La insoportable levedad del “deber ser”. Algunas paradojas del derecho. Parte I

Con el derecho buscamos crear una estructura basada en la razón y en la lógica que embride nuestros instintos y desajustes en la vida cotidiana. El Estado de Derecho se constituye, así, como un monumento que hemos construido para controlar disparates de comportamiento individual y colectivo. Es el antídoto a los excesos y violencia de las personas (quien no ha deseado en algún momento tomarse la justicia por su mano), pero también a la arbitrariedad de las instituciones.

Pues bien, la perfección en la teoría de la estructura jerárquica normativa y del derecho en general se diluye paulatinamente conforme se desciende en su aplicación. Como una piel biológica, refleja nuestro excepcional esfuerzo por ordenar plenamente el tráfico de conductas, en un eterno tejer y destejer, en permanentes aprobaciones y derogaciones. Que converge en grandes éxitos, pero también, como sistema, en inevitables derrotas a través de sus múltiples pliegues.

Porque, como en la mecánica cuántica, el derecho como estructura muestra una teórica estabilidad y equilibrio perfecto como un todo que se diluye a nivel atómico, en el que las reglas son diferentes a aquellas a las que estamos acostumbrados. Max Planck ya descubrió que en el mundo microscópico suceden cosas extraordinarias, hallazgos reveladores y fascinantes. Schröedinger planteaba precisamente que los acontecimientos a nivel atómico son inestables –un electrón está al mismo tiempo en dos sitios- frente a la gran estabilidad de los organismos vivos. Por eso su famoso gato podría estar simultáneamente vivo y muerto.

También lo que macroscópicamente –en el ordenamiento jurídico, en el Boletín Oficial y, que decir, en la cátedra- tiene lógica, microscópica -y misteriosa- mente obedece a unas reglas a las que no estamos habituados. El derecho es inestable y efímero en su aplicación, en su concreción al caso. Como las personas de edad, tiene un mejor “lejos” que “cerca”. Junto a ello, no son escasas las distorsiones que erosionan al andamiaje del edificio normativo por otras deficiencias difíciles o no tan difíciles de evitar.

¿Cuál es el balance? Positivo, qué duda cabe. El imperio de la ley es una de nuestras grandes conquistas sociales y su aplicación un logro encomiable a mantener y preservar, y una muestra de nuestro excepcional interés en ordenar el caos, palabra que, como advierte Carlos Fuentes, no admite plural porque no hay nada más allá. Con gran esfuerzo de los juzgadores y demás operadores jurídicos a los que hemos apoderado.

Hay una grieta en todo y por ahí entra la luz, decía Leonard Cohen. Y en todo hay distancia entre lo aéreo de los principios y lo pedestre de los finales. Por lo que conviene ser consciente de algunos de los desfases que se producen. Porque la vida, que pasa por encima de todo, también pisotea al Derecho, que, como el sueño de la razón, no produce monstruos, pero tampoco artefactos perfectos.

 

La esencia ¿posibilidad o no de prever y predeterminar la realidad? Dos modelos y dos visiones: common law y derecho continental

Con el derecho buscamos crear un conjunto de principios y normas inspiradas en las ideas de justicia y orden, que regulan las relaciones humanas. Lo que lleva a preguntarnos ¿son predeterminables las relaciones humanas en su totalidad? ¿o en sus grandes rasgos, en lo relevante jurídicamente? De la respuesta a esta pregunta depende la posibilidad de racionalizar y estructurar en su totalidad la actuación de una sociedad. Y la contestación difiere en los dos modelos globales que recogen dos acercamientos muy distintos: el common law propio de los países anglosajones y el derecho napoleónico o continental. Ambos plantean una diferente estrategia y percepción sobre la viabilidad de ordenar la realidad a través de las normas. Y de preverla y predeterminarla. Y, por lo tanto, diferentes visiones sobre si se pueden o no prever los acontecimientos.

El common law se sustenta en una menor intromisión del Gobierno y el Derecho, una desregulación mayor, un menor formalismo a priori por las normas que condicionen a la judicatura y a la Administración, que deciden en función del caso que se plantea. En Inglaterra no hay Constitución escrita, los jueces son profesionales independientes. La realidad se va configurando a golpe de sus sentencias (1). Porque la vida –se deduce- desborda previsiones. Y cuando se suscita lo “imprevisible” se resolverá y desde ese dilema concreto se formula una ley general. Como Newton que elabora la ley de la gravedad ante una situación concreta: una manzana que cae. Para a continuación estar a lo ya resuelto (doctrina stare decidis). La manzana es a la teoría de la gravedad, lo que la sentencia al derecho inglés.

El sistema napoleónico o continental prevé -por el contrario- un mayor automatismo en la actuación de los jueces. Se aspira a que su misión sea complementar-implementar de forma cuasi automática las previsiones recogidas en las leyes que deben haber cumplido con su obligación de preordenar la realidad. El sistema de derecho civil continental pivota sobre el poder legislativo, relegando a la jurisprudencia –a los tribunales-  a ser un mero complemento. Frente al common law, que conlleva el peligro de otorgar demasiada autoridad a los jueces en la configuración y creación de lo que hay que hacer. Por eso también, como extensión de lo que prevé respecto a los jueces, los sistemas de common law contemplan un sistema funcionarial más autónomo y profesional frente a la dependencia del gobierno propia de los “sistemas napoleónicos continentales”.

Dos inspiraciones y aproximaciones por tanto diferentes al derecho y a la realidad. Al derecho como instrumento para ajustar la realidad. Bien configurándola “desde arriba” según el derecho continental o “sobre el terreno”, caso a caso, según el modelo anglosajón. Con dos filosofías subyacentes. Un código abierto más proclive a la innovación, en que es legal lo que no está prohibido, y un código cerrado más rígido.

El dilema es claro, y más en tiempos de pandemias, volcanes y acontecimientos inopinados: ¿Se puede predeterminar todo a través de las reglas o la realidad desborda cualquier previsión debiéndose sobrevenidamente dilucidar las disyuntivas que se planteen?

En la práctica se produce una confluencia. Por una parte, una ley habitualmente cincela en mármol los precedentes y criterios establecidos por los tribunales interpretando e incluso reconfigurando la normativa anterior. Además, el derecho también en el sistema continental está lejos de ser omnicomprensivo y tener una única respuesta. Es más, es rara una decisión jurídica que no sea objeto de disquisiciones y opiniones discordantes, bien mediante votos particulares o interpretaciones diversas por los tribunales u órganos administrativos sectoriales.

El derecho se basa principalmente en la “lógica inductiva” de John Stuart Mill que sostenía que las verdades derivan de la experiencia, del guion de lo vivido. Pero que tiene su corolario en la “falibilidad”, en el error. En que las cosas “son como son” pero no hay que descartar que aparezca algo que modifique las previsiones. Otro conocido pensador, Mike Tyson, lo resumía: “todo el mundo viene con un plan hasta que le suelto el primer gancho de izquierda”.

Esta “falibilidad”, la existencia de circunstancias que el derecho no podía prever, la superación por la realidad de lo escrito en un Boletín, exige un obligado margen de flexibilidad. Es dudoso, por ejemplo, que en la definición y prerrogativas   del estado de alarma desarrollado en la ley orgánica 4/1981, tenga cabida el arresto domiciliario de hecho impuesto a la práctica totalidad de los españoles en la crisis del coronavirus. Sus previsiones se circunscriben a limitar la circulación o permanencia de personas en horas o lugares determinados o condicionarlos al cumplimiento de ciertos requisitos. Pero como reconocía el propio Tribunal Constitucional en sus “primeras” resoluciones, se produjo una situación desconocida hasta ahora a nivel mundial y, desde luego, «imprevisible cuando el legislador articuló la declaración de los estados excepcionales en el año 1981» (2). O que la extraordinaria y urgente necesidad propia de un decreto ley habilite la exhumación de los restos de Francisco Franco. Los argumentos invocados como la existencia informes de cuatro  años antes por la ONU (3) o las razones de extraordinario interés público radicado en el “sentir mayoritario de la sociedad española” no muestran sino la milenaria constatación de que el futuro y la vida es imprevisible, por lo que el inductivo Estado de Derecho conlleva una inherente capacidad de corrección futura sobre lo imposible de prever (4).

Por lo que tampoco hay normalmente seguridad plena sobre la conducta correcta. De aquí que, a la postre, la labor del jurista –y en especial del abogado- no es sino la porfía por adivinar cuál va a ser el resultado de un análisis realizado por una mente ajena sobre un escenario novedoso y, por supuesto, defender una opción. De aquí que no resulte irrazonable asesorar recomendando la adopción de posturas maximalistas, si no suponen coste adicional, ante imprevisibles oscilaciones interpretativas en los diferentes escalones administrativos o judiciales: “este es mi criterio, pero por cautela apliquemos la interpretación más exigente posible porque puede ser el criterio de aquel (el órgano administrativo o tribunal)”, piensa y dice el asesor jurídico señalando con el dedo (5).

Contexto en el que la inspiración de las asesorías jurídicas debe ser, según se escuchó en algún momento al “servicio jurídico” de la Comisión Europea, ser cada vez más “servicio” y menos “jurídico” en el sentido estricto. “Legalizar” situaciones. Ayudar a buscar soluciones bajo una inspiración colaboradora y no interceptora. Aceptando que difícilmente el derecho ofrece una respuesta única. Incluso asumiendo que, a veces, la decisión adoptada no es la más ortodoxa-literal jurídicamente, pero preparando un escenario de defensa y andamiaje jurídico lo más sólido posible frente a los recursos que se planteen. No olvidemos que V.I resolverá de acuerdo o no con lo que se propone…

Porque en efecto, en casos muy contados el derecho ofrece una única solución y las “soluciones en derecho” con frecuencia se ordenan escalonadamente. A esta ausencia de respuesta única le acompañan algunos de los volátiles fenómenos que rompen la naturaleza y vocación del derecho como rígida férula social. A uno de ellos se alude a continuación.

Este artículo continúa en una segunda parte que se publicará en los próximos días.

 

NOTAS

  1. Lo que, a pesar de todo encuadraba al Reino Unido como el Estado con menor número de recursos por cada 10.000 habitantes en el Tribunal de Derechos Humanos: 0,06 en 2017. Nota de Prensa Poder Judicial. 19 de junio de 2018
  2. Auto del Tribunal constitucional de 30 de abril de 2020 (Recurso de amparo núm. 2056-2020)
  3. Real Decreto-ley 10/2018, de 24 de agosto, por el que se modifica la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura “…Informe emitido en julio de 2014 por el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre las desapariciones forzadas o involuntarias concluye con una larga lista de recomendaciones para el Gobierno español y la petición de que en un plazo de 90 días «presente un cronograma en el que se indiquen las medidas que se llevarán a cabo para implementar estas recomendaciones y asistir a las víctimas del franquismo».
  4. El “inequívoco y extraordinario interés público: que la actuación de los poderes públicos atienda al sentir mayoritario de la sociedad española, que considera inaplazable poner fin a décadas de una situación impropia de un Estado democrático y de Derecho consolidado”.
  5. Por ejemplo, la posibilidad de monitorizar equipos de trabajadores es posible mediando previa información al trabajador. ¿es suficiente con incluirlo en el contrato o en la intranet? Por seguridad ante una posible demanda, algún organismo es maximalista e incluye avisos cada vez que el trabajador enciende el ordenador.