Control del Tribunal Constitucional y secuestro del CGPJ. Montesquieu ha muerto, otra vez

Mientras los jueces y magistrados ejercen sus funciones día a día con independencia, su órgano de gobierno -el Consejo General del Poder Judicial, que no tiene funciones jurisdiccionales pero sí la interesante facultad de designar discrecionalmente a altos cargos judiciales- y el Tribunal Constitucional -órgano que no forma parte del Poder Judicial y que es el intérprete supremo de la Constitución, con funciones principales de control de constitucionalidad de las leyes, de tutela de los derechos fundamentales y libertades públicas de los ciudadanos y de solución de los conflictos de competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas o entre éstas- viven bajo los continuos intentos del Poder Ejecutivo y del Legislativo de controlarlos.

En las últimas cuatro décadas, los Gobiernos de turno, amparados por los partidos políticos que les sustentan y con la complicidad del principal partido de la oposición y de los diputados y senadores sometidos a la disciplina de voto de los partidos que les han colocado en sus listas, se creen con licencia para penetrar en el Poder Judicial y en el Tribunal Constitucional con el objetivo de controlarlos y ocupar espacios de poder que no les corresponden, pretendiendo colocar en el CGPJ y en el TC a fieles peones que en el futuro puedan devolverles algún favor o que estén al servicio del programa político e ideológico del partido que les ha designado.

Da igual que los vocales del CGPJ o los miembros del TC designados puedan ser profesionales de reputada competencia, con sobrados méritos y capacidades para ocupar dichos cargos, pues su elección se produce por su afinidad a un concreto partido político y serán definidos como “conservadores” o “progresistas” en función de quién les haya designado, esperándose que cumplan las expectativas de éstos.

El último capítulo en este continuo ataque a la separación de poderes lo estamos viviendo estos días. El Pleno del Congreso aprobó el pasado jueves 14 de julio, por 187 votos a favor, 152 en contra y 7 abstenciones, la Proposición de Ley Orgánica de modificación de los artículos 570 bis y 599 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, presentada por el Grupo Parlamentario Socialista el 24 de junio de 2022 y enmendada por el mismo el 13 de julio. Queda pendiente solo su ratificación definitiva en el Senado, prevista para el Pleno del 20 de julio.

Esta reforma se ha tramitado como proposición de ley del grupo parlamentario que sustenta al Gobierno en lugar de como proyecto de ley presentado por éste, que exigiría cumplir con un proceso más laborioso y largo como redacción de un anteproyecto, sometimiento a consulta pública y a audiencia e información pública, elaboración de una memoria de impacto normativo y recabar informes de otros órganos, como el Consejo de Estado o el propio CGPJ) y se ha tramitado por el procedimiento de urgencia y de lectura única en el Pleno del Congreso, sin pasar por la Comisión de Justicia, reduciéndose extraordinariamente los plazos parlamentarios habituales y omitiéndose el preceptivo trámite de previa audiencia que debe otorgarse a todos los sectores implicados (CGPJ, Comisión Europea para la Democracia por el Derecho (Comisión de Venecia-Consejo de Europa), asociaciones judiciales, fiscales, …), exigencia establecida por las instituciones europeas interpretando lo dispuesto en el art. 19.1, párrafo segundo, del Tratado de la Unión Europea (TUE) en relación con el respeto a los principios propios del Estado de Derecho, entre los que ocupa un lugar destacado la independencia judicial que, con arreglo al art. 2 TUE, constituyen el fundamento de la Unión, según consta en las Recomendaciones de la Comisión Europea 2017/1520 y 2018/103.

Nunca una Ley Orgánica se ha tramitado en menos de un mes. Pero, lamentablemente, para controlar el Tribunal Constitucional todo parece posible, incluso vulnerar normativa comunitaria, como advertimos desde Plataforma Cívica por la Independencia Judicial en este informe: y así lo hemos denunciado ante la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo y ante GRECO

La reforma aprobada por el Congreso viene a introducir, entre las facultades conferidas por el art. 570 bis LOPJ al CGPJ en funciones, la de nombrar a los dos magistrados del Tribunal Constitucional que, conforme al art. 599 LOPJ, le corresponde designar al CGPJ pero que, al estar con mandato prorrogado desde diciembre de 2018, no podía realizar debido a la reforma de la LOPJ aprobada por LO 4/2021 de 29 de marzo y promovida por los grupos parlamentarios Socialista y Confederal Unidas Podemos-En Comú Podem-Galicia en Común, reforma que vino a limitar las facultades del CGPJ en funciones, impidiéndole realizar cualquier nombramiento de cargos judiciales y del TC hasta que no fuera renovado.

Con esta nueva reforma de la LOPJ, se devuelve al CGPJ su facultad de realizar nombramientos mientras se encuentre en funciones, pero limitado solo a los dos miembros del TC, manteniéndose la prohibición de nombrar cargos jurisdiccionales y gubernativos, lo que está impidiendo que se cubran las más de sesenta plazas vacantes existentes en el Tribunal Supremo, Tribunales Superiores de Justicia y Audiencias Provinciales, llevando a Salas y Tribunales desbordados y colapsados al no poder cubrir dichas plazas y no poder asumir el trabajo existente, lo que lleva a mayor retraso en la resolución de asuntos.

El verdadero objetivo de la reforma es que, dado que el CGPJ, aunque esté en funciones, ya podría nombrar a dos magistrados del Tribunal Constitucional, el Gobierno también podrá nombrar a los dos magistrados de dicho órgano que le corresponden, ya que el TC, que está compuesto por doce miembros, se debe renovar en un tercio cada tres años (siendo el nombramiento de sus miembros por una duración de nueve años) y, de mantenerse la imposibilidad de nombrar a dichos cargos por el CGPJ, el Gobierno tampoco habría podido nombrar a los suyos, ya que el art. 159.3 de la Constitución prevé expresamente la porción a renovar de una vez.

Y para asegurarse que el CGPJ proceda a nombrar a dos miembros del TC, el 13 de julio se introdujo por el Grupo Parlamentario Socialista una enmienda a la proposición, que fue aprobada, consistente en prever que dicho nombramiento deberá realizarse en el plazo máximo de 3 meses a contar desde el día siguiente al vencimiento del mandato anterior (que fue el 12 de junio), por lo que dicho plazo fina el 13 de septiembre de 2022.

El CGPJ se ha convertido en rehén del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo, pues está a merced de lo que éstos decidan sobre las funciones que puede o no ejercer en cada momento e incluso fijándole plazo para ello. Lo paradójico es que, a pesar de acometerse estas reformas exprés de la LOPJ para limitar las facultades del CGPJ con mandato prorrogado y para que pueda nombrar a dos magistrados del TC en un determinado plazo, en cambio, no se procede a la reforma de la LOPJ para modificar el sistema de elección de 12 de los 20 vocales del CGPJ a fin de que estos 12 vocales del turno judicial sean elegidos por los propios jueces y magistrados en activo, sin injerencia ni influencia política alguna, tal y como exigen los estándares europeos sobre independencia judicial fijados por GRECO, la Comisión Europea (siendo una de sus recomendaciones en el Informe sobre Estado de Derecho publicado el 13 de julio) y jurisprudencia del TJUE y TEDH y atendiendo al espíritu del art. 122.3 CE y al criterio fijado por el Tribunal Constitucional en Sentencia 108/1986 de 29 de julio.

Sin duda, nos encontramos ante una reforma legislativa ad hoc que obedece exclusivamente a un interés político del actual Gobierno para que haya una mayoría afín a él y a su ideología en el Tribunal Constitucional durante varios años (al menos, hasta la siguiente renovación en tres años) que esté al servicio de su programa político y de sus socios y pueda validar totalmente la constitucionalidad de las normas aprobadas por el actual Gobierno y convalidadas por las Cortes Generales en las que el Ejecutivo tiene mayoría o aprobadas directamente por éstas gracias a la mayoría conseguida por el actual Gobierno. No hay que olvidar que el TC tiene pendientes de resolver recursos de inconstitucionalidad de fuerte calado ideológico como los interpuestos contra las denominadas Ley Celaá, Ley del Aborto y Ley de Eutanasia.

Poniendo en peligro el actual sistema institucional 

En España estamos asistiendo a un intenso ataque al sistema institucional actual con desprecio absoluto a principios básicos como el de separación de poderes, siendo máximos los intentos por influir políticamente en la designación de miembros del Tribunal Constitucional y de vocales del CGPJ para evitar los necesarios controles a la actuación de los Poderes Ejecutivo y Legislativo y para acabar con el sistema de contrapesos democráticos. Parafraseando la frase atribuida a Alfonso Guerra con motivo de la reforma de la LOPJ en 1985 en que se suprimió la designación de los vocales judiciales del CGPJ por los propios jueces y magistrados atribuyendo la designación de los 20 vocales al Congreso y al Senado, con las recientes reformas de la LOPJ que afectan a las funciones del CGPJ podemos decir: “Montesquieu ha muerto”, otra vez.

No es de recibo que las renovaciones de órganos constitucionales como el TC y el CGPJ dependan de quien obtenga la mayoría parlamentaria o esté en el Gobierno en cada momento, ni que se considere que dichos órganos deban representar a las mayorías parlamentarias o ser expresión de la pluralidad de fuerzas políticas con representación en el Congreso de los Diputados, pues se trata de órganos que deben ser independientes del Poder Ejecutivo y del Legislativo, a fin de que puedan cumplir sus funciones con autonomía, imparcialidad e independencia y que quede garantizada la separación de poderes y el Estado de Derecho en España.

A este respecto, aunque el Tribunal Constitucional no se integre formalmente en el Poder Judicial, las exigencias de imparcialidad e independencia del mismo son equivalentes, por las siguientes razones:

-Porque el Tribunal Constitucional, en particular al resolver recursos de amparo, decide asuntos de naturaleza estrictamente jurisdiccional, incluso enmendando las decisiones del poder judicial.

– Porque el TEDH ha declarado aplicable la garantía a un tribunal independiente e imparcial del art. 6 CEDH a los tribunales constitucionales (sentencia de 7 de mayo de 2021, asunto 4907/18, Xero Flor).

– Porque las Recomendaciones de la Comisión Europea sobre Estado de Derecho (UE) 2017/1520, señalan que “las injerencias del ejecutivo en el procedimiento normal para la designación de jueces del Tribunal Constitucional, afectan a la legitimidad e independencia del mismo y, en consecuencia, a la existencia de un control eficaz de constitucionalidad
de las normas internas”.

El TJUE y el TEDH vienen declarando reiteradamente, sobre todo en relación con el caso de Polonia, que la forma de designación (política) de un tribunal puede afectar a la validez de sus resoluciones (sentencia de 19 de noviembre de 2019, asuntos acumulados C-585/18, C-624/18 y C-625/18; y sentencia de 2 de marzo de 2021, C-824/18; sentencias TEDH de 22 de julio 2021 – Reczkowicz, de 8 de noviembre 2021 – Dolińska-Ficek and Ozimek y de 3 de febrero de 2022 – Advance Pharma).

GRECO viene advirtiendo sobre lo mismo específicamente en relación con el caso español. Por todo ello, si no se cumplen las normas europeas sobre Estado de Derecho y separación de poderes, uno de los valores en que se fundamenta la Unión Europea y que deben cumplir sus Estados miembros, según los artículos 2 y 7 del TUE, podemos empezar a encontrarnos de manera inminente con decisiones europeas que coloquen a la justicia española en una situación insostenible, cuestionando la legitimidad de dichos órganos politizados y sus resoluciones. Y la reciente reforma aprobada por el Congreso constituye una maniobra política
que sitúa a España a un paso de experimentar un riesgo sistémico para la separación de poderes y la quiebra del Estado de Derecho. Ese riesgo sistemático provocó la intervención de las instituciones de la Unión Europea en Polonia con un procedimiento de infracción. Por tanto, España podría ser la siguiente. Advertidos ya estamos.

¿Se puede regular la verdad?

Hace unas semanas tuve la oportunidad de participar como moderadora en una de las mesas del Foro “El derecho a la verdad”, organizado por la Fundación General de la Universidad de Alcalá, -dirigido por Nacho Torreblanca- en concreto en la titulada “¿Se puede regular la verdad”? con dos juristas de primer nivel, una profesora de Derecho Mercantil  de la Universidad Carlos III de Madrid, Teresa Rodriguez de las Heras, y otro de Derecho constitucional, Luis Miguel González de la Garza. De lo escuchado en esta mesa de dos juristas con visiones muy diferentes sobre este tema, una profundamente iusprivatista y la otra profundamente pública nacen estas primeras reflexiones sobre la regulación de la verdad. 

La primera reflexión es obvia: ¿Se puede regular la verdad?  Y la segunda no lo es menos: ¿Se debe regular la verdad? Y quizás la tercera es la menos obvia: ¿Es cierto que ahora mentimos más que antes? Tom Phillips, que dirige la principal organización verificadora de datos independiente del Reino Unido, lo pone duda. En su libro “Verdad, una breve historia de la charlatanería” nos recuerda que los seres los humanos nunca hemos dejado de mentirnos los unos a los otros y que no ha existido nada parecido a una “edad dorada de la veracidad”. Esto por no hablar de cómo nos mentimos a nosotros mismos. Cabe recordar también los comienzos de la prensa escrita, donde la difamación y las “fake news” estaban a la orden del día. Quizás la diferencia es la velocidad y la intensidad con que las mentiras circulan y se diseminan por las redes sociales.

En todo caso, y para ser más modestos quizás más que de la verdad deberíamos hablar de hechos verificables. Porque son los hechos los que, al final, permiten el debate racional y la rendición de cuentas en un Estado democrático de Derecho. ¿Tiene el ciudadano derecho a exigir que los hechos que fundamentan el debate público sean si no ciertos sí, al menos, verificables? ¿Y a exigirlo de quien exactamente? ¿Quién garantiza este derecho? ¿Cómo? ¿Se trata sólo de protegernos contra la desinformación (“disinformation”) tal y como la define la Comisión Europea (“información verificablemente falsa o engañosa que se crea y presenta para engañar deliberadamente a la población o para obtener beneficios económicos”) o debemos ir más allá? ¿Cuál es la diferencia entre información verificablemente falsa e información engañosa? La Comisión Europea habla también de “misinformation” para referirse a aquella información verificablemente falsa pero que es diseminada sin intención de engañar, porque quien lo hace considera que es cierta. ¿Podemos hablar de desinformación también cuando somos engañados voluntariamente, o nos autoengañamos o cuando el que difunde la desinformación no es consciente de que lo es?  ¿Puede suponer una regulación de este tipo un riesgo para una sociedad abierta? Y si es así ¿Cómo evitamos esos riesgos?

Pues bien, la Unión Europea ha empezado a tomar cartas en el asunto por considerar que las dos formas de desinformación (“disinformation” y “misinformation”) pueden amenazar las democracias, polarizar los debates y poner en riesgo la seguridad, la salud y el medio ambiente. Por otra parte, es indudable que las grandes campañas de desinformación requieren una respuesta coordinada por parte de los Estados miembros, las instituciones europeas, las redes sociales, los medios de comunicación y los propios ciudadanos.

En cuanto a las iniciativas europeas en este ámbito cabe referirse al Código de Prácticas sobre la desinformación (buenas prácticas y autorregulación para la industria), al Observatorio de los medios digitales (que reúne a los  “fact-checkers”, investigadores y otros agentes relevantes para asesorar a los políticos), al plan de acción sobre desinformación, cuya finalidad es fortalecer la capacidad y la cooperación de la UE para combatirla, la “European Democracy Action Plan” que pretende desarrollar guías y protocolos sobre obligaciones y rendición de cuentas por parte de las plataformas digitales en la lucha contra la desinformación o la comunicación “La comunicación ‘tackling online disinformation: a European approach’ que es una colección de herramientas para combatir la desinformación y proteger los valores europeos. Como puede verse, todo por ahora es “soft law”, es decir, no hay una regulación como tal que establezca derechos y obligaciones en este terreno. 

En concreto, el Plan de Acción contra la Desinformación de 2018, aprobado por la Unión Europea, establece en su punto octavo que los Estados miembros deben apoyar la creación de equipos de verificadores de datos e investigadores independientes. Lógicamente la independencia es esencial, si es que se trata, en último término, de retirar contenidos de forma que sólo pueda hacerse con criterios estrictamente técnicos y no por criterios políticos.

La principal discusión se plantea por tanto, en cuanto a la necesidad de una regulación y de qué tipo. ¿Nos basta con la “soft law”, es decir, la autorregulación, las buenas prácticas o los códigos de conducta o sería preciso ir más allá y establecer una auténtica regulación o “hard law” con sus garantías y sus sanciones en caso de incumplimiento? Este debate entronca también con el de si puede hablarse de algo así como del derecho a no ser engañado. Para algunos, y ciertamente para el profesor Luis Miguel González de la Garza, autor de un libro sobre el tema junto con Antonio Garrigues no cabe dudar de su existencia. Este derecho entroncaría con alguno de los derechos fundamentales reconocidos en nuestra Constitución en particular el de la libertad de expresión y debería garantizarse, como todos, judicialmente. Por el contrario, la profesora Rodríguez de las Heras se muestra más favorable a soluciones de Derecho privado, de tipo arbitral para solventar los posibles conflictos jurídicos que puedan suscitarse en relación particularmente con el comportamiento de las plataformas online, que en todo caso deberían establecer una serie de reglas estrictas para luchar contra la desinformación. En todo caso, ambos coinciden en la necesidad de una regulación al menos a nivel europeo, habida cuenta de que las grandes plataformas a las que se puede dirigir esta posible regulación operan a nivel global, por lo que una regulación simplemente nacional tendría poco recorrido.

En ese sentido, conviene recordar que ya disponemos de regulación en este ámbito nacional: en concreto se trata recogida en la Orden PCM/1030/2020, de 30 de octubre, por la que se publica el Procedimiento de actuación contra la desinformación aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional (más conocida como la “Comisión de la verdad”) que fue muy criticada (también por mí) entre otras cosas por el modelo de gobernanza establecido, con muy escasa participación de organizaciones de la sociedad civil y otros agentes sociales y que no parece garantizar suficientemente la independencia de los “fact chekers”.  En todo caso, de haber iniciado sus trabajos (lo que desconozco) no parece que éstos hayan tenido demasiada repercusión. Su finalidad era, según sus propias palabras contribuir «a mejorar y aumentar la transparencia con respecto al origen de la desinformación y a la manera en la que se produce y difunde, además de evaluar su contenido».

En todo caso, una regulación auténtica (“hard law”) contra la desinformación no ya desde el punto de vista procedimental sino material tiene también sus inconvenientes.  De entrada, la delimitación de los sujetos obligados y de los agentes que deberían involucrarse para luchar contra la desinformación que van desde los medios de comunicación tradicionales, las redes sociales, los propios Poderes Públicos, los Investigadores, las organizaciones de la sociedad civil e incluso los ciudadanos de a pie. Pero no hay duda de que también incluso delimitando con claridad el ámbito subjetivo de aplicación, otro escollo estaría en el establecimiento de procedimientos para combatirla, especialmente si se acude a procedimientos judiciales que se antojan excesivamente lentos para combatir un fenómeno que si por algo se caracteriza es por su inmediatez. No obstante, si hablamos de retirar contenidos que pueden contener desinformación en el sentido antes expuesto parece razonable que exista algún tipo de garantía judicial, dado que la sombra de la censura es alargada. Y si bien parece que a nadie le gusta demasiado que sean las propias plataformas o, mejor dicho, sus algoritmos, quienes decidan qué contenidos retiran por contener desinformación no lo es menos que dejar esta potestad en manos de los Poderes públicos incluso en democracias avanzadas entraña un riesgo nada desdeñable. Y no digamos ya en las menos avanzadas o en las denominadas iliberales. Se trata, por tanto, de un asunto delicado. ¿Quién vigila a los vigilantes? Como pueden ver, un debate apasionante para los próximos años, en el que nos jugamos mucho.

Empero, antes de ese análisis hay que mencionar que el punto que los regula, el tercero, comienza con esta llamativa declaración: «Acorde con los órganos y organismos que conforman el Sistema de Seguridad Nacional, se establece una composición específica para la lucha contra la desinformación». De esta manera, se busca equiparar la lucha contra la desinformación con los asuntos de Seguridad Nacional, lo que puede servir para intentar justificar precisamente ciertas restricciones de derechos. La explicación radica en que, a veces, la desinformación puede provenir de terceros países. Ahora bien, esto no tiene por qué ser siempre así y, dada la antes mencionada ambigüedad de la orden, dichos órganos dispondrán de un considerable margen de actuación.

Una vez expuesto todo lo anterior, los aspectos esenciales de los órganos son los siguientes:

El Consejo de Seguridad Nacional: En esencia es una comisión delegada del Gobierno, tal y como se recoge el artículo 17 de la Ley 36/2015, de 28 de septiembre, de Seguridad Nacional. Su finalidad es la de asesorar al presidente del Gobierno sobre materias de Seguridad Nacional. Su composición se determina en el artículo 21 de esta ley, la cual además de ser objeto de desarrollo reglamentario, incorporará obligatoriamente al Presidente, Vicepresidentes y varios ministros. Debe destacarse que el artículo siete de la Ley de Seguridad Nacional también dispone que las Cortes Generales son competentes en materia de Seguridad Nacional, pero no han sido tenidas en cuenta para la orden que nos ocupa.

El Comité de Situación: Participa en el denominado Nivel 3. Lo destacable es que es un órgano de apoyo del Consejo de Seguridad Nacional, tal y como se recoge en el segundo punto de la Orden PRA/32/2018, de 22 de enero, por la que se publica el Acuerdo del Consejo de Seguridad Nacional, por el que se regula el Comité Especializado de Situación. Su composición se determina en el punto sexto de dicha orden, estando presidido por el Vicepresidente del Gobierno y vicepresidido por el Director del Gabinete de la Presidencia del Gobierno y Secretario del Consejo de Seguridad Nacional. En lo relacionado con sus vocales se sigue una tónica parecida.

La Secretaría de Estado de Comunicación: Es una secretaría de Estado que depende de Presidencia. Lógicamente es clave en la política informativa del Gobierno y la orden le sitúa como autoridad pública competente, junto a Presidencia, el CNI y los distintos gabinetes de comunicación de los Ministerios y otros órganos.

Comisión Permanente de Desinformación: La crea la norma objeto del artículo, la cual detalla su funcionamiento y actuaciones. Se encargará de llevar a cabo una coordinación interministerial. Según el anexo II de la orden, su coordinación será asumida por la antes mencionada Secretaría de Estado de Comunicación, mientras que la presidirá el Director del Departamento de Seguridad Nacional. El resto de su composición abarcará varios organismos provenientes de varios ministerios como el de defensa, interior, exteriores, etc. Entre sus competencias puede destacarse que actuará en conjunto con la Secretaría de Estado, correspondiéndole varias funciones importantes como la elaboración de informes agregados para apoyar la valoración de amenazas; elevar al Consejo de Seguridad Nacional recomendaciones y propuestas; y, quizá la más importante, la elaboración de la propuesta de la Estrategia Nacional de Lucha contra la Desinformación al Consejo de Seguridad Nacional.

Posteriormente, en el punto quinto se recogen las autoridades públicas competentes, ya nombradas, mientras que el apartado sexto está dedicado a la sociedad civil y el sector privado. Dicho apartado afirma asignarles un «papel esencia en la lucha contra la desinformación». ¿Qué tipo de papel esencial? Veámoslo: «con acciones como la identificación y no contribución a su difusión, la promoción de actividades de concienciación y la formación o el desarrollo herramientas para su evitar su propagación en el entorno digital». Así es que ese «papel esencial» es cuestionable.

Pero, al margen de eso, es criticable que no se prevea un foro donde los actores de la sociedad civil discutan estos temas con la clase política, ni tampoco se contemplen mecanismos de participación real. Eso sí, las autoridades competentes podrán solicitar la colaboración a organizaciones cuya contribución se considere oportuna y relevante, lo que probablemente lleven a cabo organizaciones afines al Gobierno de turno

En conclusión, la norma establece un batiburrillo de órganos para actuar en los cuatro niveles previstos y cuya característica común es que, aunque por distintos caminos, todos dependen del Gobierno. De modo que, pese a que se afirme respetar las instrucciones de Europa, no se cumple con la exigencia de constituir equipos de trabajo independientes. Asimismo, es llamativo que la palabra «lucha» aparezca hasta veinte veces en la orden. Da la sensación que la misma incorpore una retórica pseudo-belicista, lo que podría terminar dando pie a que los sujetos que, supuestamente, elaboren informaciones falsas, sean presentados como “enemigos”. Por tanto, hay que sopesar si está justificado que este conjunto de órganos, de naturaleza casi endogámica, pueda limitar la libertad de expresión o si, por el contrario, ésta debería gozar de una mayor protección. En estos tiempos, deben tomarse especialmente en cuenta reflexiones como esta que hizo, hace tantos años, John Stuart Mill: «Dondequiera que hay una clase dominante, una gran parte de la moralidad del país emana de sus intereses y de sus sentimientos de clase superior».

Sobre la Ley Trans/LGTBI y la desprotección de los más vulnerables

El 27 de junio el Consejo de Ministros aprobó el Proyecto de ley para la igualdad de las personas trans y la garantía de los derechos LGTBI. El Consejo General de Poder Judicial emitió un informe sobre el Anteproyecto el 20/4/2022 y solo 3 días antes de la aprobación del proyecto, el Consejo de Estado emitió el suyo (en adelante IcCE). Como suman más de 200 páginas, me limito a una breve referencia a las principales críticas, centrándome en las que señalan los riesgos de la regulación para las propias personas que pretende proteger.

Hay un primer grupo de críticas son de tipo técnico. Cabe destacar que el IdCE declara que no puede pronunciarse sobre si se ha realizado una adecuada información pública del proyecto porque aunque los Ministerios proponentes dicen haber recibido 6700 comunicaciones, solo se han puesto a disposición del Consejo de Estado las alegaciones de 10 organizaciones (pag. 23). Durante el trámite de informe, el propio organismo ha recibido directamente alegaciones de varias organizaciones (pags. 18 y 19), todas ellas opuestas a la Ley.  El IdCE critica también la descoordinación entre los ministerios de Igualdad y de Justicia, y que la Secretaria General Técnica del Ministerio de Hacienda ha dicho que no es posible calcular el efecto presupuestario. También se pone en cuestión por ambos informes la opción por una Ley transversal en lugar de modificar las distintas leyes sectoriales (p. 33).

En segundo lugar, los informes señalan que la Ley implica conflictos entre los derechos de aquellos que la Ley quiere proteger y de otras personas. Subrayan los problemas que planteará la obligación genérica de incorporar en toda la contratación pública “condiciones especiales de ejecución o criterios de adjudicación” dirigidas a la promoción de la igualdad de trato (art. 11). Si bien la discriminación positiva está admitida por el Tribunal Constitucional si se cumplen determinadas condiciones, considera que la ley supondrán una discriminación para otros grupos y sobre todo para las mujeres, y que provocarán litigios e inseguridad jurídica. También consideran estos informes que no cabe otorgar a los poderes públicos una potestad para “eliminar contenidos” informativos (art. 27). Respecto de la práctica deportiva, el ICO advierte la contradicción entre el artículo 26, que defiende el “pleno respeto a la igualdad de trato” y la Disposición Adicional 3ª que remite en materia de competiciones a la normativa específica aplicable.

Me detendré ahora en el tercer grupo de críticas, que se refieren a la desprotección de las mismas personas que esta Ley persigue defender,  en particular a las personas con disforia de género.

El IdCE no discute la autodeterminación de género, y considera que ya está reconocida en la Ley vigente, aunque sometida a dos requisitos: un informe de médico o psicólogo clínico que certifique esa disforia y su estabilidad, y que no existen trastornos de personalidad que pudieran influir de forma determinante en esa disforia; y un tratamiento médico, pero que no exige cirugía y que se puede excluir por razones de salud o edad. La supresión del requisito del tratamiento médico es bien acogida por los informes. Sin embargo, critican la supresión de cualquier examen sobre la estabilidad y la situación de la persona. En concreto el IdCE considera que la exigencia de un informe no vulnera los derechos fundamentales, y que la descripción de la disforia de género que hace la OMS tras su despatologización no impone un sistema de decisión libérrima como el que adopta la Ley (pag. 50). Señala que el objetivo de estos informes es justamente la protección de la persona con disforia de género, para evitar decisiones precipitadas. En el mismo sentido critica el procedimiento de solicitud,  por ser confuso y no requerir un periodo de reflexión. Para cualquiera que esté familiarizado con los problemas que plantea la prestación del consentimiento informado, resulta evidente la anomalía que representa esta Ley (ver aquí y aquí). Basta pensar que para pedir un préstamo hipotecario sobre una vivienda –de cualquier cuantía- el prestatario tiene que recibir media docena de documentos explicando con detalle el contrato y sus consecuencias con diez días de antelación, tener una entrevista con un notario en la que éste le ha de explicar en detalle todas las cláusulas del mismo, y finalmente acudir otra vez al notario a firmar la escritura. Y sin embargo, para un acto de la trascendencia del cambio de sexo, se omite cualquier requisito de información, cualquier intervención de terceros y cualquier reflexión.

Este problema se hace especialmente grave en el caso de los menores, reclamando  ambos informes que se requiera la autorización judicial en estos casos. Recordemos que la Ley considera a estos efectos a los mayores de 16 como mayores de edad y a los mayores de catorce les permite presentar la solicitud ellos mismos con el consentimiento de sus representantes legales. En caso de desacuerdo de estos, en lugar de la intervención judicial, que es lo normal en estos casos (art. 157 Cc), se prevé el nombramiento de un defensor judicial. Solo para los menores entre 12 y 14 años  se prevé la necesidad de autorización judicial. El Anteproyecto, por tanto, suprime todas las protecciones (consentimiento parental, intervención judicial) que de ordinario tienen los menores para evitar decisiones inadecuadas o precipitadas. Ambos informes consideran necesaria la autorización judicial. Ambos informes hacen referencia al principio de protección de la infancia del art. 39.4  de la constitución, y el ICE dice que el procedimiento para la autorización judicial es conforme con los derechos fundamentales y que es necesario para proteger al menor de decisiones precipitadas, sobre todo cuando la ley no exige ya ningún informe. Insiste en que las decisiones inmaduras o precipitadas justamente afectan al libre desarrollo de la personalidad que la ley quiere defender. De nuevo parece totalmente justificada la crítica. Recordemos, por ejemplo, que en 2015 se reformó el Código Civil para impedir en todo caso el matrimonio de los menores de 16, y los mayores de esa edad solo pueden contraerlo si están emancipados.

Este principio de protección tiene especial importancia porque la situación  de los -y sobre todo las- jóvenes con disforia está siendo objeto de un debate científico. Los estudios más recientes y la experiencia clínica en Suecia y Finlandia han llevado a sustituir las terapias de afirmación del sexo percibido por un tratamiento general de seguimiento y apoyo psicológico. El nuevo protocolo finlandés parte de la experiencia de que “la disforia de género infantil, incluso en los casos más extremos, desaparece normalmente durante la pubertad”. Además, señala que no hay evidencia científica de que  los tratamientos hormonales de menores tengan efectos psicológicos positivos, mientras que se han comprobado que producen  graves perjuicios físicos. Además, se plantea si la disforia de género puede formar parte del proceso natural de desarrollo de la identidad adolescente y la posibilidad de que las intervenciones médicas puedan interferir en este proceso, consolidando una identidad de género que habría revertido naturalmente antes de llegar a la edad adulta.  Advierte que para los menores es especialmente difícil entender “la realidad de un compromiso de por vida con la terapia médica, la permanencia de los efectos y los posibles efectos adversos físicos y mentales de los tratamientos, …. que no se podrá recuperar el cuerpo no reasignado ni sus funciones normales.” Es decir, que no están en condiciones de prestar un verdadero consentimiento informado. A la vulnerabilidad derivada de la inmadurez se añade la que resulta de la concurrencia de otras patologías. Un reciente estudio señala que los menores con disforia de género sufren ansiedad (63,3%), depresión (62,0%), trastornos de conducta (35,4%) y autismo (13,9%). La experiencia de  Suecia es muy semejante y también las conclusiones, es decir que  para los jóvenes es difícil tomar una decisión madura sobre esta cuestión y que el tratamietno por defecto debe ser el apoyo psicológico y en su caso el tratamiento de las patologías concurrentes. La autodeterminación de género de los menores sin ningún tipo de asesoramiento médico ni control judicial va claramente en contra de esta experiencia.

Los informes muestran también su preocupación por la prohibiciónde métodos, programas y terapias de aversión, conversión o contracondicionamiento, en cualquier forma, destinados a modificar la orientación o identidad sexual o la expresión de género de las personas, incluso si cuentan con el consentimiento de las personas interesadas o de sus representantes legales.” (art. 17) Consideran que es contrario a la libertad de las personas mayores privar de efectos al consentimiento. Además critican la vaguedad de la redacción, que puede dar lugar a sancionar conductas que no lo merecen. Esto implica  un riesgo para todas las personas con disforia, pues dar información sobre hechos como la inestabilidad de la disforia de género, los efectos perjudiciales de los tratamientos médicos y quirúrgicos o la falta de evidencia sobre los efectos de las terapias cambio de sexo podrían considerarse “métodos de aversión”. La simple amenaza de las sanciones puede condicionar a los médicos y psicólogos  a no dar información completa y dificultar la aplicación de los mejores tratamientos.

Concluyo. Los dos informes examinados coinciden en críticas técnicas y de fondo y el proyecto puede dejar desprotegidas a las personas más vulnerables: a las adolescentes en general (el grupo más afectado por la disforia de género), y de forma más grave a las/los menores que sufren determinados trastornos o enfermedades. No parece que haya habido un verdadero interés en mejorar el proyecto, como resulta del poco transparente proceso de consulta pública. de su aprobación por el Consejo de Ministros solo 3 días después de la emisión del informe del CdE, y de que no recoja ninguna de las críticas del CGPJ. Quizá interesa más sacar la Ley siguiendo una línea preconcebida que atender a las  necesidades reales de las personas, teniendo para ello en cuenta todas las opiniones y en especial las de los expertos.

Sistema Kafala: esclavitud estatal en el siglo XXI

“Estuve más de un año sin poder salir de casa, ni siquiera para acercarme a una tienda del barrio. Me pegaban todos los días con cables de la electricidad, me arrastraban por el pelo a través del suelo de la casa, incluso me estampaban la cabeza contra las paredes. Un día ya no pude más y salté por el balcón de la cocina. Estaba en un segundo piso. Me partí las dos piernas, y me destrocé la cara. Y sí, no tenía opción. Ninguna ONG, ni la policía, ni nadie, me hizo caso hasta que salí lisiada en televisión”.

Esta es la historia de Lensa Letisa Tufa, una trabajadora doméstica de origen etíope.

El sistema Kafala (o sistema de patrocinio), constituye una de las últimas formas de esclavitud más claras que podemos encontrar en el mundo. Implementado y protegido por algunos gobiernos, este sistema de trabajo denigra y explota a las personas, sumiéndolas en un laberinto del que difícilmente podrán escapar.

¿Qué es el sistema Kafala?

El término Kafala, significa “patrocinio” en árabe, y se encuentra intrínsecamente relacionado con la realidad de este sistema. Nació a principios del siglo XX, aunque sufrió una notable expansión en 1950 con el objetivo de permitir la entrada de trabajadores extranjeros en el país durante épocas de bonanza económica, concediéndoseles un estatus especial que les permitía trabajar sin necesidad de tener que completar los complejos trámites que requiere un visado de trabajo para los nacionales de algunos países.

Pese a ello, se ha ido transformando con el paso de los años, llegando a ser lo que muchas ONG consideran una forma de esclavitud moderna de nuestro siglo.

En el año 2022 el Kafala se encuentra ya implantado en casi todos los países de la región del golfo pérsico (Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Arabia Saudí, Omán, Kuwait y Qatar), así como en el Líbano y Jordania. A pesar de la similitud del sistema entre los países mencionados anteriormente, hay ciertas variaciones en cuanto a su modo de establecerse en cada territorio.

Para ONGs como Migrants-Rights, el Kafala es entendido como una vía que utilizan los gobiernos para delegar la supervisión y responsabilidad de los trabajadores migrantes a ciudadanos o empresas privadas, desentendiéndose casi al completo de ellos, y dejándolos totalmente desamparados ante la ley.

El sistema brinda a los denominados patrocinadores o kafeel un conjunto de medios legales para controlar a los trabajadores: sin el permiso explícito de estos, los trabajadores no podrán cambiar de trabajo, dejar el que desempeñan, o abandonar el país. Si el trabajador decidiese abandonar su empleo sin permiso del patrocinador, este, amparado por la ley, gozaría del poder de cancelar la visa de residencia del trabajador, convirtiéndolo automáticamente en un residente ilegal sin documentos, que son previamente retirados por los patrocinadores.

Esta situación tiene su origen en que cuando los trabajadores llegan al hogar o a un lugar de trabajo determinado, el patrocinador les suele retirar el pasaporte, a pesar de estar prohibido por ley, pero no perseguido; lo que les convierte automáticamente en esclavos ante la imposibilidad de poder acudir a la policía a denunciar su situación, a sabiendas de que acabarán entre rejas por no tener documentos, o por no tener prueba alguna de que su patrocinador es la persona a la que buscan demandar.

La situación descrita es muy común entre los trabajadores y suele ir acompañada de la cancelación del visado de trabajo, lo que implica la expulsión de aquellos mediante duros procesos de deportación, o sufrir un tiempo indefinido privados de libertad.

Un punto muy importante en este sistema de patrocinio es la necesidad de un intermediador, que bien se refleja en la figura de una empresa, o en la de un agente solitario. Ambas figuras pueden llegar a cobrar más del 35% del supuesto salario mensual de dichos trabajadores.

La cuestión clave de muchos de estos problemas reside en que el sistema Kafala se encuentra directamente regulado por el Ministerio del Interior, y no por el Ministerio del Trabajo. Esto provoca que los trabajadores extranjeros que llegan a los países previamente mencionados mediante este sistema no puedan disfrutar de los mismos derechos que el resto de trabajadores.

Es importante destacar que el racismo se encuentra muy presente en el sistema: prueba de ello es que los precios de contratación de los trabajadores varían considerablemente dependiendo del país de origen: así, en Líbano, los filipinos (los mejor pagados), cobran 450 dólares de media al mes, y los bangladesíes (los peor pagados) una media de 150 dólares al mes.

Este sistema aglutina a millones de personas que lo padecen, y llega a conformar mayorías poblacionales en determinados países como Qatar, donde en 2019 había más de un millón ochocientos mil trabajadores domésticos (incluidos los del servicio de la construcción), suponiendo el noventa por ciento del total de la población del país.

Para ver la magnitud real de este sistema de patrocinio, podemos poner el enfoque en el Emirato de Catar. Este pequeño país rico en petróleo tiene una población de 2.8 millones de personas, con 1 millón de trabajadores en el sector de la construcción y 100,000 trabajadoras del hogar incluidos en el sistema Kafala.

El periódico inglés The Guardian reveló en una investigación del 2021 que más de 6,500 trabajadores habían muerto en Catar construyendo estadios desde que en diciembre de 2010 se revelase que iba a ser la sede del mundial de fútbol de 2022. Debido a su nula protección legal, el artículo revela que ninguna de las empresas constructoras de los estadios ha sido imputada por alguna de las 6,500 muertes.

Caso concreto: el Kafala en Líbano

En el Líbano, uno de los pocos países considerados democráticos de todo Oriente Medio, el sistema Kafala tiene una enorme presencia en la sociedad, e históricamente la situación de las trabajadoras domésticas ha sido, y continua siendo, completamente denigrante.

Según The Human Rights Watch, en el Líbano, un país con una población estimada en unos seis millones de habitantes (el último censo poblacional se hizo en 1932) trabajan un total de unas 250,000 trabajadoras del hogar, lo que supone un cuatro por ciento de la población del país. Esto, dicho así, puede parecer no tener la relevancia real que verdaderamente entraña, pero según el artículo 7 de la ley de los trabajadores del país, las mujeres afectadas no tienen derecho a ser reconocidas como trabajadoras, por lo que no gozan de protección estatal ni de derechos laborales.

Esta situación acarrea consecuencias devastadoras para las trabajadoras domésticas, que son frecuentes víctimas de abusos sexuales, maltratos físicos y psicológicos, y explotación laboral. Cómo defiende la ONG libanesa Kafa, más del 75% de trabajadoras del hogar no cobran salario alguno; trabajan más de 14 horas al día; y no tienen ningún día de descanso a la semana ni vacaciones en todo el año. A esto se le unen unos datos muy chocantes, pero que solo aporta esa ONG, ya que no hay datos ni del Ministerio del Interior ni de la policía: se calcula que de media se suicidan 2 trabajadoras del hogar semanalmente, aunque hay algunas ONG que aseguran que muchas son asesinadas por sus contratistas.

Únase a todo lo expuesto el hecho de que la policía suele cerrar o archivar los casos de desapariciones o muertes de trabajadoras del hogar en menos de veinticuatro horas, lo que hace que estas se sientan indefensas y abandonadas por las fuerzas de seguridad, única institución pública a la que podrían acudir en caso de necesidad.

En pleno año 2022, seguimos viendo como la esclavitud no siempre se presenta en forma de cadenas sino en trabas legales que condenan a personas a ser invisibles para el Estado, y estar indefensas en países extranjeros en los que su situación no tiene vuelta atrás salvo en casos contados.

Ley de Empresas con Propósito: el reto de cambiar el paradigma empresarial

El pasado 30 de junio el Pleno del Congreso de los Diputados aprobó una nueva figura jurídica,  la Sociedad de Beneficio e Interés Común (en adelante SBIC) incluida mediante una enmienda transaccional en la Ley Crea y Crece que también fue aprobada.

Las SBIC son las primeras compañías definidas como de Impacto, esto es, se las reconoce básicamente como empresas con un triple objetivo: que tengan un beneficio económico, un beneficio ambiental y un beneficio social.

Desde el punto de vista empresarial nacen para luchar contra la pobreza y las profundas desigualdades que se han ido incrementando en nuestro país desde la crisis financiera de los años 2007/2008, como es que el 30% de la población residente en España se encuentre en situación de pobreza o que el 80% de los menores de 30 años vivan en casas de sus padres; la mala salud -el 30% de nuestros jóvenes de entre 15 y 20 años sufren síntomas de trastorno mental- y a favor de una mejora de la Transparencia y Gobernanza de las empresas -el 60% de la población española considera que el sistema capitalista genera más daños que beneficios- y, además, ayudar a frenar el cambio climático.

Para lograrlo se apoyan en principios de obligado cumplimiento como: el deber legal de incluir el Propósito Social en los estatutos de la sociedad para que los socios y directivos de la compañía lo cumplan y lo hagan cumplir; un compromiso para crear valor social, ambiental y económico que tenga en constante consideración los intereses de los trabajadores, proveedores, clientes, la sociedad en general y el medio ambiente; un sometimiento a sistemas de evaluación reconocidos, independientes y comúnmente aceptados que garanticen el cumplimiento de altos estándares de desempeño social y ambiental y el deber de informar periódicamente sobre los resultados económicos, así como de los beneficios sociales y medioambientales para que cualquier ciudadano pueda conocer y comprobar con total transparencia la contribución de la compañía a la sociedad.

Este tipo de empresas con Impacto ya que existen en Italia, desde 2016 y en Francia, desde 2019 y en nuestro país, sin todavía con esa definición creada hace unos días, cuenta más de 360 organizaciones que llevan años operando bajo los estándares exigidos por este tipo de Sociedades.

La aprobación de la nueva ley la debemos a una iniciativa llevada a cabo por B Lab Spain, organización sin ánimo de lucro, que impulsa un cambio sistémico para construir una economía inclusiva, equitativa y regenerativa para todas las personas y el planeta, y que ha sido capaz de movilizar a decenas de miles de personas de la sociedad civil y a cientos de organizaciones y a 50 personalidades mediante un Manifiesto lleno de compromisos necesarios para una toma de conciencia colectiva que permita un cambio paulatino en la Cultura que debe tener cualquier persona como ciudadano y trabajador

Siendo de indudable valor los objetivos que persiguen las SBIC, la mayor aportación que ofrecen este tipo de empresas es la propia redefinición  de su papel en la sociedad española.

Las empresas españolas han adolecido históricamente de varios problemas que se han ido acentuando a lo largo de los años, como la falta de propósito nuclear de la propia empresa; el famoso WHY que tan conocido hizo a Simon Sinek y que popularizó con la memorable frase: “la gente no compra lo que haces, compra por qué lo haces”. Estamos hablando de la esencia que cualquier emprendedor debe tener absolutamente clara antes de buscar socios y/o recursos económicos y que incluye, la creación desde el principio, de una cultura organizativa y un conjunto de valores, creencias, pensamientos y sentimientos que deben compartir todos los miembros de la empresa.

Otro de los grandes problemas es la falta de tamaño en nuestras pequeñas empresas: el 94% de estas tienen menos de 10 trabajadores y el motivo está en la propia concepción de la empresa ya que nace con poco capital, poca visión y poco conocimiento sobre lo que es una empresa.  (¿Conocen alguna Universidad que enseñen la carrera de emprendedor?)

Además, está la falta de productividad (que no de rendimiento), debido a la falta de empatía, (también en las personas del mundo empresarial) y la falta de liderazgo de los gerentes o dueños de estas, así como la baja digitalización. Todos estos elementos hacen que la supervivencia de nuestras pequeñas empresas sea corta en años y muy poco rentable. Eso sin entrar a analizar los deseables impactos sociales y medioambientales que apenas producen.

Considero que estamos ante un momento clave para convencernos que un cambio de paradigma dentro del mundo de la empresa es posible y necesario. La crisis financiera de 2008, la pandemia y la vil guerra de Rusia a Ucrania nos tienen que llevar al convencimiento a todos los trabajadores de las empresas (las existentes y las que están por crear) que estas (por el comportamiento de todos los trabajadores) deben girar el rumbo hacia un WHY diferente y que contemple obsesivamente el triple impacto que nace en el ADN de las Sociedades de Beneficio e Interés Común: Nuevo modelo económico inclusivo, socialmente responsable e inequívocamente sostenible

Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization: el triunfo del originalismo (Parte II)

La insistencia de la mayoría en que ningún otro precedente basado en el “derecho a la privacidad” y en la cláusula del proceso debido de la Decimocuarta Enmienda está en peligro, sin embargo, se ve inmediatamente cuestionada por el voto concurrente del juez Clarence Thomas, que afirma que, si de él dependiera, toda una retahíla de precedentes del Tribunal, incluido el libre acceso a los anticonceptivos, a la práctica consensual de sexo entre personas del mismo sexo y al matrimonio homosexual deben ser revocados, aunque el juez Thomas, caritativamente, deja para mejor ocasión decidir si todos esos derechos pueden hallar cobijo bajo alguna otra cláusula constitucional.

Por su parte, el juez Kavanaugh, en un voto concurrente de tono especialmente respetuoso, defiende que la Constitución es neutral en la cuestión del aborto y que la misma debe ser decidida por medios políticos. Además, incluye -y esto es un aviso para navegantes antiabortistas- la afirmación de que la Constitución no prohíbe el aborto en Estados Unidos, y que cada Estado debe tomar su determinación al respecto. El juez Kavanaugh indica, asimismo, que, si se quiere modificar la Constitución en un sentido u otro, la propia Constitución marca el camino para hacerlo, sin que los miembros del Tribunal Supremo puedan “crear nuevos derechos y libertades basadas en sus opiniones morales y políticas”. Por último, el juez Kavanaugh también indica claramente que el siguiente paso abogado por los antiabortistas estadounidenses -evitar que las mujeres embarazadas en un Estado que prohíba el aborto se desplacen a un Estado en el que el aborto sea legal- chocará con el derecho constitucional a desplazarse entre Estados. También avisa que no cabe imponer retroactivamente sanciones a las mujeres que hayan abortado antes de que Dobbs fuera dictada. En lo que yerra, a mi juicio de manera llamativa, es en su optimista afirmación de que el Tribunal Supremo ya no tendrá que decidir como equilibrar los intereses de las mujeres embarazadas respecto de los intereses gubernamentales de proteger la vida prenatal. Si el juez Kavanaugh cree que Dobbs va a detener la litigación constitucional sobre el aborto, los próximos meses y años le van a sacar de su error a toda velocidad.

El Presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, en su solitario voto concurrente, defiende que el Tribunal, basándose en principios de moderación judicial, podría haber dado el visto bueno a la constitucionalidad de la ley de Mississippi sin tener que revocar Roe y Casey, por cuanto quince semanas es tiempo más que suficiente para que una mujer obtenga un aborto -el juez Roberts, y la mayoría, omiten el hecho nada menor de que, desde el 7 de julio de 2022, en Mississippi no quedan ya clínicas que practiquen abortos, debido al hostigamiento de los gobiernos republicanos estatales desde hace años a las mismas-.

Roberts se muestra de acuerdo con la mayoría, asimismo, en que los abortos que se ejecutan una vez el feto se encuentra formado, aunque no sea viable, constituyen infanticidio y, por lo tanto, son inconstitucionales, rechazando la viabilidad como el umbral para que el Estado pueda legislar sobre el aborto.

Donde Roberts se aparta de la mayoría -y dada su trayectoria jurídica personal, esto resulta sorprendente- es que parece reconocer tácitamente que sí existe un derecho constitucional al aborto, cuanto menos en el primer trimestre, y que existen unos derechos de autonomía personal de la mujer que deben ser equilibrados con los derechos de protección de la vida prenatal similares a los que Roe y Casey reconocían. Dado que varios Estados federados -incluida la propia Mississippi- ya han establecido una prohibición total o tras sólo seis semanas al aborto, resulta dudoso que cuenten con el voto de Roberts cuando se produzca un desafío legal a los mismos ante el Tribunal Supremo.

Finalmente, los jueces Breyer, Sotomayor y Kagan firman un voto disidente conjunto (algo muy poco habitual) de una gran dureza respecto de la opinión emitida por la mayoría. En primer lugar, afirman que tanto Roe como Casey, y en particular la segunda, establecían un equilibrio entre los derechos de autonomía de la mujer embarazada y los derechos gubernamentales de proteger la vida prenatal. A continuación, afirman que Dobbs establece que desde el momento de la fertilización del óvulo, una mujer deja de tener derechos, y que un Estado federado puede obligarla a llevar ese embarazo a término, sin tomar en consideración cuestiones como que haya podido ser víctima de violación o incesto, o que el feto tenga graves anomalías que le impidan sobrevivir a largo plazo.

La minoría continúa criticando que Dobbs provocará la incoación de causas criminales contra las mujeres que intenten abortar, y es especialmente mordaz al indicar que las mujeres pobres e incapaces de desplazarse a otros Estados en los que el aborto continúe siendo legal serán las que más sufran a resultas de la Sentencia. Afirma que nada en la opinión impedirá al gobierno federal prohibir el aborto a nivel nacional si así lo desea (aunque, como he expuesto con anterior, parece evidente que Roberts y Kavanaugh declararían una ley de esa naturaleza inconstitucional).

La minoría a continuación pasa a atacar la Sentencia indicando uno de sus puntos más débiles: su afirmación de que otros derechos constitucionales no están en peligro. Teniendo en cuenta que el argumento principal para declarar que el aborto no es un derecho constitucional es que dicho derecho “no está firmemente enraizado en la historia”, es evidente que tampoco hay base en el Derecho Constitucional estadounidense para afirmar que otros derechos constitucionalmente reconocidos a día de hoy como el derecho al matrimonio homosexual, interracial, al sexo homosexual consensual, o al uso de anticonceptivos. Ninguno de esos derechos eran considerados como tales cuando se aprobó la Constitución o sus enmiendas fundamentales en el siglo XIX.

Los tres magistrados pasan a defender a continuación la diferencia fundamental filosófica que caracteriza en este momento a las dos alas que se enfrentan en el Tribunal Supremo: frente a una minoría que defiende que las cláusulas de la Constitución, particularmente las que reflejan principios de naturaleza abstracta como la Decimocuarta Enmienda, deben ser interpretadas con el significado que hoy en día se les otorga a esas palabras y principios, los miembros de la mayoría insisten en que deben serlo con el significado que tenían esas palabras y principios en el momento en que los distintos artículos y enmiendas fueron ratificados, lo que supone, en este caso concreto, enviar el debate a 1868.

Y aquí es donde la minoría hace sangre, porque los legisladores que aprobaron la Decimocuarta Enmienda en esa fecha eran todos, sin excepción, hombres, que consideraban que las mujeres no eran ciudadanas de pleno derecho (como indica el voto disidente, les quedaba medio siglo para obtener el voto), y por ello, interpretar las cláusulas constitucionales como las interpretaban los Padres Fundadores o los legisladores hombres que aprobaron esa enmienda es inaceptable desde el punto de vista del siglo XXI.

La minoría señala además que esos mismos Fundadores tuvieron, al menos, el buen juicio de “definir derechos en términos generales, para permitir la evolución futura de su alcance y significado”. Los tres magistrados señalan un ejemplo absolutamente característico: el matrimonio interracial era ilegal en la mayoría de los Estados durante el siglo XIX (de hecho, lo fue hasta 1948), y sin embargo, pese a que era evidente que el derecho a contraer matrimonio con una persona de otra raza no podía fundamentarse en ningún tipo de arraigo histórico-jurídico, el Tribunal Supremo no dudó en declarar que no cabía interferencia gubernamental posible en una decisión de autonomía personal tan evidente.

La minoría no duda en atacar los votos concurrentes: señala que la afirmación de Kavanaugh de que la Constitución es “neutral” en relación con el aborto y que el Tribunal debe serlo también es insostenible, y que en Dobbs lo que hace el Supremo es posicionarse contra las mujeres que intentan abortar y a favor de los Estados que pretenden impedírselo.

En última instancia, Breyer, Sotomayor y Kagan concluyen que la Sentencia es una violación de la libertad individual de las mujeres y de su derecho a no sufrir intromisiones ilegítimas en su cuerpo por parte del Gobierno. Una libertad que, diga lo que diga la mayoría, ha sido expandida por el Tribunal Supremo y por el Congreso y el Senado -al menos hasta fecha reciente- mucho más allá de lo que los Padres Fundadores y los autores de las enmiendas del siglo XIX podían haber concebido en su momento. Las páginas del voto disidente en este punto son, desde un punto de vista estrictamente lógico, devastadoras: el fundamento principal de la decisión adoptada por la mayoría es que el significado de la palabra “libertad” debe ser interpretado en base a parámetros de 1868. Eso supone, lisa y llanamente, la “petrificación” del Derecho Constitucional.

La minoría ataca también el hecho de que la mayoría abandone el principio stare decisis o afirme que el parámetro establecido por Casey sobre la imposibilidad de imponer restricciones al aborto que sean una “carga indebida” para las mujeres sea impracticable, especialmente a la vista de que la mayoría ha sido incapaz de ofrecer un nuevo estándar operativo, más allá de considerar que se puede impedir, si un Estado federado así lo desea, que una mujer aborte en cualquier momento del embarazo.

La minoría, en su impotencia, reitera algo que es sabido, pero que es irrelevante para la decisión adoptada por la mayoría: que una prohibición del aborto incrementará la mortalidad femenina, particularmente entre las mujeres negras, y que precisamente los estados como Mississippi, que prohíben el aborto, son los Estados con peor sanidad pública y con mayor mortalidad infantil en Estados Unidos.

Los tres magistrados de la minoría señalan que la decisión de revocar Roe y Casey causará una enorme disrupción entre las mujeres estadounidenses, y que las invocaciones a la planificación reproductiva o a la adopción que contiene la Sentencia tienen poca o ninguna relación con la realidad práctica, especialmente entre las mujeres pobres, que incluso antes de la Sentencia tenían enormes problemas para financiar abortos (recordemos que el sistema de salud de EE.UU es quizá el más ineficiente de todo Occidente).

Las últimas páginas del voto disidente están plagadas de frases lapidarias: “tras el día de hoy, las mujeres jóvenes alcanzarán la mayoría de edad con menos derechos que sus madres y abuelas” y concluyen con la predicción de que la legitimidad del Tribunal se verá destruida con gran rapidez por decisiones como ésta.

Contrariamente a lo que pueda creer la mayoría, el Tribunal Supremo, al adoptar una decisión tan relevante, se va a ver arrastrado por los Estados gobernados por los republicanos, que tras Dobbs han iniciado una carrera para imponer restricciones draconianas a las mujeres para impedirles que puedan abortar (prohibiciones totales, proyectos de ley que pretenden impedirles abandonar el Estado para hacerlo, etc), a nuevas y cada vez más controvertidas decisiones sobre el aborto. Y con la actual composición del Tribunal, parece claro que, las más de las veces, la maquinaria estatal derrotará a las mujeres.

Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization: el triunfo del originalismo (Parte I)

El pasado 24 de junio el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictó Sentencia en el caso Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization, revocando explícitamente las Sentencias anteriores del Tribunal Roe v. Wade (1973) y Planned Parenthood v. Casey (1992) y poniendo fin a un periodo de casi medio siglo en el que el aborto era considerado un derecho constitucional en ese país. En esta serie de artículos exploraremos el contenido de la Sentencia, de los votos concurrentes y del voto disidente.

Dobbs, aunque nominalmente obra del magistrado Samuel Alito, fue apoyada íntegramente por cinco de los nueve magistrados del Tribunal, Al mismo tiempo, fue suscrita únicamente en cuanto a su conclusión, pero no a su razonamiento, por uno de ellos, y otros tres magistrados emitieron conjuntamente (de forma muy inusual) un voto disidente.

El voto principal se inicia con un breve resumen de las dos Sentencias que procede a revocar: en primer lugar, Roe v. Wade, que estableció esencialmente que los Estados federados no tenían ninguna posibilidad de alterar la posibilidad de acceso de una mujer al aborto durante el primer trimestre del embarazo, que podían introducir “restricciones sanitarias razonables” durante el segundo trimestre, y que podían prohibirlo durante el tercer trimestre siempre y cuando incluyeran excepciones para la vida y la salud de la madre.

Roe v. Wade fue sustancialmente modificada por Planned Parenthood v. Casey, que abandonó la división trimestral y estableció que a) las mujeres tenían un derecho constitucional al aborto siempre y cuando el feto no fuera ya viable, b) que una vez que el feto lo fuera, el Estado podía prohibir el aborto siempre y cuando incluyera excepciones para proteger la vida y la salud de la madre y c) (y éste fue el cambio fundamental) que el Estado tenía un interés legítimo en proteger la vida de la madre y la del feto desde el momento de la concepción, lo que le autorizaba a adoptar medidas para encauzar dicha protección, siempre que no resultaran una “carga indebida” para el derecho de la madre a acceder a un aborto.

Dobbs procede a revocar ambos precedentes usando como vehículo una ley del Estado de Mississippi que pretende prohibir los abortos con carácter general tras la decimoquinta semana de gestación, unos dos meses antes del umbral de viabilidad que Casey había fijado 30 años atrás.

La mayoría del Tribunal considera, en síntesis, que la Constitución no menciona expresamente el aborto, y que no existe un derecho implícito al mismo que pueda ser localizado en ninguna de las cláusulas constitucionales, y en particular en la sección primera de la Decimocuarta Enmienda de la Constitución, que dice así (marco en negrita la frase crítica):

Toda persona nacida o naturalizada en los Estados Unidos, y sujeta a su jurisdicción, es ciudadana de los Estados Unidos y del estado en que resida. Ningún estado podrá crear o implementar leyes que limiten los privilegios o inmunidades de los ciudadanos de los Estados Unidos; tampoco podrá ningún estado privar a una persona de su vida, libertad o propiedad, sin un debido proceso legal; ni negar a persona alguna dentro de su jurisdicción la protección legal igualitaria.”

Los cinco magistrados de la mayoría afirman que esa cláusula ha sido y puede ser empleada para garantizar ciertos derechos constitucionales no expresamente mencionados en el texto constitucional, pero que para ello el derecho debe estar “profundamente arraigado en la historia y tradición de la nación” e “implícito en el concepto de libertad ordenada”, concluyendo que el derecho al aborto no puede ser incluido en dicha categoría.

La mayoría se embarca en un largo análisis histórico que concluye -como no puede ser de otra manera- que cuando la Decimocuarta enmienda fue adoptada -en 1868- una amplia mayoría de los Estados criminalizaban el aborto y que, de hecho, durante las décadas siguientes, la inmensa mayoría de los Estados restantes procedieron a hacerlo. La mayoría, de hecho, retrocede varios siglos, hasta el Common Law inglés, para fundamentar su conclusión de que no existe en la tradición constitucional ni inglesa ni estadounidense un derecho constitucional al aborto.

Resuelto el análisis histórico a su favor, la mayoría conservadora se esfuerza en distinguir su decisión de acabar con el derecho constitucional al aborto de otras decisiones alcanzadas en décadas precedentes basadas en el denominado “derecho a la privacidad”, derecho que la mayoría indica que tampoco está recogido explícitamente en la Constitución, pero que ha sido el fundamento de toda una serie de decisiones extremadamente relevantes del Tribunal Supremo durante décadas: el derecho de personas (de distinta raza o del mismo sexo) a contraer matrimonio, el derecho a adquirir anticonceptivos, a no ser esterilizado sin consentimiento, a mantener relaciones sexuales consensuales privadas, todo ello sin que el Estado pueda irrumpir en este ámbito de autonomía en la formación de la voluntad. La mayoría del Tribunal, como digo, se esfuerza en señalar que ninguna de estas decisiones está en peligro, y que el aborto, en la medida en que destruye “vida potencial” o a “un ser humano no nacido” (como afirma la ley de Mississippi), plantea una decisión moral crítica muy distinta, pese a que el derecho en que el Tribunal se basó para adoptar todas esas decisiones antecitadas es ese “derecho a la privacidad” que ahora la mayoría considera no puede fundamentar un derecho al aborto.

A continuación, el juez Alito dedica decenas de páginas a explicar por qué Roe y Casey son decisiones tan “atrozmente equivocadas” que es obligado superar el principio legal stare decisis (es decir, el principio por el cual, en Derecho anglosajón, los precedentes judiciales deben ser respetados incluso aunque puedan ser erróneos) para proceder a su revocación. Para ello, Alito invoca algunas de las decisiones más erróneas del Tribunal, como Plessy v. Ferguson (que avaló la segregación racial en las escuelas en 1896 y fue revocada en 1954 por Brown v. Board of Education) para alegar que Roe arrebató a la ciudadanía una decisión de “profunda importancia moral y social” que no puede quedar en manos de los Tribunales según la Constitución y que Casey declaró un lado “ganador” en el debate sobre el aborto al defender que el Estado no podía obstaculizar el derecho de una mujer a obtener un aborto mientras el feto no fuera viable (la mayoría no parece entender que, al optar por la decisión contraria, declara claramente un ganador, pero esta vez en el lado antiabortista). En esa misma línea, la mayoría ataca a la minoría disidente por, supuestamente, negar toda importancia al derecho del Estado a proteger la vida prenatal, cuando de la lectura de la Sentencia resulta evidente que la mayoría niega cualquier relevancia al derecho de la mujer a la autonomía en sus decisiones corporales.

Quizá el aspecto más flojo de Dobbs sean precisamente las páginas dedicadas a atacar la mediocridad de los razonamientos en Roe y Casey. La mayoría declara que ninguna de las dos sentencias fue capaz de explicar razonablemente por qué motivo el umbral de viabilidad es la frontera a partir de la cual el Estado puede inmiscuirse en la -hasta entonces- libre decisión de la mujer de interrumpir su embarazo. La respuesta es obvia, y al no encararla, la mayoría incurre en un riesgo grave de ser acusada de haber antepuesto su ideología personal por delante de otras consideraciones legales: el umbral de viabilidad es el momento en que un feto pasa de ser vida “potencial” a “persona” con los mismos derechos y obligaciones que la sociedad -y el Derecho- tiene por tales.

Los cinco miembros de la mayoría critican asimismo Roe y Casey porque los estándares legales definidos en ambas Sentencias (particularmente el concepto de que las restricciones gubernamentales no pueden suponer una “carga indebida” para las mujeres que quieren acceder al aborto) no son viables y han generado confusión en los Tribunales federales y numerosas Sentencias contradictorias entre los mismos, así como efectos nocivos en otras áreas del Derecho Constitucional estadounidense. El juez Alito dedica un par de páginas a minimizar el riesgo de que una eventual revocación de Roe y Casey pueda tener sobre las decisiones vitales (planificación familiar, profesional, etc) que las mujeres puedan adoptar, y se limita a reiterar que éstas (y en general, los ciudadanos de Estados Unidos) pueden, a través del voto, adoptar las decisiones sobre esta cuestión que estimen oportunas, sin que los Tribunales se arroguen un poder que no tienen.

Escándalo mayúsculo en el mercado de contratos públicos

La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) ha impuesto una sanción de 203,6 millones a 6 de las principales constructoras de nuestro país por alterar durante más de 25 años el proceso competitivo en las licitaciones de construcción de infraestructuras.

Según la CNMV, “las conductas constituyen una infracción muy grave de los artículos 1 de la Ley 15/2007, de 3 de julio, de Defensa de la Competencia y 101 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. Se trata de prácticas cuyos efectos han sido especialmente dañinos para la sociedad, ya que afectaron a miles de concursos convocados por Administraciones Públicas españolas para la construcción y edificación de infraestructuras como hospitales, puertos y aeropuertos, carreteras, etc.

Entre las Administraciones Públicas afectadas figuran fundamentalmente las pertenecientes al ámbito de fomento, incluyendo al Ministerio de Fomento (actual Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana) junto con sus organismos y entidades públicas empresariales dependientes”.

Esto habría que sumarlo a las denominadas por Jaime Gómez-Obregón (autor en este blog) contrataciones sospechosas, quien en 2020 se planteó la posibilidad de cruzar los datos de las adjudicaciones de contratos públicos con las listas electorales desde 1979. Para ello descargó casi dos millones de contratos de la Plataforma de Contratación del Sector Público y los datos de un millón de candidatos electorales desde 1979 hasta 2020. El cruce de esos datos puso de manifiesto un elevado número de contrataciones sospechosas, lo que le llevó a solicitar una excedencia laboral para dedicarse en exclusiva a ese proyecto.

El mercado de contratos públicos no es un mercado abierto y sano y a este mal contribuye la Administración Pública y las normas de contratación, sobre todo en lo relativo a la clasificación de contratistas del Estado, otorgada por la Administración, a través de un conjunto de normas y prácticas administrativas, que clasifica a las empresas y que sirve para que estas puedan acreditar su solvencia económica y su solvencia técnica. A través de este procedimiento se “examina” a las empresas y se las clasifica, y en función de la “nota” que obtienen pueden acreditar la solvencia para unos trabajos determinados, por unos importes determinados. El sistema actualmente vigente perjudica a las pequeñas y medianas empresas, sirviendo de barrera de entrada a contratos de cierto nivel, como expuse en un artículo, que bajo el título “Subcontratación y Derecho de la UE”, publiqué en Cinco Días el 7 de noviembre de 2016. Este asunto debería ser objeto de estudio por la CNMC:

El fenómeno de la subcontratación en la construcción atiende a una evidente necesidad económica. Puede decirse que restringir la subcontratación en este sector sería una medida antieconómica y ajena a la realidad de las cosas. Hoy, las empresas que contratan obras completas –sea para las Administraciones públicas o para particulares– son empresas que coordinan la ejecución de una obra –bajo su absoluta responsabilidad ante el cliente contratante– a través de su capacidad económica y de sus cualificados equipos técnicos y de otro tipo.

No puede pensarse, por ejemplo, en una obra de edificación, que la empresa contratista principal realice directamente y con sus propios medios materiales y personales los movimientos de tierra, la estructura, las instalaciones –eléctrica, de fontanería, ascensores, calefacción y climatización, contra incendios, etc–. Esto no es viable desde el punto de vista económico y pretenderlo significaría, entre otras cosas, ir contra la especialización –que se obtiene a través de la subcontratación– y contra cientos de pequeñas y medianas empresas que están especializadas en dichos oficios.

En la exposición de motivos de la Ley 32/2006, reguladora de la Subcontratación en el Sector de la Construcción, se dijo que “hay que tener en cuenta que la contratación y subcontratación de obras o servicios es una expresión de la libertad de empresa que reconoce la Constitución española en su artículo 38 y que, en el marco de una economía de mercado, cualquier forma de organización empresarial es lícita, siempre que no contraríe el ordenamiento jurídico. La subcontratación permite en muchos casos un mayor grado de especialización, de cualificación de los trabajadores y una más frecuente utilización de los medios técnicos que se emplean, lo que influye positivamente en la inversión en nueva tecnología. Además, esta forma de organización facilita la participación de las pequeñas y medianas empresas en la actividad de la construcción, lo que contribuye a la creación de empleo. Estos aspectos determinan una mayor eficiencia empresarial”.

La realidad de las cosas demuestra que incluso las grandes empresas constructoras acuden a la subcontratación, al menos en la misma medida que las pequeñas y medianas. Basta ver las grandes obras de infraestructura –por ejemplo, ejecución de autovías, carreteras, líneas férreas, etc.– que se han construido y que se están construyendo en nuestro país: ¿de quién son las máquinas? ¿Quién ejecuta los trabajos? Y es evidente que no puede ser de otra forma.

La normativa europea sobre coordinación de los procedimientos de adjudicación de los contratos públicos de obras, de suministro y de servicios es consciente y favorable al fenómeno de la subcontratación. El Tribunal de Justicia de la UE (asunto C-406/14) ha dictado una reciente sentencia en la que declara que “un poder adjudicador no puede exigir, mediante una cláusula del pliego de condiciones de un contrato público de obras, que el futuro adjudicatario de dicho contrato ejecute con sus propios recursos un determinado porcentaje de las obras objeto del mismo”.

Para el tribunal, el artículo 48, apartado 3, de la Directiva 2004/18, “en la medida en que establece la posibilidad de que los licitadores demuestren que reúnen unos niveles mínimos de capacidades técnicas y profesionales fijados por el poder adjudicador recurriendo a las capacidades de terceros –siempre que acrediten que, si el contrato se les adjudica, dispondrán efectivamente de los recursos necesarios para la ejecución del contrato que no son propios suyos– consagra la posibilidad de que los licitadores recurran a la subcontratación para la ejecución de un contrato, y ello, en principio, de manera ilimitada”.

La sentencia considera que una cláusula contractual que imponga limitaciones al recurso a la subcontratación para una parte del contrato fijada de manera abstracta como un determinado porcentaje del mismo, al margen de la posibilidad de verificar las capacidades de los posibles subcontratistas y sin mención alguna sobre el carácter esencial de las tareas a las que afectaría resulta incompatible con la Directiva 2004/18.

En España, para poder contratar con las Administraciones públicas contratos de obras por importe igual o superior a 500.000 euros es necesario estar clasificado como contratista de obras. La clasificación la otorga la Administración pública en base a la experiencia previa y a la acreditación de la solvencia económica, técnica y profesional del contratista, que ha de justificarse de forma periódica.

Las pequeñas y medianas empresas desde siempre han estado en desventaja respecto de las grandes a la hora de clasificarse, por las exigencias de acreditar la posesión de determinada maquinaria y de determinados títulos habilitantes para la ejecución de determinadas instalaciones (eléctricas, climatización, gas, contra incendios, telecomunicaciones). Cuando la realidad demuestra que normalmente tanto las grandes como las pequeñas y medianas recurren a la subcontratación para la ejecución de dichos trabajos o servicios. Es muy fácil para una gran empresa que realiza anualmente muchas obras y de importes significativos “cubrir el expediente” en cuanto a maquinara y títulos habilitantes, cuando en realidad luego subcontrata. Para las pequeñas y medianas supone una auténtica barrera de entrada a la contratación pública.

La sentencia del Tribunal de Justicia de la UE debería motivar un replanteamiento de los requisitos de carácter técnico que se requieren para otorgar la clasificación de contratistas, atendiendo realistamente al fenómeno de la subcontratación y con la finalidad de suprimir o aligerar las barreras de entrada actualmente existentes; pues de la misma forma que no se puede limitar el recurso a la subcontratación en un contrato concreto no debería exigirse en abstracto (a la hora de otorgar la clasificación) que el contratista esté en disposición de ejecutar con sus propios medios las obras públicas, que, en definitiva, es lo que se infiere de la exigencia de dichos títulos habilitantes y propiedad de maquinaria.

Parece evidente que, por las razones expuestas, no se puede prescindir de la subcontratación en un sector tan especializado como el de la construcción, pues sería antieconómico. La realidad de las cosas no debe llevar a adoptar criterios formales –ajenos a la realidad económica– respecto a la clasificación de contratistas que, de hecho, supongan ventajas competitivas a favor de las grandes empresas y que, de hecho también, conviertan la clasificación en una barrera de entrada insalvable al mercado de los contratos públicos para las pequeñas y medianas empresas.

Como puede verse, el sistema vigente favorece a las grandes empresas que, además, parece que después se reparten la tarta.

Ermua: ETA y la difuminación ética

Creo que ayer Marimar Blanco dio en el clavo cuando reclamó una memoria democrática “con buenos y malos”: “La verdad debería ser la prioridad de un Gobierno. Lo contrario ni es justo ni decente”.

Es así. Muchos tenemos la sensación de que hoy lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo han dejado de ser polos éticos diferenciados para pasar ser conceptos discutidos y discutibles, relatividades dependientes de la perspectiva, del ámbito o, peor, de los intereses en juego.

Por supuesto, la realidad es compleja. Claro que cuando ETA nació había una dictadura, pero el terrorismo siguió en democracia y con Estatutos de Autonomía, así que cabe legítimamente dudar de esta excusa moral. También es verdad que hubo un GAL y que eso fue un error. Siendo Notario de Hernani, en 1994, recuerdo haber tenido conversaciones con personas cercanas a Herri Batasuna que, hablando sobre ETA, contraponían a sus atentados los del GAL, mermando gravemente mi argumentario político y ético. Y es que lo malo del GAL no fue que “lo hicieran mal”, como decían cínicamente muchas personas cercanas en aquellos tiempos, sino que ponían al mismo nivel ético el terrorismo de un lado y el del otro al olvidar que la ética no está en la bondad de los fines –siempre susceptibles de ser embellecidos con barnices idealistas- sino, sobre todo, en la de los medios utilizados, tan poco maquillables con buenas palabras. Eso es lo que significa la máxima ética, que debería ser regla primordial de conducta, de que el fin no justifica los medios. Aunque a mí me parezcan más deseables unas que otras, tan justificable como fin es la independencia de Cataluña o el País Vasco como la unidad imperecedera de España, la igualdad absoluta de los ciudadanos como la libertad irrestricta: la diferencia estará en qué estamos dispuestos a hacer o no hacer para conseguirlo (y no me pongan el caso extremo de la violencia contra el dictador, que ya se sabe que el caso difícil hace mal Derecho). Dicho eso, la calificación de uno y otro terrorismo no es equivalente ni cuantitativa (es obvio, de mil muertos a pocas unidades) ni cualitativamente, porque el Estado activó sus mecanismos democráticos y acabó con este terrorismo y con sus responsables en la cárcel y, en cambio, el mundo abertzale no ha hecho realmente su reconversión ética ni ha pedido perdón (salvo algunos casos individuales destacables).

De hecho, lo que ocurrió en Ermua en 1997 fue un viento que repentinamente levantó la difuminación ética que poblaba la violencia terrorista en aquellos tiempos. La equidistancia calculada e interesada -esa mano que mueve el árbol y que no es la misma que la que recoge las nueces- fue, repentinamente, puesta en evidencia y todos hubieron de posicionarse frente a la enormidad, evidente y palpable, dramática y televisada, que se desarrollaba en tiempo real ante nuestros ojos. Quedaba al descubierto la realidad, al modo de ese tercero imparcial del experimento de Philip Zimbardo en la prisión de Stanford, un juego de roles en el que los abusos que se estaban produciendo con quienes hacían el papel de presos no se hicieron presentes hasta que alguien irrumpió en la sala y dijo “¡pero qué estáis haciendo!”

A partir de ahí se inició un proceso que acabó con ETA como se tenía que acabar: reconociéndose sin ambages su naturaleza perversa y atacándola por todos los medios legales, económicos y jurídicos, sin miedo a la respuesta; y no por el diálogo o la negociación que, siendo siempre necesarios en cualquier confrontación, en aquellas en que participan sectarismos irreductibles y psicopáticos sólo pueden ser la vía para que el perdedor reconozca su derrota y se evite a sí mismo y a los demás un daño mayor, favoreciendo además la clemencia. De hecho, el abandono de las armas por ETA se ha cerrado, en cierta medida, en falso, porque no parece haber habido una verdadera asunción de culpas colectiva, un reconocimiento de la abominación ética, paso previo imprescindible para curar heridas propias y ajenas, que debidamente cicatrizadas permitan olvidar.

Por eso, quizá, la difuminación ética ha vuelto en este asunto. La difuminación ética es un proceso cognitivo, un a modo de niebla moral, por la que personas, seguramente honradas, tienden a tomar decisiones no éticas, porque las consecuencias de sus actos han desaparecido de su proceso decisorio, por razones de conveniencia o de otro tipo (es “una decisión empresarial”; se trata de “una decisión política”). Fuerzas irracionales como sesgos, conflictos de interés, las prisas o los intereses económicos tienden a cegarnos y a hacernos olvidar las consecuencias para otros de nuestras decisiones. Por supuesto, no me refiero a los políticos que pactan o toman ciertas decisiones con plena conciencia de sus actos, con premeditación y alevosía, porque en ellos no hay difuminación sino amoralidad clara y distinta. Me refiero al ciudadano normal que, envuelto en esa niebla amoral, tiende a justificar las decisiones de los suyos, porque son delincuentes, pero son sus delincuentes. No pueden ser tan malos cuando piensan lo mismo que yo. O peor todavía: sí han hecho algo malo, pero también el contrario hizo algo malo, y los fines de los míos son mucho mejores. Las consecuencias de esto son, a la larga, muy graves, pues como decía Hannah Arendt, cuando todos son culpables nadie lo es.

Es preciso exigir, como decía Marimar, que lo bueno sea bueno, y lo malo sea malo, porque de no ser así, todo será malo.

A vueltas con la ejecución de las sentencias judiciales en Cataluña

Este artículo es una reproducción de una tribuna en Crónica Global, disponible aquí.

Tal y como era previsible –básicamente porque así lo anunciaron los responsables políticos— la ejecución de la sentencia del TSJ de Cataluña sobre el restablecimiento del castellano como lengua vehicular en las escuelas públicas catalanas (la sentencia del 25%, para abreviar) ha sido torpedeada por tierra, mar y aire por los independentistas y sus aliados políticos, mediáticos y académicos, unos de buena fe (los menos) y la mayoría de mala fe, es decir, siguiendo los argumentarios al uso. Nada nuevo bajo el sol en una sociedad profundamente desinstitucionalizada, crecientemente iliberal y cada vez menos plural. Y es que la famosa espiral del silencio de Elisabeth NoelleNeumann funciona como un tiro allí donde el coste de discrepar públicamente de la opinión dominante es cada vez más alto, no solo en términos sociales, sino también personales, económicos y profesionales. Nada que no sepamos desde hace mucho tiempo, pero conviene recordarlo de vez en cuando para explicar comportamientos, declaraciones y artículos que si no serían difícilmente comprensibles.

Porque, recapitulando, en un Estado de derecho las sentencias firmes de los tribunales deben cumplirse. Y esto afecta en particular a los poderes públicos, como garantía última de que no incurrirán en infracciones del ordenamiento jurídico precisamente los llamados a garantizarlo y los que tienen más fácil eludir su cumplimiento desde las instituciones. El ordenamiento jurídico, aclaro, es el vigente en el momento en que se dicta el acuerdo, el acto o la resolución que se considera contraria a Derecho, no el que aparece después como es lógico. Tempus regit actum, es decir, se aplica la norma en vigor en el momento de producirse los hechos, salvo el caso excepcional de la retroactividad de las normas penales o sancionadoras más favorables. La jurisdicción que en España se ocupa de controlar las actuaciones de Gobierno y Administración es la contencioso-administrativa. Y, desgraciadamente, no es nuevo que haya resistencia para ejecutar sus sentencias cuando no convienen al poder político o a la Administración. Sin irnos demasiado lejos ahí tenemos unas cuantas sentencias firmes en materia de transparencia o de urbanismo sin ejecutar. La diferencia con el caso del catalán es que a todo el mundo –académicos, profesionales del Derecho y periodistas más o menos especializados— le parece un escándalo. Porque lo es.

De hecho, la propia Ley de la jurisdicción contencioso-administrativa, que es la que rige en los procedimientos judiciales para revisar los actos o disposiciones del Gobierno y la Administración (sí, el Gobierno también puede dictar disposiciones normativas que no tienen rango de ley), prevé la posibilidad de que sus sentencias no se ejecuten voluntariamente. Es más, prevé también –experiencia no falta— que la forma en que se trate de eludir el cumplimiento de una sentencia firme sea precisamente dictando un nuevo acto administrativo… o una nueva disposición. Ejemplos tampoco faltan. Lo que dice la norma expresamente en su artículo 103.4 es que serán nulos de pleno derecho los actos y disposiciones contrarios a los pronunciamientos de las sentencias, que se dicten con la finalidad de eludir su cumplimiento. Como sabemos los abogados en ejercicio esta es una posibilidad real, y exige volver a presentar otro recurso contra ese nuevo acto o disposición del que, eso sí, deberá conocer el órgano judicial competente, que puede no ser el mismo que está velando por la ejecución de su sentencia. Por ejemplo, si hablamos de una disposición del Gobierno, el órgano competente será el Tribunal Supremo.

Claro, me dirán, pero ¿qué ocurre cuando la norma para eludir el cumplimiento de una sentencia firme emana de un Parlamento? Como es sabido, las disposiciones con rango de ley solo las puede controlar (para velar sobre su constitucionalidad o sobre la vulneración de derechos fundamentales) el Tribunal Constitucional. Por lo tanto, si se quiere “blindar” la falta de ejecución de una sentencia firme nada como promulgar una ley (o decreto-ley) autonómica que “corrija” la sentencia. No se trata de una táctica novedosa. De nuevo hay muchos ejemplos, el más reciente que yo recuerde, el de la urbanización de lujo ilegal en Valdecañas, Extremadura, construida en terrenos donde no se podía urbanizar. PP y PSOE aprobaron en la Asamblea regional una modificación de la Ley del suelo extremeña para “indultarla” que el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional. Hoy por hoy, la urbanización sigue en pie. Y no es tan fácil para un ciudadano de a pie o para una organización de la sociedad civil llegar al Tribunal Constitucional, además de los medios económicos y del tiempo que requiere. Por otra parte, las Administraciones, el Gobierno o el Parlamento en cuestión disponen de todo el tiempo del mundo y del dinero de los contribuyentes. David contra Goliath. Probablemente, al final todo quede en nada.

No entraré en este artículo en los problemas técnicos que supone que se pretenda eludir el cumplimiento de una sentencia con una disposición con fuerza de ley, que tienen que ver, entre otras cosas, con que se prive a los recurrentes que han ganado una sentencia firme frente a la Administración de una situación jurídica judicialmente reconocida (una especie de expropiación, para entendernos). Esto lo podemos dejar para sesudas discusiones entre administrativas y constitucionalistas. Lo que me interesa destacar es lo obvio: la desprotección que supone para los ciudadanos que su Gobierno y su Administración decidan saltarse con tanta alegría los contrapesos que son propios de una democracia liberal representativa, de forma muy señalada el que representa el Poder Judicial y que son los que garantizan nuestros derechos y libertades. En una democracia los controles judiciales son importantes, a diferencia de lo que ocurre en una dictadura, por cierto. El que esta deriva autoritaria se jalee desde ámbitos y medios supuestamente progresistas con argumentos como el de que no se puede petrificar el ordenamiento jurídico es algo que, sinceramente, no consigo entender.

Por lo demás, no hay motivo para pensar que una vez iniciado este camino tan prometedor no hagan lo mismo otros Parlamentos autonómicos quizás con mayorías diferentes, pero con idéntica voluntad de blindarse frente a actuaciones judiciales que reconocen derechos de los ciudadanos. Y a lo mejor no se limitan a indultar urbanizaciones ilegales, sino que entran en ámbitos tan sensibles políticamente como el de la lengua en Cataluña. Quizás sea el de los derechos del colectivo LGTB, la igualdad de género o la educación. ¿Que no tienen competencias los Parlamentos autonómicos? Eso ya se verá en el Tribunal Constitucional un siglo de estos. En ese sentido, Cataluña sigue siendo la avanzadilla de la democracia iliberal en España. Pero me temo que no le van a faltar imitadores.