La reforma del delito de sedición en contexto: ¿conveniencia inoportuna?

En las últimas semanas se ha suscitado el debate sobre la reforma del delito de sedición en nuestro país, que ha vuelto a dar lugar a posiciones encontradas en la arena política: quienes apuestan por esta reforma (no está claro si directamente por la derogación o por la rebaja de las penas de este delito) fundamentan su posición en una suerte de exigencia democrática para adecuar nuestro Código penal al de los países de nuestro entorno que carecen de un tipo penal como el nuestro; mientras que desde la oposición se aprecia que ello comportaría la desprotección de nuestra Constitución después de lo vivido en Cataluña, e, incluso, supondría una humillación al Tribunal Supremo (González Pons dixit) que condenó a los principales líderes de la insurgencia catalana de 2017 aplicando este delito.

Pues bien, creo que este debate debiera reconducirse distinguiendo dos dimensiones: la primera, sería un análisis jurídico en abstracto de nuestro marco penal, y en particular del delito de sedición, para comprobar en qué medida el mismo da respuesta adecuada para poder afrontar situaciones como las que se vivieron en Cataluña en 2017. No se trata de enmendar al Tribunal Supremo, sino, por el contrario, advertir las dificultades a las que el mismo se enfrentó al juzgar aquellos hechos por las insuficiencias del propio Código penal. Y es que, a mi entender, una de las enseñanzas que debemos extraer de aquellos trágicos sucesos es que no contábamos con un marco penal adecuado para defender a nuestra Constitución de una insurgencia no violenta que buscó quebrar nuestro orden democrático de convivencia, por mucho que finalmente (y por unanimidad) el Supremo “logró” encajar los hechos acaecidos en el delito de sedición, con no pocas dificultades como se evidencia de su propia argumentación (veremos cómo lo ve Estrasburgo).

La segunda dimensión a considerar sería la de la oportunidad política (pero con indudables consecuencias jurídicas) de acometer ahora una hipotética reforma de estos delitos, en un momento en el que todavía hay personas cumpliendo penas (el indulto fue sólo parcial y quedaron vigentes las penas de inhabilitación absoluta), y cuando todavía queda por juzgar al principal protagonista de aquella ruptura, al Sr. Puigdemont. No entro a valorar, eso sí, las razones políticas que pueden mover a unos u otros para impulsar u oponerse a esta iniciativa.

Así las cosas, en relación con la primera de las cuestiones, conviene comenzar recordando que el delito de sedición históricamente se concibió como una rebelión “en pequeño” o “de segundo grado”, si bien el Código penal de 1995 incluyó esta figura entre los delitos contra el orden público. Se hace necesario entonces distinguir bien ambos delitos para evidenciar lo problemático de la cuestión. En este sentido, el delito de rebelión castiga el alzamiento público y violento (agravado en el caso de que se esgriman armas o haya combates) que persiga alguno de los fines que el Código penal prevé (entre los cuales, declarar la independencia de una parte del territorio). De forma que con este delito se protege el ordenamiento constitucional del Estado frente a actuaciones que persigan su quiebra o el derrocamiento de las instituciones. Se trata de una figura delictiva que opera como delito-cierre al garantizar la propia subsistencia del Estado, de ahí la gravedad de las penas. La mayoría de países de nuestro entorno cuentan con figuras similares. Por ejemplo, en Alemania el delito análogo sería el delito de alta traición, que puede ser castigado con cadena perpetua; o en Francia también hay un delito que castiga con penas de hasta treinta años los actos que pongan en peligro las instituciones de la República o que atenten contra la integridad del territorio nacional. La nota común suele ser la exigencia de violencia o amenaza de la misma.

El delito de sedición, sin embargo, castiga el alzamiento “tumultuario”, “por la fuerza o fuera de las vías legales”, con la finalidad de entorpecer gravemente el ejercicio de la autoridad pública con penas también muy altas (pueden alcanzar los 15 años en nuestro país). Busca proteger el orden o la paz pública frente a perturbaciones del normal funcionamiento del Estado de Derecho a través del intento de impedir la aplicación de las leyes o el ejercicio legítimo de la autoridad. El problema es que la definición de la acción típica de la sedición (unido a las graves penas que se impone) puede suponer una injerencia en conductas que, a priori, pueden ser ejercicio de la libertad de manifestación.

De ahí que desde hace años buena parte de la doctrina venga reclamando la revisión del delito de sedición (en Alemania lo derogaron en 1970). A pesar de ello, como he adelantado, el Supremo tuvo que echar mano (de forma quizá un tanto forzada) del mismo para castigar la insurgencia catalana. A juicio del Alto Tribunal en aquellos hechos no se dio la componente de violencia en el grado exigible para consumar el delito de rebelión (conclusión que comparto); pero, viendo el bosque y no sólo los árboles, concluyó que lo que se vivió en 2017, aquel “levantamiento multitudinario, generalizado y proyectado de forma estratégica”, no fueron unos meros desórdenes públicos, ni un acto singular de resistencia a la autoridad, sino una serie de actos idóneos para perturbar la paz pública, los cuales, en palabras del Tribunal Supremo, llegaron a comprometer “el funcionamiento del Estado democrático de Derecho”, lo que justificó la condena por sedición (a lo que se añadió el delito de malversación de fondos públicos). Conclusión que también hago mía, aun consciente de sus debilidades.

Por ello, atendiendo a estas dificultades, como he tenido ocasión de exponer recientemente (aquí), creo que convendría afrontar una reforma de nuestro Código penal que revise la configuración y penas del delito de sedición, pero, al mismo tiempo, esta reforma debería venir acompañada de un endurecimiento de los delitos de desobediencia (sobre todo cuando es contumaz por parte de autoridades públicas contra mandatos del Tribunal Constitucional) y, en especial, habría que contemplar una nueva modalidad del delito de rebelión no violenta que castigue claramente cualquier intento de golpe institucional como el que vivimos. En nuestras circunstancias, no podemos permitirnos el lujo de desproteger nuestra Constitución. De hecho, si hubiera estado vigente el delito de convocatoria de referendos ilegales en 2017, muy probablemente habría servido para que algunos se hubieran pensado dos veces haber montado el 1-0. Como he estudiado en mi libro Crisis constitucional e insurgencia en Cataluña: relato en defensa de la Constitución (Dykinson, 2019), la Constitución debe contar con mecanismos eficaces para su defensa extraordinaria.

Ahora bien, estas conclusiones deben verse matizadas, por último, con las consideraciones que he adelantado en relación con la oportunidad actual de la reforma. Por un lado, si se rebajaran ahora las penas del delito de sedición, incluida la inhabilitación, ello podría beneficiar a los líderes independentistas condenados, permitiéndoles que concurrieran a inminentes procesos electorales (habría que ver en qué medida se les podría mantener la pena por la condena de malversación -aunque parece que el Gobierno también se plantea revisar este último delito-). Y, por otro lado, reformar ahora el delito de sedición, por mucho que se adecuara el marco penal incorporando nuevos tipos penales como el de rebelión no violenta, podría dificultar el futuro enjuiciamiento de Puigdemont, toda vez que no podría ser juzgado por los “nuevos” delitos y sí que se beneficiaría de la redacción “rebajada” de la sedición.

Estas consideraciones hacen que sobre la propuesta de reforma penda la cautela de si la misma busca mejorar nuestro orden jurídico o si nos encontramos con un nuevo enjuague político para salir al paso de las necesidades coyunturales del Gobierno, legislando ad personam, aunque ello pueda comportar para el futuro la desprotección de nuestro orden constitucional.

Elecciones en la Abogacía

Como seguramente ya sabrán los lectores de este blog, se han convocado elecciones al Colegio de Abogados de Madrid (ICAM). Tras la renuncia a presentarse a la reelección de su decano José María Alonso, se abren incógnitas sobre su sucesor, al concurrir varias candidaturas encabezadas, algunas de ellas, por actuales vocales de la Junta de Gobierno del Colegio.

La relevancia del ICAM está fuera de toda duda, al ser el Colegio de Abogados más grande de España y, por ello, el que más aporta al presupuesto del Consejo General de la Abogacía Española, ya que abona una cantidad cercana a los 40 euros anuales por cada uno de sus más de 70.000 colegiados, sean ejercientes o no ejercientes.

Quién sea decano del ICAM es relevante, en términos cualitativos y cuantitativos, para el CGAE; no es un dato menor que, tradicionalmente, la vicepresidencia primera del CGAE haya correspondido a quien ostentara el decanato madrileño.

Sin embargo, desde los tiempos de Pedrol Rius, y tras el intento fallido de Martí Mingarro, no ha habido candidatura “madrileña” a las elecciones al CGAE.

¿Será este el momento de José María Alonso, tras la referida renuncia?

La actual presidenta del CGAE, Victoria Ortega, accedió al cargo en 2016, desde su cargo de secretaria general de la Corporación, sustituyendo a Carlos Carnicer, quien había sido elegido por tres mandatos seguidos.

Esa elección, por tanto, se sujetaba a lo establecido en el Estatuto General de la Abogacía Española, aprobado por el Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, que en su artículo 70.3 disponía que “el mandato de los miembros del Pleno del Consejo General coincidirá con el de los cargos que desempeñen, salvo el del Presidente y de los doce Consejeros electivos, que será de cinco años”.

Por consiguiente, la elección a la presidencia del CGAE del año 2016 se sometía a lo establecido en esa norma, con la lógica consecuencia de que la presidenta fue elegida por un período de cinco años.

Sin embargo, las elecciones fueron convocadas en diciembre de 2019 para celebrarse en enero de 2020, como así fue, resultando de nuevo elegida la presidenta Ortega.

De la indicada regla podría deducirse que hasta 2025 no se celebrarán nuevas elecciones a la presidencia del CGAE, quizás demasiado tiempo para que Alonso se presentase a esa convocatoria.

Pero ha de tenerse en cuenta también en este asunto el régimen establecido por el Estatuto General de la Abogacía Española, aprobado por el Real Decreto 135/2021, de 2 de marzo, ya que en este punto ha introducido novedades de relieve.

En concreto, el artículo 99.2 del nuevo EGAE establece que “el mandato de los miembros del Pleno del Consejo General coincidirá con el de los cargos que desempeñen, salvo los del Presidente y los doce Consejeros electivos, que será de cuatro años”.

Por tanto, la primera novedad consiste en que el mandato de la presidencia se reduce, pasando de cinco a cuatro años.

La segunda cabe encontrarla en el artículo 105 (Cese del Presidente) que dispone que “el Presidente cesará por las causas siguientes: d) Expiración del término o plazo para el que fue elegido, pudiendo presentarse a la reelección una sola vez”.

Del nuevo EGAE resultan, por tanto, dos modificaciones sustanciales del régimen del cargo de presidente del Consejo General, referidas a la duración del mandato, que se reduce en los términos indicados, quedando en cuatro años, y a la limitación a una sola reelección.

Ante este marco normativo, cabe preguntarse en qué situación queda el actual mandato de la presidenta del CGAE.

Como se ha indicado, las elecciones se convocaron en diciembre de 2019 y se celebraron en enero de 2020, con la reelección de la Sra. Ortega. Por tanto, ésta resultó elegida en 2016 y en 2020, es decir, en un plazo de cuatro años, siendo el acortamiento de los mandatos una legítima decisión de quienes ocupan este tipo de cargos.

¿Y de cara a las próximas elecciones?

La respuesta resulta de la disposición transitoria cuarta del EGAE de 2021, lejanamente inspirada en la disposición transitoria segunda de la Ley 2/1974, de 13 de febrero, de Colegios Profesionales.

Dice así la disposición transitoria cuarta del EGAE:

Disposición transitoria cuarta. Nombramientos en vigor.

Quienes, a la entrada en vigor del presente Estatuto General de la Abogacía Española, ostenten la condición de Consejero del Pleno del Consejo General de la Abogacía Española continuarán en el desempeño de su cargo por el tiempo que reste de mandato, sin que les sea de aplicación la limitación temporal establecida en el artículo 99.2 del Estatuto General que ahora se aprueba.

A la expiración del mandato vigente, podrán concurrir a una nueva elección, aplicándose en caso de resultar elegidos el período de duración establecido en el artículo 99.2 antes citado”.

Ante todo, ha de tenerse en cuenta que el Estatuto entró en vigor el 1 de julio de 2021, con arreglo a la disposición final cuarta de su Real Decreto aprobatorio; junto a ello hay que acudir al artículo 99.1 del propio EGAE, en el que se fija la siguiente composición del Pleno de la corporación:

“1. El Pleno del Consejo General de la Abogacía Española está compuesto por los siguientes Consejeros:

  1. a) El Presidente del Consejo General de la Abogacía Española, que será elegido entre profesionales de la Abogacía ejercientes de cualquier Colegio de la Abogacía de España.
  2. b) Los Decanos de los Colegios de la Abogacía de España.
  3. c) Los Presidentes de Consejos Autonómicos de Colegios de la Abogacía en los que no concurriere la condición de Decano.
  4. d) El Presidente de la Mutualidad General de la Abogacía, Mutualidad de Previsión Social a prima fija, siempre que sea profesional de la Abogacía.
  5. e) Doce Consejeros elegidos por el Pleno del Consejo entre profesionales de la Abogacía de reconocido prestigio con más de quince años de ejercicio profesional”.

Por tanto, hay dos referencias en el precepto al término “consejeros”; una para referirse a todos los integrantes del Pleno del Consejo y otra limitada a los consejeros electivos del apartado 1.e). Ninguno de los sujetos incluidos en las letras b), c) y d) es elegido en el seno del propio CGAE, por lo que su mandato no se ve afectado por la aprobación de una nueva norma estatutaria. Podría así entenderse que la mención a los “consejeros” de la disposición transitoria cuarta del Real Decreto por el que se aprueba el EGAE comprende a la presidencia y a los doce consejeros electivos del apartado 1.e), al ser unos y otros elegidos por los mecanismos democráticos internos regulados en el Estatuto.

Por consiguiente, a la presidenta le sería aplicable ese régimen transitorio.

Partiendo de estos datos, la presidenta (Consejera del Pleno elegida en enero de 2020) podría continuar en el desempeño de su cargo hasta 2025, al no serle de aplicación la limitación establecida por el artículo 99.2, de fijación de un mandato de cuatro años; y además, podría, en 2025, “concurrir a una nueva elección” y, en caso de resultar elegida, este eventual tercer mandato sí estaría sometido al plazo de duración de cuatro años.

Ahora bien, estas reflexiones que resultan de la aplicación al caso de las normas aplicables han de completarse con dos puntualizaciones de diferente orden: una primera es la de la credibilidad institucional.

La situación en que se encuentra el CGAE a ojos de gran parte de la profesión es delicada, tras las revelaciones efectuadas antes del verano de este año por algunos medios. A raíz de una carta suscrita por los decanos de los siete Colegios de Abogados de Galicia, en la que se cuestionaban diferentes elementos de la gestión del Consejo General, como el gasto en dietas y desplazamientos o la celebración de jornadas innecesarias, fueron publicándose una serie de informaciones adicionales que ponían bajo el foco público el modo en que se gestiona un presupuesto que en gran parte procede de las cuotas de los 250.000 colegiados.

La posición del CGAE, encarnada por su presidenta, ha sido la de “prietas las filas” y “el que se mueva no sale en la foto”, considerando que la labor periodística responde a una campaña orquestada por oscuros intereses. Que el acceso al modo en que se manejan los fondos del Consejo sea una información de potencial interés para las abogadas y los abogados ni se contempla en el madrileño Paseo de Recoletos.

Es llamativo que quien así dirige una organización acaricie la idea de un tercer mandato. O quizás no, ante la ausencia de contestación interna.

Y una segunda es la de la credibilidad personal.

No es posible acceder a la información porque el CGAE publica sus actas censuradas (véase la de 13 de diciembre de 2019: T_Acta-Pleno-13-diciembre-2019-Rev.pdf (abogacia.es)), en una generosa interpretación de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno.

Como ya se ha comentado, la presidenta acortó voluntariamente su mandato inicial en un año, dando al Pleno del CGAE las oportunas justificaciones en su sesión de 13 de diciembre de 2019. Según los asistentes a esa reunión -100 consejeros, miembro arriba o abajo-, la presidenta sostuvo que acortaba su mandato y convocaba elecciones a la presidencia para respetar el plazo de cuatro años de duración del mandato presidencial establecido en el futuro EGAE. Por tanto, el segundo mandato para el que fue elegida tiene una duración de cuatro años, pues así lo comunicó al Pleno del CGAE y así fue aceptado por éste, expirando en enero de 2024.

Ahora bien, esa decisión de la presidenta de someter su mandato voluntariamente al nuevo Estatuto no pudo ser “selectiva” o “a la carta”. En buena lógica jurídica, la decisión libérrima de la presidenta en el cargo de acortar el mandato de cinco años a cuatro años, para acomodarse al futuro Estatuto, debía ir acompañada de una segunda consecuencia derivada del propio Estatuto, que es la indicada limitación de los mandatos presidenciales a dos, al preverse una sola posibilidad de reelección.

Y para esos dos mandatos ya ha sido elegida; así que, por respeto a la propia palabra y en coherencia con su decisión manifestada ante el Pleno, no debería optar a un tercer mandato en las elecciones que se convoquen en diciembre de 2023.

Seguramente así lo entendieron quienes asistieron a esa reunión y sería conveniente que así se supiera por el conjunto de la profesión, habida cuenta de que puede ser candidato a la presidencia del CGAE cualquier “profesional de la Abogacía ejerciente de cualquier Colegio de España”, por emplear la fórmula del artículo 99.1.a) del texto estatutario.

Sin respeto a la palabra dada, poca confianza merecerá.