La mejor manera de impulsar la educación para la ciudadanía en políticos y periodistas

La propuesta de introducir en el currículum educativo de la enseñanza secundaria una asignatura específica dedicada a fomentar los valores comunes de los ciudadanos (“Educación para la ciudadanía”) ha sido formulada de manera reiterada en los últimos años, aunque con escaso éxito. Fernando Savater, quizás su principal valedor, la considera “fundamental” para fomentar la aceptación de que “hay opiniones diferentes y diversas” pero que, debajo de ello, hay un “fondo común que hay que respetar”(aquí).

Sin duda alguna, el Estado democrático de Derecho es un claro ejemplo de ese “fondo común” a respetar. Jean Françoise Rével se quejaba de lo difícil que resultaba hacer comprender a la gente que la democracia es el régimen en el que no hay una causa justa (puesto que cada uno considera así la suya) sino solo métodos justos. Esos métodos constituyen el fondo común.

Tener ese fondo en alta estima sería muy importante. Nos facilitaría escapar de la tentación de sacrificarlo en aras a nuestro propio interés a corto plazo, a modo del dilema del prisionero. Es decir, desde un punto de vista egoísta, nos interesa que los demás respeten siempre los métodos comunes, pero también eludirlos nosotros cuando puntualmente podemos obtener una ventaja con ello. Por eso, si hemos sido educados para valorarlos, no solo podremos identificarlos mejor, sino que, además, comprenderemos también mejor que esas actitudes oportunistas, cuando inevitablemente terminan por generalizarse, ponen en peligro la convivencia en perjuicio de todos.

A la vista de la actualidad política y mediática en España, que pienso que no hace falta describir, cabría preguntarse si las cosa habrían mejorado algo en el caso de que nuestros líderes políticos y directores de periódicos hubieran cursado dicha asignatura, pues últimamente se escribe mucho sobre la conveniencia de moderar el lenguaje y ser riguroso en los conceptos. La verdad es que cabe dudarlo, porque es difícil pensar que personas que se dedican profesionalmente a la cosa pública puedan ser unos completos ignorantes funcionales en esa materia. De hecho, personas muy formadas, cuando no ilustres profesores de Derecho Constitucional, son capaces de tergiversaciones y de contorsiones intelectuales absolutamente asombrosas con el fin de hacer avanzar unos milímetros la propia causa. Resulta difícil pensar que es debido a que hicieron pellas en educación para la ciudadanía.

Pero, quizás, podríamos pensar que no es tan importante que la hubieran cursado políticos y periodistas, al fin y al cabo contaminados por el poder, como el resto de los ciudadanos, capacitándoles así para no votar a los partidos ni comprar los periódicos que desprecien el fondo común. Pero de nuevo cabe dudarlo, a veces por los mismos motivos, pero especialmente porque todas las opciones políticas y periodísticas disponibles hoy en España incurren en parecidos vicios, y las que pretendieron escapar alguna vez de ellos (el famoso regeneracionismo de los nuevos partidos) incurrieron en algunos todavía peores.

Es difícil que una humilde asignatura pueda revalorizar de manera efectiva el aprecio por el fondo común, cuanto absolutamente todas las tendencias socioculturales presionan en un sentido contrario. La educación, tanto la buena como la mala, es casi siempre indirecta, al menos cuando se refiere a las cosas humanas. Y esa asignatura va a contracorriente de ciertos postulados omnipresentes que hemos heredado de la Modernidad y que pueden resumirse en la idea capital del pesimismo antropológico (visión del ser humano caracterizada por su egoísmo elemental). Pesimismo que, para unos, se resuelve en permitir a los ciudadanos seguir su propio interés sin trabas, con la esperanza de que de allí saldrá algo bueno y, para otros, en sujetarles a normas sin trabas para reconducirle en un sentido positivo, o muchas veces en una mezcla de las dos cosas. En cualquier caso, la conclusión es que el ciudadano siempre es un menor de edad, un animal irracional incapaz de motivarse por otra cosa que no sea el palo y/o la zanahoria.

Esa idea capital es la que explica el comportamiento de nuestros políticos y periodistas, algunas veces incluso bienintencionado. No es que los políticos y periodistas sean unos ignorantes funcionales (también de eso hay, claro) sino que quieren gobernarnos y dirigirnos en nuestro propio interés porque ellos sí nos consideran unos ignorantes funcionales. No por desprecio, claro, sino porque estamos ocupados en nuestros asuntos, sacando adelante el país con nuestro trabajo especializado, y no tenemos tiempo ni interés para otra cosa. Alguien nos debe gobernar, reconducir, apelando a nuestros sentimientos más bajos y elementales, que es la forma adecuada de movilizar a los grandes números. De esta manera el insulto, la exageración, la hipérbole, están plenamente justificados, y por mucho que protestemos van a seguir entre nosotros.

Esto explica también que la verdad tenga siempre en política una importancia muy relativa, al menos totalmente subordinada al progreso de la causa particular. No se busca hablar al ciudadano como un adulto e informarle con rigor, sino reconducirlo en un sentido adecuado, aunque sea forzando la realidad de los hechos, no se vaya a desviar y votar al partido equivocado. Por eso el político está totalmente legitimado para actuar en contra del espíritu e incluso de la letra de la ley, y el periodista cliente para justificarlo, porque lo hacen en beneficio de la causa justa. Pero, claro, cuando lo hace el contrario es un fascista, un golpista, un bolivariano o un filoterrorista.

En cualquier caso, conviene no confundir el lado emocional con el intelectual del asunto. No se trata de una pura representación teatral, porque la mayoría de los políticos y periodistas están verdaderamente indignados y escandalizados con los abusos del contrario, de tal manera que ven los propios como reacciones plenamente justificadas, cuya importancia es necesario minimizar en comparación. De esta manera, la indignación conduce a la mentira. Pero tampoco nos debemos llamar ingenuamente al engaño. Esto ha ocurrido siempre en política. Desde los orígenes de la democracia en Atenas, pero especialmente en la democracia moderna en casi cualquier lugar del mundo. Por supuesto ha pasado antes en nuestro país, casi con la misma virulencia.

¿Qué cabe hacer entonces al respecto, con el fin de contrarrestar este tipo de situaciones que amenazan llevarse a lo común por delante? Por supuesto que estoy totalmente a favor de implantar esa asignatura de educación para la ciudadanía, y hasta convertirla en master necesario para acceder a un cargo político o a la dirección de un periódico, pero mientras tanto se me ocurre un remedio mejor a corto plazo: reducir institucionalmente los motivos y las oportunidades de fricción que afectan a ese fondo común. Tapar los huecos institucionales que fomentan las luchas oportunistas entre facciones para controlar lo que debería ser de todos. No podemos olvidar que esta enorme crisis ha venido motivada por las luchas partitocráticas para dominar nuestras instituciones de control, especialmente el Poder Judicial. Si hubiésemos seguido hace tiempo los insistentes requerimientos de las autoridades europeas para reformar el Poder Judicial con el fin de apartarlo de las luchas partidistas, siguiendo las adoptadas unánimemente por nuestros vecinos (con la excepción de Polonia) nos hubiéramos ahorrado esta crisis. Nos hubiéramos ahorrado también las acusaciones de golpismo y de fascismo y este ambiente absolutamente irrespirable en el que vivimos. Hasta el caso catalán se hubiera gestionado mucho mejor y con menos acritud. Y lo mismo cabe decir del Tribunal Constitucional. Si unos y otros hubieran nombrado a personas de reconocida solvencia sin vinculaciones expresas con los partidos políticos, incluso de su propia línea ideológica, pero independientes de los aparatos, y no a esbirros al servicio del señorito de turno, esta crisis se hubiera desactivado casi sola. En definitiva, si carecemos del civismo necesario para respetar lo común, al menos limitemos al mínimo nuestras luchas tribales dejando al margen a las instituciones de control.

Por supuesto, las reformas institucionales no van a eliminar la hipérbole ni la mentira de la política. Para eso se necesita acabar con muchos de los prejuicios que nos ha legado la Modernidad, especialmente con el citado del pesimismo antropológico, y eso no se hace fácilmente, ni con asignaturas ni sin ellas. Pero, si hacemos las reformas oportunas, al menos seríamos capaces de bajar un poco la temperatura ambiente, tan importante en estos tiempos de ahorro energético, quizás lo suficiente para que lo común no salte por los aires.

Así que a los indignados y ofendidos de uno y otro bando les propongo dejar de denunciar emocionalmente los abusos ajenos y justificar intelectualmente las propias reacciones, y a cambio clamar por solucionar los problemas institucionales que nos han conducido hasta aquí. Seguro que las cosas mejorarían bastante.