta o incorrecta —porque se trata de una clara retroalimentación—, no debemos perder de vista la existencia de dos conceptos contrapuestos (aunque quizá presenten cierta analogía o, incluso, simbiosis): el “framing” o encuadre, y el sesgo de confirmación.

En materia de comunicación, el “framing” es la selección y el énfasis que los medios conceden a las características de un tema, y que promueven abiertamente en el público una particular evaluación sobre dicho tema. Dicho de otro modo, un encuadre es un envoltorio o definición que alienta ciertas interpretaciones y desalienta otras (Rodelo, Frida V.; Muñiz, Carlos, 2016). Por su parte, el sesgo de confirmación es la tendencia a favorecer, buscar, interpretar y recordar la información que confirma las propias creencias o hipótesis, dando desproporcionadamente menos consideración a posibles alternativas (Plous, 1993).

Dejando a un lado las elucubraciones sobre si el primer fenómeno es consecuencia del segundo o viceversa, lo que parece innegable es que existe una altísima y “todopoderosísima” magistratura que se (auto) posiciona técnica y moralmente por encima de Juzgados y Tribunales de cualquier orden, categoría y especialización, y que responde al nombre de redes sociales. Y, como decíamos, no suele admitir una revisión en segunda instancia. En este contexto, el problema aparece cuando confluyen la falta de información –porque no se nos haya suministrado con el suficiente rigor y contraste, porque nos baste nuestro propio sesgo para sentar cátedra, o por la confluencia de ambas– y la emoción incontenida de sumarse a una causa que, desde nuestra perspectiva, es la más justa de todas las causas.

Pero tampoco puede perderse de vista que, desde el momento en el que la televisión, la radio o la prensa hablan de “presunto culpable” o dedican grandes espacios a la elucubración y no “simplemente” a la información, ya están atentando –de manera silenciosa e involuntaria, si se quiere– contra el Estado de Derecho. Porque la presunción es siempre de inocencia hasta que se demuestre lo contrario –por muy cliché que esto pueda sonar –y una resolución judicial así lo acuerde. Y, también, porque la defensa de ese Estado de Derecho lleva ineludiblemente anudada la defensa de sus instituciones (Policía, Jueces o Fiscales, entre otros muchos actores), de manera que la pérdida infundada de confianza en estos agentes no hace sino perjudicar a las bases más elementales de nuestra democracia.

Expuesto cuanto antecede, vaya por delante el más profundo respeto y defensa del incuestionable derecho a la libertad de expresión, consagrado constitucionalmente en cualquier país democrático que se precie y, por supuesto, también a la prensa que, como decía Tocqueville, “es, por excelencia, el instrumento democrático de la libertad”.

Sirva únicamente el presente planteamiento como una llamada a la reflexión sobre aquello que los ciudadanos, como parte de esa sociedad de la inmediatez, demandamos; sobre lo que hacemos con el desorden informativo en el que desde hace un tiempo a esta parte vivimos; y sobre el rigor que cabría reivindicar tanto respecto de los medios de comunicación como de nuestras propias opiniones, al menos –y esto es únicamente un mínimo– cuando puedan afectar de lleno a la esfera de los derechos personales de otros individuos, y con ello a las más elementales estructuras de nuestra comunidad.

 

La soberanía nacional y la división de poderes

Las relaciones institucionales entre los poderes del Estado son más enigmáticas de lo que familiarmente pensamos. En este artículo me limito a analizar algunos de los elementos clave del “gobierno del pueblo” para que cada uno saque su propio corolario.

El artículo 1 de la Constitución Española (CE) dispone:1. España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. 2. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. 3. La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria.”

De esta forma, se consagra la supremacía del pueblo como fuente de donde emana el movimiento y modulación de los poderes del Estado. Esto da al Estado una fuerte apariencia democrática en su configuración. No obstante, la autoridad del pueblo no se ejerce de forma directa, sino que se hace a través de un gobierno representativo y sin olvidar lo dispuesto como límite en el artículo 9 de la CE: “1. Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.”. Este artículo deja en segundo plano lo dispuesto en el artículo uno encumbrando como verdadera protagonista a la CE la cual goza de la verdadera supremacía y a la que deben plegarse los poderes del Estado y por tanto los ciudadanos. La articulación jurídico-social de esta forma de gobernanza se expresa fundamental a la hora de tomar cuerpo en las instituciones.

La relación y colisión entre los poderes del Estado es habitual y es una garantía de control, aunque en los últimos tiempos en España esta garantía del ciudadano está sumergida en un ambiente de crispación continua y para entenderlo hay que tener en cuenta tres premisas fundamentales:

  1. Donde está el representante no esta representado y además no hay mecanismos ni instrumentos suficientes que garanticen la soberanía real y efectiva del pueblo en este sentido, más allá del voto en la urna cada 4 años. Las decisiones de los representantes conservan un gran grado de independencia respecto de los deseos del electorado.
  2. El origen de la búsqueda del equilibrio de poderes se encuentra en la descompensación inicial en la estructura del Estado por naturaleza propia de la organización de un colectivo, ello implica que un poder del Estado siempre quiera someter a otro poder del Estado.
  3. En España el poder Legislativo ha sido absorbido por el poder Ejecutivo. El Legislativo únicamente actúa como figurante o como un simple hermoseo de apariencia democrática. De esta manera, el poder Judicial queda como único garante de control real del poder Ejecutivo, pero con un alto componente corporativo donde la falta de expresión soberana del pueblo se intenta completar con la incursión del poder Ejecutivo en el sector judicial a través del órgano de gobierno de los jueces y magistrados, es decir, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). ¿Es esto una garantía democrática suficiente como expresión de soberanía del pueblo dentro del poder Judicial? ¿Debería de ventilarse el sistema? ¿Existen garantías suficientes de la independencia del CGPJ a pesar de ser nombrado por un poder Legislativo estacionado dentro del poder Ejecutivo? No es mi intención en este punto sacar conclusiones, pero si me interesa que el lector inicie una reflexión a este respecto.

Tras las revoluciones burguesas, la voluntad del pueblo es expresión de la soberanía. Pero su materialización real y eficaz tiene algunas lagunas puesto que no trasciende de forma inherente y absoluta en todos los casos. Incluso es normal, que el poder Ejecutivo dirija la opinión sobre los otros poderes del Estado que no gozan de mecanismos para combatirla. Esto se lleva a cabo mediante la interiorización de ciertas ideas y conceptos en la ciudadanía haciéndoles creer que tienen opinión propia cuando lo que expresan simplemente es el eco de un discurso claramente jerarquizado. Además, la ciudadanía tampoco dispone de respuestas jurídicas que permitan a los poderes del Estado abandonar conductas que no corresponden con comportamientos soberanos dirigidos por el pueblo.

Además, el poder político no se puede presentar como supremo ni mucho menos incondicionado por otros poderes del Estado puesto que se están violando las garantías democráticas del ciudadano. Hay que tener claro que el principio de separación de poderes se constituye como un mecanismo complejo que permite mediante el Derecho el control de los poderes del Estado para que estos no incurran en arbitrariedades y abusos de poder.

Aunque la CE no recoge expresamente el principio de división de poderes si refiere al poder Legislativo en el artículo 66 que dispone:

1. Las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado.

  1. Las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuya la Constitución.
  2. Las Cortes Generales son inviolables.”

Se refiere al poder Ejecutivo en el artículo 97 que dispone:

El Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes.

Por último, se refiere al poder Judicial en el artículo 117 que dispone:

1. La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley…”

En la actualidad estamos ante una situación de desencuentro entre el poder Ejecutivo y el poder Judicial con la renovación del CGPJ. La tormenta es permanente y el problema se agudiza por la falta de mecanismos oficiales de comunicación a nivel institucional del poder Judicial, que no pueden dar respuesta al poder Ejecutivo y que influyen de manera negativa en la falta de entendimiento que se manifiesta de manera pública ante el ciudadano. Cuando la soberanía nacional y la división de poderes están en juego el poder Judicial debe saber expresarse públicamente más allá de las resoluciones que dicta. Sus precisiones públicas deben en ocasiones estar en concordancia con su responsabilidad como poder del Estado. Este no es un defecto que comparta con el poder Ejecutivo ya que este tiene una relación más estrecha con la soberanía que reside en el pueblo puesto que sus representantes son elegidos por el mismo. Por todo ello, el poder Judicial debe tener un discurso firme que no deje dudas ante los ciudadanos de su compromiso con la soberanía popular y de su relación directa con esta. Además, y por su obligación con el Estado de Derecho, no debe tener miedo en señalar la responsabilidad que tienen algunos sectores de la política en el bloqueo y en la falta de saneamiento de nuestras instituciones democráticas.

El concurso de microempresas: la perfecta cacharrería para elefantes en crisis

El anteproyecto de reforma de la Ley Concursal diseña un procedimiento especial para pymes y autónomos con menos de 10 de trabajadores y con unas cifras de negocio anual y pasivo inferior a dos millones de euros. O lo que es lo mismo: de no modificarse este precepto, ese proceso especial será aplicable a la práctica totalidad de los concursos que se declaren, habida cuenta de que nuestro tejido empresarial está integrado en su mayor parte (93,82%, según la estadística de 2020) por este tipo de empresarios.

Es loable que el Legislador tenga en mente ahorrar costes en estos procesos, así como, según declara en la Exposición de Motivos, simplificar el procedimiento y dotarlo de agilidad. Sin embargo, a todos nos consta la complejidad intrínseca del derecho concursal, ordenamiento especial que obliga a los operadores jurídicos a estar formados ya no sólo en conocimientos específicos sobre la materia sino también y, en profundidad, en derechos mercantil, civil, laboral, administrativo y tener formación económica y contable. A esta dificultad inicial se suma, en muchas ocasiones, la redacción poco afortunada de las leyes, dejando amplios márgenes interpretativos y, por tanto, adoleciendo de claridad, lo que obliga a los jueces a interpretar el derecho aplicable haciendo que, mientras alguna materia en discusión no llega a nuestro Tribunal Supremo -y en ocasiones al TJUE-, ejerzamos en reinos de taifas independientes, haciendo del principio de igualdad de trato una quimera. No es extraño ver interpretaciones dispares de muchas normas, por ejemplo, en las Audiencias Provinciales de Barcelona y Madrid; de Alicante y Pontevedra o de León y Salamanca, sólo por citar algunos casos, lo que añade, además de las dificultades propias del ejercicio en un derecho tan técnico y con una carga emocional compleja para los concursados, una desazón e impotencia nada desdeñables. Súmese a la disparidad de resoluciones, el tiempo de respuesta de nuestro sistema judicial.

Pues bien, con esas premisas, el legislador deja en manos del empresario la preparación y presentación del concurso mediante formularios online, con un programa de cálculo y simulación de pagos -también telemático y gratuito-, eliminando la obligatoriedad de contar con abogado y procurador, no siendo necesaria -tampoco- la designación de administrador concursal ni la obligatoriedad de contar con mediador concursal y expertos en reestructuraciones en fases pre concursales, pivotando el diseño de este concurso en la creencia de que el deudor empresario va a ser veraz en la información que facilite, conocedor de la que debe aportarse y, por supuesto, capaz de manejar todos esos sistemas telemáticos. Hasta las vistas (el juez solo intervendrá en casos de controversias) serán online y, por lo general, las sentencias se dictarán in voce en el mismo acto y sin posibilidad de recurso. ¿Favorece esto, acaso, los principios de seguridad jurídica y tutela judicial efectiva?

Sin entrar en la defensa de las distintas profesiones afectadas por este proyecto (ya se han alzado unos y otros a formular alegaciones), nosotros nos preguntamos si este diseño de “concurso en la red” no provocará en los ya sobrecargados juzgados de lo mercantil precisamente lo contrario a lo que se pretende. Me consta que más de un letrado de la administración de justicia que sirve en estos juzgados ya se ha llevado las manos a la cabeza pensando en lo que les va a caer encima si se me permite utilizar términos coloquiales.

Toda reforma legislativa la recibimos con la mejor disposición para que la justicia funcione mejor, pero nos tememos que, en este caso, la realidad superará la ficción: concursados que no facilitarán toda la información por descuido o, lo que es peor, intencionadamente, con el peligro de dejar en sus manos, además, las facultades de disposición sobre su patrimonio; innumerables resoluciones -eso sí, telemáticas- para subsanar las omisiones -involuntarias o no- que abrirán nuevos plazos; sistemas informáticos y aplicaciones lentas, poco intuitivas y nada fáciles de manejar y en las que no es extraño que la información introducida se pierda al más mínimo traspiés; escasa capacidad de transmisión de datos; múltiples visitas -esta vez presenciales- a los juzgados para preguntar las innumerables dudas que surjan; en fin, un panorama maquiavélico y kafkiano que mucho nos tememos será el culmen de la sobrecarga de trabajo y por ende, una nueva piedra en el camino para intentar conseguir, de una vez por todas, una justicia mercantil ágil y eficiente.

Nada me gustaría más que errar en estos vaticinios, pero mucho me temo que no será así. Quizás con la reforma lo que verdaderamente se busca es que no sea la masa activa del concurso quien sufrague los gastos de los operadores concursales, ya que se permite actuar con profesionales si el deudor lo estima oportuno (a su cargo, en caso de abogado; ya me dirán cómo, si no tendrán los honorarios la consideración de créditos contra la masa) y nombrar administrador concursal si lo solicita el deudor -pagándose los honorarios, si hubiere masa concursal, después del crédito público privilegiado- o un porcentaje determinado de acreedores -cuya cuantía varía según los distintos supuestos-  con una retribución, en principio pactada -en su defecto, la fijada en el arancel- y, por supuesto, a su cargo.

Además, para no perder la inveterada costumbre, el crédito público sigue siendo intocable. Una nueva vuelta de tuerca para seguir ayudando a destruir empresas.

En resumen: con ese “fácil”, ágil y barato proceso diseñado telemáticamente y sin profesionales que lo dirijan, estamos creando el espacio perfecto: una gran cacharrería para el elefante deudor que mucho nos tememos disfrutará o sufrirá, según los casos, rompiéndolo todo. Eso sí: quizás se cree más de una empresa “pirata” -por supuesto, online y sin titulación académica pues no hará falta- “especialista” en presentar concursos.

Es en estas momentos cuando no puede uno evitar echar de menos los veinticuatro artículos de la Ley de Suspensión de Pagos de 1922 y,  por supuesto, su jurisprudencia.