La extrema derecha que viene y el Estado democrático de Derecho

Aunque en España todavía cueste verlo, el verdadero debate ideológico que se libra hoy en las sociedades avanzadas no es entre derecha e izquierda, sino entre liberalismo e iliberalismo. Es decir, hoy no se plantea un debate ideológico digno de ese nombre entre conservadores y liberales, por un lado, y socialistas y comunistas, por otro. El verdadero debate se suscita entre los que siguen confiando en la democracia liberal, resultante del pacto entre democratacristianos y socialdemócratas tras la Segunda Guerra Mundial, y los que piensan que el actual sistema político-económico es incapaz de atender de manera satisfactoria los problemas de la actualidad.

Para comprenderlo adecuadamente, nada mejor que fijarnos en la cosmovisión ideológica de la extrema derecha europea, aun reconociendo que no es absolutamente homogénea. Pero lo que sí parece claro es que todas sus manifestaciones nacionales comparten rasgos comunes que permiten esbozar un cierto tipo ideal, en el sentido weberiano del término.

El primero de ellos es la percepción de un declive social y económico que parece imparable, acompañado de una sensación de pérdida de identidad cultural -motivada principalmente por la inmigración y de manera secundaria por la liberalización de las formas familiares y de relación personal y de ocio- y también de soberanía nacional -reflejada en la relajación de fronteras, en la estructura de las relaciones internacionales y en un capitalismo globalizado capaz de desbancar un gobierno en menos tiempo de lo que dura una lechuga fuera del frigorífico.

El principal responsable de todo ello sería la tercera fase de desarrollo capitalista en la que ahora nos encontramos, de carácter globalizado y oligárquico, que ha dado lugar a una nueva casta dominante, una élite político-económica movida solo por el lucro y el propio interés. Una élite que utiliza la inmigración para bajar los salarios de la clase trabajadora y que deslocaliza fuera del país cuando su beneficio particular se lo aconseja, aprovechándose de un capitalismo financiero globalizado que no hace más que exacerbar las desigualdades dentro de las naciones y erosionar los vínculos comunitarios.

No podemos desconocer el componente anticapitalista de esta nueva derecha, más o menos radical según los casos. Desde luego muy radical en el pensamiento de Alain de Benoist, quizás el principal referente ideológico del movimiento. De forma muy aguda, Benoist critica la inconsistencia de los que se denominan liberal-conservadores. Desde su punto de vista liberalismo y conservadurismo son dos conceptos antitéticos, desde el momento en que el liberalismo, por su propia inercia, es un movimiento laminador de valores normalmente reverenciados por el conservadurismo, como las singularidades locales, los cuerpos intermedios (laborales, profesionales y familiares), las referencias éticas, las identidades nacionales, la solidaridad comunitaria, las peculiaridades culturales, en definitiva, todo lo que no sea la libérrima voluntad del individuo garantizada por el poder del Estado. La misma crítica de incoherencia la formula para la nueva izquierda, a la que acusa de haber tragado con los postulados del liberalismo, desde el momento en que una cultura de izquierdas (woke) es incomprensible sin una economía de derechas (de mercado), y a la inversa, tal como apuntó ya hace tiempo Jean-Claude Michéa, un izquierdista clásico.

Estamos tocando ya el punto clave del pensamiento iliberal: la crítica del liberalismo como un todo indistinguible en sus distintas vertientes, económica, política, social, cultural y jurídico-institucional. Unas son consecuencia necesaria de las otras en recíproca dependencia. Un todo, además, que precisamente por esa interdependencia, no es susceptible ni de modificación ni de reforma, solo de rechazo.  Pues bien, dado el contenido típico de nuestro blog, me interesa examinar de manera particular la visión que la extrema derecha tiene del Estado de Derecho. Es decir, si el Estado de Derecho neutral, producto estrella del liberalismo tal como ha sido diseñado en los textos constitucionales modernos (dejemos ahora aparte el análisis de su funcionamiento real operado por nuestra clase política), debería pasar o no a mejor vida.

Pues bien, como se pueden imaginar, el diagnóstico no es muy positivo. En varios capítulos dedicados al tema en su libro “Contre le libéralisme” (2019), Benoist afirma que el Estado de Derecho es incapaz de resolver las crisis actuales precisamente por su propia estructura neutral desprovista de valores, que no reconoce más legitimidad que la legalidad. En su opinión, esta concepción positivista-legalista de la legitimidad invita a respetar las instituciones por ellas mismas, como si constituyeran un fin por sí mismo, sin que la voluntad popular pueda presionar para modificarlas y controlar su funcionamiento. La práctica institucional, en realidad, debería ajustarse a esa voluntad popular, sin que tal cosa quede garantizada por un mero control jurisdiccional de simple sujeción a la ley. Desde este punto de vista, hasta la propia Constitución tiene un valor relativo, subordinado a un poder constituyente (correspondiente al pueblo) que siempre subsiste y que tiene un valor superior a las reglas constitucionales. En conclusión, considera al Estado de Derecho neutral como una mera emanación del mercado y al servicio del mercado, asumiendo casi punto por punto la crítica marxista del Estado liberal como superestructura al servicio del modo de producción capitalista.

Comprobamos así la enorme sintonía ideológica, al menos en lo sustancial, de la extrema derecha con la extrema izquierda y el nacionalismo, pero particularmente con el nacionalismo autodenominado de izquierdas (singularidad española), con el que comparte su visión antiliberal, moderada o radicalmente anticapitalista, particularista y localista desde el punto de vista cultural, y minusvaloradora del Estado de Derecho. Otra cosa es que la concreta selección del binomio amigo-enemigo (esencia de lo político según la opinión de Carl Schmitt y plenamente asumida por todos los iliberales) no sea coincidente, como es obvio, lo que explica su recíproca confrontación. Pero eso no impide que compartan su naturaleza, como la compartirían dos Estados casi idénticos en lucha entre sí, precisamente porque esa lucha ayuda a apuntalar su identidad política.

No podemos olvidar tampoco que la extrema derecha moderna no se declara autoritaria, sino absolutamente democrática. Desde su punto de vista, mucho más democrática que la alternativa liberal. Reivindican sin complejos la etiqueta de democracia iliberal (véase Viktor Orbán) haciendo suya la terminología acuñada por Fareed Zakaria en los años noventa. Una democracia que atienda verdaderamente a los intereses del pueblo, que articule y de vida a una auténtica unidad política soberana definida territorialmente, emancipada de las oligarquías globalizadas, que tenga genuina capacidad de decisión y ejecución, sin los frenos jurídico formales interpuestos por esas élites neoliberales en su propio interés.

Si descendemos ahora a la realidad política española observaremos que estamos todavía en un momento de transición hacia un escenario que en Europa está ya bastante consolidado. VOX inició su itinerario político como una mera escisión del PP, centrado en fortalecer la visión conservadora frente a la liberal, pero dispuesto todavía a mantener la mezcla. Sin embargo, ha ido deslizándose paulatinamente hacia el enfoque antiliberal dominante en el ámbito europeo, lo que no deja de tener sentido electoral. La primera opción le deja al albur de las expectativas del PP y del voto útil. La segunda le permite acceder incluso al caladero de la izquierda, tal como hizo el Frente Nacional en Francia. La tendencia a la diferenciación le va a presionar todavía más en esta última dirección.

Pero lo más relevante es la postura de los partidos hasta hace poco llamados constitucionalistas, particularmente el PP y el PSOE, frente al reto del iliberalismo. Y aquí la decepción es mayúscula. No solo no han servido de freno y contrapeso a esta propuesta iliberal, combatiéndola política e ideológicamente, sino que han buscado aprovecharse de ella en su propio beneficio de manera irresponsable, especialmente en su vertiente institucional. La deriva en este punto del actual Gobierno presidido por el Sr. Sánchez es particularmente chocante, como hemos venido analizando puntualmente en este blog (el último ejemplo es proponer a un ex ministro y a una ex alto cargo del PSOE como magistrados del Tribunal Constitucional, seguramente para ayudar a ajustar la práctica institucional a la voluntad popular, como dice Benoist). El enorme riesgo que puede derivarse de esta situación, al margen de un deterioro imparable para el Estado de Derecho, es que el panorama español conserve artificialmente la contraposición derecha-izquierda, pero ambas contaminadas de iliberalismo, escamoteando así el verdadero debate que están ya afrontando en la actualidad todas las sociedades avanzadas.

Y es que, tenemos que recordarlo una vez más, Alan de Benoist y sus correligionarios de derecha e izquierda están profundamente equivocados. El Estado democrático de Derecho es una arquitectura institucional en la que no solo tiene cabida la familia liberal estricto sensu, sino muchas otras, desde la conservadora a la socialista, pasando por democristianos y republicanos. No solo busca frenar el abuso de poder, tanto público como privado, lo que no es poca cosa, sino además crear un verdadero sistema de responsabilidad compartida, en las que las decisiones se adopten democráticamente tras un debate digno de ese nombre, previa obtención de toda la información necesaria, y luego se ejecuten a través de mecanismos neutrales que, precisamente gracias a esa neutralidad e independencia, sean capaces de trasladar a la realidad el verdadero espíritu de la ley democrática.

Si no estamos en condiciones de ni siquiera de comprender esta realidad, habremos perdido sin luchar la primera y más decisiva batalla contra el iliberalismo.

Descubriendo al Impuesto de las Grandes Fortunas

El pasado día 10 se publicaba una enmienda de autoría compartida por el grupo parlamentario socialista y el grupo parlamentario confederal de Unidas Podemos-En Comú Podem-Galicia en Común.

Dicha enmienda propone la creación de un “nuevo” impuesto, con el título “Impuesto Temporal de Solidaridad de las Grandes Fortunas”, en adelante, ITSGF.

Sirvan estas breves líneas para dar una visión de lo que es, o no es, esta figura.

Empecemos diciendo lo que no es. A pesar de su título, no es un impuesto que grave las grandes fortunas. Desde luego, no grava a las grandes fortunas de Aragón, ni las de Canarias, ni las de las dos Castillas, ni las de la Comunidad Valenciana, ni las de Extremadura ni las de La Rioja. Huelga decir que tampoco se grava a las grandes fortunas de Navarra ni las del País Vasco.

Grandes fortunas inferiores a 17.5 millones de euros tampoco se gravan en Cataluña. Y hay que superar los 24 millones para empezar a ser gravados en Asturias, Cantabria o Murcia. Más lejos queda Baleares, en que tampoco tributan por este impuesto patrimonios inferiores a 210 millones de euros.

En resumen, el impuesto no se dirige contra todas las grandes fortunas de este país, sino contra las grandes fortunas de Madrid y de Andalucía, que son las únicas que resultan gravadas por este impuesto a partir de los 3.7 millones de euros (en Galicia se gravan los patrimonios a partir de 8.6 millones de euros).

Por lo tanto, es un impuesto selectivo, que se dirige contra unas pocas comunidades autónomas, en concreto, las pocas que han hecho uso de sus competencias normativas reconocidas en la LOFCA (Ley orgánica 8/1980, de financiación de las comunidades autónomas) en el ámbito del impuesto sobre el patrimonio (IP).

Dicho de otro modo, las comunidades que no ejercieron competencias normativas y que soportan impuesto sobre el patrimonio (IP), evitan este “nuevo” impuesto, porque lo que se pague por aquél, se detrae de éste.

Adviértase que el IP está íntegramente cedido a las comunidades autónomas, es decir, las comunidades autónomas que no han ejercido competencias normativas se quedan con toda la recaudación de ese IP. Por el contrario, el ITSGF es un impuesto estatal no cedido, es decir, su recaudación queda toda ella para el Estado.

Lo que nos lleva a la “solidaridad”. Ya se advierte que la “solidaridad” es más territorial, que subjetiva. Las grandes fortunas de Madrid o de Andalucía no se gravan en pro de los ciudadanos madrileños o andaluces, respectivamente, (el ITSGF no está cedido), sino que su gravamen acrecienta las arcas estatales y benefician también a las restantes comunidades.

Para ser gráfico, resulta paradójico que si Andalucía o Madrid hubieran decidido no bonificar el IP, las grandes fortunas andaluzas y madrileñas se gravarían por el IP en beneficio de sus ciudadanos más necesitados; y que, sin embargo, por el mero hecho de haber ejercitado una competencia cedida por el Estado, las grandes fortunas andaluzas y madrileñas resultan ahora gravadas por este “nuevo” ITSGF, que redunda en beneficio de, pongamos por ejemplo, los ciudadanos catalanes. Y al contrario no sucede lo mismo: las grandes fortunas catalanas, por seguir con el ejemplo, no se gravan en beneficio de los ciudadanos andaluces, pues el IP revierte enteramente en la respectiva comunidad.

Así las cosas, si no es plenamente un impuesto a las grandes fortunas, y tampoco resulta del todo cierto que sea un impuesto de solidaridad, ¿qué es?

Si camina, vuela y grazna como un pato, es que es un pato.

Si uno lee los 28 artículos que regulan esta figura, evidenciará que estamos ante un impuesto sobre el patrimonio, siendo constantes las remisiones a la Ley 19/1991, de 6 de junio, del Impuesto sobre el Patrimonio (IP). Es un calco fiel de este impuesto, hasta el punto de que, en la mala costumbre de “copiar y pegar” redacciones, se ha redactado un artículo doce, referente al límite de cuota íntegra, que va a generar importantes dudas interpretativas.

Es, por tanto, un “IP Bis”, no cedido a las comunidades, para gravar lo que éstas hayan decidido bonificar en el “IP” original, en ejercicio de las competencias normativas cedidas.

O lo que es lo mismo, es la neutralización de las deducciones y bonificaciones habilitadas por las comunidades madrileña y andaluza (y gallega en menor medida), en ejercicio de una competencia normativa previamente conferida por el Estado.

Así configurada, la nueva figura impositiva atenta contra uno de los pilares sobre el que se erigió el sistema de financiación autonómico en 1980: la corresponsabilidad fiscal.

Hasta el año 2001, las competencias normativas en materia del Impuesto sobre el Patrimonio (IP) se limitaban al mínimo exento y a la tarifa. Estando además la tarifa muy condicionada.

Fue en 2001 cuando, en un potenciamiento de la corresponsabilidad fiscal, se ampliaron las competencias normativas cedidas a las Comunidades Autónomas (CCAA), permitiéndoles legislar, en lo que al IP interesa, en materia de deducciones y bonificaciones, y eliminando los condicionantes que regían en materia de tarifa.

Esa reforma de la LOFCA por medio de la Ley Orgánica 7/2001 fue fruto de un acuerdo del Consejo de Política Fiscal y Financiera de las Comunidades Autónomas, de 27 de julio de 2001.

El Consejo citado es un órgano de coordinación entre el Estado y las CCAA que fue creado por el artículo 3 de la LOFCA “para la adecuada coordinación entre la actividad financiera de las Comunidades Autónomas y de la Hacienda del Estado”.

Está integrado por el Ministro de Economía y Hacienda, el Ministro de Administraciones Públicas y el Consejero de Hacienda de cada Comunidad o Ciudad Autónoma. Y sus acuerdos requieren de una mayoría absoluta de los votos correspondientes al número de miembros de derecho que integran el Consejo. Huelga decir que este “nuevo” impuesto que supone una derogación encubierta de las competencias normativas cedidas, ha sido anunciado con prescindencia absoluta del citado Consejo.

En otro orden de cosas, la potencial cesión de competencias normativas requiere de una ley de cesión ad hoc, y de una aceptación expresa por parte de la comunidad respectiva en su correspondiente Estatuto de Autonomía.

En el caso de Madrid, su Estatuto de Autonomía recoge la cesión, y permite su modificación, previo acuerdo de aceptación de la Comisión Mixta de Transferencias del Estado-Comunidad de Madrid y exigiendo de la tramitación por el Gobierno, del acuerdo alcanzado en esa Comisión, como un proyecto de ley que debe ser aprobado por las Cortes Generales.

Huelga decir también que se ha prescindido del citado acuerdo, y tampoco se ha tramitado proyecto de ley ninguno.

Por lo tanto, podemos concluir que el ITSGF es, en resumidas cuentas, una derogación unilateral por el Estado, de las competencias normativas cedidas en su día a las comunidades autónomas en materia del impuesto sobre el patrimonio, sin seguir con los cauces legalmente establecidos.

Por último y como reflexión final, no está de más recordar que el impuesto sobre el patrimonio que ahora se quiere rescatar por la puerta de atrás, siempre fue considerado un impuesto menor, del que se decía que cumplía una función meramente censal. Hasta el punto de que fue el gobierno socialista del Presidente Zapatero el que lo suprimió de facto en el año 2008.

Las vueltas que da la vida.

Impuesto a las Grandes Fortunas, el debate de la opinión pública y el de la legalidad

Los impuestos son una de esas materias de las que todo el mundo opina y de las que no muchos entienden. Esto no sería una cuestión de la que hubiera que preocuparse demasiado si no fuese porque hoy en día cualquiera puede dar dimensión pública a su opinión y porque la difusión exitosa de un mensaje por redes sociales, medios de comunicación y otros canales depende más de la aceptación de los receptores que de la competencia de los emisores.

Por otra parte, da la impresión de que últimamente hemos retrocedido bastante en el terreno de la madurez fiscal de la ciudadanía, sin que, además, los responsables políticos hagan mucho para revertir esta situación. Se apela continuamente a los poderes públicos para que desde ellos se atienda una creciente demanda de necesidades e intereses, no sólo sin cuestionarse de qué manera se hará frente a los mismos y con qué consecuencias, sino con la clara convicción de que sí es a costa de un mayor esfuerzo tributario éste ha de corresponder siempre a otros.

Paralelamente, y sin dar importancia a la contradicción en la que incurren, muchos de los que así piensan, conviven con el incumplimiento, haciendo de la economía informal una opción válida para desenvolverse. Además, el debate político sobre la fiscalidad se trivializa en extremo de manera que la sensación que llega a la ciudadanía es que las propuestas en materia fiscal de unos y otros giran en torno a una concepción moral del impuesto, siendo para los de un color una herramienta perversa al servicio de la malversación, y para los del otro, una especie de justiciero al rescate de los más necesitados. Subir o bajar impuestos se convierte en seña de identidad ideológica, aunque a la hora de la verdad ya hemos visto grandes subidas realizadas por quienes un minuto antes defendían la curva de Laffer y supresiones de impuestos justificadas en la proclama de que “bajar impuestos es de izquierdas”.

Siendo estas las circunstancias presentes, parece que resultará más fácil conseguir que se alcancen convicciones sociales en temas tributarios con mensajes simples, aunque no sean ciertos, que con proposiciones técnicamente complejas que lo sean, lo cual sí que debiera inquietarnos por el claro conflicto entre ética y resultados que plantea, pugna cierta y grave en tiempos en los que Maquiavelo y su pragmatismo político han vuelto a cobrar notable protagonismo.

Proclamar que quien más tiene más debe pagar para tratar de avalar un cambio tributario determinado es más eficaz en orden a la aceptación del mismo (especialmente por quienes no se vean afectados directamente por la propuesta), que entrar en disquisiciones técnicas sobre la medida en cuestión. Cuando un eslogan contiene una proposición cuya lógica es indiscutible y de fácil entendimiento lo normal es que la mayoría alcance la convicción de que la propuesta que se quiere apoyar en dicha proclama es aceptable. Si, además, dicho eslogan incorpora un dilema moral y su formulación comporta una respuesta binaria, la reacción mayoritaria verá justificada su adhesión en un ideal y el debate que pueda surgir será polar y probablemente visceral. La minoría partirá con una enorme desventaja dialéctica, aunque entre el eslogan y la medida no exista enlace lógico o incluso se pueda acreditar que la segunda, más que atender al primero, lo contradice.

Profundo desconocimiento de la materia, inmadurez fiscal, trivialización, oportunismo, demagogia, uso de artimañas populistas y ausencia de filtros en los medios de comunicación conforman, por tanto, el terreno de juego en el que se sustancia el debate sobre los impuestos. No parecen muy buenos materiales para la construcción de una de las piezas clave del contrato social que nos vincula a ciudadanos y poderes públicos. No lo son sin duda, pero la realidad es que en poco tiempo se han ido imponiendo estas maneras, y no de forma espontánea, sino organizada, pues es fácil apreciar cómo los mensajes simplistas que se quieren trasmitir se propagan inmediatamente por los canales de comunicación a modo de consigna, y cualquier intento de racionalizar el debate con argumentos fundados se elude o, lo que es peor, se boicotea, estigmatizando a quien lo intenta y haciendo de su persona blanco de las guerrillas de “haters” que patrullan por las redes sociales.

Pese a ello, no hay que dar por perdida la batalla de la opinión pública y hay que mantener la fe en la inteligencia de la ciudadanía y el convencimiento de que los argumentos siempre estarán por encima de los eslóganes. En cualquier caso, aunque el manejo de la propaganda es una cuestión de habilidad, y teniendo destreza, se puede llegar a tergiversar la realidad hasta límites insospechados, la regulación de conductas corresponde a la ley y esta, afortunadamente, tiene en su producción y aplicación reglas a las que atenerse, tanto en el plano sustantivo como procedimental. La Ley y el Estado de Derecho son los firmes asideros de la razón y de la justicia, verdaderos baluartes que proporcionan seguridad y estabilidad frente a cualquier tipo de manipulación elusiva, incluidas las actuaciones arbitrarias o la desviación de poder.

Por desgracia, estamos asistiendo en estos precisos momentos a lo que parece un intento preocupante de manipulación de la Ley y la acción de gobierno en el ámbito tributario, de no muy gran alcance cuantitativo, pero muy relevante impacto en el plano cualitativo por cuanto podría suponer que el Estado fuera a implementar unas medidas que podrían responder a la estructuración típica de un fraude de ley.

Nos referimos a la proyectada figura impositiva denominado de Impuesto Temporal de Solidaridad de las Grandes Fortunas (ITSGF). El jueves 10 de noviembre entró en el Congreso de los Diputados el texto que contiene su proyectada regulación a través de una enmienda de los grupos Socialista y Unidas Podemos a la proposición de ley que se tramita, por el procedimiento de urgencia para establecer los gravámenes no tributarios a la banca y las energéticas.

Esta forma de despachar un asunto de tanta transcendencia en un Estado de Derecho como es el establecimiento de un impuesto, que está sujeto a un principio de legalidad cualificado, descartando la tramitación de un proyecto de Ley y optando por incluir toda su regulación en una enmienda hecha a una ley en trámite cuyo contenido nada tiene que ver con la figura que se quiere implantar, en el seno de la comisión de Economía, en lugar de en la de Hacienda, y él último día del plazo para hacerlo, privando al resto de las fuerzas políticas de la posibilidad de debatir y enmendarsu contenido, atiende al propósito de conseguir que la Ley en cuestión entre en vigor en 2022 y el impuesto se aplique a este ejercicio.

Lo que sucede es que la merma de garantías que todo ello provoca en el proceso de elaboración de la norma en sede parlamentaria, además de afectar a la confrontación dialéctica, de la que pueden resultar debates que arrojen luz sobre el proyecto, pone en riesgo la propia constitucionalidad de la ley que llegue a probarse, ya que el Tribunal Constitucional tiene dicho que para el establecimiento de tributos es relevante la observación de ciertos mínimos en la tramitación de las normas legales que los han de regular.

La razón de la prisa también es una causa susceptible de acarrearle problemas de constitucionalidad a la norma que eventualmente se apruebe, ya que lo que se persigue, como hemos dicho, es que el impuesto en cuestión se aplique al ejercicio 2022. En este caso la posible inconstitucionalidad no se debería a razones de legalidad formal, sino de seguridad jurídica. Hechos estos dos apuntes, centrémonos en lo que hemos planteado como eje rector de esta reflexión: la dualidad y discrepancia entre la voluntad manifestada y la real a la hora de plantear cambios en el ámbito tributario y su trascendencia, y la posibilidad de que en el caso del ITSGF al amparo de esta discrepancia pueda estar encubriéndose la consecución de un propósito cuya legitimidad es cuestionable.

Hay que remontarse a la presentación de la iniciativa por el Ministerio de Hacienda el 29 de septiembre pasado, que se integra en un paquete más amplio de medidas, para conocer en qué razones se justificaba en ese momento la reforma planteada. Ese día se emitió una nota de prensa por este ministerio y tuvo lugar una comparecencia de la ministra. Extraemos del texto de dicha nota las referencias a la justificación de la medida:

– El paquete de medidas “permite avanzar hacia un sistema tributario más justo al contemplar una mayor contribución de los grandes patrimonios y las grandes empresas”.

– “El objetivo es lograr una mayor cohesión social y un reparto más justo de la crisis bajo la premisa de que aporten más los que más tienen”.

– “Estas medidas, que se incorporan a los PGE o en leyes que permitirán su puesta en marcha el próximo año (a posteriori hemos visto que el ITSGF se quiere que se aplique en 2022), actuarán sobre los grandes patrimonios…”

– “En concreto, entre las medidas incluidas para aumentar la aportación de quienes más tienen se enmarca el anuncio de crear un impuesto de solidaridad de las grandes fortunas, que afectará a los patrimonios netos superiores a tres millones de euros”.

– “Con esta batería de medidas fiscales… la ministra de Hacienda se ha mostrado convencida de que España ganara en eficiencia económica, productividad y cohesión social.

El anuncio del impuesto fue seguido de una intensa acción promocional de la medida. La propia denominación que se le ha dado a esta figura y el discurso con la que se está acompañando su promoción, así como la resonancia de la campaña, evidencian cuál es el sentido propagandístico que subyace tras esta puesta en escena: tratar de transmitir que en momentos en los que se prevén turbulencias económicas que pueden impactar con mayor rigor en las capas más desfavorecidas de la sociedad se va a exigir un mayor esfuerzo fiscal a quienes tienen un alto patrimonio.

Pero la promoción de la iniciativa no sólo se está utilizando para mostrar la autosatisfacción por haberla impulsado sino para afear a todo aquel que la cuestione. La intensidad de la campaña no es proporcional al alcance de la medida que incorpora (en términos de recaudación prevista) sino a la finalidad política que persigue: sirve tanto para aparecer como artífice de un movimiento que aparenta ser justo y oportuno, como para hacer pasar a la oposición, que adoptó muy poquito antes una medida de signo contrario con relación al Impuesto sobre el Patrimonio (su bonificación al 100% por la Junta de Andalucía), como protector de los poderosos y favorecedor de las desigualdades.

Hemos comenzado esta reflexión exponiendo lo distorsionada que está hoy en día la traslación a la opinión pública de las razones y causas de la regulación de las obligaciones tributarias. Vemos, que en el caso al que nos referimos de este denominado impuesto de solidaridad de las grandes fortunas concurre, con importante peso, el componente promocional de lo que se quiere implementar, al que, además, acompaña una potente carga de reprobación de quien lo cuestione.

Pero lo verdaderamente relevante, no es tanto el modo en el que uno adorne la presentación de sus iniciativas, ni tampoco la destreza que acredite, a la hora de tratar de neutralizar la contestación a las mismas, sino si estas responden a los criterios de justicia, eficacia y oportunidad que dicen atender y si se producen con sujeción a la legalidad vigente. Ello nos lleva a profundizar en el alcance y características de esta figura, que con tanto entusiasmo y ahínco promueve y defiende el Gobierno.

El impuesto propuesto ya sabemos que, aunque se presente como complementario del Impuesto sobre Patrimonio (IP), es idéntico a este, salvo por unas pocas diferencias, entre las que cabe destacar: que no sujeta a gravamen los tres primeros millones de euros del patrimonio del sujeto pasivo, que no es un impuesto cedible a las comunidades autónomas y que no se ha previsto un mínimo exento para los sujetos pasivos no residentes en España. Un dato muy relevante de esta singular figura es que de su cuota se deducirá la cuota del IP satisfecha.

Así planteado, lo expuesto determinará que quien esté sujeto al IP, en territorio común realizará la autoliquidación por este Impuesto a su respectiva comunidad autónoma, o al Estado en el caso de no residentes. Si, tras completar su liquidación resultase cuota a ingresar por este impuesto habrá de satisfacerla. Además, los sujetos pasivos del ITSGF realizarán la autoliquidación de este otro impuesto, aplicando las reglas del mismo, deduciendo la cuota satisfecha por el IP.

De este modo, el IP opera como una especie de impuesto a cuenta del ITSGF, pero cuya recaudación, en caso de residentes en España, forma parte de los ingresos de las respectivas CCAA, a las cuales está cedida. Sólo el exceso (que se recaudará por el ITSGF) se ingresará al Estado. En caso de no residentes, parece que siempre va a haber un exceso al no haber previsto un mínimo exento en el ITSGF para los sujetos pasivos por obligación real de contribuir igual al previsto para los residentes, circunstancia que enfrenta este gravamen con el principio de libertad de establecimiento, reconocido a nivel comunitario.

¿Y cuál es el exceso?, pues la mayor cuota a pagar que pueda resultar en la liquidación del ITSGF con relación al IP. En la mayor parte de las CCAA este exceso no se va a producir salvo en supuestos excepcionales. Por ello, la finalidad de este impuesto no es tanto incrementar la presión fiscal a quienes tienen un mayor patrimonio sino establecer una tributación mínima de la riqueza (que ni más ni menos se fija poniendo como tipo marginal máximo el 3,5%), por encima de la cual las CCAA tienen margen de actuación, pero por debajo de la cual su competencia normativa queda totalmente anulada, derogando tácitamente las reglas que contempla el grupo normativo de financiación autonómica en lo que respecta a la cesión del IP por parte del Estado a las CCAA.

El caso de mayor impacto será el de la Comunidad de Madrid, donde la bonificación del IP es del 100%, o el de las comunidades autónomas que repliquen la medida, pero no es el único, afectando también a aquellas comunidades que han decidido, en atención a sus necesidades presupuestarias y su política fiscal, tener unos niveles de tributación inferiores. Ello supone, con meridiana claridad, anular la competencia normativa de las CCAA con relación al IP de manera unilateral, en contra de lo previsto en la LOFCA, la ley 22/2009, que regula el régimen de financiación de las CCAA, las leyes específicas de cesión de tributos a cada comunidad autónoma y sus respectivos estatutos.

Otro aspecto a considerar es la capacidad que tiene el IP (y esta criatura clonada de aquel diseñada en el laboratorio del Ministerio de Hacienda) para materializar medidas encaminadas a la consecución de políticas de justicia. No es el impuesto más adecuado, sin ninguna duda. Cualquier profesional del asesoramiento tributario conoce las economías de opción que este impuesto ofrece al contribuyente, así como el carácter regresivo de las mismas, ya que cuanto mayor es el patrimonio del contribuyente más accesibles y eficaces resultan aquellas. Es decir, que nos encontramos con que el propio Ministerio de Hacienda ha evaluado el impacto recaudatorio de este impuesto en el reducido porcentaje del 0,4% de los ingresos tributarios del Estado; que los contribuyentes de un gran número de comunidades autónomas no lo van a pagar, puesto que la cuota resultante para los contribuyentes de las mismas a quienes afecta el ITSGF va a ser igual o inferior a la del IP y que las personas de mayor patrimonio cuentan con mecanismos legales para minimizar el impacto del IP y del ITSGF.

La verdad es que no parece que guarden mucha relación los efectos apuntados con los motivos en los que se ampara la campaña desplegada para promocionar este gravamen. Quizá por esta notoria discrepancia es por lo que en la justificación de la enmienda a través de la cual llega al Congreso de los Diputados la regulación de este impuesto se incluye expresamente, y por primera vez desde que se anunció la iniciativa, otra razón de su puesta en marcha. Esta no es otra que la armonización del IP. Se indica en dicha justificación a la enmienda que el segundo objetivo que se desea alcanzar es “disminuir las diferencias en el gravamen del patrimonio en las distintas CCAA, especialmente para que la carga tributaria de los contribuyentes residentes en aquellas CCAA que han suprimido, total o parcialmente, el gravamen del IP no difiera sustancialmente de la de los contribuyentes de las CCAA en las que no se ha optado por reducir la tributación por dicho impuesto”.

Emerge, por tanto, en esta fase de tramitación de la iniciativa la causa que no se ha querido esgrimir en el momento formativo de la opinión pública, en la que se prefería recurrir a argumentos más emocionales y básicos, además de sumamente cuestionables, como ya hemos indicado. Este otro argumento, el de la armonización, mucho más técnico y mucho menos emocional, pienso que al final no se ha querido obviar, dejando constancia expresa del mismo, porque se desea evidenciar de cara a la segura confrontación judicial que se producirá, que la norma aspira a conseguir este fin. No obstante, tampoco en este caso la justificación esgrimida se corresponde exactamente con la regulación planteada, ya que ésta no contempla disminuir las diferencias en el gravamen de las distintas CCAA, como se indica, sino igualar el gravamen de todas ellas para unos mismos niveles de patrimonios, salvo cuando las CCAA aprobasen mayores tipos a los previstos en el ITSGF (actualmente sólo es el caso de Extremadura). Por otra parte, la afirmación de que el IP ha sido suprimido en algunas CCAA, no es ni cierta ni posible, conformando un discurso trivializado del tema en debate.

La cuestión a dirimir será si, estando el IP cedido a las CCAA, y si, formando parte de las competencias normativas transferidasla graduación del mínimo exento, la regulación de la tarifa del impuesto y el establecimiento de bonificaciones y deducciones en la cuota, es lícito que el Estado se invente una forma tan singular de anular la eficacia de normas aprobadas en el marco de la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Si se apreciase que hay una invasión de competencias por parte del Estado, se daría, además, la circunstancia añadida de que para tratar de darle apariencia de legalidad se ha acudido a la cobertura de implementar lo que pretende aparentar ser un impuesto nuevo, establecido en ejercicio de la competencia originaria que corresponde al Estado, pero que en realidad no lo es, pues su finalidad es invadir y neutralizar una competencia de otro ente territorial con autonomía financiera y potestad tributaria propia. Esto encaja bastante bien en el concepto de fraude de ley y no parece que sea muy correcto que el Estado se dedique a estas cosas.

Dos planos se identifican, por tanto en este arriesgada maniobra del Gobierno: el de la opinión pública y la política, que ha gestionado sobre la base de cuestionables argumentos de justicia, que quedan muy debilitados si se comparan los motivos manifestados para establecer este impuesto con los resultados previsibles de su implantación, y el de la legalidad, en el que se identifican posibles motivos de inconstitucionalidad vinculados tanto con el modo en el que se está tramitando la norma y se pretende aprobar, como con la posibilidad de armonizar la regulación autonómica del IP, ignorando el marco normativo de regulación de la financiación autonómica, que forma parte del denominado bloque de constitucionalidad.

De la debilidad de los argumentos utilizados con relación al primer plano da la impresión de que al Gobierno más que la solidez de aquellos preocupa la eficacia de los mismos en orden a crear un estado de opinión. De los varios y consistentes posibles motivos de inconstitucionalidad de la norma, en su estado actual de tramitación, con relación al segundo plano, da la impresión de que, antes que inquietarle este riesgo, le tranquiliza el momento en el cual pueda materializarse el mismo, y la certeza de que la doctrina del Tribunal Constitucional es reiterada y consistente respecto de su falta de habilitación para establecer la suspensión de una norma de alcance general.

En fin, sorprende que se pueda estar dando este pulso que poco tiene que ver con los niveles de tributación. Un Gobierno puede en relación con esta cuestión mantener un enfoque que responda a sus convicciones políticas o a necesidades coyunturales, y plantear subidas de tipos impositivos o incrementos de la progresividad del sistema o de una figura del mismo, pero lo que no resulta de recibo es que tergiverse la realidad para alcanzar un objetivo político ni que sortee la legalidad y debilite la estructura de un edificio tan complejo como es el de la financiación autonómica, confiado en que los efectos de una eventual reprobación por ello se puedan producir en un momento lejano en el tiempo en el que a lo mejor ni le afecta. Sabiendo que en el punto en el que estamos es ya difícil variar el rumbo de los acontecimientos, no obstante, seguiremos abogando por que se dé marcha atrás con esta iniciativa y se reconsidere otro modo de abordar esta cuestión.

Efectos indeseados de las leyes. ¿Ahora, la Ley Trans?

Los que promovieron La Ley de garantía integral de la libertad sexual no querían que salieran a la calle  violadores o agresores. Pero el Derecho, como todo sistema, es complejo y la modificación de uno de sus elementos produce efectos sobre el resto que deben ser estudiados detenidamente. La voluntad política con mala técnica legislativa es como disparar al enemigo en la oscuridad.

Yo tampoco dudo de que el  proyecto de ley trans persigue proteger a un colectivo vulnerable como es el de las personas transexuales. Pero la realidad es que contiene normas que pueden perjudicar justamente a quien más protección necesita.

La primera novedad problemática es que pueden solicitar  el cambio de sexo los mayores de 16 años sin ningún requisito y los de 14 y 15 con consentimiento de los progenitores o en su defecto de un defensor judicial. La finalidad es ampliar la autonomía de los menores, siguiendo la idea central de la ley que la voluntad individual es lo que define la identidad de género y sexual.

Pero la norma olvida tanto la realidad como la respuesta normal del derecho en estos casos. La realidad es que el consentimiento, para que sea verdadero, tiene que ser libre e informado, lo que en el caso de los menores plantea problemas particulares. Primero, porque los menores son más fácilmente influenciables: al principio por sus padres, y en la adolescencia por sus amigos, y ahora también por las redes sociales. Además, porque el consentimiento informado requiere una perfecta comprensión del acto y de sus consecuencias a largo plazo, y estas son más difíciles de comprender para los adolescentes. El derecho responde a estos problemas delegando las decisiones más trascendentes (y la responsabilidad) en los padres hasta la mayoría de edad, sin perjuicio de la participación de los menores. Para los actos más trascendentes se exige además un control judicial (por ejemplo, para la venta de inmuebles), y en ocasiones se prohíben otros, como el trabajo antes de los 16 años y el matrimonio para los menores de 18 no emancipados.

Los problemas señalados son muy relevantes en relación con el cambio de sexo. Respecto de la influencia, los casos de disforia de género (personas que no se sienten identificadas con su sexo biológico) se han multiplicado de manera exponencial en muy pocos años, en particular en chicas adolescentes (ver gráfico de Reino Unido), sin que se hayan explicado suficientemente las causas pero existiendo estudios que  lo atribuyen al contagio social (aquí).

En cuanto a la comprensión de las consecuencias, un reciente informe de la sanidad Finlandesa indica la especial dificultad de los jóvenes para comprender “la realidad de un compromiso de por vida con la terapia médica, la permanencia de los efectos y los posibles efectos adversos físicos y mentales de los tratamientos”.

Por tanto, la norma priva a los adolescentes de la protección que necesitan, con gravísimo riesgo para su salud física y mental. En países que habían avanzado más en la línea de la autodeterminación de género de menores, ya se han producido reclamaciones por menores arrepentidos (caso Keira Bell).

También plantea problemas la supresión de la necesidad de un examen psicológico para cambiar de sexo. La -buena- intención es evitar a estas personas la angustia adicional de ese examen y despatologizar esa condición.

Pero de nuevo se olvida la situación real de las personas, y la necesidad de garantizar un verdadero consentimiento. La realidad es que buena parte de las personas que manifiestan tener disforia de género sufren afecciones neurológicas como el autismo (hasta el 30% según algunos estudios) o psicológicas como la depresión. En esas condiciones es difícil que se tome una decisión consciente y madura. Además, la decisión de cambio de sexo se puede presentar como una falsa solución a otros problemas psico-sociales, que se pueden agravar si no se tratan. Por estas razones Finlandia, Suecia y Reino Unido han modificado recientemente los protocolos médicos en relación con la disforia de género, optando por la atención psicológica personal y la espera atenta en sustitución de las terapias de afirmación. El proyecto, en cambio, expresamente prohíbe un examen psicológico que podría ayudar a una mejor orientación.

Por último, el artículo 17 del proyecto prohíbe la práctica de métodos, programas y terapias de aversión, conversión o contracondicionamiento, en cualquier forma, destinados a modificar la orientación o identidad sexual o la expresión de género de las personas, incluso si cuentan con el consentimiento de la persona interesada.

Esta norma tiene su origen en el comprensible rechazo a los intentos -propios de otros tiempos- de “reorientar” a las personas homosexuales hacia la heterosexualidad, en contra de su inclinación y su voluntad. Pero en su redacción actual plantea gravísimos problemas.

En primer lugar, porque es incoherente con el resto de la Ley. La clave del Proyecto es la libre autodeterminación de género y sexo: la voluntad individual se impone incluso a la realidad biológica de la persona, sin ningún otro requisito. Por eso no tiene sentido que juegue solo en una dirección: una persona puede cambiar de sexo y también a acudir a las asociaciones que promueven la transición de un sexo a otro, pero que no se le permite buscar solucionar la disforia de género de otra forma.

Pero el problema es sobre todo práctico. La realidad es que, como hemos visto, las personas con disforia de género a menudo tienen distintos problemas psíquicos, y en todo caso situaciones individuales muy diversas, por lo que la solución no puede ser la misma para todos. El reciente informe de la Salud Publica británica -que ha llevado al cierre del centro nacional de tratamiento de disforia de género juvenil-, señala que esta puede estar provocada entre otros, por un proceso de maduración, traumas, autismo, dudas sobre la orientación sexual, etc… y la solución puede ser el cambio de sexo, la confirmación de una orientación sexual, o la desaparición de la disforia, que es lo que se produce en la mayoría de los casos (ver gráfico).

Esta realidad es ignorada por la norma, que prohíbe cualquier actuación que no sea una terapia afirmativa, en contra de la libertad, de la ciencia y de la obligación de médicos y psicólogos de decidir el mejor tratamiento para sus pacientes. Teniendo en cuenta la indefinición de la norma, la simple explicación de las gravísimas consecuencias para la salud de los tratamientos hormonales (tal y como las describe el protocolo finlandés, por ejemplo), podría considerarse como un método de aversión o contracondicionamiento. La terapia de espera atenta (recomendada en Finlandia, Suecia y desde hace unos días en Reino Unido), podría denunciarse como una terapia de aversión. La infracción de este artículo conlleva multas de hasta 150.000 euros y la suspensión de la actividad de los profesionales de hasta 3 años. En estas condiciones médicos y psicólogos no se atreverán a prestar la atención que consideran adecuada y muchas personas -sobre todo menores y personas con problemas psicológicos- no tendrán el tratamiento que necesitan.

Hay que añadir que, desde el punto de vista de la técnica jurídica, es inadmisible una norma sancionadora con tantos términos absolutamente indeterminados (¡”contracondicionamiento” ni siquiera está en el diccionario!). De hecho, la indefinición es tal que puede que los mismos promotores de esta norma caigan bajo el fuego amigo de la Ley. Los consejos que incluyen algunas webs de asociaciones trans y los tratamientos que proponen podrían perfectamente considerarse “método de conversión de identidad sexual” en el caso de adolescentes en una situación de indefinición. No cabe descartar que, a la luz de las nuevas tendencias críticas respecto de la terapia afirmativa, se denuncie a profesionales y asociaciones que la promuevan.

El procedimiento legislativo debería permitir mejorar las leyes y evitar estos efectos indeseados. Pero esto no parece una prioridad del Gobierno: varios de los problemas examinados se señalaron en el informe del CGPJ y en el del Consejo de Estado. Ninguna de sus observaciones pasaron al proyecto, y no es de extrañar ya que éste se presentó tres días después de la emisión del segundo informe (de 64 páginas), obviamente sin haberlo analizado detenidamente. El mismo desprecio por la calidad de la Ley se deriva de su tramitación por el procedimiento de urgencia y de las dudas del Consejo de Estado sobre la adecuada información pública (p. 23 del Informe). Las enmiendas no parece que ayuden. La única  que mejora la protección de los jóvenes es la que propone la autorización judicial para el cambio de sexo de los menores de 14 y 15 años (del PSOE). Otras empeoran el proyecto, como la que exige autorización judicial para la reversión al sexo biológico (PSOE), y sobre todo la que quiere convertir la indeterminada infracción del artículo 17 en delito (Más País).

Decía al principio que creía en la buena intención de los promotores de esta Ley. Pero la falta de respeto al procedimiento ordinario, a los informes de los órganos consultivos y a la buena técnica legislativa, revelan una indiferencia total hacia las personas afectadas por esta Ley, que son además especialmente vulnerables. Después dirán que no se podía saber.

La reforma del delito de sedición: un debate tramposo

Mucho se ha escrito sobre el proyecto de reforma del Código Penal en relación con el delito de sedición por estrictas necesidades de aritmética parlamentaria del gobierno de coalición minoritario del PSOE y Unidas Podemos; lo que a mi me gustaría aportar es que se trata de un debate profundamente tramposo. En primer lugar, porque la única razón para que se plantee ahora y no en cualquier otro momento, antes o después, es la necesidad de contar con los votos independentistas para aprobar los presupuestos. Hablamos de leyes penales “ad hominen” o del famoso Derecho penal de autor. Sería más honesto reconocerlo así y no abrumar a la ciudadanía con argumentarios técnico-jurídicos normalmente interesados (sobre si existen o no delitos equivalentes a la sedición en otros ordenamientos jurídicos de países de la Unión Europea) o sobre las benéficas consecuencias de esta reforma para la “normalización” de Cataluña y la “desjudicialización del conflicto” a los que ya estamos acostumbrados. Argumentarios oficiales que, con distintas variaciones, son repetidos por los medios más o menos afines al Gobierno y contratacados con más o menos virulencia por los que sintonizan con la oposición.

En todo caso, si se confirma que a esta reforma se añadiría la del delito de malversación para rebajar las penas cuando los condenados no se han llevado el dinero a su bolsillo (es decir, han desviado dinero público pero para la causa, para el partido o para ganar unas elecciones, por poner ejemplos reales) sería ya un clamor que se está legislando con nombre y apellidos y para beneficiar a gente importante: los que ostentan el poder o lo han ostentado y pueden volver a tenerlo.

En ese sentido, siempre es interesante oír a los interesados, es decir, a los líderes independentistas porque, como los niños, suelen decir la verdad por mucho que le pese al Gobierno. Así que no han dudado en vender a su electorado esta nueva concesión como un triunfo de sus tesis, por la sencilla razón de que lo es.

Efectivamente, si los independentistas condicionan su voto a los presupuestos a esta reforma no es por su interés por la calidad del Estado democrático de Derecho español lo mismo que no tienen mucho interés en la calidad del Estado democrático de Derecho en Cataluña que deja bastante que desear. Lo que se desea es beneficiar a líderes concretos que las leyes penales más favorables se aplican retroactivamente. Además, ayudaría a los líderes prófugos y de paso probablemente, mejoraría las perspectivas de algunos recursos judiciales que se siguen ante instancias europeas proporcionando argumentos adicionales a la defensa de los independentistas condenados. España reconoce que sigue siendo una anomalía histórica en términos de Derecho penal comparado y, además, los líderes del procés no sólo quedan indultados sino también reivindicados: nunca se les debió condenar por un tipo penal tan discutible como la sedición. Si unimos la rebaja de la malversación de caudales públicos que es, no lo olvidemos, un delito asociado a la corrupción se consagraría en la práctica una impunidad para los gestores de lo público que no creo que tenga parangón en otras democracias avanzadas. Y todo para sacar adelante unos presupuestos (y, de paso, sacar de la cárcel a un ex líder del PSOE).

Pero lo más importante es que con este debate tramposo no hablamos de lo esencial, que es cómo se puede defender el Estado democrático de Derecho en el siglo XXI contra golpes institucionales o, si se prefiere, contra intentos de derogar el orden constitucional vigente desde las instituciones. Porque es así como mueren las democracias en estos tiempos, no mediante asaltos violentos a los Parlamentos o a los órganos constitucionales, a lo Tejero. Este tipo de golpes de Estado, que era tan vistoso y tan fácil de etiquetar, es cosa del pasado. Ahora los Estados democráticos de Derecho se desmontan desde dentro, paso a paso, a cámara lenta y muchas veces con el consentimiento activo o pasivo de la ciudadanía, que vota entusiasmada a los que lo impulsan.

Y este es precisamente el debate que los españoles nos mereceríamos después de los gravísimos sucesos acaecidos en Cataluña en 2017 que, más allá de los hechos concretos enjuiciados por el Tribunal Supremo, se enmarcan en ese contexto de golpe institucional desde que los días 6 y 7 de septiembre de 2017 el Parlament -pese a todas las advertencias que se le hicieron por sus propios letrados- decidió aprobar sendas leyes para “desconectarse” del ordenamiento constitucional y convocar  un referéndum ilegal sobre la secesión sin ninguna garantía para, más adelante, realizar una declaración unilateral de independencia. Creo que cualquier espectador imparcial, nacional o internacional, puede entender que estos sucesos excedieron de unos simples desórdenes públicos y que la responsabilidad de los líderes era enorme; aquello podía haber terminado muy mal, cosa que entendieron muy bien los rusos. Como es sabido, el Tribunal Supremo hizo lo que pudo con los tipos penales vigentes para sancionarlos, mientras sus defensas se centraron en denunciar el proceso como un “juicio político” (como los de la dictadura, para entendernos) o bien en argumentar que todo había sido una estrategia negociadora.

Pero, claro está, si se quiere tener un debate en condiciones no sólo político sino también técnico-jurídico, nada como tramitar la reforma como un Proyecto de Ley, solicitando todos los informes preceptivos que son necesarios en esos casos y con tiempo y sosiego suficiente y con amplios periodos de presentación de enmiendas. Sin duda, el tema lo merece.  Desde ese punto de vista, probablemente habría que reformar también el delito de rebelión, aunque esto a los independentistas les de igual, porque ni han sido condenados por este delito ni es probable que lo sean en el futuro: ya hemos dicho que ahora los ataques al orden constitucional ya no se hacen con violencia. Lo que no parece razonable es sustituir este debate por los argumentarios utilizados por políticos y medios, interesada o desinteresadamente, o por debates en las redes sociales a golpe de tuit, donde siempre prevalecen las posturas más radicales al grito de “traidores” o “fascistas” y hay poco espacio para la argumentación racional y rigurosa.

En suma, el debate que deberíamos tener de una vez es el de qué mecanismos o herramientas son necesarios en el siglo XXI un Estado democrático de Derecho para defenderse de las amenazas populistas e iliberales que provienen de su interior. Pueden ser penales, mediante de la reforma de los delitos contra el orden constitucional, o pueden ser también de otro tipo. Pero es importante preverlos, porque es perfectamente plausible que esta situación pueda volver a producirse.

Desconozco si en otros países de nuestro entorno se han hecho reflexiones parecidas; pero también es cierto que el único intento de secesión unilateral reciente por parte de un Parlamento regional se ha vivido en España. Por supuesto, cada ordenamiento jurídico tiene sus peculiaridades, dependiendo de sus circunstancias y de los sucesos históricos y políticos que lo han ido configurado a lo largo del tiempo. Pero creo que a nivel europeo puede ser muy conveniente impulsar un debate sobre la mejor manera de proteger el bien jurídico consistente en la propia subsistencia del Estado democrático de Derecho en los Estados miembros, lo que incluye necesariamente u integridad territorial (por la sencilla razón de que la soberanía en la Constitución se predica siempre de un sujeto determinado, el pueblo o los ciudadanos del Estado en cuestión). En ese sentido, parece conveniente pensar en algún tipo similar a la rebelión (o a la alta traición o traición de otros Códigos Penales aunque el nombre no nos guste demasiado) cuando se pretende la derogación del orden constitucional sin violencia y desde las instituciones. Lo que no es razonable es dejar un hueco por el que la conducta de los principales responsables de este tipo de situaciones quede impune y sean condenados sus seguidores por las algaradas que hayan podido organizar. Para entendernos, sería como condenar a los atacantes del Capitolio pero sin que Trump asumiera ningún tipo de responsabilidad.

Dicho eso, el Código Penal es siempre la “ultima ratio”, la cláusula de cierre del sistema. Probablemente en otro país no hubiera sido necesario activarla porque nunca se hubiera llegado tan lejos. El problema, claro está, es que en España y en particular en Cataluña los contrapesos o límites al poder no funcionan adecuadamente desde hace mucho tiempo, por culpa tanto de los gobiernos autonómicos como de los nacionales. Esta situación, conjugada con la catastrófica gestión de la crisis catalana por parte del gobierno con mayoría absoluta de Mariano Rajoy, permitieron llegar primero a los días 6 y 7 de septiembre de 2017 y luego a los sucesos posteriores prácticamente sin oposición alguna. En definitiva, lo que conviene entender claramente es que el triunfo de cualquier proyecto iliberal y populista -y el independentista lo es- pasa por sacrificar necesariamente el Estado de Derecho. Y, como además, para hacer todo esto hace falta dinero público, es preciso también asegurarse que el desvío de fondos públicos para fines distintos a los establecidos en las leyes también sale gratis.

Y una última reflexión: ¿alguien se ha parado a pensar lo que puede suceder si un partido de ultraderecha alcanza el poder con todos los resortes del Estado de Derecho a medio desmontar? Cuando llegue nuestro Orban o Erdogan de turno -algo perfectamente posible me temo- puede que se encuentre con que los gobiernos anteriores ya le han hecho el trabajo sucio.

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1 Dic IV Congreso Compliance en el sector público

El 1 de diciembre de 2022 tendrá lugar el IV CONGRESO COMPLIANCE EN EL SECTOR PÚBLICO en el Ayuntamiento de Mollet del Vallés. En él participará Elisa de la Nuez, secretaria general de la Fundación Hay Derecho con una ponencia junto a Ponce Solé, catedrático de Derecho Administrativo y miembro de nuestro consejo asesor. En ella se hablará sobre anonimato, confidencialidad y el mito de las denuncias falsas.

Para más información sobre el resto de conferencias del programa e inscripciones tanto presenciales como on-line, consultar el siguiente enlace: http://sectorpublico.eventocompliance.com/index_v3.php

Efectos en los contribuyentes de la gravosa tributación en el IRPF de la extinción de condominio

La disolución de comunidad de bienes, o extinción de condominio, es una operación muy habitual. Y ello, porque permite disolver situaciones de copropiedad sobre inmuebles, adjudicándoselo a uno solo de los copropietarios. Estamos ante una operación que tiene, en el IRPF, un tratamiento fiscal mucho más gravoso que el que se le otorga en el Impuesto de Transmisiones Patrimoniales (ITPAJD),
o en el de Plusvalía Municipal (IIVTNU).

Y el problema es que una reciente sentencia del Tribunal Supremo de 10-10-2022 (recurso 5110/2020) ha confirmado dicho tratamiento fiscal. Por ello, interesa concretar qué efectos tiene esta sentencia, y cuál es la situación en la que quedan, a partir
de ahora, los contribuyentes que quieran llevar a cabo una operación de extinción de comunidad.

La STS de 10-10-2022 y el diferente tratamiento de la extinción de condominio en el IRPF en comparación con el que recibe en el ITPAJD y la plusvalía municipal 

Como ya indicamos en una entrada anterior de este mismo blog , la tributación en el IRPF de la extinción de condominio llevaba tiempo envuelta en polémica. Y se esperaba como agua de mayo la resolución del recurso de casación admitido a trámite por el Tribunal Supremo, en relación con esta cuestión (Auto de 18-3-2021).

Por ello, la decisión final del Tribunal Supremo, expresada en la referida sentencia de 10-10-2022, de considerar que “la compensación percibida por un comunero, a quien no se adjudica el bien cuando se disuelve el condominio, comportará para dicho comunero la existencia de una ganancia patrimonial sujeta al IRPF, cuando exista una actualización del valor de ese bien entre el momento de
su adquisición y el de su adjudicación y esa diferencia de valor sea positiva”, ha caído como un auténtico jarro de agua fría para los contribuyentes.

Recalca el Supremo en su sentencia que en este tipo de operaciones no se produce una transmisión, sino una mera especificación de derechos. Por ello, solo se “condena” a los contribuyentes que, al extinguir la situación de copropiedad sobre un inmueble, no se lo adjudican, pero reciben a cambio una compensación en metálico calculada conforme al valor del bien actualizado. Es lo que ocurre
cuando dos contribuyentes adquieren en proindiviso un inmueble por 100.000 euros, pero se constata que, en el momento de extinguir la situación de copropiedad, su valor es ya de 300.000 euros.

La compensación a recibir por el contribuyente que no se adjudica el inmueble ya no es la de los 50.000 euros por los que adquirió en su día su 50%, sino de la mitad del valor actual del inmueble (150.000 euros). Es por tanto dicha alteración patrimonial (150.000 euros – 50.000 euros) la que queda gravada en el IRPF.

No se tributa, por tanto, por la transmisión, sino por la alteración del valor de patrimonio que se produce como consecuencia de que un contribuyente recibe más de lo que en su día tenía.

Estamos ante una sentencia que institucionaliza el diferente tratamiento fiscal que estas operaciones de extinción de comunidad reciben en el IRPF, en comparación con el que se les otorga en el ITPAJD y en la plusvalía municipal. En relación con el ITP, esta diferencia de trato se justificaría por el hecho de que este impuesto grava una transmisión, y no la simple alteración patrimonial (sin necesidad de que haya transmisión), que somete a tributación el IRPF.

En el impuesto de plusvalía municipal sí se grava, sin embargo, una alteración patrimonial, un incremento de valor del terreno. Sin embargo, en dicho tributo solo se grava tal incremento con motivo de la transmisión del terreno, no existiendo la posibilidad, como en el IRPF, de hacer tributar la alteración patrimonial, incluso en el caso de que no exista una transmisión.

No es el objeto de estas líneas llevar a cabo un análisis crítico de la sentencia, tema sobre el que ya se
ha escrito abundantemente en redes sociales y en blogs, a veces tan acertadamente como en este
artículo de Pablo González Vázquez en Taxlandia .

El objeto de este artículo es más bien el de analizar la situación que deja la sentencia. No pretendo por ello centrarme en lo que el Tribunal Supremo no dice, y considero debió decir. O en la doctrina que en mi opinión, debiera haberse fijado. No obstante, no perderé la ocasión de afirmar que, en mi opinión, el principal defecto de la sentencia es el de haber convertido en opción, lo que en la ley del IRPF es una clara prohibición. Así, el artículo 33.2 de la Ley del IRPF, en su último párrafo, y después de haber afirmado que la disolución de una
comunidad no genera alteración patrimonial, declara que “Los supuestos a que se refiere este apartado no podrán dar lugar, en ningún caso, a la actualización de los valores de los bienes o derechos recibidos.”

Vemos pues cómo la norma es clara a la hora de asegurar que, por mucho que los contribuyentes formalicen el acuerdo privado de extinguir el condominio, actualizando el valor del inmueble, esto no afectará al IRPF, impuesto en el que, en ningún caso, estas operaciones pueden motivar actualización de valores.

No hay, por tanto, opción, ni se permite a los contribuyentes decidir por su cuenta si, a efectos de su IRPF, quieren o no que se actualice el valor de los inmuebles. Por ello, la prohibición incluida en el artículo 33.2 trascrito, debiera suponer que, con independencia de que los contribuyentes actualicen o no el valor del inmueble en la extinción de comunidad, en el IRPF no se producirá, en ningún caso,
alteración patrimonial alguna.

Así lo vio con claridad el TSJ de la Comunidad Valenciana en la sentencia que ha sido casada y anulada. Sin embargo, el Tribunal Supremo no hace siquiera expresa mención a esta cuestión.

Tras este desahogo, entremos ya en el tema que constituye el propósito de estas líneas que, es como se ha indicado, analizar los efectos de la sentencia, y la situación en la que quedan los contribuyentes.

No estamos ante un cambio del Tribunal Supremo

Lo primero que hay que dejar claro es que, aunque nos pese, no estamos ante un cambio de criterio del Tribunal Supremo. Y es que, en sentencia de 3-11-2010 (recurso 2040/2005), el Alto Tribunal ya declaró, analizando la Ley 44/1978 de IRPF y su Reglamento (Real Decreto 2384/1981) que, “si como aquí ocurre, la incorporación al patrimonio lo es por un valor superior al de adquisición actualizado
fiscalmente, sí que se habrá producido un incremento patrimonial susceptible de calificarse como renta, en el momento de la división de la comunidad, y no, como sería en el caso de que la incorporación lo fuese por el mismo valor, en cuyo caso el incremento quedaría deferido al momento en que adquirente enajenase el bien.”

Del mismo modo el criterio constante de la Administración ha sido siempre el de considerar que existía alteración patrimonial cuando se actualizaba el valor de los inmuebles con motivo de la extinción de condominio. Ejemplo de ello es la resolución del Tribunal Económico-Administrativo Central (TEAC) de 7-6-2018 (00/02488/2017), en la que declaró que “en el caso de que se atribuyan a uno de los copropietarios o comuneros bienes o derechos por mayor valor al que corresponda a su cuota de titularidad, existirá una alteración patrimonial en el otro u otros copropietarios o comuneros, pudiéndose generar, en su caso y en función de las variaciones de valor que hubiera podido experimentar el inmueble, una ganancia o una pérdida patrimonial.”

Por ello, no es correcto hablar de un cambio de criterio, porque éste, en realidad, no ha existido. Y
esto tiene relevancia a la hora de concretar los efectos de la sentencia del Tribunal Supremo que nos
ocupa.

Efectos directos de la STS de 10-10-2022 

La sentencia tendrá un efecto directo, e indudable, sobre las operaciones de extinción de comunidad que se lleven a cabo a partir de ahora, y en su tributación en el IRPF. Y es que, no solo es la segunda sentencia dictada en el mismo sentido (si consideramos la dictada en 2010). Sino que, además, resuelve la cuestión casacional con tal detalle que no parece necesario reiterar tal declaración para reafirmar, matizar, complementar o corregir la doctrina ya fijada. Ello salvo, quizá, la cuestión de si esta doctrina sería igualmente trasladable a los supuestos en que la compensación no sea en metálico, sino con entrega de otros bienes que también estaban en situación de copropiedad.

Por ello, dejar de tributar en el IRPF por una operación de extinción de condominio en la que se haya actualizado el valor de los inmuebles será, a partir de ahora, una opción fiscal de elevado riesgo.

Además, la sentencia tendrá consecuencias directas sobre los recursos que, en este momento estén pendientes de resolución. Y ello, tanto si éstos se plantearon frente a la regularización que en su día pudo llevar a cabo la AEAT, como si fue el contribuyente el que solicitó la rectificación de su autoliquidación, y la devolución de ingresos indebidos. Estos recursos serán desestimados, aunque si están en vía contencioso-administrativa, no debiera imponerse una condena en costas, por existir serias y evidentes dudas de hecho y de derecho. No obstante, la contumacia del contribuyente en seguir recurriendo, sí pudiera acarrear en última instancia, tal condena en costas.

En cualquier caso, lo que sí es recomendable es continuar recurriendo las sanciones tributarias que en su día pudieron imponerse al regularizar la situación del contribuyente por la ausencia de tributación en el IRPF de la extinción de condominio. Y es que, considero que es plenamente aplicable la eximente de interpretación razonable de la norma, prevista en el artículo 179.2.d) de la Ley 58/2003, General Tributaria, para lograr la anulación de las sanciones impuestas.

Ello, teniendo en cuenta que no puede considerarse de irrazonable una interpretación que fue sostenida por varios Tribunales Superiores de Justicia (Comunidad Valenciana, País Vasco, Castilla y León), y que ha tenido finalmente que ser analizada en casación por el Tribunal Supremo.

La eficacia retroactiva de la STS 10-10-2022

Del mismo modo, considero que la sentencia del Tribunal Supremo puede desplegar sus efectos hacia el pasado, de forma retroactiva. Y ello, para regularizar la situación de los contribuyentes que, en los últimos cuatro ejercicios, no tributaron en su IRPF por la realización de operaciones de extinción de condominio con actualización de valores.

La eficacia retroactiva de las resoluciones administrativas o judiciales ha sido cuestionada por el TEAC, en el caso de que existieran criterios administrativos previos favorables a la imposibilidad de exigir el tributo, en relación con una determinada operación. De esta forma, el contribuyente que actuó en base a dichos criterios, no se vería luego perjudicado por un posterior cambio de doctrina.

Ejemplo de ello es la resolución del TEAC de 11-6-2020 (00/1483/2017), en la que se afirma que “El cambio de criterio del TS y de este TEAC vincula a toda la Administración tributaria pero únicamente desde que dicho cambio de criterio se produce, no pudiendo regularizarse situaciones pretéritas en las que los obligados tributarios aplicaron el criterio administrativo vigente en el momento de presentar su autoliquidación.”

Sin embargo, no existiendo en el presente caso rastro alguno de criterio administrativo previo, del que resultara la no sujeción al IRPF de estas operaciones de extinción de comunidad, considero que no hay obstáculo para que la sentencia del Tribunal Supremo extienda sus efectos hacia el pasado, y se lleven a cabo regularizaciones retroactivas del IRPF dejado de ingresar en los últimos cuatro
ejercicios en relación con las operaciones de extinción de comunidad.

Eso sí, dichas regularizaciones retroactivas se enfrentarían a dos límites. El primero de ellos sería el de la prescripción, no pudiendo exigirse el IRPF en relación con extinciones de condominio realizadas más allá de los cuatro últimos ejercicios. En este punto, conviene recordar que el plazo de prescripción de cuatro años (artículo 66.a, LGT), se cuenta desde el último día que hubo para presentar la autoliquidación del IRPF, que es el 30 de junio del ejercicio inmediatamente posterior a aquél en que se formalizó la operación de extinción de comunidad. Ello, salvo el caso de que la declaración de IRPF correspondiente al ejercicio en que se formalizó la operación se hubiera presentado fuera de plazo. En ese caso, el plazo de prescripción se computaría desde dicha fecha.

El segundo límite es el efecto preclusivo de las regularizaciones realizadas utilizando un procedimiento de comprobación limitada. Y es que, el artículo 140.1, LGT, prevé que, si ya hubo una previa comprobación de un concreto tributo y elemento de la obligación tributaria, no se podrá efectuar nueva regularización, “salvo que en un procedimiento de comprobación limitada o inspección posterior se descubran nuevos hechos o circunstancias que resulten de actuaciones distintas de las realizadas y especificadas en dicha resolución.” Y conviene recordar que dicho efecto preclusivo se extiende incluso a supuestos en los que la Administración contaba con la información para regularizar un concreto tributo y elemento de la obligación tributaria, y decidió no hacerlo. Así lo ha declarado el Tribunal Supremo sentencia de 16-10-2020 (recurso 3895/2018), afirmando que “Interpretando el artículo 140.1 de la Ley 58/2003, General Tributaria, de 17 de diciembre, los efectos preclusivos de una resolución que pone fin a un procedimiento de comprobación limitada se extienden no solo a aquellos elementos tributarios sobre los que se haya pronunciado expresamente la Administración Tributaria, sino también a cualquier
otro elemento tributario, comprobado tras el requerimiento de la oportuna documentación
justificativa, pero no regularizado de forma expresa.”

Indicar, por último, que dicho efecto preclusivo se predicaría también en el procedimiento de inspección, si en su día se dictó una liquidación provisional en la que se decidió no regularizar la tributación en IRPF de la extinción de condominio. En ese caso, y según el artículo 148.2, LGT, no sería posible efectuar nueva regularización “salvo que concurra alguna de las circunstancias a que se
refiere el párrafo a) del apartado 4 del artículo 101 de esta ley y exclusivamente en relación con los elementos de la obligación tributaria afectados por dichas circunstancias”. Es decir, cuando estemos ante elementos de la obligación tributaria no comprobados.

La STS de 10-10-2022: ¿Un arma de destrucción masiva en manos de Hacienda? 

De la STS de 10-10-2022 pueden derivarse, además, otros efectos, llamémosles indirectos, que por sus devastadores consecuencias un servidor apenas se atreve a mencionar. Y es que, si partimos de que, según el Tribunal Supremo, estamos ante operaciones de extinción de
condominio en las que no se realiza transmisión alguna, pero respecto de las que sí se produce alteración patrimonial, por actualizarse valores, surge la duda de si la Agencia Tributaria pudiera considerar que la ganancia patrimonial obtenida por el contribuyente que recibe la compensación actualizada, debe tributar como renta general en el IRPF, y no como renta del ahorro.

Y es que, dispone el artículo 46 de la Ley del IRPF que “Constituyen la renta del ahorro: (…) b) Las ganancias y pérdidas patrimoniales que se pongan de manifiesto con ocasión de transmisiones de elementos patrimoniales.” Por tanto, en la medida en que se lleve hasta el extremo la doctrina de que la ganancia patrimonial no tiene su origen en la transmisión de un elemento patrimonial, sino en
una mera “especificación de derechos”, podríamos encontrarnos ante una dramática situación, en la que la AEAT regularizara la situación del contribuyente, integrando la ganancia patrimonial obtenida en la renta general del IRPF, y haciéndola tributar a escala.

Considero que se trata de una interpretación extrema, teniendo en cuenta el carácter inmobiliario de estas operaciones, y el desplazamiento de la propiedad que se produce con motivo de la extinción de condominio. Pero, ciertamente, y dada la voracidad recaudatoria con la que se conduce la AEAT en los últimos tiempos, no parece que lo más recomendable sea haber puesto en sus manos un arma de destrucción masiva de este calibre.

Eso sí, considero que, en este caso, las comprobaciones y regularizaciones tributarias no tendrían efecto retroactivo. Ello, teniendo en cuenta que el criterio de la Administración, expreso y reiterado, ha sido siempre el de considerar que la ganancia patrimonial obtenida como consecuencia de la extinción de comunidad se integra en la renta general del IRPF, y no en la del ahorro.

Vías que tienen los contribuyentes para minimizar el impacto de la STS de 10-10-2022

Por último, y para tratar de paliar, en la medida de lo posible, el mal sabor de boca que todo lo comentado hasta ahora haya podido dejar en los sufridos lectores de este post, quiero acabar proponiendo algunas vías para tratar de paliar la tributación de estas operaciones de extinción de comunidad como ganancia patrimonial en el IRPF.

Así, si la operación de extinción de comunidad recae sobre una vivienda habitual de los contribuyentes (por ejemplo, la vivienda que era el domicilio familiar, en caso de divorcio), existe la posibilidad de considerar la ganancia patrimonial exenta por reinversión, o directamente exenta, si en este último caso el contribuyente que no se adjudica el inmueble es mayor de 65 años. No obstante, esta posibilidad queda en entredicho si la AEAT hiciera tributar estas operaciones como renta general en el IRPF del contribuyente.

Además, conviene tener muy presente que el Tribunal Constitucional tiene sobre la mesa la decisión de si la imposibilidad de aplicar los coeficientes de actualización a las ganancias patrimoniales del IRPF (suprimidos desde el 1-1-2015), vulnera los principios de capacidad económica y la prohibición de confiscatoriedad. Y ello, desde el momento en que no actualizar dichos valores podría estar
suponiendo que los contribuyentes tributaran por una ganancia patrimonial ficticia, o directamente confiscatoria, si la cuota a pagar es superior a la ganancia realmente obtenida.

Estamos ante una cuestión que puede alegarse ya, incluso en los recursos que los contribuyentes tengan presentados contra la regularización tributaria que les impuso la tributación en el IRPF por la operación de extinción de comunidad llevada a cabo. En este punto, no hay que olvidar que, en el recurso contra una liquidación tributaria, pueden alegarse cuantos motivos se estimen oportunos,
siempre que no se altere la pretensión. Esto es especialmente así en vía contencioso-administrativa, previendo el artículo 56.1 de la Ley 29/1998 que “En los escritos de demanda y de contestación se consignarán con la debida separación los hechos, los fundamentos de Derecho y las pretensiones que se deduzcan, en justificación de las cuales podrán alegarse cuantos motivos procedan, hayan sido o
no planteados ante la Administración.” Por tanto, no habría problema en incluir esta alegación en los recursos que están pendientes de ser
resuelto, para tratar de salvar los muebles, en la medida de lo posible, ante una previsible sentencia que declare la obligación de tributar por la alteración patrimonial obtenida con motivo de la extinción de condominio.

Por el contrario, si fue el contribuyente el que en su día solicitó la rectificación de su autoliquidación y la devolución de ingresos indebidos, por considerar que no debió tributar en su IRPF por la extinción de condominio, lo mejor sería que volviera a solicitar rectificación en relación con la aplicación de los coeficientes de actualización. Ello, para posteriormente acumular ambos recursos, ysolicitar una resolución conjunta de los mismos.

Estamos, en definitiva, ante una sentencia que traerá cola, y cuyas consecuencias prácticas no podremos apreciar en su totalidad hasta que haya pasado un cierto tiempo, y comprobemos qué interpretaciones extrae la Administración de la misma, y cuál es la reacción de los contribuyentes.

Queda por ver, además, cuáles serán las vías que adoptan los contribuyentes para tratar de minimizar, en la medida de lo posible, el impacto fiscal que, en el IRPF, tendrán las operaciones de extinción de condominio a partir de ahora, y la reacción de la Administración frente a las mismas. No considero, por ello, que esté todo dicho en relación con la tributación en el IRPF de la extinción de
condominio.

Okupación y falsedad del título jurídico. Propuestas de reforma.

Raro es el día que no aparece en prensa una noticia relacionada con la okupación ilegal de inmuebles. Este asunto forma parte de nuestra realidad cotidiana, pero no por ello debemos dejar de alarmarnos de una situación que compromete el orden público y la paz social y, sobre todo, el estado de derecho que tanto defendemos en este blog. Por eso es una cuestión a la que le hemos prestado atención organizando debates y publicaciones en las que se aborda tanto el aspecto penal como el civil.  No podemos acostumbrarnos a escuchar cómo legítimos propietarios se ven privados de su derecho y mientras tanto tienen que pagar los suministros de los “okupas” o los propietarios se ven condenados por coacciones.

Aunque es obvio, hay que recordar que la necesidad de vivienda no genera un “derecho a la okupación” ni el legislador puede pretender que sea un remedio a corto plazo para atender este problema cuando afecta a colectivos vulnerables. Y ello sea quien sea el propietario de la vivienda afectada, gran tenedor o no, persona física o jurídica. Ninguna propiedad puede ser violentada y la función social como límite al derecho de propiedad (art. 33 CE) no puede justificar tales actuaciones. Por ello no es admisible que la okupación sea incentivada desde la propia regulación, tal y como denuncié aquí y expuse aquí. Pero, aunque cueste creerlo, lo cierto es que esto es lo que sucede, tal y como explicaré a continuación. Me centro en la vía civil para recuperar la posesión. La penal y sus carencias fue tratada en este post por el juez Carlos Viader.

La realidad es que la ausencia de mecanismos procesales eficientes para obtener la expulsión urgente del ocupante ilegal de inmuebles actúa como incentivo de la okupación. De nuevo, se evidencia que la lentitud de la justicia es un reclamo para la pérdida de la efectividad de los derechos. Y esto es algo que nuestros dirigentes deben tener en cuenta cuando deciden NO invertir en la mejora de la Administración de Justicia.

Para entender lo que está sucediendo conviene recordar que todo poseedor está protegido (art. 446 CC). El titular legítimo no puede adquirir violentamente la posesión mientras exista un poseedor que se oponga a ello. El que se crea con acción o derecho para privar a otro de la tenencia de una cosa, siempre que el tenedor resista la entrega, deberá solicitar el auxilio de la Autoridad competente (art. 441 CC). Este precepto impide, por ejemplo, que el titular del bien inmueble lo recupere por la fuerza cambiando la cerradura. Su única opción es acudir a los tribunales o a la autoridad competente. El problema es cuando en España los tribunales tardan un año y medio o dos en conseguir echar al ocupante ilegal. Ello contrasta con lo que sucede en Francia, Reino Unido, Alemania, Italia o Dinamarca que lo logran en 24 horas.

Consciente del problema, el legislador aprueba la Ley 5/2018, de 11 de junio, de modificación de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, en relación a la ocupación ilegal de viviendas. En su exposición de motivos reconoce que “ninguno de los cauces legales actualmente previstos en la vía civil, para procurar el desalojo de la ocupación por la fuerza de inmuebles, resulta plenamente satisfactorio y, en todo caso, se demora temporalmente de forma extraordinaria, con los consiguientes perjuicios de los legítimos poseedores de la vivienda, en muchos casos también con una difícil situación económica, personal o familiar”. Está claro que el propietario tiene razón y el okupa lo sabe, pero también sabe que tardará mucho en desalojarle. Y lo que ese peor, esto lo saben las mafias que alquilan a terceros pisos ocupados

La Ley 15/2018 modifica la Ley de Enjuiciamiento civil y lo hace, a mi juicio, en la dirección correcta, previendo que el titular del inmueble ocupado pueda solicitar la inmediata entrega de la posesión de la vivienda. Si en el plazo de 5 días a contar de dicha solicitud los ocupantes no aportan título que justifique su situación posesoria, entonces serán desalojados (art. 441.1 bis LEC).

Sorprendentemente, esta acción solo puede ser ejercitada por personas físicas propietarias de viviendas quedando fuera los locales de negocio. No pueden ejercitarla las personas jurídicas, salvo que se trate de entidades sin ánimo de lucro con derecho a poseer o entidades públicas propietarias o poseedoras legítimas de viviendas de vivienda social. Indirectamente es una llamada a la okupación de inmuebles de entidades no legitimadas o de inmuebles no afectados por la legislación. Y este planteamiento es ilógico. Es como si, diagnosticados varios enfermos con la misma enfermedad, solo ponemos el tratamiento a algunos de ellos. Con estas restricciones el legislador “invita” a okupar los inmuebles excluidos del ámbito de aplicación del “desalojo exprés”

Pero lo peor no es abandonar a su suerte y condenar a un proceso lento a determinados tipos de propietarios (sin justificación alguna), sino además diseñar un sistema en el que la “prueba” en contrario que lo bloquea sea extraordinariamente sencilla. Los demandados deben aportar un “título que justifique su situación posesoria”.

Pues bien, “hecha la ley, hecha la trampa”. Basta que los demandados aporten un falso contrato de arrendamiento, aunque sea claro que es un contrato simulado, para que el juez no pueda entrar en ese análisis para ordenar el desalojo. Lo importante es que “formalmente” sea un contrato de arrendamiento, que su apariencia sea correcta para que el juez ya no pueda ordenar el desalojo. En el juicio verbal se dilucidará si tal título es o no válido, pero eso ya tardará año y medio o dos años y ese es el objetivo del okupa, conseguir quedarse durante ese tiempo en el inmueble. Las mafias que controlan la okupación ilegal lo tienen muy fácil: con un contrato falso bloquean las bondades de la norma reformada.

Para evitar que esto siga sucediendo, sería razonable modificar la  libertad de forma del contrato de arrendamiento contemplada en el art. 37 de la LAU.  Señala dicho precepto que para hacer un contrato de arrendamiento las partes podrán compelerse a hacerlo por escrito. Vale un simple documento privado, o incluso un acuerdo verbal si las partes no se compelen a la forma escrita.

Pues bien, en las circunstancias actuales entiendo que el contrato de arrendamiento debe convertirse en un contrato formal. Bastaría una “formalidad administrativa”: Contrato celebrado por escrito sellado y depositado en la Comunidad autónoma en la que esté situado el inmueble (Consejería de vivienda correspondiente). Podría así crearse un registro administrativo de contratos de arrendamiento de fincas urbanas en la Agencia de vivienda social que es la que actualmente está gestionando las fianzas arrendaticias en la Comunidad de Madrid o en el organismo equivalente de otras Comunidades Autónomas (vgr. la Agencia de Vivienda y Rehabilitación de Andalucía)

Sin duda son necesarios más cambios legales, pero creo que con esta reforma no sería tan fácil burlar el incidente de desalojo y el juez podría comprobar de forma rápida y fehaciente la veracidad del título. Ello permitiría, además, un control de la renta arrendaticia evitando la economía sumergida en este sector. El Estado dispondría así de datos veraces para evaluar el funcionamiento del mercado. También esta información puede ser útil para la evaluación de la solvencia de arrendadores y arrendatarios pues evidencia ingresos y ratio de endeudamiento del arrendatario.

En suma, la información, la transparencia, siempre es útil para mejorar el sistema y, sobre todo, en este caso permite la correcta aplicación de las normas y favorece la lucha contra la okupación ilegal. Así mismo, este incidente de desalojo inmediato creado por la Ley 15/2018 debe extender su ámbito de aplicación a locales y al arrendador persona jurídica. El legislador no debe incentivar la okupación ilegal ni utilizarla para resolver el grave problema de vivienda que estamos padeciendo.

La supresión del delito de sedición y el plato de lentejas

Precisar cuál es el fundamento de la sanción penal nunca ha sido tarea fácil. Pero lo cierto es que ya nos instalemos en las teorías clásicas todavía dominantes de la prevención general y especial, basadas en la disuasión, o transitemos a las más modernas teorías comunicativas del castigo, la supresión del delito de sedición que propone el Gobierno y su sustitución por otro distinto de desórdenes públicos agravados es una pésima idea.

Queremos o no admitirlo, la ley penal, en el fondo, no crea en función de un hipotético pacto previo, sino que declara. Y reconoce y declara porque, al fin y al cabo, el acto que pretende castigar es mala in se, no mala prohibita. Es decir, se castiga porque es malo, no es malo porque se castigue (otra cosa es la salvaguardia de los principios de legalidad y tipicidad por evidentes razones de seguridad jurídica). Por lo menos son mala in se aquellos actos que amenazan los valores fundamentales de la sociedad y que, en mi opinión, son los únicos que deben merecer una sanción penal privativa de libertad.

Pues bien, no se me ocurren actos que amenacen más los valores fundamentales de la sociedad que los que pretenden subvertir el orden jurídico democrático que garantiza la libertad de todos los ciudadanos por la vía de derogar ilegalmente su piedra angular -la Constitución y el Estatuto de Autonomía- en una parte del territorio. El que para ello se utilicen desordenes públicos, o no se utilicen porque no sean necesarios para conseguir el objetivo pretendido, puede agravar o atenuar el delito, pero no nos puede hacer perder de vista cuál es el principal bien jurídico protegido.

Hoy sabemos que las democracias mueren de forma diferente a las que se utilizaron tradicionalmente durante los dos pasados siglos (desde el pronunciamiento a la rebelión, pasando por el golpe de Estado). Hoy las democracias se matan desde dentro, no desde fuera. Se accede al poder, y una vez en él, al amparo institucional y bajo una cierta apariencia de legalidad, se desactivan o desvirtúan los contrapesos o frenos a la simple voluntad de poder para, sin necesidad de ir “de la ley a la ley”, crear una nueva estructura legal iliberal y consumar así lo que tradicionalmente se lograba con el clásico golpe. Todo mucho más limpio y eficiente, sin necesidad de derramar sangre, y pudiendo desplazarse el fin de semana a esquiar o a la playa.

Ante esta amenaza in se  nuestro Código Penal estaba muy mal equipado, como nos explicaba Germán Teruel hace solo unos días en este blog (aquí). Seguía pensando en el asesinato externo, no interno, y definía los tipos de rebelión y sedición con arreglo a esos parámetros, en los que la violencia y el tumulto son elementos fundamentales. El Tribunal Supremo en su famosa sentencia del procés pudo encajar la conducta secesionista en el tipo de sedición, seguramente porque los independentistas, todavía anclados sentimentalmente en el siglo XIX, pensaron erróneamente que las movilizaciones tumultuarias podían ser útiles a la causa. Bien, hoy ya saben que no. Ni necesarias ni convenientes.

Aquí es donde se aprecia la absoluta inutilidad de la reforma tanto desde un punto de vista disuasorio como comunicativo. La principal amenaza que ha recibido el orden constitucional español en las últimas décadas se pretende contestar, no definiendo mejor el delito con la finalidad de proteger in se el bien jurídico a proteger, sino eliminando radicalmente la poca disuasión que existía, frustrando la comunicación del verdadero reproche en juego. Se suprime el imperfecto delito de sedición por otro que concentra toda su artillería en el aspecto imperfecto del sistema: el requisito de los desórdenes públicos, y además con una pena reducida. Pensar que con la vigente configuración del delito de desobediencia se puede suplir la enorme laguna que esta reforma nos deja es una auténtica broma.

Los protagonistas del procés han anunciado que lo volverán a hacer. Ya intuían cómo les podía salir gratis, pero esta reforma se lo deja meridianamente claro.

La cuestión más relevante en este momento es conocer por qué el Estado español ha decido desarmarse de esta manera. Pero cualesquiera que sean las explicaciones, las malevolentes y las benevolentes, que dejamos para otro momento, en comparación con lo que se pierde no pueden valer más que el famoso plato de lentejas (Génesis 25:29-34).

Fracaso del empleo público como institución

Cuando han transcurrido más de quince años desde la aparición normativa de esa institución bastarda denominada Empleo Público (Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público; hoy en día, TREBEP), bien se puede concluir que su inserción se ha saldado, en términos analíticos, como un rotundo fracaso.

Desdibujada la institución secular de la Función Pública y sumergida en los evanescentes contornos de lo que es esa entidad emergente del Empleo Público, que ya se ha extendido –rompiendo las costuras normativas del propio TREBEP- al sector público empresarial y fundacional (algo que ya hicieron las leyes de PGE de la anterior crisis, y han reforzado la Ley 20/2021, el Real Decreto-Ley 32/2021 y el reciente Acuerdo Marco para una Administración del siglo XXI), el foco de la nueva institución se puso en la dimensión subjetiva (el empleado público), que  se convierte así en el punto determinante del problema, y, por tanto, la finalidad de la institución se reduce a la mejora de las condiciones laborales (muy superiores, por lo común, a las del sector privado), más retribuciones, y más derechos de los empleados públicos. Las responsabilidades, la ética del servicio público o el viejo concepto de los deberes, son cosas del pasado. Ya no interesan. El empleo público ha laboralizado hasta los tuétanos la función pública, difuminando su rol institucional. El paralelismo empresarial trasladado al sector público resulta grotesco.

La tradicional institución de la Función Pública, como su propio enunciado indica, tiene su fundamento histórico en ser una institución del Estado cuya legitimidad democrática implica servir a la ciudadanía como razón última de su existencia. En efecto, en un Estado democrático y social de Derecho en el ADN de la institución de Función Pública está la idea de servicio público efectivo, pues la ciudadanía es su razón existencial. El Empleo Público (creado por el Estatuto Básico del empleado público), sin olvidar retóricamente esos fines, pone por delante la necesidad existencial de atender primero a las exigencias y reivindicaciones de quienes deben prestar tales servicios (empleados); legítimas, pero no existencialmente determinantes. El ciudadano pasa a ser, así, un mero receptor anónimo y pasivo de tales servicios, abandonando su posición central de fuente última de legitimidad del poder burocrático en un Estado democrático, así como de patrono efectivo de quienes prestan tales servicios públicos, pues al fin y a la postre sus emolumentos proceden en última instancia de las contribuciones fiscales de la ciudadanía. En Empleo Público los patronos son los políticos, con los cuales se trata de trenzar una comunión espuria de intereses (partidos-sindicatos) al margen de la ciudadanía. La Administración se traviste de “empresa”, con la gran ventaja de que vive enchufada a los presupuestos públicos y de cuyos resultados nadie al parecer rinde cuentas.

Los subsistemas de empleo público en la AGE y en las administraciones territoriales. 

Bien es cierto que la institución de la Función Pública derivó en diferentes momentos de nuestra historia administrativa en corporativismo, hoy en día aún existente, por ejemplo, en diferentes cuerpos de élite de la Administración General del Estado. La alta función pública de la AGE tiene, en efecto, algunos problemas endémicos de notable gravedad (sistemas de acceso basados en algunos parámetros obsoletos, lejanía y falta de expresión de la diversidad territorial, social y lingüística de España, acantonamiento corporativo en estructuras cerradas e incomunicadas, etc.), que no son precisamente menores, aún así representa en estos momentos el último vestigio de lo que fue una institución tradicional de Función Pública en fase de extinción, lo que es un incentivo más para plantear también su necesaria reforma.

Las Administraciones territoriales (Comunidades Autónomas y entidades locales, entre otras), aparentemente guiadas por un isomorfismo institucional, en la práctica han construido subsistemas de empleo público vicarios en buena medida del poder político de turno, dotados de una evidente falta de capacidades ejecutivas y asimismo de una más que notable imposibilidad fáctica de atraer talento a su sector público, conformando –con mayor o menor intensidad, según los casos- burocracias administrativas generosas en su número y condiciones (mejores que las de la AGE), volcadas al trámite o gestión departamental o sectorial,  a las que se accede  en algunos casos (lo cual es un fuerte déficit) sin especiales exigencias técnicas (tampoco idiomáticas, salvo sus lenguas propias donde las haya), no fomentando, salvo excepciones puntuales y como tampoco lo hace la AGE, la creatividad, la innovación, incluso de la capacidad de iniciativa, por no citar en algunos casos la perversa tendencia a una baja implicación, solo limitada por el esfuerzo siempre generoso de algunos funcionarios clave. El resultado son subsistema de empleo público planos alejados de los desafíos actuales y de la inevitable transformación de lo público. Dicho en palabras más llanas: inservibles, amén de caros, para lo que España y sus territorios necesitan y necesitarán en los próximos años.

Además, el empleo público como institución se retroalimenta a sí mismo. Crea burocracia y cargas administrativa para justificar su propia esterilidad existencial. Lo importante a sus efectos es que haya empleados públicos, cuantos más mejor, lo que hagan y cómo lo hagan pasa a ser una cuestión adjetiva, puesto que atender los servicios públicos, en ese enfoque hoy día dominante, es cuestión de número, no de calidad de las prestaciones ni menos aún de gestión de la diferencia. Sorprende así que en el reciente Acuerdo Marco para una Administración del siglo XXI, suscrito el pasado 19 de octubre de 2022, cuando ya hemos entrado de lleno en la tercera década de este siglo, se hable de “retener y potenciar el talento”, pero no se haga ninguna mención a cómo atraerlo y menos aún a cómo captarlo, como si tal atributo fuera un don de la humanidad en general y de la juventud en particular. El relevo generacional se viste de “juventud”, condición necesaria, pero en ningún momento se habla de atraer a los mejores. Hablar de talento público se ha convertido hoy en día en un mito o eslogan vacío, más aún cuando el sesgo dominante de los actuales procesos de incorporación de efectivos al sector público (unos por exceso formal y la mayor parte por defecto material) van precisamente por el camino contrario. La atracción de la función pública de élite en la AGE convence sobre todo a hijos de altos funcionarios (por razones de estatus), a aquellos que pretenden utilizar el acceso a un cuerpo como trampolín al enriquecimiento en el sector privado o a quienes quieren vivir de la nómina pública el resto de sus días. También los hay que son llamados por la idea de servicio público, pero no tantos como debiera. En el empleo público territorial, la opción dominante es por la comodidad existencial (proximidad) y por la seguridad que proporciona trabajar en lo público, con bajas o inexistentes exigencias de acceso. Tengan claro que nunca habrá talento en el sector público si el acceso está reñido con la gestión de la diferencia y la promoción del mérito. Nada se retiene y menos aún se promueve, cuando no existe. El llamado talento público es expresión hoy en día fortuita de una individualidad, algunas veces incluso extravagante e incómoda en estructuras planas e inservibles, no es una política de recursos humanos de la función pública. No nos engañemos.

Un modelo fracasado. Tres ejemplos: Digitalización, gestión de fondos europeos y (falta de) continuidad de los servicios públicos.

Hay muchos ámbitos donde el fracaso de la institución del Empleo Público se palpa de modo diáfano. Uno de ellos es la digitalización mal entendida, proyectada esencialmente en clave endógena (más recursos tecnológicos para la Administración “electrónica” y más competencias digitales para su personal), con el efecto placebo de mejorar (aparentemente) la eficacia de los servicios internos, pero que, sin darse cuenta, está configurando en muchos casos  una Administración distante  y antipática como fortín inaccesible a la ciudadanía que, tras la fría pantalla y la despersonalización del trato maquinal, está empezando a ofrecer rasgos de fuerte deslegitimación y, por añadidura, también hacia quienes a ella dicen servir. Una Administración Pública que funciona de modo intermitente a pleno rendimiento escasamente siete meses al año, mientras que en el resto del período anual (por cierto, casi toda a la vez) buena parte de su plantilla vaca, disfruta de permisos y licencias, o se construye “puentes o acueductos”, difícilmente puede garantizar el también tópico de la continuidad de los servicios públicos. Guste más o guste menos, con excepciones que sin duda las hay, y por muchas más razones que no se pueden sintetizar aquí, los servicios públicos a la ciudadanía funcionan cada día peor, por mucho de que, tras más de treinta años, se siga insistiendo en la persistencia inútil de modernizarlos (expresión, por cierto, gastada ad nauseam).

Los ejemplos se podrían multiplicar. Pero el más lacerante en estos momentos se halla en el fracaso de conducción y gestión que están suponiendo los fondos europeos vinculados al Plan de Recuperación. Tras casi año y medio desde la aprobación del PRTR por la Comisión, parece obvio resaltar que los fallos de gestión  son clamorosos. Como ya indiqué en su momento, las posibilidades de que tal gestión se atragantara era un riesgo evidente, que parece confirmarse. La Administración General del Estado se echó bajo sus espaldas un pesado fardo de gestión (con evidentes intenciones políticas de rentabilizarlo políticamente en el próximo año electoral), articulando un modelo de Gobernanza cuarteado en Departamentos y con un liderazgo ejecutivo orientado a la fiscalización de los recursos, pero sin apenas liderazgo coordinador efectivo. Además, la AGE pretendía modificar su estructura de funcionamiento a través de la multiplicación de las unidades provisionales de gestión departamental de fondos que tenían como misión captar talento interno en una materia en la que los recursos personales de gestión no abundaban y que más bien había que crearlos ex novo con programas formativos, que han sido impulsados con notable tibieza. Pero lo más serio es que se olvidaba que la AGE  podía tal vez ser una organización con fuertes atributos de concepción y coordinación, pero sin apenas músculo ejecutivo (salvo en departamentos puntuales). Gestionar fondos europeos sin capacidades ejecutivas detectadas, tal como advirtió Mariana Mazzucato, se  convertía así en una misión imposible. Que es lo que está pasando. Unos (AGE) echan la culpa a otros (CCAA) y estos a aquellos. Y la casa sin barrer.

El enorme retraso en el proceso de gestión de fondos europeos se ha pretendido resolver en algunos casos puntuales con el recurso fácil de la externalización. En otros casos se ha acudido a la búsqueda inútil  de “talento externo” (contrataciones) o la captación de directivos temporales provenientes del sector privado (lo mismo que meter un pulpo en un garaje). Llama así la atención que, tanto en la Administración General del Estado como en numerosas Comunidades Autónomas (en algunos casos de forma muy reciente), se haya llegado a la lapidaria conclusión de que no existen recursos personales internos (esto es, que no hay el tan manoseado talento interno del RDL 36/2020) para llevar a cabo tal gestión de fondos europeos. Si una institución de función pública o de empleo público es incapaz de proveer del talento y de la capacidad de gestión necesaria para afrontar un desafío contingente en el que el país se juega parte de su futuro existencial, sencillamente cabe concluir que no sirve para los fines que fue creada.

Los desafíos pendientes y la oportunidad perdida: ¿Reconstruir la Función Pública?

El reiterado Acuerdo Marco para una Administración del siglo XXI, aboga por reformas en el marco legislativo actualmente existente para insertar las mejoras  en el estatuto  de los propios empleados públicos. La visión estratégica de este Acuerdo es muy limitada y timorata. Da la impresión de que se ha perdido una oportunidad histórica para llevar a cabo un verdadero diálogo social estratégico, que pusiera frente al espejo los verdaderos problemas por los que atraviesa esa institución que se rebautizó con el enunciado de Empleo Público. Tal vez ha llegado el momento de repensarla por completo y abrir un proceso de reflexión estratégica que redefina su inevitable transformación para que las Administraciones Públicas se enfrenten a los enormes desafíos que se plantean en esta tercera década del siglo XXI, ya que con este destartalado empleo público actual nunca se podrán abordar de forma cabal.

Algo habrá que hacer para afrontar, entre otras muchas cosas, la recuperación económica y la necesaria resiliencia de nuestro sector público, amén de su inaplazable transformación; la revolución tecnológica y sus inmediatos impactos en su afectación tanto al número como al perfil de los empleos (funciones y tareas) que requerirá la Administración Pública antes de 2030; el imparable relevo generacional que implica un desafío de magnitudes estratosféricas frente al cual las Administraciones Públicas, conducidas por una política miope, no tienen aún ni siquiera una hoja de ruta clara sobre cómo enfrentarse a ese problema; y en fin, por no seguir, cómo encarará el sector público los monumentales desafíos, que ya no son amenaza sino realidad palpable, de los devastadores efectos del cambio climático o de la propia gestión de los ODS de la Agenda 2030, cuya transversalidad exige una organización distinta, mucho más flexible y adaptable, que trabaje por misiones (véase, por ejemplo, el interesante caso del Ayuntamiento de Valencia: Misión Climática 2030), module el rol de los silos o departamentos, y, por lo que ahora nos convoca, que disponga de servidores públicos con una mirada, un marco conceptual, así como unas herramientas de gestión absolutamente distintas y distantes de las que actualmente manifiesta un empleo público que, como institución, se muestra obsoleto, caro e incapaz, por lo menos hasta ahora, para dar una respuesta  mínimamente convincente a todos y cada uno de los problemas expuestos.  En suma, se constata fehacientemente el fracaso de un modelo.