Putin y la crisis de Occidente
En febrero de 2022 Vladimir Putin lanzó la tercera invasión rusa de Ucrania (contando la intervención de sus fuerzas en el Donbás y en Crimea) e hizo el mayor favor posible a Occidente: le dio una oportunidad.
Durante décadas, las democracias occidentales se han ido sumiendo en un pozo de incertidumbre, de autoduda, de desconfianza en sus propias instituciones y sistemas, producto de desequilibrios reales y de una aparente incapacidad para resolverlos. Un pozo que nos está llevando hacia la degradación de nuestras democracias a manos de populismos de distinto signo. Una deriva que ha sido estudiada por muchos, como Yashcha Mounk, pero contenida por muy pocos y con dificultad. Estados Unidos ha estado dominado por un populista. Israel acaba de librarse de otro pero puede recaer. Hay varios estados populistas en la UE. Sudamérica está sufriendo una nueva ola. Los populismos no son fácilmente reversibles, y si alcanzan una masa crítica no lo serán en absoluto.
Lo que la invasión de Ucrania nos ha obligado a ver es hasta qué punto esa niebla, esa confusión y ese populismo no son producto de nuestras propias sociedades sino armas de una dictadura que necesita debilitarnos para poder competir con nosotros. Nos ha obligado a tomar en serio las vulnerabilidades en nuestra forma de vida que (como en un ataque hacker) han sido usadas por Putin y otros para infiltrar el sistema y usarlo contra sí mismo. Porque no se puede decir que no las conociéramos: las veníamos escuchando e ignorando a diario. Simplemente no creíamos que la infección fuera tan agresiva, ni el riesgo tan tangible como la artillería sobre Mariúpol o los asesinatos de Bucha.
Esta repentina claridad de visión no era inevitable, y ha sido el primer fracaso de la estrategia de Putin en esta guerra. Quizá algún día sepamos con detalle cómo y quién reaccionó tan rápido en la Unión Europea, cortando el acceso a Russia Today y el resto de herramientas de propaganda, y dando a la Unión un momento para pensar y ver con claridad. Esa decisión salvó a Ucrania y probablemente a la misma Unión. No fue una medida esperada, no fue parte de un protocolo conocido. Pero fue providencial.
Tampoco es inevitable que la claridad permanezca. Como estamos viendo con las ofuscaciones del canciller alemán para evitar el suministro de armas a Ucrania, somos perfectamente capaces de dar de nuevo la espalda a lo que sabemos, y seguir esforzadamente camino del desastre, con los estímulos adecuados. Putin no ha sido el causante de la crisis de Occidente, pero sí la ha agravado con entusiasmo, y la ha llevado en direcciones que la hacen más difícil de solucionar. Su invasión de Ucrania, con todo el horror que conlleva (y precisamente por él) abre una ventana de oportunidad para reflexionar, reaccionar y cambiar.
La primera reflexión es sobre el significado de Occidente (“The West”). Cuando hablamos de Occidente en este texto, nos referimos a las democracias liberales, no a una región geográfica. “Occidente” es un conjunto de valores compartidos que se reflejan en sistemas de convivencia que respetan la libertad individual y buscan el interés común mediante la democracia representativa. Seguramente no hay ninguna democracia perfecta pero, como dijo Churchill, sigue siendo mejor que cualquier otro sistema.
Occidente, por tanto, no es simplemente Europa y Estados Unidos. No se acaba en Canadá Australia, Nueva Zelanda o Japón, como parece que piensan muchos anglosajones. Occidente incluye también Taiwán y Corea (incluso Singapur e Israel a su manera). Incluye a Ucrania. Incluye Centroamérica y Sudamérica, con notables excepciones en Cuba, Nicaragua y Venezuela, y países donde peligra. Incluye muchos más reductos, también en África.
Son países con una base cultural parecida pero no homogénea, generalmente pero no siempre con raíces europeas, y generalmente pero no siempre con herencia cristiana. Son tres cosas diferentes, y es importante reconocerlo porque con demasiada frecuencia se presentan como interdependientes.
La democracia en Occidente lleva quince años en retroceso, tanto en cuanto al número como en cuanto a la calidad. Menos países son democracias, menos democracias funcionan bien. La misma democracia española está objetivamente degenerando, según el Word Democracy Index. El enemigo de las democracias es el populismo. ¿Qué es populismo? Hay que diferenciar entre populismo como táctica, como ideología y como gobierno.
“Populista” se dice del político que vende soluciones simplificadas y pinta líneas rojas, diferenciando entre buenos y malos ciudadanos por su ideología, origen, religión, cultura o renta (y no por sus actos). Puede ser una táctica arriesgada, o algo más. Populista es la ideología que defiende que realmente los problemas son causados por “los otros”, y que “el pueblo” agredido tiene el derecho de tomar decisiones sin contar con ellos, ni con los mecanismos democráticos que protegen la libertad y derechos de las minorías. La voluntad del “pueblo” (la parte que nos gusta y sale a la calle para apoyarnos) decide lo que es bueno y lo que no, y la ley ya se adaptará. Y por supuesto, el portavoz del pueblo es el partido de turno.
Populista es el gobierno de un partido que utiliza las instituciones democráticas para adquirir el poder y luego lo usa para favorecer a una parte de la población ignorando los derechos de los demás, deformando o destruyendo las instituciones de contrapeso (justicia independiente, medios plurales, administraciones neutrales, sociedad civil) y haciendo imposible la alternancia democrática. El primer estadio de degeneración son las “democracias iliberales” (Cataluña, Turquía, Hungría), y su forma final las dictaduras con partidos, pero sin democracia (Rusia, Venezuela).
“Populista” es por tanto una etiqueta complicada, ya que se aplica a tácticas de políticos demócratas y a aspirantes a dictadores. Hay que aplicarla con prudencia, porque un partido puede ser populista (la inmensa mayoría de los nacionalismos, o la extrema izquierda) pero respetar razonablemente los límites de la democracia, o bien atacarlos deliberadamente (partidos antisistema). Es la conjunción de una ideología corrosiva para la democracia, y la voluntad de derribar las instituciones democráticas, lo que resulta letal (intento de secesión de los nacionalistas catalanes, autoritarismo de Orbán en Hungría, gobiernos municipales de Bildu).
Cuando decimos que los populismos “no son fácilmente reversibles” estamos señalando una de las principales características de un gobierno populista. Ya no son democracias plenas: no todos sus ciudadanos son iguales y no todas sus opiniones cuentan igual. Las instituciones no son imparciales. Cuando un populismo llega al poder y alcanza las herramientas necesarias para adaptar las instituciones a su gusto, la posibilidad de desalojarlo democrática y pacíficamente disminuye deprisa: véase la salida de Trump o la degeneración del régimen de Netanyahu.
Las “repúblicas de leyes” (los Estados de Derecho) son instituciones como todas, cuyo funcionamiento depende de personas dispuestas a hacerlas cumplir. Cuando las personas renuncian a recurrir, a protestar, a rechazar lo indebido, las instituciones no valen para nada. Pero sin leyes apropiadas no hay referencias que cumplir ni estímulos para comportarse como necesita la democracia. Las democracias no son todas igual de frágiles. No se trata tanto de una cuestión cultural como práctica: qué leyes existen y qué mecanismos (qué instituciones, qué incentivos) existen para que se cumplan. EEUU aguantó el embate de Trump, España pierde calidad democrática por momentos.
En resumen, si el populismo es un ácido, las instituciones democráticas son el recipiente. Si está a la altura, lo contendrá sin problemas hasta que agote su recorrido, cumpla su función y sea reemplazado. Si no lo está, si es plástico en lugar de vidrio, se deshará y será destruido, derramándolo y permitiendo daños difícilmente reparables.
¿Cúal es el papel de Putin en la decadencia de las democracias? Se ha escrito mucho y se escribirá más sobre el ex responsable de la KGB, ex primer ministro de Yeltsin, y dos veces presidente de Rusia. En este artículo nos interesan dos cosas. Putin es un nacionalista ruso y un autócrata, que ha venido usando el poder para reconstruir el estatus de Rusia como gran potencia. Algo que no está al alcance de una economía no tan grande, y unas fuerzas armadas no tan potentes como las de sus vecinos. Rusia no es una gran potencia al lado de la Unión Europea (que tiene cuatro veces su presupuesto militar y siete veces su economía), China o EEUU. Su arsenal nuclear es una reliquia muy cara e inutilizable en un mundo de “destrucción mutua asegurada”.
El único modo en que Rusia puede imponer su criterio es por fragmentación. No se puede enfrentar a la OTAN, pero sí puede intimidarla lo suficiente para que le permita agredir a países menores, especialmente si consigue que EEUU se inhiba. No lo puede hacer con la UE, pero sí con cualquiera de sus miembros. Cuando escribió 27 misivas intimidatorias a los 27 países al comienzo de la invasión de Ucrania y recibió una sola respuesta de la Unión de manos de Josep Borrell, se encontró con lo que intenta evitar: un frente unido.
Esa necesidad de fragmentar al enemigo es una de las claves; la segunda es que lo está haciendo, y lleva años haciéndolo, con una amplia variedad de medios. El más notorio estos días es la desinformación. Es notorio porque, cuando cesó una semana inesperadamente, fue como si dejara de llover después de meses de tormenta. Sabíamos que existe una inmensa maquinaria de propaganda, alimentada no sólo por medios que aparentan ser normales pero son (y se reconocen) herramientas de la política rusa, ni por las conocidas granjas de trolls. También por una extensa red de portavoces insertos en los medios y la política occidental. Lo sabíamos porque en buena parte es público y notorio, pero también porque desde instituciones como el Parlamento Europeo se viene investigando y denunciando. El caso del magnate ruso relacionado con Putin, miembro de la Cámara de los Lores y dueño de algunos de los mayores medios británicos ya es paródico, pero la cantidad de comentaristas filorusos sólo se ha apreciado bien cuando, ante la invasión de Ucrania, momentáneamente se han callado.
También era notorio y ampliamente denunciado el modo en que Rusia viene cooptando a las élites políticas y empresariales de Europa. Los “desayunos con Volodya” (diminutivo de Vladimir Putin) eran eventos periódicos por los que los empresarios alemanes peleaban hasta febrero; la cantidad de políticos y ex altos cargos alemanes que forman parte de consejos de administración de empresas oligárquicas o estatales rusas es impresionante, y se extiende mucho más allá del ex canciller Schoeder. En Francia, hasta el notorio Strauss-Kahn estaba en nómina. En muchos países europeos, nos hemos enterado del nivel de compra de voluntades sólo cuando, al empezar la guerra, muchos han empezado a dimitir de sus cargos o condenar la invasión.
El tercer canal de influencia ha sido mucho más conocido. Putin ha favorecido directa e indirectamente el desarrollo de partidos y líderes afines o útiles. Es importante señalar que lo ha hecho con los dos tipos, y que son diferentes. Por ejemplo, Vox o el partido de Le Pen (con los siete millones de euros prestados que tanto se han mencionado en las elecciones presidenciales) son partidos afines ideológicamente a un régimen nacionalista y conservador. Pero Podemos (partido útil que no parecía afín) ha sorprendido apoyando a Putin por su antiamericanismo. Podemos y sus líderes han recibido apoyo directo de Irán y de Venezuela, dos regímenes que no son afines a Rusia en lo ideológico pero sí aliados tácticos muy cercanos, como se ha visto en Siria y ahora en Ucrania.
Un partido directamente afín en el poder puede resultar útil por su simpatía hacia Rusia (Orban, o Trump en la crisis anterior) pero los nacionalismos tienden a enfrentarse, como ha pasado con Polonia, donde el PiS ha plantado decididamente cara a Putin. Un partido extremista y populista, aunque no parezca afín, es útil a Rusia cuando ayuda a desestabilizar a sus rivales, a dañar su toma de decisiones, a ensuciar la legitimidad de su Estado de Derecho, a paralizar su movilización contra la agresión rusa. Fomentar el extremismo de cualquier signo es una de las mayores armas de Putin.
En definitiva, crisis significa cambio. Crisis significa oportunidad. También significa que algo ha llegado al límite y es insostenible en las condiciones actuales. Cualquiera que observe las democracias occidentales tiene claro que estamos en uno de esos límites, en parte inducido y en parte endógeno. Lo que es nuevo, desde febrero, es que una gran parte de la población también es consciente, al menos, de parte de las cosas que se han roto y de las anteojeras que llevamos puestas. Y lo que es sorprendente es la efusión de reacciones constructivas, desde el Parlamento Europeo a los gobiernos de muchos países, así como en la calle. No es universal, no es coherente, no es sólida pero claramente existe.
Convertir una crisis en una oportunidad de evolución y crecimiento es lo que distingue a las entidades que sobreviven y las que desaparecen. El error de cálculo inicial de Putin le ha dado a Occidente, como a Ucrania, una ventana inesperada. Hay que aprovecharla.
Economista y gestor de proyectos, escritor y columnista. Preside la Asociación Pompaelo.