Sobre la salida de España del Tratado de la Carta de la Energía

28 años después de su firma y a las puertas de la Conferencia anual cuyo objetivo es ratificar su modernización, España ha anunciado su intención de abandonar el Tratado de la Carta de la Energía (TCE). Así lo confirmó recientemente la ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera.

A favor de esta salida se posicionan las principales organizaciones ecologistas españolas, que aducen, entre otros motivos, la incompatibilidad de este Tratado con el Acuerdo de París, o el obstáculo que aquel supone para lograr la transición energética. En contra, aquellos que aseguran que una decisión de esta índole no hace sino desincentivar –o, en el mejor de los casos, ralentizar– la inversión extranjera, además de generar inseguridad jurídica, sobre todo en relación con los llamados arbitrajes de inversión de los que España es o puede ser parte. La Comisión Europea, por su parte, alerta del peligro de abandonar el Tratado y defiende la necesidad de modernizarlo.

Pero para poder calibrar el impacto de esta decisión, ha de analizarse primero el contexto histórico en el que fue firmada la Carta de la Energía y, unos años después, el Tratado.

La idea original de la Carta era establecer una comunidad energética entre ambos lados de la antigua cortina de hierro, que culminó con la firma del Tratado en 1994, uniendo así a los países de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, los países de la Europa Central y del Este, Japón, Australia, y las entonces Comunidades Europeas.

Actualmente, el Tratado se encuentra firmado por más 50 de países (incluida la propia Unión Europea) y su finalidad se extiende mucho más allá: estimular la inversión extranjera directa y el comercio transfronterizo a nivel global.

Para ello, el TCE incluye disposiciones vinculantes en relación con la solución de controversias internacionales, lo que ha llevado a España a verse sumida en decenas de arbitrajes de inversión a raíz, en su inmensa mayoría, de la revisión retroactiva de las ventajosas subvenciones que en la década de los 2000 comenzó a otorgar España a los inversores en energías renovables (y que 2011 y 2013 empezaron a recortarse con efectos retroactivos, es decir, no solo en relación con las nuevas inversiones sino también a los proyectos aprobados con anterioridad).

En concreto, según el artículo 26 del TCA, si el inversor de otra Parte Contratante considera que un Gobierno no ha cumplido sus obligaciones prescritas por las disposiciones relativas a la Protección de las Inversiones, dicho inversor puede, con el consentimiento incondicional de la Parte Contratante, elegir someter la solución de la controversia a un tribunal nacional o a cualquier procedimiento de solución de controversias previamente convenido con el Gobierno, o bien someterla a un arbitraje internacional. Y este Tribunal habrá de dirimir la controversia con arreglo al Tratado “y a las normas del Derecho Internacional aplicables”.

Además, esta misma disposición obliga a las Partes Contratantes a “ejecutar sin demora los laudos, y adoptar las medidas necesarias para que se imponga el efectivo cumplimiento de éstos en su territorio”.

En este contexto, la interpretación de algunos de los términos contenidos en el referido artículo 26 ha generado importantes debates y conflictos jurídicos: ¿cómo ha de interpretarse el concepto “Parte Contratante”? ¿Y el de “consentimiento incondicional”? ¿Debe ser considerado el Derecho de la UE como “norma de Derecho internacional aplicable”? Y en la cúspide de todos estos interrogantes, el siguiente: ¿se encuentran las disputas intracomunitarias sometidas a ese mecanismo arbitral previsto en el TCA?

En efecto, según un sector de la doctrina (sobre todo, los Estados), estas disputas no son susceptibles de arbitraje de inversión. En primer lugar, porque aseguran que se trata de disputas intracomunitarias, no de una inversión efectuada por una Parte Contratante en otra Parte Contratante como tal. En segundo lugar, los Estados defienden que solo se accedió a firmar el TCA en el entendido de que el artículo 26.1 y ese “consentimiento incondicional” no incluyen las disputas intracomunitarias. Y, por último, también hay quienes sostienen que el Derecho de la UE no entra en el concepto de “Derecho internacional aplicable” y, por tanto, no debe ser aplicado por el Tribunal que conozca el conflicto.

Esta controversia encuentra su origen en el Caso Achmea, primero, y el Caso Komstroy, después. Por una parte, en Achmea, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea determinó que la cláusula de sumisión a arbitraje contenida en el Tratado Bilateral de Inversión suscrito entre Países Bajos y Eslovaquia era contraria al derecho de la Unión, si bien no mencionó si esta incompatibilidad se extendía o no a otros supuestos. Sin embargo, tuvo ya una importante consecuencia: la firma del Acuerdo para la terminación de los tratados bilaterales de inversión entre Estados miembros de la Unión Europea, de 5 de mayo de 2020.

Posteriormente, en Moldavia vs. Komstroy, el TJUE estableció que la resolución de Achmea es extensible a los tratados multilaterales como el Tratado de la Carta de la Energía, suscrito por la propia Unión Europea; y, por tanto, que los tribunales arbitrales constituidos a partir del artículo 26.6 del TCE están obligados a interpretar y aplicar el derecho de la UE.

Todo ello ha acelerado, sin duda, la urgencia de reformar y modernizar el TCE que ahora España pretende abandonar. Pero, sobre todo, lo expuesto nos conduce a una situación de incongruencia internacional en la que el inversor, según el lugar en el que haya planteado la controversia, podrá obtener una indemnización millonaria (por ejemplo, si se plantea el procedimiento de reconocimiento y ejecución del laudo en países más favorables, como EE.UU., Australia o Suiza, e incluso ahora también el Reino Unido), o no percibir indemnización alguna.

A la vista de las cuestiones expuestas, cuál sea la verdadera motivación de España para abandonar el TCE y si esta es evitar reclamaciones millonarias de inversores o no resulta, por el momento, una incógnita (al menos desde el prisma público de esta decisión). Pero existe al respecto un punto adicional determinante sobre el que el Ejecutivo no se ha pronunciado por ahora, y es la posición que va a mantener España frente a la cláusula de extinción contenida en el TCE, según la cual las disposiciones del Tratado continuarán siendo de aplicación por un periodo de 20 años a partir de la fecha en que surta efecto la salida.

En cualquier caso, todo apunta a que la decisión de España de continuar la senda ya abierta por Italia, que no forma parte del Tratado desde 2016, y Polonia, que se encuentra en el proceso de salida, puede servir de catalizador para otros países de la Unión, pues tan solo seis días después de su anuncio Países Bajos ha confirmado también su intención de abandonar el Tratado, al igual que Francia el pasado día 21.