La decisión individual del jurista como principal amenaza al Estado de Derecho
En este blog nos hemos especializado desde hace ya muchos años en denunciar los ataques al Estado de Derecho provenientes del poder político y económico. Normalmente a través de la captura de las instituciones de control, o de su intencionado deterioro o desactivación, con la finalidad de eliminar los frenos al abuso y poder campar así a sus anchas. Hemos denunciado también a los juristas complacientes que colaboran directamente en esta estrategia, a modo de caballo de Troya dentro de la respectiva institución, ya sea en la judicatura, la fiscalía, el Parlamento o los organismos reguladores.
Semejante enfoque deja al resto de juristas de a pie con relativa buena conciencia. A veces, incluso, asumen el papel de víctimas, especialmente cuando pertenecen a algunos de esos colectivos maltratados. Pero lo cierto es que una de las más serias amenazas al Estado de Derecho, la de la arbitrariedad en las decisiones jurídicas, tiene su principal origen en la manera en la que se formulan juicios y se adoptan decisiones todos los días en todos los niveles de la práctica jurídica, tanto privada (abogados) como pública (jueces, fiscales, notarios, registradores y Administración en todos sus estratos).
En un post publicado hace unos meses (“El sesgo ideológico de los jueces españoles”), apunté ya este problema en la judicatura, especialmente agravado por la nefasta práctica de elegir a los jueces para los tribunales superiores por sus sesgos ideológicos y no por sus méritos. El inevitable resultado es el incremento del “ruido” en el sistema (en expresión de Kahneman y Sunstein); es decir, el incremento en la variabilidad de los juicios sin que tal variabilidad obedezca a fundamento objetivo alguno, con grave merma, no solo de la seguridad jurídica, sino de la misma justicia, que no admite tratar casos iguales de manera diferente (arbitrariedad).
Pero, obviamente, la fuente del elevado ruido actual no es únicamente el sesgo ideológico, sino muchos otros sesgos, prejuicios y condicionamientos personales de toda índole que cabe resumir en una única idea: un defectuoso proceso de argumentación jurídica y de formación del juicio.
Es este un defecto grave de nuestro sistema educativo, tanto del general como del específicamente dirigido a los juristas. La formación en argumentación -lo que tradicionalmente se estudiaba bajo el nombre de retórica- desapareció completamente del currículo hace ya mucho tiempo, desconociendo así que con ella los clásicos no buscaban el mero ornato, sino facilitar el acceso a la verdad y a lo justo, por lo menos a la clase de verdad y justicia a la que es posible acceder en el mundo de las cosas humanas.
La decisión jurídica es una cosa muy seria -especialmente en el caso de los jueces, aunque no solo- y exige un respeto escrupuloso a una técnica o procedimiento que busca minimizar la arbitrariedad y que podemos descomponer en cuatro pilares sucesivos: hechos, Derecho, argumentos y juicio. Es importante insistir en el carácter sucesivo del tratamiento, pues es muy frecuente que la contaminación del juicio venga motivada como consecuencia de una pulsión instintiva a adelantarlo, aunque sea de manera provisional, al primer lugar del proceso (convirtiéndolo así en un auténtico “prejuicio”). En ese instante ya hemos perdido la batalla, pues ese juicio provisional nos incitará, aunque sea de manera inconsciente, a seleccionar entre los hechos accesibles, Derecho aplicable y argumentos disponibles, precisamente aquellos que lo confirmen. Es imprescindible, en consecuencia, mantener el respeto por el orden del proceso y reservar siempre el juicio para el final.
El primer paso es el de la determinación de los hechos. Esta es una cuestión fundamental a la que muchas veces no se le da la importancia que merece. El juicio es una respuesta ante una realidad determinada y, si esta no se conoce en su integridad, será necesariamente erróneo. No solo hay que examinar con cuidado todos los que tengan relación con el objeto de la cuestión, sino ser muy consciente de que todo hecho es, por definición, una “cosa debatida” (Gadamer). Lo es siempre, pero máxime cuando es efectivamente discutida por las partes. En la valoración de ese debate hay que respetar los pesos respectivos que a cada prueba da el ordenamiento jurídico, con sus correspondientes presunciones, y también el sentido común, sin que el recurso a la imprescindible valoración conjunta de la prueba (en el caso concreto de los jueces) pueda significar una patente de corso para imponer los propios prejuicios.
El segundo paso es la determinación del Derecho aplicable. Bajo el término “Derecho” comprendemos no solo la ley y la jurisprudencia, evidentemente, sino también la ciencia jurídica en su conjunto, con sus principios, instituciones y deseable coherencia interna. Como afirmaba Perelman, la teoría del Derecho tiene por misión limitar la arbitrariedad del juez (y de cualquier otro juzgador). Por eso resulta imprescindible estudiarla a fondo, conocerla y, claro está, respetarla. La independencia y autonomía del juzgador es un requisito para que pueda formular su juicio de manera rigurosa y responsable, no un baluarte del capricho.
El tercer paso es el de la argumentación. La subsunción de los hechos en la norma jurídica no es en absoluto una cuestión sencilla. No obedece a la fórmula lógica del silogismo ni permite deducciones cuasi matemáticas, sino que necesita ser justificada con argumentos pertinentes al caso y a las circunstancias concurrentes. Muchas veces la clave de la interpretación consiste en dilucidar lo que parece que queda amparado por la norma, pero en realidad no lo está, y a la inversa, lo que parece que la norma no incluye y, sin embargo, debe regularse por ella. Y ello porque está acorde con su espíritu, porque lo exigen los principios que dominan el caso, la naturaleza jurídica de la institución, su coherencia sistemática o la razonabilidad de la solución. Por lo que sea. Pero para llegar a esas conclusiones hay que argumentar, no meramente para persuadir al auditorio de turno, sino para ayudarse a uno mismo a encontrar la solución más razonable y justa.
Esta actividad es lo que los clásicos denominaban “tópica”, o arte de encontrar los argumentos, de descubrir relaciones entre las cosas, de examinar todo lo que el asunto comporta. Es el arte del “discurso abundante” (Vico), porque no podemos adquirir ninguna certidumbre en tanto no sometamos el caso a todas las preguntas que el asunto exige. La argumentación, por eso mismo, no puede ser parcial -menos aún de manera interesada para justificar, a posteriori, un prejuicio asumido al principio del proceso de juzgar- sino que tiene que manifestar de forma expresa una actividad investigadora honesta. Por eso decía el mismo Vico que la enseñanza de la tópica debería preceder al de la crítica (análisis) de la misma manera que el descubrimiento de los argumentos precede por naturaleza al juicio sobre su verdad. Porque, ¿quién está seguro de haberlo visto todo?
El último paso es el del juicio. Si hemos sido serios en el desarrollo del proceso, llegará al final casi por añadidura, y seguramente con menos “ruido” del habitual, en beneficio de todos. Porque pocas cosas hay más perturbadoras para la legitimidad del Estado de Derecho y, en consecuencia, destructivas para la vida pacífica de una comunidad, que una multitud de decisiones no fundamentadas de juristas individuales en su labor cotidiana, incluso en casos supuestamente anodinos y casi intrascendentes, como ha demostrado la literatura y el cine desde siempre. Basta recordar el clásico de Von Kleist, Michael Kohlaas, que Claudio Magris considera “el mejor cuento que jamás se haya escrito sobre la letra y el espíritu de la ley, su violación y la sed de justicia”. Por eso mismo, nuestra responsabilidad como juristas en la defensa de nuestro Estado de Derecho no es menor que la de los políticos que nos gobiernan. Más bien al contrario.
Rodrigo Tena Arregui es Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Notario de Madrid por oposición (OEN 1995). Ha sido profesor en las Universidades de Zaragoza, Complutense de Madrid y Juan Carlos I de Madrid. Es miembro del consejo de redacción de la revista El Notario del siglo XXI.
Señor Tena, totalmente de acuerdo. Ahora bien, la administración de justicia es un servicio público y para que se satisfactoria se exige que la Administración Pública ponga los medios adecuados, tanto materiales como personales, y que aquellos que intervienen en la impartición de justicia (jueces y magistrados, LAJ, fiscales, funcionarios, etc.) tenga la suficiente capacidad y compromiso. Hoy en día, en muchas ocasiones, importa más la cantidad que la calidad de las resoluciones judiciales. Las sanciones se imponen por baja productividad, no por mala calidad.
Lógicamente, se exige una buena formación desde las etapas académicas, pero no creo que ese sea el problema fundamental, pues existen personas muy válidas, que lógicamente habría que atraer (especialmente) a la judicatura. El problema es cómo… Desde luego, es claro que no tenemos políticos capacitados para llevar a cabo esa tarea. La política, tal como se entiende hoy, consiste simplemente en mantenerse en el poder a toda costa. Saludos.
Sí, el tema de los medios y de la saturación es muy importante, porque la labor de juzgar es complicada, implica mucha responsabilidad y exige tiempo. Hoy solo se mide la productividad con criterios cuantitativos, efectivamente, y eso me parece un desastre. Los políticos no se quieren meter en ese asunto, como en tantos otros (reforma de la Administración) porque piensan que no van a sacar nada rentable electoralmente, al menos en el corto plazo. Una pena.
Medios sí, desde luego, pero no es ni mucho menos lo único. O los jueces son poder o son funcionarios. Y esto se nota en prácticamente todo el desempeño de sus funciones, por ejemplo, no adoptando medidas cautelares y así que los temas lleguen al final sin solución y vengan a decir los propios jueces que sus sentencias son de “imposible cumplimiento”, porque han permitido que se consoliden los efectos producidos. (en el contencioso es incluso habitual) Y por otra parte, la búsqueda de la verdad, que en definitiva es un elemento clave de todo proceso, exige que los datos, cálculos, números, hechos, queden bien acreditados sobre la base de reconocerlos como tal, no intentando a su vez, calificar y recalificar tales hechos como si de un estropajo se tratase. Y desde luego, aplicar la ley, no la argumentación.
Por desgracia los clásicos poderes del Estado han quedado sometidos a uno de ellos que es quien establece la línea ideológica del Estado (no sólo del gobierno) que, en nuestro caso está explicitada en la Constitución (artº 1º: “estado social y democrático…”), lo que significaría ya una forma de pensamiento único impuesto constitucionalmente y, por ello, sería contraria a los valores de “pluralismo” del ordenamiento jurídico. Así empiezan las contradicciones constitucionales.
El mundo judicial no iba a ser menos que el resto de los cuerpos institucionales, del mundo académico o del mundo administrativo en su contaminación ideológica (por ejemplo la perspectiva de género en la interpretación del Derecho “una vez hayan sido adoctrinados los jueces”(ministra de Justicia).
Esa inadmisible intromisión institucional no se corrigió en su momento por quien tiene la obligación de regular el funcionamiento regular del Estado, ni por los propios afectados que incluso las asumieron y defendieron: “Las resoluciones deben sr justas y equitativas, teniendo en cuenta las asimetrías que hay entre hombre y mujer en todos los ámbitos sociales” decía una magistrada. En lugar de juzgar “hechos” o “conductas” probadas, hay que discriminar inconstitucionalmente (otra vez) por razón de sexo o género. Los procesos se convierten así en un juego de presunciones que suele favorecer a la mujer. Y no sólo los procesos, sino todo el mundo periférico de servicios sociales.
Cuando la neutralidad e imparcialidad del servicio público empieza a recibir salpicaduras ideológicas, las instituciones del Estado y el propio Estado serán rechazadas por la soberanía nacional de la que dependen.
Sólo hace falta ver las encuestas (cuando se hacen) de la calificación de los servicios públicos y de las instituciones para darse cuenta de que -en general-, ninguno pasa
del suspenso, pero eso… ¿a quien le importa?
El problema es cuando la institución se considera la garantía en última instancia de evitar despropósitos, arbitrariedades, ilegalidades y corrupciones en el Estado y falla cayendo en los mismos defectos que debe juzgar.
Hace ya un cierto tiempo, un magnífico artículo en HD de una jueza en ejercicio decía: “Hemos fallado. Les hemos fallado. Esta vez la responsabilidad es enteramente nuestra por haber callado, por tener miedo….” Más sinceridad imposible.
Un saludo.
Alerta a Hay derecho
https://fiscalizacion.es/2009/01/06/separacion-del-servicio/#comment-37205
Los Espías, Abogados del Estado, Catedráticos, Notarios, Militares, Policías, …son anticonstitucionales porque juran o prometen el requisito esencial franquista de depuración ideológica de Tribunales de Honor prohibido por art.26 y otros DDFF de la Constitución , de
“No haber sido separado mediante expediente de ninguna de las Administraciones Públicas, ni hallarse inhabilitado para el ejercicio de funciones públicas, ni privado del ejercicio de derechos civiles.”
https://www.larazon.es/espana/20220508/lv4bqd3jirav3dgu7rtgxietx4.html
El problema de los malos incentivos se agrava con el régimen de (i)responsabilidad de los jueces. Cuando uno es malo o muy malo, sentencia a capricho sin apreciar los hechos ni argumentar ¿qué le ocurre? Pues nada. Absolutamente nada. E incluso en ciertas salas de la segunda instancia la tendencia es a la complicidad con el juez perpetrador, a confirmar sus disparatadas sentencias o, como mucho, a salvarle la cara como sea.
Son casos no tan generales, cierto. Pero lo que sí es general entre los jueces es un corporativismo mal entendido que lleva a no querer depurar el sistema de Justicia de esos elementos tan perturbadores.