Tal como expuso el profesor Alejandro Nieto, al “debilitarse el rigor de la selección” se produce obviamente un “descenso del nivel científico y técnico de la función pública”, signo evidente de su anunciada “decadencia y crisis”. Partiendo de esta atinada reflexión, formulada por cierto hace décadas, es momento de retornar a lo que importa, esto es, a los conceptos; pues con frecuencia se olvida lo esencial –más aún en esta época de aceleración y volatilidad, también de ignorancia atrevida- , y se pone el foco en lo adjetivo.
La función pública es una institución del Estado que se caracteriza por tres elementos que conforman su “ADN”, siempre mal comprendidos y hoy en día casi totalmente olvidados.
El primero, premisa de los demás, es su carácter profesional; así, la función pública es una institución del Estado democrático, en la que deben ingresar aquellos profesionales que acrediten mejores méritos y capacidades (lo que hoy día se llama competencias) a través de procesos abiertos y competitivos en los que se salvaguarden los principios de igualdad, libre concurrencia y de publicidad. Dicho de otro modo, a la función pública en un Estado Constitucional (y de todas sus Administraciones Públicas) debería acceder quien tenga el mayor talento, con la finalidad de prestar servicios de calidad efectiva a la ciudadanía en todas las organizaciones públicas. No hacerlo de este modo es una estafa al país y a sus gentes. Una modalidad de corrupción político-legislativa, siquiera sea contingente o estructural, según los casos. Todos queremos que nos atiendan los mejores profesionales sanitarios, tener excelentes profesores, disponer de cuerpos de policía y bomberos efectivos, así como de los funcionarios más cualificados que sirvan los intereses públicos con integridad, sentido de pertenencia y compromiso público. Por contra, los actuales sistemas de acceso al sector público ven tambalearse una vez sí y otra también el principio de mérito.
Un sistema de función pública (ahora denominado con la bastarda expresión de empleo público) que no se asiente en esta primera premisa de profesionalidad niega su carácter democrático al deslegitimarse, y puede incluso ser tachado de iliberal e ineficiente, dando pie a la irrupción sin freno del clientelismo, abrir las puertas a la corrupción o, en el mejor de los casos, dar pie a una fatal gestión de recursos humanos en las organizaciones públicas, que también es un síntoma grave de corrupción por abandono o incompetencia. En la poliédrica problemática de la temporalidad, hay un buen número de personas que accedieron a las plazas interinas por medio de sistemas competitivos, también las hay que ingresaron de la mano de sus padrinos políticos o sindicales, así como otras muchas que apenas acreditaron nada o casi nada, y que, una vez allí instaladas, por transcurso del tiempo, ante la insólita y temeraria dejadez gestora de los responsables públicos, solo deberán justificar (como así reconoce la Ley 20/2021, de 28 de diciembre) llevar un mínimo de cinco o de tres años “de antigüedad”, según los casos, para participar en pruebas selectivas de pantomima y “calzarse” una plaza en propiedad hasta su paso a la jubilación. Sí, ya sé, me objetarán de inmediato que se convocan “plazas”. Eso parece; pero no se engañen.
En verdad, las plazas cubiertas por personal interino que se convoquen en estos “nuevos” procesos de estabilización (y no es un juego de palabras) “extraordinarios plus”, que se suman con sus tres modalidades a los procesos “extraordinarios ordinarios” de la tasa adicional de estabilización de las leyes de presupuestos de 2017 y 2018, y que pretenden transformar, por arte de birlibirloque, las plazas convocadas en funcionarios inamovibles. Ansiado objetivo, más ahora que todo se tambalea. Da igual que tales plazas, luego ejercidas a través de puestos de trabajo o dotaciones, tengan o vayan a tener tareas efectivas o que estas se vean gradualmente eliminadas (hasta hacer desaparecer múltiples dotaciones o inclusive puestos de trabajo) por la automatización o la revolución tecnológica, que eso no importa mucho, menos ahora. Mediante tales procesos de estabilización, se van a convocar decenas de miles de plazas (por ejemplo, de auxiliares administrativos, administrativos o de actividades de tramitación o gestión), que dentro de muy pocos años (o pasado mañana) ya no dispondrán de tareas efectivas; pero ahí estarán las plazas (puestos o dotaciones) enquistadas para siempre (con los impactos presupuestarios que ello comportará). Pero eso a nadie importa, lo que el Presupuesto público aguante no es de nadie, al menos eso creen quienes con sus actitudes u omisiones depredan lo público. En estos momentos sólo se busca –otra cosa es que se consiga, pues indirectamente se está estimulando, al menos en los procedimientos de “concurso”, la movilidad entre funcionarios seniors de diferentes Administraciones Públicas (buscar la que pague más)- aplantillar definitivamente a cuantas más personas mejor. Pero este último es espíritu y finalidad de la Ley; aunque los errores en su diseño son monumentales. Lo ha explicado con gran claridad el profesor Castillo Blanco (aquí). Ello explica por qué se han rebajado más todavía las ya muy blandas exigencias de acceso recogidas en las Leyes de Presupuestos para 2017 y 2018, así como en el Real Decreto-Ley 14/2021 (que ya estaba, como se ha dicho por Marcos Peña, en el límite de la tolerancia constitucional), hasta abrir las puertas del acceso a la función pública de par en par a través de pacto político parlamentario-gubernamental (con notables deficiencias de técnica legislativa, como ha escrito Jorge Fondevila, en su reciente análisis de las disposiciones adicionales 6ª y 8ª de la Ley 20/2021, publicado en El Consultor), mediante la incorporación de tres insólitas modalidades de procedimientos “selectivos” más extraordinarias aún (y en algunos casos restrictivas o restringidas de facto) de acceso al empleo público. Se han puesto creativas sus señorías. Donde había una excepción, se suman tres excepciones más, cada una más excepción que la anterior, y que además rebaja hasta el subsuelo los estándares antes previstos: blanda, de manga ancha, de manga anchísima y sin manga. Así, suena a broma de mal gusto que se hable, tal como hace el preámbulo de la Ley 20/2021, de “profesionalización del modelo del empleo público, con el centro en el personal funcionario de carrera”. Mentiras piadosas, que ya nadie cree, salvo el BOE y sus escribientes.
La pregunta políticamente incorrecta es obligada: ¿qué sentido tiene hoy día la inamovilidad o la continuidad de por vida en la función pública de quienes no acreditan permanentemente un desempeño efectivo y exigente? Y esto va para todos, no solo para temporales aspirantes a fijos. Dicho de otro modo: sin exigencias serias en el acceso ni evaluación alguna del desempeño, la inamovilidad se transforma en un privilegio sangrante frente a la precariedad y volatilidad del empleo privado. Se retribuye a los funcionarios por ser y por estar, nunca por hacer, menos aún por hacerlo bien. Y ese empleo público tan escasamente efectivo no sale precisamente gratis, como han expuesto en un impecable análisis L. Bernaldo de Quirós y M. Gómez Agustín, “Un Estado caro, ineficaz e ineficiente”, Revista del IEE, 1/2022, pp. 91 y ss. (aquí).
La segunda nota existencial de la función pública, y consustancial a la institución, que así se diferencia de la política, es la imparcialidad. Por definición, una función pública profesional es el mejor antídoto contra la parcialidad y la corrupción en el sector público, puesto que quienes acceden por estrictos criterios de igualdad, mérito y capacidad nada deben a quienes circunstancialmente ejercen el poder. Una de las cualidades más destacadas de la institución británica del Civil Service es que, dada su profesionalidad e imparcialidad, los altos funcionarios profesionales siempre han tenido la capacidad de decir no a la política, cuando esta propone atajos o soluciones no ajustadas a la legalidad, la integridad o la eficiencia. Nada de esto sucede entre nosotros. Por consiguiente, abrir las puertas de acceso a las administraciones públicas a profesionales que no hayan acreditado previamente saber especializado ni realizado esfuerzo competitivo alguno para ingresar, es convertir la función pública en una institución inservible, insignificante, incapaz por sí misma de atender las exigencias sociales y, peor aún, muy fácilmente maleable por el poder de turno, lo que conduce al debilitamiento del Estado democrático y de los servicios que debe recibir la ciudadanía.
La tercera nota determinante de una función pública profesional e imparcial es la garantía de estabilidad o de permanencia en el empleo; y ello implica que –en el contexto histórico en el que emergió; a lo largo del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX- lo relevante era poner a los funcionarios al abrigo de la política, para que no dependieran de los humores y cambios de sensibilidades ideológicas que en cada ciclo histórico o tras unas elecciones se producían. Se trataba así de erradicar el viejo sistema de cesantías o de lo que en Estados Unidos se conocía como el spoils system. En todo caso, para evitar lecturas torticeras, ha de advertirse que la permanencia o estabilidad en la función pública encuentra su sentido sólo como complemento necesario de la previa existencia de una institución profesional e imparcial. Es más, una estabilidad mal entendida puede introducir en la función pública una patología mucho mayor aún que la derivada de la España de las cesantías, pudiendo provocar incluso la aparición de un auténtico monstruo. Y esto se podría producir, por ejemplo, cuando se pretenda aplantillar definitivamente por decisión legal mediante convocatorias convenientemente trufadas en sus bases a centenares de miles de empleados públicos temporales sin exigir conocimiento alguno o aflojando tanto las exigencias de acceso que incluso no superando ninguna de las pruebas selectivas se pueda – como expuso el profesor Alejandro Nieto- “atravesar el Jordan y besar la Tierra Prometida”; esto es, obtener la ansiada plaza de por vida. La pregunta es obvia: ¿para qué valen, si es que se hacen, los ejercicios de oposición cuando determina el concurso? Está muy claro, para nada. La profesora J. Cantero (RVOP número 21, 2021) planteó con acierto el dudoso encaje de esa solución legal.
Cierto es que el abuso de la temporalidad en el empleo público es, en buena parte de las Administraciones Públicas (con excepción de la AGE), un mayúsculo problema generado por unas prácticas irregulares y una mezcla de irresponsabilidad política e incompetencia gestora, y agravado en los años duros de crisis fiscal con la imposición de tasas de reposición durísimas que dejaron a la función pública a los pies de los leones. Pero, no nos llamemos a engaño, siendo cierta la precisión última, que lo es (aunque no hasta el punto de justificar las excepciones a la excepción, como pretende hacer con poca finura la exposición motivos de la Ley 20/2021, en “factores de tipo presupuestario”), la gestión de las ofertas y convocatorias ha sido generalmente desastrosa e indolente en un gran número de Administraciones Públicas. Pero aquí las responsabilidades son difusas, y nadie las asume. Lo de siempre.
Y a río revuelto, ganancia de pescadores. Así ha sido. Como el lío creado era monumental y la bola de nieve imparable, la solución salomónica rebozada de burdas justificaciones de constitucionalidad se impuso: pretender que entren todos a través de los añadidos de la Ley 20/2021 al RDL 14/2020. Al margen de la clara vulnerabilidad constitucional de esa solución legal, me preocupa especialmente el mensaje que lanza este despropósito legislativo: el mérito y el esfuerzo ya no sirven de nada en la Administración Pública. Lo sabíamos en la carrera profesional, ahora lo hemos descubierto también en el acceso. El “concurso” o las “pruebas selectivas fakes” solo pretenden medir la antigüedad y poco más. La igualación por el suelo devasta el talento. De ahí al subsuelo, solo hay un paso: el entierro de la institución.
En efecto, la Ley 20/2021 es -perdonen las licencias de lenguaje- un auténtico bodrio normativo, especialmente en sus injertos choriceros al Real Decreto-ley 14/2021, y dará inmensos dolores de cabeza a quienes la deban interpretar y aplicar (tanto Administraciones Públicas como jueces y tribunales), multiplicando los litigios y produciendo más ineficiencia (disparando el gasto público, así como estresando y devastando los recursos de la Administración y de los tribunales); pero es lo que han querido sus señorías que, una vez parido el monstruo, descansarán tranquilas, bien cubiertas con el velo de la ignorancia. Hay riesgo evidente de que con estos procesos excepcionales en cadena de estabilización a la brava la función pública se nutra en buena medida de personas dóciles con el poder, que sean más permeables a presiones políticas. Votantes eternos de aquellos a quienes siempre deberán su tranquilidad futura. Si así fuera, el desastre sería mayúsculo y sus efectos letales.
El paso dado con esa Ley 20/2021 es muestra de la expresión más viva de un populismo parlamentario demagógico (en busca del “disputado voto” se tira la casa por la ventana) que creará más problemas de los que pretende resolver, y puede conducir a la institución de función pública al cementerio de los trastos viejos e inservibles, para así tener –o eso piensan algunos políticos- las manos libres. Se equivocan. Se han dado un tiro en el corazón de sus propias instituciones de autogobierno. El tiro de gracia.
Mi tesis, que expondré en su día con el mínimo detalle que un post permite, es que esa “solución legislativa” buscada (realmente, cúmulo de ocurrencias: sólo hace falta ver las enmiendas presentadas en su día) no tiene encaje razonable en la Constitución, ya que rompe sus costuras; menos aún en 2021. Esa cadena interminable de excepciones cada una más cerrada dejan prácticamente vacíos de contenido los artículos 23.2 y 103.3 CE. Desde un plano fáctico, estamos hablando (y no es una cifra menor precisamente) de procesos de estabilización en cadena de personas que ocupan ya plazas interinas o temporales, que sumadas todas ellas, representan casi un tercio del total del empleo público en España (en algunas Administraciones superan el cincuenta por ciento de su personal). Por tanto, las modalidades excepcionales de acceso ya no son sólo la regla, se convierten en universales, y no por “una sola vez”, que ya van muchas, sino porque condicionarán las futuras. Al tiempo.
Unos procesos que, se mire de lado, de frente o de costado, laminan literalmente la libre concurrencia y la plena efectividad de los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad, pretiriendo el ejercicio de un derecho fundamental a millones de potenciales aspirantes. Estos procesos llevan camino de enterrar definitivamente, como de materializarse así pasará, un derecho fundamental ya actualmente malherido: el derecho de acceso en condiciones de igualdad a la función pública (artículo 23.2 CE). Un derecho fundamental que, una mezcla obscena de decisiones legislativas y ejecutivas, así como por la enorme complacencia jurisdiccional y del propio Tribunal Constitucional, se ha ido vaciando gradualmente de esencia y efectividad desde finales de la década de los ochenta hasta la actualidad, quedándose convertido prácticamente en una reliquia constitucional con magro recorrido, ya que protege siempre mucho más al que ya está frente al que pretende ingresar. El siguiente paso, gravísimo por cierto, sería que se pretendiera justificar la constitucionalidad de semejante atropello legislativo. Un sapo difícil de digerir, como razonaré en su momento.
Nada de esto se extrae de la doctrina jurisprudencial del TJUE. Los jueces europeos que dictaron esa doctrina en innumerables sentencias no pudieron ni imaginar que la consecuencia de tales pronunciamientos sería enterrar el modelo de función pública profesional en España. Los márgenes de apreciación del legislador para aplicar esa doctrina no son habilitaciones para preterir los principios y reglas de la Constitución. No se confundan
Tampoco vale cínicamente echar mano de que el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, por exigencias de la Unión Europea, nos obliga a reducir radicalmente la temporalidad en el empleo público, lo cual es verdad; pero no así. Es totalmente falso el pretendido argumento, expuesto en el preámbulo de la Ley 20/2021, de que esta disposición normativa “conjuga adecuadamente el efecto útil de la directiva mencionada (Directiva 1999/70) con el aseguramiento de los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad en el acceso al empleo público”. Una vez leídos los chorizos incrustados por las Cortes Generales al RDL 14/2021, nadie en su sano juicio se lo cree, ni siquiera el dócil redactor de semejante mentira. Lo veremos en el siguiente comentario. Continuará.