Nombramientos en la Fiscalía y política criminal del Gobierno

Ha despertado cierto interés un asunto que afecta al funcionamiento del Ministerio Fiscal.   La Fiscal General acaba de reiterar su propuesta dirigida al Gobierno para dirigir la Fiscalía de Menores de la Fiscalía General, en el fiscal Eduardo Esteban.  El Tribunal Supremo, estimando los recursos de otro candidato, el preterido José Miguel de la Rosa y de su asociación profesional, anuló la primera propuesta de la Fiscal General por un defecto en la motivación de la misma.  Consideró el Tribunal Supremo que de los curriculos de los solicitantes y a “la vista del iter profesional y bagaje formativo de ambos candidatos la relación de don Eduardo Esteban Rincón con la materia de menores ha sido esporádica y mínima, mientras que don José Miguel de la Rosa Cortina ha hecho de esa materia el centro de su vida profesional”.   Eduardo Esteban, que es un reconocido fiscal, pertenece a la asociación de Dolores Delgado, la UPF, como la mayoría de los más importantes nombramientos profesionales que ha hecho la FGE en estos últimos dos años.

Ahora, la Fiscal General ha propuesto al Gobierno, nuevamente, el mismo candidato, y lo ha hecho a través de una extensa motivación, que resulta, a mi modo de ver, equivocada desde los principios.  Me explico. Por lo que ella dice y por cómo actúa, la Fiscal General del Estado se adscribe a una concepción “gubernamental” del Ministerio Fiscal que creo que no responde a lo que dice la Constitución ni tampoco el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (que es la ley rectora del funcionamiento de la institución), y sobre la base de esa concepción que ella tiene de las funciones de la Fiscalía (ciertamente extendida en ámbitos políticos: por ejemplo, he escuchado su defensa al exministro de Justicia Juan Carlos Campo, y también hay defensores en la doctrina científica), la FGE considera que tiene unos facultades y atribuciones diferentes de las que en realidad puede ejercer, en mi opinión.

Ocho meses después de tomar posesión como Fiscal General, tras haber sido Ministra de Justicia, Dolores Delgado declaró en una entrevista al Eldiario.es:

“Existen diferentes y variados sistemas de elección de fiscal general del Estado. Hay países, como Francia, donde el ministro de Justicia es quien desarrolla la labor de Fiscal General del Estado. ¿Por qué? Porque hay una cosa que se llama política criminal. La política criminal la determina el Ejecutivo. El Ejecutivo responde a lo que ha querido la soberanía popular a través de unas elecciones. El pueblo soberano ha elegido una conformación de Ejecutivo y le dice que desarrolle unas políticas: la económica, social, sanitaria, educativa, judicial…. Entre ellas está la política criminal. Quien tiene que desarrollar la política criminal es el Ejecutivo. Y designa para ello al fiscal general del Estado.”  Y añadía: “Casi siempre el fiscal general del Estado tiene una vinculación con el Ejecutivo porque es quien desarrolla, repito, la política criminal”.

Comparte, por tanto, Dolores Delgado, la idea de que ella, como Fiscal General, es algo así como una comisionada gubernamental para desarrollar la política  criminal –sea eso lo que sea- que el Gobierno le vaya indicando.  Desde esa concepción, (que recuerda sorprendentemente a la que del Ministerio Fiscal tenía el Estatuto de 1926, de Primo de Rivera: “el Fiscal es el órgano de representación del Gobierno con el Poder Judicial”), se considera lógico que el FGE pueda seleccionar a los fiscales que considere que mejor comparten las líneas de política criminal que le llegan del Gobierno, igual, por ejemplo, que hace el Ministro de Justicia con su equipo.  Y desde esa concepción se indigna la Fiscal General cuando los jueces le piden cuentas sobre nombramientos arbitrarios.  Ella cree que no son arbitrarios, porque considera que tiene autonomía para desarrollar una política criminal que le encarga el Gobierno, aunque quizá debería explicar cuándo y de qué modo se le encarga esa tarea por el ejecutivo.  Esa misión que cree la Fiscal General que tiene, le confiere tranquilidad para conformar “su equipo”, al tiempo que no se siente en la necesidad de reclamar para el Fiscal previsto en la Constitución la autonomía presupuestaria o la potestad reglamentaria, que resultan acordes con un Ministerio Fiscal sin vínculos con el poder ejecutivo, es decir, despolitizado, imparcial también en términos políticos.

Y es que esa concepción del Ministerio Fiscal a la que se adscribe la Fiscal General del Estado, no aparece en la ley ni en la Constitución, de manera que la misión de desarrollar la “política criminal del Gobierno” no figura en ningún texto regulador de la institución.  Ni siquiera el reciente Reglamento del Ministerio Fiscal, que procede de los trabajos realizados cuando Dolores Delgado era Ministra de Justicia, comparte esa concepción de la Fiscalía como albacea gubernamental.

Así, el artículo 2.1 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal dice claramente:

«El Ministerio Fiscal es un órgano de relevancia constitucional con personalidad jurídica propia, integrado con autonomía funcional en el Poder Judicial, y ejerce su misión por medio de órganos propios, conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad.»

Es decir, el Ministerio Fiscal tiene autonomía funcional, si, pero la tiene en el Poder Judicial, en el que está integrado, no en el Poder Ejecutivo.  Además, el Ministerio Fiscal tiene como funciones actuar, “en todo caso, conforme a los principios de legalidad e imparcialidad”.  Aquí no se habla para nada de la política criminal del Gobierno, que, me parece a mí, que si hay un sitio donde no debe ejercerse es en los Tribunales a través de la Fiscalía.  El Fiscal constitucional es un órgano integrado en el Poder Judicial, no en el Gobierno. Y al margen de que el Fiscal General dirija la institución (art. 13 EOMF), no hay mención alguna en todo el Estatuto del Ministerio Fiscal a la “política criminal”, ni siquiera en las atribuciones conferidas al Fiscal General, fuera de las derivadas de su carácter de custor legis, de custodio de la ley, como gustaba de decir aquel fiscal inolvidable que fue D. Cándido Conde-Pumpido Ferreiro.

No encontrará el lector ninguna referencia reguladora del Ministerio Fiscal en la Constitución fuera del Título del Poder Judicial;  y si en alguna ocasión, el Gobierno “interesara” (no puede “ordenar” como sería lógico si la Fiscalía fuera un órgano ejecutor de la “política criminal” del ejecutivo), de la Fiscal General que actuara “en defensa del interés público” (y no por otras razones), el art. 8 del EOMF señala que el Fiscal General no podría satisfacer dicha solicitud sino oyendo previamente a la Junta de Fiscales de Sala, y en todo caso, podría rehusar la indicación.  ¿Cómo explicar entonces que el Fiscal General está para ejecutar la “política criminal del Gobierno”, si puede negarse a ejecutarla?  No se puede, pero a la FGE le facilita mucho la vida hacer creer que sí.

Esa concepción “gubernamental” del Ministerio Fiscal, como una suerte de longa manu del Ejecutivo en los Tribunales con una misión específica, le permite a la Fiscal General actuar como lo hace en materia de nombramientos con todo el sentido y coherencia: ¿Cómo se atreve un fiscal o una asociación profesional a cuestionar la configuración de su equipo para llevar a cabo su “modelo”, su “política criminal”?  ¿Cómo pueden los Tribunales negarle el derecho a elegir a quien ella decide para poder llevar a cabo su “misión” de llevar a cabo la política criminal del Gobierno? ¿Quién puede forzarla a ella a nombrar para un puesto a un fiscal que ella cree que no comparte su concepción  de, por ejemplo, la perspectiva de género, aunque acredite muchos más méritos que otros candidatos? Y si ella cree que alguien no comparte la política criminal para cuya ejecución es elegida, ¿Quién tiene autoridad para discutírselo? Uno diría que, si ese es el criterio para los vetos de la Fiscal General, sería conveniente que nos preguntaran uno a uno a todos qué pensamos sobre cada uno de los diferentes aspectos de la “política criminal del Gobierno”, con independencia de nuestra obligación vocacional de reclamar la aplicación de todas las leyes que emanan del Parlamento.

Pero es que, ironías aparte, la concepción de Dolores Delgado de lo que cree que es su misión como Fiscal General, además de no ser acorde con la Constitución ni con la Ley, y ser contraria a los mandatos que llegan de Europa sobre el Estado de Derecho, es una tragedia para la institución.  Se volatilizan con ella las expectativas profesionales de los fiscales, abandonadas al gusto ideológico del Fiscal General; se lamina el mérito y la capacidad, porque le es sencillo, hasta natural, ignorarlos; se difumina la aplicación del principio rector de la institución, que es la imparcialidad; se fomenta la adscripción político partidista de los fiscales y eso es un mal de muy largo recorrido; se ancla el desarrollo del Ministerio Fiscal a una concepción totalitaria del mismo; se desorienta a los fiscales más jóvenes que hoy, más que nunca antes, lo son por no haber podido elegir ser jueces; y, sobre todo, se confunde a los ciudadanos que desconfían de que pueda ser atribuida la investigación de los delitos a una institución que tiene entre sus misiones aplicar la política criminal del Gobierno.

En honor a la verdad, esta idea de que el Fiscal está vinculado al Gobierno por razón de que éste hace el nombramiento del Fiscal General está demasiado extendida en el mundo político, y lo está porque hay mucha gente, en muchos casos beneficiaria de la utilización operativa del Ministerio Fiscal en su favor, que lo lleva repitiendo como un mantra desde hace décadas, sin que desde dentro de la institución y de las fuerzas políticas se de la réplica.   Hasta al presidente del Gobierno se le escapó en una ocasión un comentario lastimoso sobre la Fiscalía. Pero al punto al que hemos llegado ahora, creo que no hay precedentes. La Fiscal General hace sufrir a terceros desde el puesto de mando de una de las instituciones claves del Estado (y de la Justicia, no del Gobierno), las consecuencias de una visión equivocada de los fines de la institución.  Y le quedan casi dos años.

 

Los descuidados peritos del “Catalangate”: el valor del informe de Citizen Lab

 

El informe CatalanGate; Extensive Mercenary Spyware Operation against Catalans Using Pegasus and Candiru publicado por Citizen Lab en la Universidad de Toronto ha causado gran revuelo mediático y político. Este informe ha tenido la virtud de interesar a la opinión pública en el riesgo que tenemos los ciudadanos de ser espiados por gobiernos y corporaciones. También parece haber forzado al gobierno a hacer cierto análisis introspectivo sobre los protocolos y trabajos de vigilancia digital por parte de los servicios de seguridad del Estado, que ha causado el relevo en el puesto de la directora del Centro Nacional de Inteligencia. Es bien conocido como este informe ha sido instrumentalizado en una maniobra de desprestigio contra España por parte del independentismo y de ciertos sectores de la izquierda. Esta campaña de comunicación tuvo como punto de partida un artículo de Ronan Farrow en New Yorker y continuó con un editorial en Washington Post y un sinfín de entrevistas en las televisiones y prensa catalana. A esto se sumó una operación en redes sociales y las típicas comunicaciones y solicitudes de intervención a instituciones supranacionales.

Una parte menos conocida por la opinión pública de este caso es que los autores del informe y miembros de Citizen Lab, no solo aparecen en medios de comunicación nacionales e internacionales, sino que también son invitados a ofrecer opinión experta en comisiones parlamentarias y hasta en procedimientos judiciales. Por ejemplo, varios de los miembros de Citizen Lab han sido ya consultados por Comité de Investigación sobre Pegasus constituido en el Parlamento Europeo el 19 de abril. También el conocido abogado, Gonzalo Boye -una de las presuntas victimas según el informe de Citizen Lab- interpuso el pasado 3 de mayo una querella contra la empresa Q Cyber Technologies Ltd así como contra sus subsidiarias NSO Group Technologies Ltd. y OSY Technologies y algunos de sus directivos y fundadores por el caso de espionaje con el software Pegasus. En esta querella no solo se incluía el estudio de CatalanGate y varios artículos periodísticos en el índice documental, sino que también solicitaba que se tomase declaración en calidad de peritos a siete de los ocho autores del informe, y que se llamase a declarar a uno de ellos Bill Marczak en calidad de testigo.

No es la primera vez que los miembros de este centro interdisciplinar son invitados a aportar testimonio en diferentes comisiones parlamentarias o en sede judicial —lo han hecho por ejemplo en Estados Unidos, Polonia y Reino Unido—. Sin embargo, algunos académicos y periodistas hemos ido mostrando en las últimas semanas que la investigación de Citizen Lab contiene demasiadas anomalías como para que el informe CatalanGate o sus autores sean considerados como fuentes periciales neutrales. Resumo a continuación algunas de los problemas más importantes detectados tanto desde el punto de vista metodológico como de deontología. Estos problemas han sido puestos de manifiesto en un documento enviado a la Universidad de Toronto junto a una solicitud para que se abriese una investigación independiente por posibles infracciones del código de integridad profesional de esta institución.

En primer lugar, llama la atención la falta de transparencia en algunas cuestiones metodológicas muy relevantes. Del informe no se puede deducir ni cuando, ni cómo ni dónde, ni por quien fueron llevados a cabo los análisis forenses. Esto es algo curioso no solo porque este tipo de datos se suelen aportar en cualquier artículo o informe científico, sino porque la literatura académica especializada en este tema argumenta que los análisis exclusivamente digitales en remoto presentan limitaciones. Citizen Lab no ha querido detallar los criterios de muestreo usados para seleccionar a los participantes en el estudio,  ni tampoco el número total de casos estudiados y el porcentaje de casos positivos, lo que es relevante para poder sacar conclusiones sobre la incidencia relativa del problema en una población.

El informe no ha sido sometido a una revisión de pares (“peer review”) y no pone a disposición los datos necesarios para poder replicar los resultados. Extrañan más aún las reticencias que Ronald Deibert, el director de Citizen Lab, mostró frente a los Europarlamentarios del Grupo Renew Europe y a la prensa cuando se le solicitaron detalles sobre la investigación. Este rechazo  es llamativo dado que él tiende a criticar los estudios que no son transparentes. Por ejemplo, en una reciente entrevista en El País cuando los entrevistadores le recordaron que “El CNI solo ha reconocido haber espiado a 18 de los 65 casos que ustedes mencionan”. Deiber respondía: “¿Cómo podemos verificar eso? ¿Qué han enseñado en la comisión de secretos oficiales? ¿Lo creen?”. Igualmente, en 2017 el mismo Deibert publicó un artículo en el foro online Just Security donde criticaba un informe del FBI sobre las operaciones de ciberespionaje ruso en Estados Unidos precisamente por la falta de verificación externa, la ausencia de pruebas sólidas en la atribución de la autoría a Rusia y por no aclarar el grado de confianza atribuido a cada indicador utilizado.

Esta crítica, perfectamente lógica y válida, choca frontalmente con la forma de proceder en el informe CatalanGate donde tampoco se pueden verificar los resultados, donde las pruebas para incriminar a España son “circunstanciales” (como el mismo informe admite), donde no se reportan grados de confianza de ningún indicador, ni se consideran falsos positivos o explicaciones alternativas. Es más, en la misma entrevista en El País, Deibert, que es un politólogo de formación, alega que los métodos de Citizen Lab son 100% fiables y que no es posible que haya falsos positivos. Estas afirmaciones contradicen la práctica científica comúnmente aceptada (donde se considera la posibilidad de errores instrumentales) y la opinión de algunos expertos en ciber-espionaje que argumentan que no solo es posible que haya falsos positivos de Pegasus, sino que es posible fabricarlos. Esta tesis es bastante conveniente si como refleja el libro de Roger Torrent Pegasus: L’Estat que ens espía (2021), existía un aparente interés por parte de los autores y participantes en el estudio en maximizar el número de resultados positivos encontrados. Igualmente parece plausible que esta sea una de las razones por las que no parecen haberse establecido controles para evitar la manipulación de la evidencia por parte de las presuntas víctimas, algunas con conocimientos informáticos muy avanzados.

Otro aspecto digno de mención es que ningún conflicto de interés fue reconocido explícitamente, algo que es básico en cualquier investigación científica. Entre ellos quizás el más llamativo es que uno de los autores, Elies Campo, un activista independentista que colaboró en la organización del referéndum de 2017 y que  aparece como victima en el informe fue quien se encargó de coordinar el trabajo de campo en Cataluña. Es también irregular que se le encargase en julio de 2020 una tarea tan importante cuando él no tenía experiencia previa en investigaciones científicas ni tenía titulación académica al efecto. Hasta enero de 2022 no fue nombrado Fellow en Citizen Lab y aunque no dijo la verdad sobre su situación laboral, en teoría trabajaba para Telegram, por lo que no deja de ser sorprendente su participación en un proyecto que supuestamente se había iniciado por un encargo de WhatsApp a Citizen Lab.

No se hace referencia tampoco al interés de Citizen Lab por conseguir “munición” a WhatsApp, Apple y a los independentistas para que tuvieran material sólido que presentar en procesos judiciales, tal y como declaraba Torrent en su libro. Ciertamente existen investigaciones motivadas por intereses corporativos o de otro tipo, pero los protocolos éticos científicos exigen que entonces que estos intereses sean puestos de manifiesto. Torrent llega a referirse a que uno de los autores trabajaba en nombre de Apple, lo que puede tener conexión con que después de los primeros cinco casos supuestamente identificados en la lista de WhatsApp, la investigación se centrase en dispositivos iPhone.

En cualquier caso, resulta curioso que se invite como peritos y testigos a un  procedimiento judicial contra una compañía a unas personas que presuntamente trabajaban para otra compañía que planeaba demandar a la primera.  Efectivamente, Apple acabó demandando a NSO Group en noviembre de 2021 y en la comunicación oficial llegó a mencionar explícitamente el agradecimiento a Citizen Lab y Amnesty  anunciando una contribución de 10 millones de dólares para apoyar a organizaciones que investiguen este tema.

El informe también omite que la Agència de Cibertseguretat trabajó en el análisis de los móviles con Citizen Lab y que los partidos políticos y asociaciones independentistas, jugaron un papel clave en la identificación de potenciales casos sospechosos de infección. Torrent incluso indica que Gonzalo Boye hacía un inventario, ya el 24 de julio de 2020. Es decir, el demandante incluye como prueba un informe que ha ayudado a elaborar. Tampoco se explica el motivo teórico o científico que les hizo ceñirse a analizar solo a personas ligadas al independentismo. La elección como título de “CatalanGate” que era una referencia propagandística que ideo Ernest Maragall y que era el nombre de una web que se había registrado en enero 2022 por la ANC y que pertenece a Omnium también resulta indicador de la falta de neutralidad del informe.

Por otra parte, las contradicciones entre los autores, periodistas y el mismo Torrent en el relato de cómo se inició la investigación en Cataluña resultan  notables. Si Citizen Lab tenía la lista de víctimas de la brecha de seguridad de WhatsApp desde 2019, ¿por qué Torrent se enteró que su teléfono había sido atacado cuando fue contactado por unos periodistas de El País y The Guardian? ¿Por qué habiendo 1400 nombres en la lista, muchos de dictaduras y países con importantes vulneraciones de derechos humanos, decidieron  emprender una investigación sobre el caso de los independentistas, donde el hecho de que hubiese vigilancia policial no podía sorprender demasiado?

Pero quizás lo más llamativo es que el informe no haga ninguna referencia a las precauciones que normalmente se toman cuando una investigación académica presenta riesgos para los intereses de terceros. En este caso Citizen Lab estaba alertando a ciudadanos de que podían estar siendo objeto de vigilancia por alguna agencia gubernamental española. Es preciso recordar que era razonable pensar que muchos de estas  personas estaban siendo investigadas por orden judicial, otras estaban fugadas y algunas incluso encarceladas. Por ejemplo, tres de los espiados se habían reunido con emisarios del Kremlin y seis trabajaban en el área de la tecnología blockchain y criptomonedas y se sospechaba que habían participado en la organización de la plataforma Tsunami Democratic. Como se ha revelado posteriormente los servicios de inteligencia españoles estaban vigilando a 18 líderes independentistas. No sabemos si sus escuchas fueron afectadas por la investigación de Citizen Lab. Ni los autores ni el comité ético de la Universidad de Toronto han dicho cómo se aseguraron de que con su investigación no se interfería el curso de la justicia española.

En definitiva, más allá de las implicaciones que este estudio pueda tener a nivel político y de reputación para el país, lo cierto es que existen una serie de aspectos técnicos que hay que tener muy presentes a la hora de determinar su  auténtico valor tanto como prueba documental en comisiones parlamentarias  como, sobre todo, en sede judicial.  Estas anomalías (y otras ya puestas de relieve en prensa y redes sociales) apuntan a cuestiones e inconsistencias que pueden ser de mucho interés a la hora de tenerlos en cuenta en otros procesos e investigaciones donde los participantes están implicados.

 

Más País, entre el Lawfare y la falsedad ideológica

Cuando alguien viene a constituir una sociedad limitada a mi despacho, aparte de dar las nociones básicas de lo que supone crear un ente ficticio dotado de personalidad jurídica, las ventajas de la limitación de la responsabilidad y lo que significa una sociedad “cerrada”, me gusta –será la edad- realizar algunas admoniciones morales acerca de la conveniencia de guardar las formas en la llevanza de los libros sociales y de la contabilidad porque, aparte de ser obligatorio, eso siempre redunda en una presunción de buena fe si las cosas vienen mal dadas, como no infrecuentemente suele ocurrir. Particularmente insisto en la inconveniencia de certificar cosas que no han ocurrido exactamente como se dice en la certificación de un acuerdo social como, por ejemplo, cuando se afirma una supuesta junta universal en la que en realidad no estuvieron todos los socios presencialmente o al menos no consta su firma en la lista de asistentes. Conviene recordar que el procedimiento de elevación a público de acuerdos, en cualquier persona jurídica, es el más o menos el siguiente: una vez realizada la Asamblea, se levanta el acta de la misma, que será aprobada y firmada normalmente por el presidente y secretario; de esa acta, el secretario, que es quien tiene facultad legal certificante, expedirá una certificación del acuerdo adoptado en la Asamblea, con el visto bueno del presidente y esa certificación será luego la que sirva para elevar público el acuerdo, como condición necesaria para hacerlo valer o para su inscripción. Por tanto, el notario recibe la declaración de voluntad de la persona jurídica por medio de su representante legal que justifica su nombramiento y la adopción del acuerdo por medio de un documento que expide quien puede certificarlo, y a quien hay que creer, el Notario incluido.

Esto viene a cuento de la noticia de la supuesta falsedad en una modificación de los estatutos realizada para que Más País pudiera presentarse a las elecciones generales de 2019, y, a tenor de lo que ha salido en los periódicos sobre las conversaciones en whatsapp de las personas involucradas, se deduce que la acusación pudiera referirse a que se hubiera certificado la existencia de una asamblea del partido que, en realidad, no fue convocada debidamente o no asistió quien se dice que asistió. O incluso –no queda claro- que se hubiera falsificado alguna firma, quizá en la lista de asistentes. Por todo ello, el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, ha informado que el PP presentará una querella ante la Fiscalía por un presunto delito de falsedad documental en la constitución de Más País, amenazando con que “si Rita Maestre no quiere dar explicaciones ante los madrileños, lo hará ante la Fiscalía”.

Para enfocar la cuestión debidamente, podríamos decir que el asunto tiene varias vertientes interesantes: una vertiente política de vuelo corto, otra vertiente jurídica de lege data, una vertiente política a largo plazo y, finalmente, otra vertiente jurídica de lege ferenda. Me explico.

La vertiente política de vuelo corto sería la constatación de que esta querella es, simplemente, la venganza del alcalde a los ataques de la izquierda derivadas del asunto de las mascarillas  y probablemente del de los espías. Es decir, es un donde las dan las tomas de libro, o, en lenguaje posmoderno, un caso de lawfare (de law y warfare), o sea, la persecución mediante la utilización abusiva o ilegal de las instancias judiciales, manteniendo una apariencia de legalidad, para perjudicar al oponente político, lo que supone, sin duda, esa instrumentalización de la Justicia o judicialización de la política, a la que tan acostumbrados en nuestro país. Son pellizcos de monja, porque muchas veces no tienen consecuencias jurídicas, que unos partidos aplican a otros, no para que les metan en la cárcel sino para deteriorar su imagen pública en la medida de lo posible pensando en las siguientes elecciones.

Otra cuestión es el “recorrido” –como se dice ahora- que pueda tener esa querella, de lege data. Hay una distinción importante que hacer aquí. La falsedad documental puede ser material o ideológica. La primera es la manipulación física de un documento para que diga algo que no dice y la ideológica es la que supone falta a la verdad en la narración de los hechos (art. 390.4. Código Penal). Desde 1995, la falsedad ideológica está limitada a los funcionarios públicos, por lo que cabe decir que mentir, incluso ante notario, no supone persecución penal, salvo que seas el notario. Es decir, por haber elevado a público un documento que no es cierto no hay persecución penal.

Ahora bien, el penal –que no es lo mío- tiene también recovecos, como todo. Y resulta que el artículo 392, dispone que “el particular que cometiere en documento público, oficial o mercantil, alguna de las falsedades descritas en los tres primeros números del apartado 1 del artículo 390, será castigado con las penas de prisión de seis meses a tres años y multa de seis a doce meses”. Y resulta que el punto 3 del artículo 390 contempla el caso de falsedad “suponiendo en un acto la intervención de personas que no la han tenido, o atribuyendo a las que han intervenido en él declaraciones o manifestaciones diferentes de las que hubieran hecho”. A su vez, el artículo 399 dispone que el particular que falsificare una certificación de las designadas en los artículos anteriores será castigado con la pena de multa de tres a seis meses. Así, la Sentencia del Tribunal Supremo número 280/2013, de 2 de abril, que determinó como falsedad documental, la emisión por parte del administrador único de certificados correspondientes a la supuesta celebración de juntas universales durante varios ejercicios cuando dichas juntas universales nunca habían llegado a convocarse ni a producirse, aunque otras sentencias la han incluido en la segunda de las modalidades falsarias del art. 390.1 2ª, a saber, simular un documento en todo o en parte, de manera que induzca a error sobre su autenticidad (y no olvidemos, para las sociedades mercantiles el artículo 292 del Código Penal, que castigan algunas irregularidades similares a esta en el caso de que el acuerdo sea lesivo).

En definitiva, no es fácil predecir qué ocurrirá, entre otras cosas porque no conocemos perfectamente los hechos. Pero sí cabe hacer una reflexión de política a más largo plazo: independientemente de las consecuencias judiciales que pudieran tener estas actuaciones si llegaran a ser probados, hay que preguntarse cómo puede ser que los partidos políticos, que en definitiva son instituciones de nuestra arquitectura democrática, tengan tan poco respeto a las formas jurídicas que, en definitiva, se han impuesto ellos mismos estableciéndolas en los Estatutos. Como decía Habermas, en una democracia deliberativa, el Derecho, y el propio Estado de derecho, se legitiman por el procedimiento, en el cual todos han podido decidir. El procedimiento no es un formalismo o un acto simbólico (eso serán las formalidades de la forma), sino la garantía del respeto de los derechos de terceras personas involucradas en los actos jurídicos: la exigencia de trámites, requisitos, firmas o consentimientos no tienen la finalidad molesta de entorpecer el fluido proceder de las personas, sencillas o próceres, sino impedir que el alegre voluntarismo de los ciudadanos y todavía más de los políticos caiga en el sesgo de creer que lo que él necesita es el mismísimo bien común.

Y en la misma línea del pensamiento, cabe preguntarse por qué ciertas falsedades ideológicas han sido suprimidas en 1995. Hoy, como decía antes, mentir directamente en documento público no tiene pena, salvo que se haya producido la falsedad de otro modo. Señalan algunos autores que no tiene sentido que se castigue un acto que normalmente se realiza como medio para cometer otro diferente (la estafa, la defraudación fiscal, la suplantación de personalidad). Sin embargo, hay casos en que quizá al final no se produzca un daño económico directo, pero no cabe duda de que  mintiendo ante notario o en otro documento público se está devaluando la seguridad jurídica, degradando la confianza en las instituciones e incentivando el comportamiento desleal y falaz. Recuérdese, por cierto, que el delito de falso testimonio del testigo, está penado. ¿Por qué un testigo en un juicio debe ser castigado y un testigo en un acta de notoriedad no? Si un vendedor dice que un inmueble no está arrendado, cuando lo está, o que no es vivienda conyugal cuando lo es, la cosa se podrá o no arreglar después, pero su conducta falsaria ante un funcionario del Estado habrá ya producido ciertos efectos que, quizá, si estuviera penado, como lo era antes de 1995, no habría tenido.

Ya sabemos que no es bueno recurrir al Derecho penal para cualquier cosa, pues debe ser el último recurso. Pero es que la documentación pública es, precisamente, el recurso anterior, pues lo que la ley hace exigiéndola es precisamente dotar al acto una solemnidad que debería ya de por sí desincentivar la mendacidad. En los tiempos que corren, no parece que esté de más reforzar las instituciones con un castigo por su deterioro.

Hilando fino: sobre la anulación y la declaración de nulidad

No resulta nada infrecuente encontrarnos con fallos judiciales en los que se declara la nulidad de una determinada Resolución administrativa, sin mayores precisiones al respecto. En principio tales fallos son entendidos como una declaración de nulidad de pleno Derecho de la Resolución a la que se refieren con las consecuencias inherentes a tal vicio, entre las que destaca la imposibilidad de proceder a su convalidación (porque así lo establece el artículo 52 de la vigente Ley 39/2015 (LPAC). Sin embargo, tal conclusión puede resultar, en algunos casos demasiado precipitada porque, como veremos, obedece, en el fondo a una cuestión terminológica que no ha sido aún debidamente resuelta.

Porque todo arranca de una mala traducción de los términos alemanes para designar la existencia de un vicio, como son el verbo gelten y el sustantivo Gultig (como así me hizo ver hace ya muchos años mi maestro Villar Palasí).[1] El sustantivo Gultig debe ser traducido como validez, y su contrario, Ungultig, como invalidez, siendo estas las categorías generales relativas a los posibles vicios de los actos administrativos. Por su parte, el verbo gelten significa invalidar, sin mayores connotaciones o precisiones acerca del grado de invalidez del que puede adolecer el acto al que se aplica. Sin embargo, el verbo gelten fue traducido al español como anular (no invalidar), y ahí comenzaron todas las confusiones. Porque si se solicita de un Juez (o de la propia Administración) que anule un acto, nada se está diciendo con eso acerca del tipo de invalidez del que puede adolecer (nulidad de pleno Derecho o mera anulabilidad a nulidad relativa). Y hasta aquí no creo que haya problema alguno

Pero si lo que se solicita es que el Juez declare la nulidad de una Resolución, la cosa cambia, y mucho, porque aquí ya se está confundiendo la especie con el género, al dar a entender que se pide la declaración de nulidad de pleno Derecho. Una confusión que carece de sustento real jurídico, dado que eso tan solo es posible cuando se den algunos de los supuestos tasados que establece el art. 47 de la Ley 39/2015 (LPAC). En realidad, el defecto suele partir de la propia demanda en donde se solicita un pronunciamiento declarando esta “nulidad”, lo cual, insisto, no es en absoluto correcto. Y este defecto es arrastrado por el juez que por la mera inercia y, para ser congruente con el “petitum” de la demanda, lo estima en sus propios términos volviendo a utilizar la expresión “nulidad” como sustantivo. 

Lo correcto sería declarar la “invalidez” o anular (como verbo) la Resolución, lo cual es una expresión amplia que engloba tanto a la nulidad como a la anulabilidad, porque la diferencia entre ambos tipos de invalidez es muy grande ya que, como se ha dicho, los actos nulos no pueden ser convalidados, pero sí los meramente anulables. Y a mayor abundamiento, solo pueden tener la calificación de actos nulos los que se encuentren en alguno de los supuestos tasados del artículo 47 de la Ley 39/2015. En consecuencia, si una sentencia se limita a expresar que declara la nulidad de una determinada Resolución, sin especificar o justificar la causa tasada por la que merece tal consideración, podrá y deberá ser revocada por el medio procesal correspondiente.

Por tanto, entiendo que, muy especialmente los Jueces, deberían estar muy alerta con la utilización de estas expresiones, utilizando como categoría genérica el sustantivo “invalidez” y una vez calificado un determinado acto como tal, proceder a justificar el grado de invalidez que le corresponda: nulidad de pleno Derecho o mera anulabilidad.  Con ello se evitarían muchos malos entendidos que, con frecuencia, nos traen de cabeza a quienes navegamos por el mundo del Derecho, de modo que espero que estas líneas hayan servido a alguien de algo (y con eso, me doy por satisfecho).

Porque en Derecho hay que “hilar fino” y como bien decía Pascal tener espíritu de finura (“esprit de finesse”), que podría llamarse asimismo «espíritu de sutileza», aun cuando entiendo que no es fácil salir de este uso común, pero cuando se logra todo es claro y no se puede razonar mal. En el espíritu de finura los principios pertenecen al uso común y están ante todo el mundo. No hay que violentar el espíritu; basta tener buena vista, pero hay que tenerla buena de verdad, pues ahí los principios son muchos y están desligados. De modo que es fácil no reparar en alguno, pero como la mera omisión de un principio lleva al error hay que tener la vista bien limpia para ver todos los principios y el espíritu bien justo para no razonar falsamente sobre principios conocidos (Pascal dixit)

 

Notas: 

[1] En realidad, la expresión “invalidez” (como sustantivo) puede derivar hacia la expresión “inválido” cuando se predica de un acto (acto inválido) deviniendo, entonces, un mero adjetivo.

El ejercicio abusivo del derecho de separación del socio por falta de distribución de dividendos. Comentario a la STS, Sala de lo Civil, núm. 38/2022 de 25 enero.

El artículo 348 bis de la Ley de Sociedades de Capital (en adelante, “LSC”) es sin duda una de las normas de derecho societario que más debate han originado durante los últimos años. El derecho de separación del socio por falta de distribución de dividendos, extraordinariamente controvertido desde su origen, ha generado innumerables opiniones doctrinales, algunas de ellas irreconciliables. Entre los trabajos publicados en este blog, cabe destacar los dos últimos comentarios de Segismundo Álvarez Royo-Villanova (ver aquí o aquí).

A los efectos que aquí interesan, basta recordar que artículo 348 bis de la LSC contempla el derecho de separación del socio cuando concurran los siguientes requisitos (según la última redacción dada por el Real Decreto-ley 7/2021, de 27 de abril): (i) que la sociedad lleve 5 años inscrita en el Registro Mercantil, (ii) que la junta general no haya acordado la distribución como dividendo de, al menos, un 25% de los beneficios obtenidos durante el ejercicio anterior que sean legalmente distribuibles, (iii) que se hayan obtenido beneficios durante los 3 ejercicios anteriores, (iv) que el socio haga constar en el acta de la junta su protesta por la insuficiencia de los dividendos reconocidos, y (v) por último, que comunique su voluntad de separarse en el plazo de un mes desde la fecha de la celebración de la junta.

Ciertamente, el carácter objetivo y tasado de tales requisitos podría hacernos pensar en una aplicación pacífica del precepto, dotada incluso de un cierto automatismo. Y también podría parecer que, una vez cumplimentados los presupuestos del artículo 348 bis de la LEC, procedería la separación del socio disidente, fueran cuales fuesen las demás circunstancias del caso, tales como (a) la verdadera intencionalidad del socio disidente en relación con su deber de buena fe, o (b), desde la perspectiva el interés social, la razonabilidad del acuerdo atendiendo por ejemplo a la situación financiera de la compañía.

Sin embargo, la práctica forense ha venido demostrando que el derecho de separación por falta de distribución de dividendos es un mecanismo societario enormemente complejo en cuanto a su interpretación y aplicación.

En este sentido, resulta muy relevante el caso resuelto por la reciente Sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, Sección 1ª, núm. 38/2022 de 25 enero (RJ\2022\538), cuyos hechos probados podemos resumir del siguiente modo (ver texto completo aquí):

  • El demandante es socio minoritario de una sociedad limitada (“la Sociedad”), con una participación del 16% del capital social, adquirida por herencia.
  • Durante los ejercicios 2004 a 2015, la Sociedad repartió dividendos a sus socios.
  • En la junta general de la Sociedad celebrada el día 15/6/2017 (primera a la que el socio acude tras el fallecimiento de su progenitor) se aprueban las cuentas anuales, con un resultado del ejercicio 68.000 €, que se decide imputar a reservas voluntarias. El socio minoritario vota en contra del acuerdo y hace constar su disconformidad con la negativa a repartir dividendos.
  • El día 21/6/2017, la Sociedad convoca una junta general extraordinaria para el 12/7/2017, con el objeto de debatir sobre el reparto de dividendos del ejercicio 2016.
  • El día 30/6/2017, BBB remite un burofax en el que comunicaba el ejercicio de su derecho a separación, al amparo del art. 348 bis LSC (RCL 2010, 1792, 2400), por la falta de reparto de dividendos.
  • En la junta del día 12/7/2017, se aprueba un reparto de dividendos del ejercicio 2016 con cargo a reservas. La Sociedad abona a todos los socios el dividendo, salvo al socio minoritario, que no acepta recibirlo.
  • En el ejercicio 2017 el resultado de explotación de la sociedad es negativo (-134.000 €).

Por medio de la demanda que dio origen al procedimiento, el socio minoritario invocó el derecho de separación previsto en el art. 348 bis de la LSC, por falta de distribución de dividendos del ejercicio de 2016, solicitando que se condenase a la Sociedad a amortizar o adquirir las participaciones sociales de las que era titular.

La Sociedad, por su parte, se opuso a la demanda esencialmente sobre la base de tres argumentos: (i) que la decisión inicial de no repartir dividendos se ajustaba a las previsiones de evolución negativas de su estado económico, (ii) que, a pesar de ello, para evitar perjuicios al socio disidente y a la propia sociedad (dado el importe que alcanzaría la cuota de liquidación), se acordó la distribución de dividendos en una segunda junta; y (iii) por último, que el socio minoritario habría actuando con abuso de derecho, al haber presentado la demanda dos días antes de la celebración de la segunda junta.

El Juzgado de lo Mercantil núm. 1 de Bilbao desestimó íntegramente la demanda al considerar que el derecho de separación se había ejercitado de manera abusiva. La decisión fue confirmada por la Audiencia Provincial de Vizcaya (Sección 4ª), concluyendo el tribunal de apelación que la conducta del socio habría sido contraria al principio de buena fe recogido en los artículos 7 y 1258 del Código Civil.

El demandante recurrió la sentencia en casación, invocando como motivo único infracción del artículo 348 bis de la LSC, al haber aceptado el tribunal que una junta posterior (la del día 12/7/2017) dejase sin efecto el derecho de separación del socio disidente, en una previa y válida junta general (la del día 15/6/2017). Según el planteamiento del recurrente, lo que constituiría abuso de derecho sería precisamente esa modificación de lo acordado para impedir el lícito ejercicio de su derecho de separación.

Planteada la casación en esos términos, el Tribunal Supremo podría haber resuelto el recurso sin pronunciarse sobre la cuestión del ejercicio abusivo del derecho de separación, limitándose a reiterar su doctrina previa sobre la licitud de que una junta general deje sin efecto lo acordado en otra junta general previa (por todas: STS 589/2012, de 18 de octubre, RJ 2012, 9723). Sin embargo, la Sala aprovecha la ocasión para sentar doctrina sobre la finalidad de la norma:

“La finalidad del art. 348 bis LSC es posibilitar la salida del socio minoritario perjudicado por una estrategia abusiva de la mayoría de no repartir dividendos pese a concurrir los supuestos legales para ello; pero no amparar la situación inversa, cuando es el socio minoritario el que, so capa de la falta de distribución del beneficio, pretende burlar sus deberes de buena fe respecto de la sociedad con la que está vinculado por el contrato social. Es decir, la ratio del precepto no es proteger el derecho del socio a separarse (que es lo que pretende a toda costa el recurrente), sino el derecho al dividendo, que aquí se le había garantizado mediante el acuerdo adoptado en la segunda junta -muy próxima temporalmente a la primera- y el ofrecimiento que rechazó.”

Partiendo de esta interpretación del artículo 348 bis de la LSC, la Sala concluye a continuación:

“Por ello, cabe predicar, con carácter general, que, si los administradores convocan nueva junta general, con la propuesta de distribuir dividendos en los términos legales, antes de que el socio haya ejercitado el derecho de separación, el posterior ejercicio de este derecho puede resultar abusivo.
Y en este caso, la actuación del socio puso de manifiesto de manera palmaria que su intención real no era obtener el dividendo, sino separarse de la sociedad en cualquier caso, pues habiendo podido obtener con escaso margen temporal lo que supuestamente pretendía -el beneficio repartible-, se negó a recibirlo, ya que su auténtico designio era la liquidación de su participación en la sociedad. Lo que no protege el art. 348 bis LSC.”

Tanto para el abogado mercantilista como para el litigador, conocer este caso puede ayudar a minimizar riesgos en el diseño de una estrategia –tanto procesal como extraprocesal– para contextos de confrontación societaria que puedan derivar en un supuesto de separación. Desde la perspectiva del socio minoritario, es importante tener presente la idea de que el derecho de separación no es un fin en sí mismo sino un mecanismo de protección del dividendo. Por tanto, aun cuando desde un punto de vista objetivo concurran todos los requisitos del artículo 348 bis de la LSC, habrá que analizar cuidadosamente el contexto en que el socio pretende separarse.

En este sentido, la reflexión inmediata que puede hacerse a la luz de la sentencia es clara: cuando por cualquier medio de prueba se pueda acreditar que el “auténtico designio” del socio era “la liquidación de su participación en la sociedad” y no el cobro del dividendo, ¿cabría eventualmente alegar existencia de abuso de derecho (arts. 7 y 1258 CC)?. Pensemos en un conflicto prolongado durante años entre el socio minoritarito y la mayoría en el seno de una empresa familiar, conflicto que podría responder a infinidad de causas que nada tengan que ver con el reparto de dividendos. ¿Podrían los actos previos, coetáneos o posteriores del socio que ejercita su derecho de separación evidenciar que su única intención era la de liquidar su participación y, por tanto, llevar a la conclusión de que se habría amparado abusivamente en el artículo 348 bis de la LSC? En este campo, se abren infinitas posibilidades en cuanto formulación de alegaciones y prueba.

Desde la perspectiva de la sociedad, podemos plantearnos si una vez ejercitado el derecho separación cabría una suerte de enervación a través de la celebración de una nueva junta en la que se deje sin efecto –total o parcialmente– el acuerdo sobre reparto de dividendos. Lo que en la práctica supondría “desactivar” a posteriori el mecanismo de separación. Más allá de que los artículos 204.2 y 207.2 de la LSC permitan la válida la sustitución de un acuerdo por otro, la duda surge sobre cómo puede afectar este hecho al derecho de separación ya instado por medio de demanda.

Ciertamente, la particularidad del caso resuelto por la sentencia comentada es que cuando el socio ejercitó la acción de separación ya se había convocado una nueva junta para acordar el reparto de dividendos, y precisamente por ello la Sala considera “la actuación del socio puso de manifiesto de manera palmaria que su intención real no era obtener el dividendo, sino separarse de la sociedad en cualquier caso”. Pero la pregunta que surge inmediatamente es: ¿cuál habría sido la conclusión de la Sala si la segunda junta para repartir dividendos se hubiera convocado después de interpuesta la demanda?

Si la ratio legis del artículo 348 bis de la LSC, como dice la sentencia, “no es proteger el derecho del socio a separarse sino el derecho al dividendo”, ¿podríamos entonces considerar que el acuerdo de reparto de dividendos después de interpuesta la demanda de separación nos situaría en un escenario de satisfacción extraprocesal (art. 22 LEC)? Podría argumentarse, en este sentido, que si la finalidad del precepto es proteger el derecho al dividendo del socio minoritario frente al abuso de la mayoría, una vez aquél ha visto satisfecho su derecho económico extramuros del proceso, dejaría de tener interés legítimo en la tutela judicial pretendida. En mi opinión, la respuesta a la pregunta planteada sería negativa y el cambio de circunstancias no podría influir en la sentencia (art. 413 LEC). Pero sin duda, el debate está servido.

En definitiva, es indudable que la sentencia comentada pone sobre la mesa ideas muy sugerentes en cuanto al diseño de estrategias, independientemente del lado del tablero en que nos situemos, tanto si el objetivo es que el socio minoritario pueda abandonar la sociedad y obtener su cuota de liquidación, como si lo es evitar que dicha separación se produzca. Lejos de ser una figura jurídica de contornos definidos, el artículo 348 bis de la LSC promete emociones fuertes para todo aquel que se aventure en su aplicación.