Sobre el Anteproyecto de Ley de vivienda

El pasado 1 de febrero de 2022 el Consejo de Ministros aprobó el Anteproyecto de Ley por el Derecho a la Vivienda (ver aquí), que será remitido a las Cortes Generales para su tramitación como proyecto de ley.

El Anteproyecto no recoge algunas de las medidas un tanto extremas que Unidas Podemos y otros grupos parlamentarios plantearon en su proposición de ley (obligación de ceder viviendas vacías, supresión del régimen fiscal de las SOCIMI, etc.), pero eso no ha evitado que provoque fuertes críticas por parte de algunos agentes sociales y, sobre todo, del CGPJ, que el pasado 27 de enero aprobó un informe en el que ponía en duda abiertamente la solidez del texto, desde el punto de vista jurídico y económico (el informe del CGPJ se puede consultar aquí).

No es el objetivo de este post analizar, una por una, las medidas que propone el Anteproyecto. Sí poner la lupa sobre aquellas cuestiones que más impacto podrían provocar y/o que más críticas han suscitado.

Lo primero destacable del Anteproyecto es el gran esfuerzo que hace, desde el inicio de la Exposición de Motivos, en justificar que el título competencial sobre el que se promulga es correcto.

La Exposición de Motivos argumenta largamente que se emite para cumplir la obligación que el artículo 47 CE impone a los poderes públicos de promover las condiciones necesarias que garanticen el derecho al disfrute de una vivienda digna y adecuada y, a pesar de que reconoce expresamente que “conforme al artículo 148.3 de la Constitución, todas las Comunidades Autónomas tienen asumida en sus Estatutos de Autonomía, sin excepción, la competencia plena en materia de vivienda”, asegura que existen títulos competenciales que “exigen” y también permiten al Estado central promulgar esta legislación.

A este respecto, el CGPJ reconoce que el Estado cuenta con estos títulos competenciales, si bien critica abiertamente que el texto resulta “de problemático encaje en el orden constitucional de competencias”, dado que “limita y dificulta que, como dijo la STC 152/1988 al referirse al artículo 148.1.3º CE, que atribuye la competencia en materia de vivienda a las Comunidades Autónomas, estas puedan “desarrollar una política propia en dicha materia incluyendo el fomento y promoción de la construcción de viviendas, que es, en buena medida, el tipo de actuaciones públicas mediante las que se concreta aquella política” y por más que esa competencia no sea absoluta y el Estado se encuentre facultado a desarrollar actuaciones en ella (STC 36/2012).”

Tras “superar” el escollo competencia, el Anteproyecto se articula en cinco títulos, 43 artículos, dos disposiciones adicionales, una disposición transitoria, una disposición derogatoria y ocho disposiciones finales; de entre los que destacan los siguientes puntos:

El Anteproyecto recoge un paquete de medidas y directrices de actuación de los poderes públicos que tienen el objetivo de preservar y ampliar la oferta de vivienda dotacional y vivienda social. Entre estas, destacan la regulación de (i) las zonas de mercado tensionado y (ii) el concepto de gran tenedor de vivienda.

La práctica totalidad de las medidas que prevé el Anteproyecto en materia de arrendamiento, determinación de precios, etc. están previstas para las zonas de mercado tensionado, de ahí la importancia de su determinación, que corresponderá a la Administración competente en materia de vivienda, con sujeción a una serie de reglas recogidas en el art. 18.

Serán zonas de mercado tensionado, según el Anteproyecto, aquellas en las que la carga media del coste de la hipoteca o alquiler en el presupuesto de la unidad de convivencia, superen el 30% de los ingresos medios de los hogares; y/o aquellas en las que el precio de compra o alquiler haya experimentado en los cinco años anteriores un crecimiento acumulado un 5% superior al IPC.

Por su parte, tienen la consideración de grandes tenedores las personas físicas o jurídicas que sean titular de más de diez inmuebles urbanos, excluyendo garajes y trasteros, o una superficie construida de más de 1.500 m2; y tal consideración lleva aparejadas una serie de obligaciones distribuidas a lo largo de todo el Anteproyecto, como, incluso, la limitación del importe de la renta en los contratos por ellos suscritos, en determinados casos.

Mecanismos de contención y bajada de los precios de alquiler de vivienda: el Anteproyecto regula la contención y reducción de las rentas, impidiendo los incrementos en algunos casos y planteando medidas fiscales, en otros.

Las medidas de más calado en este sentido son las que afectan a la LAU, que consisten en el establecimiento de prórrogas obligatorias y limitaciones de la renta, en zonas de mercado tensionado, a través de la modificación de su art. 10 de la LAU.

Estas medidas se regulan en la Disposición Final Primera, que es calificada por el CGPJ de farragosa y con alcance limitado, a lo que se le añade el hecho, afirma, de que no se han justificado de forma suficiente la idoneidad y necesidad de las medidas, puesto que no se ha presentado una evaluación de “los beneficios sociales e inconvenientes que se pueden derivar de ellas, sobre la base de un análisis empírico del resultado de medidas similares en los países de nuestro entorno —e incluso en el nuestro— que han cosechado fracasos que resultan evidentes por conocidos”.

Con respecto a las prórrogas, la propuesta de nuevo art. 10 de la LAU prevé que, cuando la vivienda se encuentre en zonas de mercado tensionado, una vez finalice el período de prórroga obligatoria (5 o 7 años, según la LAU actual), el arrendatario podrá solicitar prórrogas adicionales por plazos anuales, hasta un máximo de 3, que el arrendador tendrá la obligación de aceptar, salvo contadas excepciones.

Señala el CGPJ que estas prórrogas serán seguramente ineficientes, y que el hecho de vincularlas con la ubicación del inmueble en una zona de mercado tensionado es “nocivo e innecesario”. El informe recuerda asimismo la prevalencia del “libre juego del mercado arrendaticio y los pactos entre las partes que en estos casos (…) normalmente evitarán muchos de estos problemas, un tanto ficticios pero que la regulación incentivará”.

En cuanto a la renta en viviendas que se encuentran en zonas tensionadas, el Anteproyecto prevé que la renta solo podrá incrementarse en supuestos tasados (vivienda rehabilitada, mejora de accesibilidad o contratos de duración igual o superior a diez años), y nunca más del IPC más un 10% sobre la renta del contrato vigente en los últimos cinco años.

Esto, en el caso de que el arrendador sea persona física. En caso de que el arrendador sea persona jurídica gran tenedor, las limitaciones son aún más estrictas, ya que la renta pactada al inicio del contrato no podrá exceder del límite máximo del precio aplicable conforme al sistema de índices de precios de referencia.

En este sentido, si bien el CGPJ califica la limitación de las rentas para grandes tenedores personas jurídicas de norma efectiva y sencilla, no opina lo mismo del resto de limitaciones, sobre las que vaticina que tendrán una incidencia mínima sobre el mercado de alquileres.

Como ya explicó Sergio Nasarre en este blog, muchos autores han demostrado que un control de las rentas puede resultar ineficiente y provocar efectos contrarios a los deseados, por lo que no es de extrañar las críticas del CGPJ a la falta de consistencia de estas medidas desde el punto de vista económico.

Medidas procesales: modificaciones en los procesos de desahucio. El Anteproyecto eleva a categoría permanente determinadas medidas que fueron introducidas con carácter inicialmente transitorio a causa de la pandemia.

En los casos de desahucios, y cuando se trate de vivienda habitual del inquilino, se introducen modificaciones en el procedimiento que suponen, básicamente, la suspensión del proceso durante plazos de dos o cuatro meses (en función de si el propietario es persona física o jurídica) para que los organismos competentes resuelvan la situación de vulnerabilidad.

A nadie escapa que esta suspensión, en la práctica, conllevará la paralización de los procedimientos de desahucio, a instancias del inquilino y en perjuicio del arrendador, durante más del triple o el cuádruple de tiempo previsto en la norma.

Además, en los procedimientos penales por delito de usurpación de vivienda —esto es, en casos de ocupación—, el Anteproyecto prevé que, cuando “entre quienes ocupen la viviendase encuentren personas dependientes, víctimas de violencia de género o personas menores de edad, las medidas de desalojo estarán condicionadas a que se dé traslado a las Administraciones competentes para que adopten medidas de protección que correspondan; medida que a buen seguro dará lugar a la suspensión, también, de los procedimientos penales.

No es de extrañar que el CGPJ tilde esta propuesta de regulación de “farragosa” y “susceptible de no pocos conflictos a decidir en sede jurisdiccional civil”, con la que “se “carga” al propietario y no a la Administración con el costo de mantener la ocupación, normalmente arrendaticia sin pago de renta alguna, es decir, ahora en precario, durante un largo período”, todo lo cual puede resultar contraproducente en tanto que desincentivará la puesta en el mercado de viviendas de alquiler.

Estas medidas suponen, en definitiva, un paso más en la desprotección de los arrendadores, ya suficientemente agravada con las últimas reformas de la LAU (Matilde Cuena, aquí).

Medidas fiscales: el Anteproyecto anuncia la intención de crear un entorno fiscal favorable para tratar de reducir los precios del alquiler y el incremento de la oferta a un precio asequible.

No obstante, entre estas medidas destacan la rebaja con carácter general, del 60% al 50%, de la reducción del rendimiento neto positivo a efectos del IRPF en casos de arrendamientos de inmuebles destinados a vivienda (estén, o no, en zonas de mercado tensionado); y la habilitación a los ayuntamientos para incrementar el recargo del IBI en viviendas desocupadas, en algunos casos, hasta el 150%.

Resulta evidente que estos incentivos fiscales no compensan adecuadamente la carga patrimonial que imponen las limitaciones a los precios y las medidas procesales, y así lo expone, también, el CGPJ en su informe.

En conclusión, sin perjuicio del trámite de enmiendas —del que cabe no esperar mucho—, el Anteproyecto es un texto al que su vocación jurídico-pública parece hacerle incurrir en un intervencionismo más voluntarista que riguroso, del que salen algunas medidas que podrían ser útiles pero que no compensan la falta de solidez jurídica ni los desajustes y confusiones competenciales que ha advertido el CGPJ en su extenso informe; defectos que con toda probabilidad harán que el texto, de aprobarse así, acabe en manos del Tribunal Constitucional.

 

El voto parlamentario y el papel de la Presidencia de la Cámara

El Derecho parlamentario es una rama singular del Derecho constitucional. Se trata, sin duda, del sector del ordenamiento jurídico que se ocupa de una sustancia más puramente política. Un Derecho dúctil, por emplear la célebre expresión de Zagrebelsky, en el que la lectura de las fuentes escritas (fundamentalmente, el Reglamento de las Cámaras y otras normas supletorias) no siempre permite conocer el funcionamiento real de la institución parlamentaria y dar respuesta a los problemas que surgen en su seno. De modo que los principios y derechos, pero también la costumbre y los precedentes, cobran en este ámbito una especial importancia, bien que, lamentablemente, estos últimos no siempre sean accesibles. Siempre he pensado que esas peculiaridades del Derecho parlamentario representan un obstáculo para aquellos juristas que trabajamos de puertas afuera; y también dificultan que ciertas decisiones controvertidas que adoptan los órganos parlamentarios, muchas de las cuales vienen informadas por sus prestigiosos servicios jurídicos, sean comprensibles por parte de la opinión pública.

El pasado jueves 3 de febrero se sometió a votación en el Congreso de los Diputados la convalidación o derogación del Real Decreto-ley 32/2021, de 28 de diciembre, de medidas urgentes para la reforma laboral, la garantía de la estabilidad en el empleo y la transformación del mercado de trabajo. Dicha votación arrojó un resultado inusualmente ajustado: con 349 votos registrados, se computaron 175 síes frente a 174 noes. El problema jurídico radica en el hecho de que uno de los diputados de los que emitió su voto telemáticamente afirma que el sentido de su voto registrado no se corresponde con el sentido del voto realmente querido por él. Es más, no solo ha manifestado la discordancia entre el sentido de su voto registrado y su auténtica voluntad, sino que, desde que se apercibió del problema, trató de poner en conocimiento de la Presidenta del Congreso y de la Mesa esa circunstancia antes de la votación presencial. El diputado achaca el desajuste a un error informático, versión que, a priori, resulta poco verosímil si se tiene en cuenta el procedimiento para ejercer el voto telemáticamente, en el que existen varias etapas en las que el parlamentario debe confirmar que el expresado es, efectivamente, el sentido del voto deseado. En todo caso, lo relevante aquí es que, una vez fue consciente del error, el diputado se dirigió a la Mesa para avisar de lo ocurrido. Ante la falta de respuesta, se puso en contacto con miembros de su grupo parlamentario (la Vicepresidenta Segunda de la Mesa, entre ellos), que, antes de que diese comienzo la votación presencial, trasladaron a la Presidenta del Congreso el problema con el sentido del voto de uno de sus diputados y su voluntad de rectificarlo presencialmente (el diputado llegó a personarse en el salón de plenos del Congreso). La petición fue rechazada sin que en ningún momento fuese convocada la Mesa para analizar la incidencia.

Si este relato de los acontecimientos es correcto, emergen dos interrogantes jurídicos estrechamente relacionados: ¿habría vulnerado la presidenta de la Cámara el derecho del diputado a desempeñar su función parlamentaria por no haber valorado su petición de sustituir su voto telemático por el presencial? ¿sería válido el acuerdo de la Cámara que convalidó el Decreto-ley?

El artículo 82 del Reglamento del Congreso contempla la posibilidad de emitir el voto telemáticamente en los casos tasados de embarazo, maternidad, paternidad o enfermedad grave, aunque con motivo de la pandemia se flexibilizó su uso para reducir la afluencia de los diputados a las sesiones parlamentarias al mínimo indispensable. Según dispone el precepto “el voto emitido por este procedimiento deberá ser verificado personalmente mediante el sistema que, a tal efecto, establezca la Mesa y obrará en poder de la Presidencia de la Cámara con carácter previo al inicio de la votación correspondiente”. La Resolución de la Mesa del Congreso de los Diputados, de 21 de mayo de 2012, que desarrolla precisamente el procedimiento de votación telemática, indica que “tras ejercer el voto mediante el procedimiento telemático, la Presidencia u órgano en quien delegue, comprobará telefónicamente con el diputado autorizado, antes del inicio de la votación presencial en el Pleno, la emisión efectiva del voto y el sentido de este”. No obstante, y aunque parece que esa comprobación telefónica no se hizo en este caso, la generalización del voto telemático desde 2020 y la necesidad de agilizar su funcionamiento condujo a que se prescindiese de ese trámite y se conservase el sistema de doble comprobación en la propia intranet del Congreso, donde el diputado puede verificar él mismo el sentido del voto antes de finalizar y, en caso de error, realizar las modificaciones oportunas. No considero, pues, que haya existido ningún problema a este respecto, al desplegrase cautelas comprobatorias suficientes y razonables.

Sin embargo, sí me parece relevante lo dispuesto en el artículo sexto de la Resolución de la Mesa: “El diputado que hubiera emitido su voto mediante el procedimiento telemático no podrá emitir su voto presencial sin autorización expresa de la Mesa de la Cámara que, en el supuesto en que decida autorizar el voto presencial, declarará el voto telemático nulo y no emitido”. Es decir, que la Resolución contempla la posibilidad de que el diputado que haya emitido su voto telemáticamente pueda manifestar su voluntad de votar presencialmente y que la Mesa acceda a ello anulando el voto telemático. De la lectura del precepto no se desprende que el diputado tenga siquiera que justificar las razones que le llevan a solicitar el cambio en la modalidad de votación. Pues bien, esa facultad era la que quiso ejercer el diputado, cosa a la que, sin embargo, no accedió la Presidenta, sin que la Mesa se reuniese para valorar el caso. No está de más recordar en este punto que los órganos parlamentarios deben realizar una interpretación restrictiva de todas aquellas normas que puedan suponer una limitación al ejercicio de aquellos derechos o atribuciones que integran el status constitucionalmente relevante del representante público, así como motivar las razones de su aplicación, en coherencia con el principio de interpretación del ordenamiento jurídico en el sentido más favorable al ejercicio y disfrute de los derechos fundamentales.

La jurisprudencia constitucional también ayuda a dilucidar la controversia planteada. La STC 361/2006, de 18 de diciembre, resuelve un supuesto que, si bien no es idéntico (no se trata del intento de sustituir un voto presencial por uno telemático), sí guarda similitudes significativas (se trata de una diputada que alega haber padecido un problema técnico al emitir su voto que, además, resulta determinante en el resultado de la votación). Esta sentencia permitió al Tribunal Constitucional sentar unos criterios que iluminan la valoración jurídica del caso. A nuestros efectos, las consideraciones más relevantes de la sentencia son, a mi juicio, las relativas al papel de la Presidencia de las Cámaras a la hora de tutelar los derechos de los parlamentarios cuando se aduce algún problema con la votación.

El Tribunal afirma que el derecho al voto de los parlamentarios no solo forma parte del ius in officium de los diputados, sino que se integra en el núcleo de su función representativa. De ahí que, en casos donde se discute si ha existido un funcionamiento defectuoso de los sistemas de votación o, por el contrario, los problemas se han debido a una supuesta negligencia del parlamentario, recae sobre los órganos de la Cámara, y en especial sobre su Presidente, la tarea de demostrar que el diputado ha tenido una conducta negligente (STC 361/2006, FJ 4º). La carga de la prueba no reposa sobre el diputado, sino que se traslada a los órganos rectores y, singularmente, a la Presidencia. Esta doctrina constitucional es coherente, me parece, con una concepción de la función presidencial en la dirección de los debates parlamentarios inspirada en el principio de imparcialidad, en la que el papel básico de la Presidencia debe consistir en la salvaguarda de los derechos fundamentales de los diputados y en la libre formación de la voluntad de la Cámara.

Puede añadirse, además, que, tras conocerse el resultado de la votación, el sentido del voto controvertido tenía, también en nuestro caso, una importancia decisiva para el conocimiento de la voluntad real de la Cámara. Máxime cuando el parlamentario había pretendido votar presencialmente para que el sentido de su voto fuese el mismo que el de sus compañeros de grupo, algo muy habitual en el parlamentarismo español. De ahí que, ante las consecuencias que podía tener el auténtico sentido del voto del diputado sobre la validez del acuerdo de la Cámara, la presidenta debió haber atendido la solicitud de repetición de la votación que se instó por parte del grupo popular: la convalidación del Decreto-ley podría estar viciada por no haberse respetado la regla general de adopción de acuerdos en el Congreso que establece el art. 79.2 CE (mayoría simple), con las graves implicaciones jurídicas que eso podría acarrear.

Así las cosas, a la luz de la Resolución de la Mesa y de la propia jurisprudencia constitucional, considero que la Presidencia del Congreso de los Diputados, cuando tuvo conocimiento de la voluntad del diputado de sustituir su voto telemático por el voto presencial, y teniendo en cuenta además que éste adujo la existencia de un error técnico que habría alterado el sentido de su voto, debió haber convocado al órgano rector de la Cámara para que valorase la posible autorización del diputado para votar presencialmente. Al no haberlo hecho, habría lesionado, en mi opinión, el derecho del diputado a desempeñar correctamente el cargo representativo (art. 23.2 CE), resultando, en consecuencia, vulnerado también el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos a través de sus representantes (art. 23.1 CE), tal y como refleja una consolidada jurisprudencia constitucional que, en estos casos, anuda la suerte de ambos derechos. Dicho lo cual, ni «pucherazo» ni «atropello democrático», se trata, más bien, de un episodio inédito y complicado en términos jurídicos.

 

Un sistema político e institucional obsoleto

Este artículo es una reproducción de la tribuna publicada en El País, disponible aquí.

Nos vamos adentrando en la tercera década del siglo XXI con la sensación de que en España nuestro sistema político e institucional no está consiguiendo resolver adecuadamente los grandes retos que tiene nuestra sociedad y los problemas concretos que tenemos los ciudadanos. Nos podemos consolar pensando que esto ocurre, en general, en todas las democracias liberales; pero la verdad es que ocurre en algunas más que en otras. O eso al menos dice una reciente encuesta del Pew Research Center, publicada en El País, que señala a los ciudadanos griegos, españoles e italianos como los más más insatisfechos con el funcionamiento de sus sistemas democráticos, los que mayores cambios políticos reclaman y, no obstante, los que menos confían en obtenerlos. Y no les faltan razones.

Por centrarnos en el caso de España, que es el que conozco, la realidad es que llevamos veinte años sin acometer las necesarias reformas estructurales de un sistema político e institucional cuyas carencias ya se pusieron de relieve durante la Gran Recesión y han vuelto a manifestarse ahora con esta nueva crisis. Después de la primera llamada de atención se intentó canalizar la necesidad de un cambio político e institucional profundo sentido por muchos ciudadanos a través de dos nuevos partidos que suscitaron la esperanza de que era posible conseguirlo (el nombre de uno de ellos, Podemos, era muy expresivo). El fracaso en ese sentido ha sido rotundo. La consecuencia es que las señales de agotamiento de nuestro sistema político e institucional ya son inequívocas y reiteradas incluso al margen de la muy mejorable gestión de la pandemia, con ejemplos tan evidentes como la imposibilidad de renovar o/y reformar el órgano de gobierno de los jueces, de despolitizar las instituciones públicas de contrapeso, como el Tribunal Constitucional y el Tribunal de Cuentas, o de reformar las Administraciones Públicas.  Si a esto le añadimos una extrema polarización política y mediática -que es una de las más elevadas de las democracias occidentales- que imposibilita llegar a grandes acuerdos que no sean, precisamente, de reparto de cromos entre los políticos para controlar las instituciones que deberían de controlarlos a ellos, hay motivos de sobra para el escepticismo.

En ese sentido, ha desaparecido de la agenda pública la preocupación por el clientelismo estructural que padecemos, en la medida en que todos los partidos funcionan en mayor o menor medida como agencias de colocación de sus cuadros y colaboradores y el sector privado se acerca demasiadas veces al poder político con la finalidad de obtener favores en forma de regulación o de fondos públicos. También se ha dejado de lado la necesidad urgente de profesionalizar la Administración Pública, empezando por sus directivos, de reclutar perfiles más adecuados para las nuevas funciones que tienen que desempeñar, o para mejorar la gestión, la evaluación y la rendición de cuentas que suelen brillar por su ausencia. A día de hoy, seguimos reclutando auxiliares administrativos como si estuviéramos en 1980. Se han olvidado también los discursos sobre la necesidad de garantizar que las instituciones de contrapeso (diseñadas como tales constitucionalmente para actuar como límites al Poder) sean, de verdad, neutrales e independientes; es más, se ha llegado a considerar públicamente que su existencia es una anomalía, cuando lo que es una anomalía en una democracia liberal es su constante deslegitimación y devaluación por intereses partidistas. El Poder Judicial, lastrado por la insoportable situación del Consejo General del Poder Judicial, las ambiciones de los llamados “políticos togados” y por la creciente voluntad política de controlarlo es objeto de constantes ataques desde uno y otro lado de la trinchera ideológica, según a quien favorezca o perjudiquen sus resoluciones.

No es casualidad que, en defecto de una siempre pospuesta reforma de nuestro sector público, tropecemos continuamente con problemas de ejecución de políticas públicas, ya se trate del Ingreso mínimo vital, de la ejecución de los fondos europeos o de la gestión de los centros de atención primaria. Los déficits de planificación y de gestión, junto con una excesiva burocratización de todos los procesos de toma de decisiones son eternas asignaturas pendientes. Y los relatos y los discursos más o menos optimistas no pueden cambiar por sí solos la realidad: al final los eslóganes tienen las patas muy cortas. En definitiva, la necesidad de reformas estructurales político-institucionales es un tema de primera magnitud del que se ha dejado de hablar. Pero sin aumentar la capacidad de nuestros gobiernos no es posible enfrentarse con garantías de éxito a retos enormes en un momento en que “lo público” es más necesario que nunca.

A juzgar por los resultados de la encuesta de Pew Research Center, parece que los ciudadanos españoles son muy conscientes de esto. Pero la tarea se antoja casi imposible por varias razones: la primera, porque tendría como objetivo inmediato una cesión de poder por parte de los partidos políticos: una gran parte de las reformas les exigirían “desocupar” espacios en beneficio de Administraciones e instituciones más profesionales y neutrales e incluso de los medios de comunicación y de la propia sociedad civil. Desaparecidos (a efectos prácticos) los nuevos partidos que precisamente por su novedad podían haber impulsado dichas reformas, lo cierto es que en la política española no existe absolutamente ningún incentivo para hacerlo. La segunda razón es que, aunque los hubiera, se necesitaría un gran consenso transversal que, hoy por hoy, sólo es posible de alcanzar precisamente cuando se trata de conseguir justo lo contrario. Y la tercera razón es porque en España hay cada vez más partidos políticos iliberales, a la izquierda y la derecha del espectro ideológico, que abiertamente abogan por un modelo alternativo al constitucional, caracterizado por la concentración de poder, la desaparición de los contrapesos, la politización y desprofesionalización de las Administraciones Públicas, el cuestionamiento de la independencia del Poder Judicial y, en definitiva, por un vaciamiento constante y sistemático de las reglas del juego propias de las democracias liberales representativas, de las que puede acabar quedando sólo la carcasa. Aunque esto les convierta en gobiernos mucho menos funcionales, necesitados de una potente propaganda oficial.

Frente a estas dificultades, la necesidad de que el Estado recupere capacidad es perentoria: ya se trate del cambio de modelo productivo, la desigualdad creciente o el envejecimiento de la población estamos ante problemas que el sector privado no puede abordar. Si no lo hacemos, estamos condenados a un lento declinar con el consiguiente malestar de una ciudadanía cada vez más consciente de que el sistema actual no funciona adecuadamente para resolver sus problemas concretos. Y en un entorno de populismo y demagogia esto es jugar con fuego.

En conclusión, hay que reformar nuestro sistema político-institucional para aumentar su capacidad de movilizar todos los recursos públicos y privados disponibles lo que requiere hacerlo más inclusivo, más profesional y más orientado a la satisfacción de los intereses generales. Un primer paso en la buena dirección sería implantar una auténtica dirección pública profesional seleccionando de forma rigurosa a los mejores profesionales en cada área. Creo que las diferencias serían apreciables en muy poco tiempo en aspectos cruciales como la sanidad, la educación o los servicios sociales. Un pequeño paso atrás para los partidos políticos pero un gran paso adelante para los ciudadanos.

 

La protección de los denunciantes de la corrupción, ¿para cuándo?

Este artículo es una reproducción de una tribuna publicada en un Especial en Público disponible aquí.

En España, para variar, tenemos pendiente la trasposición de la Directiva (UE) 2019/1937, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre de 2019 (en adelante, la Directiva). Esta es relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del derecho de la Unión Europea al ordenamiento jurídico español, que fue publicada el 26 de noviembre de 2019 en el diario oficial de la Unión Europea y entró en vigor el 17 de diciembre. No obstante, se dio de plazo dos años a los 27 países de la Unión Europea para trasponerla a su ordenamiento jurídico interno. Es decir, tenemos hasta el 17 de diciembre de 2021. Y hay pocos visos de cumplirlo, pese a tratarse de una cuestión clave en la lucha contra la corrupción y el clientelismo.

Efectivamente, la trasposición de esta Directiva al ordenamiento jurídico interno plantea un enorme reto, pero también ofrece una gran oportunidad para proteger adecuadamente a los denunciantes o alertadores (los denominados whistleblowers) y demostrar, de paso, que hay voluntad política para combatir la corrupción en España. Es desolador comprobar cómo, pese a las muchas declaraciones bienintencionadas, en la realidad se dan pocos pasos prácticos y concretos en esa dirección. No sólo se ha dejado de hablar de las medidas preventivas contra la corrupción, como la necesidad de despolitizar y profesionalizar los órganos de control interno y externo o de desarrollar la dirección pública profesional; es que tampoco se habla de las medidas represivas, es decir, de las que se aplican una vez que se ha producido la infracción o el delito.

No obstante, la percepción de los españoles sobre la corrupción que existe en nuestro país es altísima (muy por encima de la media europea) como resulta del Barómetro Global de la Corrupción de la Unión Europea de 2021. Por ejemplo, el 64% de los ciudadanos encuestados en España considera que el Gobierno está influenciado por los intereses privados. En el ámbito europeo, nada menos que un tercio de los entrevistados cree que la corrupción está empeorando en su país, y prácticamente la mitad considera que los Gobiernos no luchan adecuadamente contra la corrupción. Obviamente, no se trata de una situación que fomente la confianza en las instituciones. En este contexto, la necesidad de trasponer la Directiva permite retomar estas preocupaciones con la finalidad de dar pasos esenciales para luchar contra la corrupción y el clientelismo, esta vez de la mano de las instituciones europeas.

Así, la Directiva establece un ‘suelo’ mínimo de protección de los denunciantes que los Estados miembros deben respetar: pero nada les impide ir mucho más allá y ser más ambiciosos, introduciendo normas más favorables que las previstas en la Directiva para mejorar la situación del denunciante en el ámbito nacional. Lo esencial es garantizar la indemnidad del denunciante, de manera que su situación no empeore tras realizar la denuncia. Lo que en ningún caso puede hacerse es reducir el nivel de protección ya existente, que en España es bastante escaso con algunas excepciones autonómicas, muy señaladamente la Agencia Antifrau de Valencia, un caso de éxito que se está intentando replicar en otras Comunidades Autónomas como la balear, la castellanoleonesa o la andaluza. En el extremo opuesto, la Agencia Antifraude catalana es un fracaso por motivos que exceden del espacio de estas reflexiones.

Porque lo cierto es que, a día de hoy, los denunciantes o alertadores siguen padeciendo en España un auténtico calvario tanto profesional como personal, normalmente instigado por máximos responsables profesionales o/y políticos de las instituciones (tanto públicas como privadas) implicadas en la denuncia, como ponen de relieve historias tan tremendas como la de Ana Garrido Ramos, denunciante de la trama Gürtel. Pero hay muchas más, menos conocidas. Lo cierto es que en muchas ocasiones la persecución se insta desde las máximas instancias, cuando los altos cargos de un partido (o los máximos responsables de una empresa) ven amenazadas sus carreras políticas o empresariales, o incluso temen consecuencias penales.

No olvidemos que lo habitual es que los denunciantes sean empleados de las entidades en las que se producen las actividades que provocan la denuncia, por lo que, sin una protección adecuada, están expuestos a todo tipo de represalias por parte de sus superiores, especialmente si, como puede suceder, están implicados en esas actividades. La persecución, además, no suele limitarse sólo al ámbito profesional, también se extiende al personal y familiar, e incluso al social, especialmente en sitios pequeños. Esto es muy preocupante porque con la persecución del denunciante se emite una señal muy potente al resto de los empleados para que colaboren, se callen o miren para otro lado cuando se comete una tropelía, generando una espiral de silencio y miedo que permite que los corruptos campen a sus anchas. En definitiva, los denunciantes tienen que comportarse como héroes para defender los intereses generales, por eso no es probable que muchos se sientan tentados a seguir su ejemplo.

Como ellos mismos dicen, tienen que enfrentarse a pecho descubierto con un sistema que demasiado a menudo protege a los corruptos y persigue a honestos. En ese sentido, los testimonios de denunciantes de corrupción que hemos recogido en la Fundación Hay Derecho no pueden ser más claros. Es el mundo al revés. Efectivamente, los denunciantes suelen estar muy solos, de manera que incluso cuando sus organizaciones no están dirigidas por los denunciados no existe un posicionamiento claro a su favor, ni de la institución ni de sus compañeros, por aquello de que los trapos sucios se lavan en casa.

Es indudable que esta situación debilita tremendamente la posición del denunciante, mina la credibilidad de la denuncia, las investigaciones subsiguientes, compromete la propia situación personal y profesional del denunciante y tiene un coste reputacional. Dicho de otra forma, resulta que cuando el empleado se atreve a denunciar, la institución afectada no suele apoyarle, privándole de un apoyo que resultaría esencial. La soledad y el aislamiento en la que se encuentran cuando defienden los intereses de todos es muy reveladora: esto supone que las denuncias se hacen a título personal y con medios propios, empezando por los económicos, que pueden llegar a alcanzar un importe muy elevado. El coste psicológico que tiene esta situación es también fácil de comprender. De ahí que la trasposición de la Directiva exija la creación de una Autoridad neutral, profesional e independiente que garantice que las medidas a adoptar para proteger a los denunciantes sean realmente aplicables.

En España tenemos demasiada tendencia a ‘legislar para la foto’, es decir, a dotarnos de normas que después pueden ser incumplidas sin que pase nada, especialmente por los que tienen el poder para hacerlo, que no son los ciudadanos de a pie. Ninguna medida de protección será efectiva si no se garantiza su aplicación, y esto tendrá que dejarse en manos de un organismo especializado creado con esta finalidad, como también apunta la Directiva y que, excusa decirlo, no puede estar politizado. En definitiva, no podemos seguir así si realmente nos tomamos en serio la lucha contra la corrupción. No es comprensible que el Gobierno y el Parlamento estén arrastrando los pies en un tema tan crucial para los intereses generales. Sin embargo, se acerca la fecha límite y, una vez más, no parece que estemos ante una prioridad política, y no será por falta de escándalos de corrupción en la esfera pública y la privada. Que dejemos inermes a las personas que con honestidad y valor están luchando por defender lo que es de todos no habla demasiado bien de nosotros como sociedad.

Diccionario de términos jurídicos: Sociedades Mercantiles.

 

La Fundación Hay Derecho está creando un video diccionario de términos jurídicos. Para consultar todas las entradas publicadas, pinche AQUÍ.

Las sociedades mercantiles son una suerte de ficción creada por el legislador; «sujetos artificiales» que decía Savigny, creadas para operar en el tráfico mercantil y económico dentro de un Estado. El legislador las reviste de personalidad jurídica propia, por lo que serán sujetos de derechos y obligaciones frente a terceros como nota característica de esta creación.

Nuestro ordenamiento jurídico las define, en orden de concepto, en primer lugar en el Código Civil, que define las sociedades como «un contrato por el cual dos o más personas se obligan a poner en común dinero, bienes o industria, con ánimo de partir entre sí las ganancias» (art. 1.1165). A su vez, el Código de Comercio define ya las sociedades mercantiles propiamente dichas (art. 116) añadiéndole esa nota de mercantilidad, que no es más que el «ánimo de lucro», de modo que la aportación común de dinero, bienes o industria se realice con ánimo de lucro.

A continuación el art. 122 define las cuatro formas de constitución de las sociedades mercantiles:

– La regular colectiva.

– La comanditaria.

– Las de capital, que se dividen a su vez en Anónimas y Limitadas. Estas son las que, en la práctica, predominan en España.

¿Para qué constituir una sociedad? Subyace un motivo económico de tal modo que la constitución de una sociedad mercantil protege al patrimonio personal de los socios asociados, limitando la responsabilidad de las deudas contraídas únicamente al patrimonio puesto en común; al patrimonio de la sociedad. De esta forma, solo el patrimonio de la sociedad responderá frente a terceros, viendo los socios limitadas sus pérdidas al dinero, bienes o industria puesto en común, pero no al resto.

“La factura de la injusticia”: una aproximación con datos a los grandes (y complejos) debates sobre la justicia en España

El buen (o mal) funcionamiento de la justicia es muy importante para la vida de los ciudadanos, incluso de aquellos que no han hecho nunca uso de ella. Solo el sistema judicial y su buen funcionamiento permiten corregir las injusticias, pequeñas o grandes, que, por desgracia, forman parte de la vida cotidiana. De forma muy simplificada, la justicia realiza una doble tarea de protección: por un lado, defiende a los ciudadanos frente a otros ciudadanos malintencionados, es decir, “disciplina” la contratación y las interacciones privadas. Paralelamente, también los defiende frente al poder del gobierno, disciplinando la acción pública.

Por desgracia, no es nuevo escuchar que el sistema judicial español no funciona bien, ya sea por ser lento o porque se le acusa de carecer de la “eficacia” que cabría esperar en un país con la renta y el desarrollo del nuestro. Al mismo tiempo, es muy difícil analizar su situación de forma objetiva y “real”, porque su funcionamiento está sujeto a grandes pasiones y tensiones territoriales y políticas. Resulta, además, muy complejo: compromete diariamente a decenas de miles de profesionales (en España había 5.341 jueces y magistrados en activo y 153.913 abogados ejercientes en 2020.

Pero ¿es nuestro sistema judicial tan lento o tan “ineficaz” comparado con el del resto de países como se dice usualmente en los debates públicos? ¿Somos uno de los países más litigiosos del mundo? ¿Hay verdaderamente “más abogados en Madrid que en toda Francia”? ¿Tenemos realmente pocos jueces? ¿Funciona igual la justicia en Barcelona y en Sevilla? ¿Está avanzando de una manera efectiva la digitalización del sistema judicial en España? ¿Hay siempre que gastar más?

Con el objetivo de contestar a estas preguntas, que han ocupado mi labor de investigación de los últimos años, me propuse escribir un libro, titulado “La factura de la injusticia. Sistema judicial, economía y prosperidad en España” que se aproxima, con datos, a estos debates (1).

Al mismo tiempo, el libro no rehúye el análisis de cuestiones todavía más complicadas, como ¿Qué efectos tuvieron de verdad las tasas judiciales en España? ¿La abogacía y la litigación están realmente relacionadas? ¿No habría que “echar” la culpa a un marco normativo excesivamente complejo? Tan solo un dato: en el año 2020 se publicaron nada menos que 12.250 normas nuevas.

Una vez analizadas las cuestiones de carácter jurídico, cabe preguntarse qué implicaciones tiene que el sistema judicial funcione “bien” o “mal”. De ahí que el libro analice los impactos de la justicia en la economía y la competitividad de España. Termino esta presentación con un ejemplo: si se lograra mejorar solamente en un punto la congestión judicial se podrían atraer a Madrid 3.400 viviendas más en alquiler (o 3.100 a Barcelona). Es decir, tantas como los estudiantes de doctorado de toda la Universidad Autónoma de Madrid (y sin necesidad de intervenir el mercado).

 

Notas

  1. Las opiniones y las conclusiones recogidas en esta entrada representan las ideas del autor, con las que no necesariamente tiene que coincidir el Banco de España o el Eurosistema.

Pasividad de los poderes públicos ante el incremento de precios y su incidencia en la contratación pública

Desde comienzos de 2021 estamos asistiendo a un incremento incesante de los precios que, como no podía ser de otra forma, está incidiendo muy negativamente en la contratación pública. Esta incidencia (unida a la falta de suministros) está suponiendo la paralización de muchas obras e incluso la cancelación de proyecto porque con los precios actuales el presupuesto no es viable. Sobre esto ya ha alertado Pedro Fernández-Alén, presidente de la Confederación Nacional de la Construcción (CNC), indicando que “la subida de costes está provocando que algunas licitaciones de obras se queden desiertas. Muchas empresas no están presentando ofertas porque los precios no se ajustan a los del mercado real y, en segundo lugar, no hay suficiente mano de obra, por lo que deciden que lo mejor es no presentarse”(1). La licitación se está incrementando, pero “hay un gran problema porque no se presentan ofertas y los proyectos no se adjudican ni ejecutan”. O sea, que como los Poderes Públicos no tomen conciencia del problema corremos el grave riesgo de que la contratación pública se paralice (en cuanto a los nuevos proyectos) y de que los contratos en marcha se vayan al mismísimo garete.

Problema muy grave, por cuanto que la contratación pública representa en torno al 15/20% de nuestro ya maltrecho PIB, sin contar la incidencia indirecta que tiene en otras empresas y en el empleo. Algo de lo que ha sido consciente el Gobierno de Galicia, saliendo al paso del problema con la ley 8/2021, de 27 de diciembre, de medidas fiscales y administrativas (DOG 31diciembre 2021). En la Adicional segunda de esta ley se articulan medidas para hacer frente a la alteración extraordinaria e imprevisible de los precios de los materiales en los contratos de obra pública, siendo de destacar los siguientes aspectos de estas medidas:

  • Se aplicará exclusivamente con respecto a aquellas obras que tengan ejecución después del 1 de enero de 2021, que hayan sido licitadas antes de la entrada en vigor de la disposición, y únicamente respecto de las variaciones en el coste de los materiales que se hayan producido en el período que abarca desde el mes de enero de 2021 hasta la fecha de solicitud presentada por el contratista para la adopción de alguna de las medidas previstas.
  • Se entenderá por alteración extraordinaria e imprevisible una variación en los costes de los materiales, individualmente considerados, superior a un 20 % con respecto a los precios que para esos materiales se recogen en el contrato, siempre y cuando, aisladamente o en su conjunto, suponga una pérdida económica para el contratista superior al 6 % del importe de adjudicación del contrato o, en su caso, de su modificación posterior.
  • Las medidas que pueden adoptarse en los supuestos previstos en este artículo podrán consistir en lo siguiente:
    • Una compensación económica al contratista consistente en la diferencia entre el coste de los materiales justificado por el contratista en su solicitud y el precio de los materiales recogido en el contrato, incluyendo, por tanto, los porcentajes adoptados para formar el presupuesto base de licitación y el coeficiente de adjudicación.
    • Una modificación de los materiales tenidos en cuenta para la elaboración del proyecto que sirvió de base para la licitación que permita un abaratamiento de sus precios y que no implique una minoración en la funcionalidad de la obra en ejecución. En este caso, se deberá optar, en la medida de lo posible, por materiales de proximidad cuya elección responda a criterios que permitan una reducción de las emisiones y de la huella de carbono.

Como puede apreciarse, se ataja el problema cogiendo el rábano por las hojas, puesto que, i) se considera el incremento de precios como “riesgo imprevisible, ii) se define el límite entre el riesgo y ventura y el “riesgo imprevisible” (pérdida económica superior al 6% del precio de adjudicación), y iii) se confiere a los contratistas la doble alternativa de solicitar una compensación o sustituir los materiales tenidos en cuenta en el Proyecto.(2)

Me consta que el Gobierno de la Nación tiene guardado un Real Decreto Ley en el cajón de contenido muy similar a la Ley de Galicia pero por razones que no consigo entender sigue metido en el cajón para desesperación de muchos contratistas. No voy a entrar en refriegas políticas, pero me parece claro que estamos ante un problema más grave de lo que el propio Gobierno se imagina al que está desatendiendo de forma inconsciente y torpe porque es mucho lo que está en juego (no solo para los contratistas sino también para el conjunto de la economía (en donde estamos metidos todos nosotros, los ciudadanos).

Y vuelvo a reiterar lo que ya dije en otro post, porque los Gobiernos de Alemania, Italia y Francia están estudiando ya fórmulas para evitar la paralización de las obras públicas que ya han puesto en marcha. (3) En Alemania, por ejemplo, se estudian fórmulas como la prórroga en los pagos de las obligaciones sociales, exenciones en sanciones por retrasos en plazos de ejecución de obra debido a cuellos de botella en suministros o la inclusión de las cláusulas de revisión de precios en los nuevos contratos públicos. En Italia, igualmente, el Parlamento aprobó a mediados de julio una serie de medidas que consisten, entre otras cosas, en que las empresas puedan solicitar compensación por el exceso de incremento de precios de los materiales que supere un 8% en el periodo del 1 de enero al 30 de junio de 2021 si las ofertas se hubieran presentado en 2020. Si las ofertas se hubiesen presentado antes de 2020, las empresas podrán solicitar compensación por la cuantía que exceda el 10%. También en Francia, el primer ministro, Jean Castex, ha remitido una comunicación a todos los departamentos para asegurar la continuidad en la ejecución de los contratos públicos y evitar el riesgo de quiebra de las empresas

Pero como yo soy terco, vuelvo a terciar en el asunto (a expensas de que el Gobierno adopte alguna medida) y a poner sobre el tapete lo que ya dije en otro post, pero matizando un poco más su contenido. (4) Sostuve en ese post la posibilidad de utilizar dos sistemas para reclamar compensación por “riego imprevisible”, que vienen a coincidir con lo establecido por el Gobierno de Galicia. En primer lugar, la posibilidad de actuar directamente sobre los materiales que forman parte de las Unidades de obra (conocidos como “elementales”) y que han experimentado un incremento de precio. En segundo término -y como alternativa más sencilla- aplicar la formula polinómica de revisión que correspondería al contrato (tenga, o no, reconocida la revisión de precios), habida cuenta de que los diferentes sumandos representan los materiales y componentes que intervienen en ese contrato. De esta forma, bastará con aplicar el coeficiente Kt a todos los abonos realizados mientras se mantenga la situación de “riesgo imprevisible”, con los siguientes matices:

  • Evidentemente, no se deberán tener en cuenta los “umbrales” legales relativos al derecho a la revisión de precios, como puedan ser el plazo de dos años o la necesidad de tener ejecutado, al menos, el 20% del importe del contrato.
  • Pero tampoco deberá tenerse en cuenta el sumando fijo (que con las actuales fórmulas es muy elevado), debiendo repartir el mismo, de forma proporcional entre los restantes sumandos (y en esto radicaba la novedad que ya ponía de manifiesto en el post antes citado).

Pero hay más, porque quedaba “en el alero” la cuestión relativa al límite entre el simple riesgo y ventura y el “riesgo imprevisible” (aspecto que, también, abordé en otro post) 5). Decía allí que esta delimitación nunca ha llegado a estar clara porque la jurisprudencia sobre el tema insiste, una y otra vez, en que se trata de una cuestión casuística, a la que no cabe dar una respuesta uniforme. Y ello, porque los parámetros a tener en cuenta (la imprevisibilidad y la enormidad del incremento de precios) son, igualmente, conceptos jurídicos indeterminados. Sin embargo, hete aquí que la Ley de Galicia antes citada arroja luz sobre el tema (al igual que las medidas adoptadas por Italia) al sacar a colación la “pérdida económica superior al 6 %”. Aquí está, a mi juicio la clave de todo el problema, porque, aplicando el sistema de la fórmula polinómica, equivale a decir que el coeficiente Kt debe ser superior a 1,06 para que el contratista tenga derecho a una compensación por “riesgo imprevisible”.

Límite o frontera absolutamente razonable, puesto que equivale al beneficio industrial del contratista (ex artículo 131 del RGLCAP), lo cual significa que, si el incremento de precios es superior a este porcentaje, el contratista no solo no obtiene beneficio alguno, sino que entra en pérdida. Por tanto, la cuestión relativa a esta delimitación del “riesgo imprevisible” puede dejar de ser casuística acudiendo a este índice del 6% que resultaría válido para toda clase de contratos de obra. Y ya no sigo contando más porque conviene seguir reflexionando sobre el tema, aunque algo hemos avanzado, teniendo en cuenta que “hay tres caminos que llevan a la sabiduría: la imitación, el más sencillo; la reflexión, el más noble; y la experiencia, el más amargo” (Confucio dixit)

 

NOTAS:

1) En los últimos meses más del 75% las empresas del sector han sufrido desabastecimiento o un retraso inusual en la entrega de algún material de construcción como madera, aluminio, acero o PVC; pero también en artículos como sanitarios, vidrios, azulejos o pinturas, según un estudio de CNC. Esto se traduce en un gran retraso en las obras y entregas, pero también en un ascenso de precios. En este contexto, ya se han experimentado aumentos de precios en las viviendas de obra nueva y en las reformas, pero se espera que seguirán subiendo en futuro debido a la crisis de suministros e incrementos de costes. Vid: https://okdiario.com/economia/patronal-construccion-subida-costes-provoca-que-licitaciones-queden-desiertas-8441422

2) Esta Adicional sigue estableciendo lo siguiente:

Cuatro. El procedimiento para la adopción de alguna de las medidas previstas en esta disposición se iniciará mediante solicitud del contratista dirigida al órgano de contratación.

El plazo de presentación de solicitudes comenzará el día siguiente al de la entrada en vigor de esta disposición y, en todo caso, antes de emitirse la certificación final de obra.

El contratista deberá adjuntar a dicha solicitud la documentación justificativa que acredite, de forma fidedigna, tanto la existencia de una alteración extraordinaria e imprevisible de los precios de los materiales tenidos en cuenta para la formalización del contrato como la realidad, efectividad e importe de la pérdida sufrida como consecuencia de la variación en el coste de los materiales soportado por el contratista.

La solicitud deberá incluir, en todo caso, el cálculo de la compensación que procedería, para lo cual deberá tenerse en cuenta el Índice de costes del sector de la construcción que elabora el Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, que actuará como límite máximo que se tendrá en cuenta por el concepto «coste de los materiales justificado por el contratista en su solicitud» a que se refiere la letra a) del punto anterior.

Una vez recibida la solicitud, el órgano de contratación procederá a su estudio teniendo en cuenta las certificaciones de obra emitidas desde el 1 de enero de 2021, y podrá realizar cualquier otro acto de instrucción que considere necesario para su comprobación. Una vez examinada la solicitud, el órgano de contratación elaborará una propuesta de resolución de la que dará audiencia al contratista por un plazo de 10 días hábiles.

Finalizado el trámite de audiencia, el órgano de contratación, contando con el informe previo de la Asesoría Jurídica y de la Intervención Delegada, dictará resolución.

El plazo máximo para resolver será de tres meses desde la presentación de la solicitud.

El transcurso del plazo máximo para resolver sin que se haya notificado resolución expresa alguna legitima al contratista para entender desestimada por silencio la solicitud presentada.

3) Vid: “El grave problema del incremento de precios en la contratación pública” que puede leerse en el siguiente link: https://www.linkedin.com/pulse/el-grave-problema-del-incremento-de-precios-en-la-villar-ezcurra/

4) Me refiero al post titulado “El derecho debe adaptarse a la realidad, no al revés: incremento de precios y contratación pública” que puede leerse en el siguiente link: https://www.linkedin.com/pulse/el-derecho-debe-adaptarse-la-realidad-al-rev%C3%A9s-de-y-villar-ezcurra/

5) Me refiero al post titulado “El confuso límite entre el riesgo y ventura y el riesgo imprevisible en la contratación pública” que puede leerse en el siguiente link: https://www.linkedin.com/pulse/el-confuso-l%C3%ADmite-entre-riesgo-y-ventura-imprevisible-villar-ezcurra/

 

De los becarios sin alma: a propósito de la propuesta de reforma de la Ley de Ciencia

A propósito de la propuesta de reforma de la Ley de Ciencia que deja a más de 15.000 investigadores pre y postdoctorales sin indemnización por fin de contrato

 

Hace más de un siglo, en 1919, Max Weber afirmó en unas conferencias luego recogidas en La ciencia como vocación que, en Europa, «es sumamente arriesgado para un científico joven sin bienes ni fortuna personal exponerse a los azares de la profesión académica» mientras que, en los Estados Unidos, «impera el sistema burocrático [y] el muchacho recibe desde el comienzo un salario; aunque, desde luego, este es bajo, ya que su cuantía apenas corresponde, la mayoría de las veces, a lo que percibe un obrero medianamente cualificado». ¿Ha cambiado algo desde entonces?

Aprovechando la reciente publicación del anteproyecto de modificación de la Ley 14/2011, de 1 de junio, de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación (disponible aquí), me propongo recordar en estas líneas, brevemente, cuál ha sido el recorrido —en España— del actual modelo de investigación predoctoral y, en concreto, los distintos problemas relacionados con la figura sui generis del conocido como «contrato predoctoral». La actual propuesta sigue persistiendo en tales disfunciones, con un agravante añadido: discrimina negativamente a las personas actualmente contratadas al negárseles un derecho que sí recoge pro futuro, la indemnización por finalización de contrato. Pero vayamos por partes.

Los estudios de doctorado y la consecuente obtención del título de Doctor son, en España (y, me atrevería a decir, en gran parte del mundo), la puerta de acceso a la docencia y la investigación autónoma y plena en la Universidad como institución de enseñanza superior. En los años 60 del pasado siglo, aparecen en España, por primera vez, las denominadas becas de «Formación del Profesorado Universitario», programa del Ministerio de Universidades (entonces de Educación) que ha sobrevivido hasta nuestros días, aunque ahora en forma de contrato predoctoral. Hasta la aparición de ese programa, solo distintas becas de otras entidades, o contratos realizados por las propias universidades, permitían a unos pocos la realización de la tesis doctoral de manera retribuida.

El inicio de la convergencia de todos estos programas llega con el Estatuto del becario de investigación, aprobado por Real Decreto 1326/2003, de 24 de octubre. Quizás la más relevante de las cuestiones previstas en este Estatuto fue la inclusión generalizada de los (entonces) becarios de investigación en el Régimen General de la Seguridad Social (por Real Decreto 1493/2011, de 24 de octubre, de manera retroactiva y por un periodo máximo de 2 años), con la condición de asimilados a trabajadores por cuenta ajena, y con la única exclusión de la protección por desempleo, a pesar de las críticas que esta medida recibió. Pero la investigación predoctoral seguía consistiendo en el disfrute de una beca, no de un contrato.

Tras la aprobación del Estatuto de 2003, el siguiente paso fue una «laboralización a medias», gracias al Estatuto del Personal Investigador en Formación (EPIF), aprobado por Real Decreto 63/2006, de 27 de enero. Digo que se produjo a medias porque, si el periodo de investigación predoctoral tiene una duración de 4 años en este EPIF de 2006, se viene a consagrar, sin embargo, el modelo 2+2: dos años de beca y dos años de contrato. El contrato previsto para estos investigadores era, entonces, el de un contrato en prácticas de los regulados en el (entonces y ahora) art. 11 del Estatuto de los Trabajadores, con las consiguientes consecuencias de tales contratos (por ejemplo, la no cotización por desempleo, al menos por aquel entonces).

Así las cosas, en el año 2011 (estando todavía vigente el EPIF de 2006), se aprueba la actual Ley de Ciencia, que recibió por fin en el ordenamiento español las exigencias de la Carta Europea del Investigador y el Código de Conducta en la contratación de investigadores. Esta carta recomienda que, desde el primer momento de la investigación, se produzca la contratación laboral, lo que se ha venido a denominar el «modelo 0+4». Los arts. 20 y 21 de la Ley de Ciencia configuran una nueva modalidad contractual: el ya citado contrato predoctoral. Las características de este contrato eran —y siguen siendo— las siguientes: i) tiene por objeto la realización de una investigación autónoma encuadrada en los estudios de doctorado, ii) es un contrato a tiempo completo de duración determinada, iii) tendrá una duración máxima de 4 años, y iv) las retribuciones mínimas, con respecto a la categoría equivalente, serán del 56% el primer y segundo año, del 60% el tercer año, y del 75% el cuarto año.

Pero, como he dicho, seguía vigente un EPIF ahora completamente desactualizado. La propia Ley de Ciencia exigía la aprobación por parte del Gobierno en el plazo de 2 años (Disposición Adicional 2.ª) de un nuevo EPIF (por lo tanto, en 2013). No fue hasta 2019 cuando se aprueba, por fin, el Real Decreto 103/2019, de 1 de marzo, que aprueba el nuevo EPIF. Gracias a este, y a las referencias que en él se hacen al Convenio Colectivo Único de la AGE se consigue, por fin, tener una referencia de «categoría equivalente» que permite determinar, ya con claridad, las retribuciones mínimas de este personal.

Tales retribuciones son estas, y hablan por sí solas. Téngase en cuenta que para conseguir uno de estos contratos debe ganarse un concurso de méritos donde la media de la titulación previa, las publicaciones y otros aspectos son evaluados por comisiones independientes en entornos de elevadísima competencia. ¿Cuánto percibe un obrero medianamente cualificado (en palabras de Weber)?

Año 2022 Referencia Anual (bruto) Mensual (bruto 14 pagas)
1º-2º 56% AGE M3 (art. 7 EPIF) 16.971,61 € 1.212,26 €
60% AGE M3 (art. 7 EPIF) 18.183,87 € 1.298,85 €
75% AGE M3 (art. 7 EPIF) 22.729,83 € 1.623,56 €

Pero el tema del salario, aunque importante, no es, a mi juicio, el más relevante. El pecado original, el problema de inicio de todo lo que ha sucedido después está en la propia Ley de Ciencia de 2011. Es cierto que esta laboraliza la etapa predoctoral de manera definitiva. Pero ¿cómo lo hace? Establece una categoría sui generis, el contrato predoctoral. Pero ¿acaso está la Ley de Ciencia estableciendo relaciones laborales de carácter especial, para separarse de lo dispuesto en el Estatuto de los Trabajadores? De facto, sí. De iure, no. Y con esto queda dicho todo. Si de iure la Ley de Ciencia no establece relaciones laborales de carácter especial (no lo dice en ningún precepto de su articulado), ¿a qué categoría laboral ordinaria debe reconducirse el contrato predoctoral?

Hasta la actual reforma laboral de 2021 (operada por el Real Decreto-ley 32/2021), el único contrato en que, por su duración (máximo 4 años), podría haber encajado esta modalidad era el de obra o servicio. Sin embargo, los tribunales no lo tenían tampoco tan claro. Ello dio lugar a un importante pronunciamiento en 2019 del TSJ de Galicia que aceptó, también por aplicación de la jurisprudencia europea, el derecho a percibir una indemnización por fin de contrato, igual que en los de obra o servicio. Esta sentencia fue, sin embargo, casada en 2020 por el Tribunal Supremo, al considerar que la analogía más cercana sería la del contrato en prácticas, y no así la del contrato por obra o servicio. Pero de aceptar esta argumentación, el Tribunal Supremo estaría dando carta de naturaleza al establecimiento, de facto, de relaciones laborales de carácter especial sin su expresa mención por la norma en cuestión. Y aceptar que el contrato predoctoral es un contrato en prácticas del art. 11 ET resulta también imposible dada la duración de este (un máximo de 2 años entonces, y 1 año ahora).

Lo cierto es que el actual contrato predoctoral se ha quedado huérfano de cualquier modalidad contractual laboral ordinaria en la que encajarse. El legislador bien debería solucionar el desatino del 2011 (aunque no parece que vaya a hacerlo, según el borrador presentado al principio) y establecer expresamente una relación laboral de carácter especial. Pero debería, además: i) mejorar las irrisorias retribuciones salariales de la primera etapa investigadora y universitaria (que no igualan ni a lo que percibe un maestro de Primaria), ii) equiparar en igualdad de derechos al resto del personal de las Universidades y centros de investigación (en particular, en materia de complemento por antigüedad o trienios, para evitar que sean los tribunales los que tengan que hacerlo, como sucedió en Aragón con tal complemento), y iii) reconocer el derecho a una indemnización por finalización de contrato a todos los investigadores pre y postdoctorales, no solamente a los que se contraten en el futuro, como pretende el actual borrador (Disposición Transitoria 2.ª).

Distintos colectivos de investigadores están recogiendo firmas en esta campaña para acabar con una injusta discriminación que pretende dejar atrás a quienes hacen Ciencia a día de hoy: más de 10.000 investigadores predoctorales y 5.000 postdoctorales (según datos de la Memoria de Análisis de Impacto Normativo de la propuesta de reforma). El Gobierno incluye ahora, aunque solo a medias, un derecho reconocido al resto de trabajadores, aunque lo rechazara en los años 2020 y 2021 durante la tramitación de los PGE de 2021 y 2022, respectivamente (todo por ser una propuesta de la oposición…).

Los pretendidos eternos becarios sin alma ni derechos han llamado también a una concentración en distintos puntos de España el próximo lunes 7 de febrero de 2022. Porque sin Ciencia no hay futuro, pero sin derechos tampoco.