La reforma del delito de malversación de caudales públicos y el nuevo delito de enriquecimiento ilícito

El pasado 22 de diciembre de 2022 se publicó en el BOE la Ley Orgánica 14/2022, de 22 de diciembre, de transposición de directivas europeas y otras disposiciones para la adaptación de la legislación penal al ordenamiento de la Unión Europea y reforma de los delitos contra la integridad moral, desórdenes públicos y contrabando de armas de doble uso.

Tal y como su propio nombre indica, esta Ley Orgánica reforma numerosos aspectos del Código Penal. Sin embargo, en adelante trataremos únicamente la reforma del delito de malversación de caudales públicos y la introducción del nuevo delito de enriquecimiento ilícito (artículos 432 a 438 del Código Penal).

La clave de la presente reforma reside en que el delito de malversación de caudales públicos deja de remitir en su redacción al artículo 252 del Código Penal –al delito de administración desleal, también modificado a través de la presente reforma−, para configurarse ahora en cascada y de forma autónoma según se trate de conductas de apropiación del patrimonio público o de desviación para usos privados o públicos.

Así, en su primer escalón, las penas se mantienen para los casos en los que la autoridad o funcionario público se apropie, o consienta que un tercero lo haga, del patrimonio que tenga a su cargo (2 a 6 años de prisión e inhabilitación especial para cargo o empleo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo de 6 a 10 años).

De la misma forma, se mantienen las penas agravadas para los casos de causación de daño o entorpecimiento graves al servicio público, cuando el valor del perjuicio causado o del patrimonio apropiado supere los 50.000 euros o en el caso de que las cosas malversadas fueran de valor artístico, histórico, cultural o científico, así como si se trate de efectos destinados a aliviar alguna calamidad pública. Las penas son las de prisión de 4 a 8 años e inhabilitación absoluta de 10 a 20 años.

También permanece el tipo superagravado para los casos donde el patrimonio apropiado o el perjuicio causado supere los 250.000 euros. En estos casos se impondrá la pena de prisión en su mitad superior pudiéndose llegar hasta la superior en grado. Es decir, de 6 a 12 años de prisión.

Además, se mantiene el tipo atenuado para los casos en los que el valor del perjuicio causado o del patrimonio público apropiado sea inferior a 4.000 euros. Su pena es de 1 a 2 años de prisión, multa de 3 meses y un día a 12 meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público y del derecho de sufragio pasivo por tiempo de 1 a 5 años.

El segundo de los escalones consistirá en el destino o desvío para usos privados del patrimonio público que la autoridad o cargo público tiene a su administración. En este caso, las penas serán de prisión de 6 meses a 3 años y suspensión de empleo o cargo público de 1 a 4 años si reintegra los efectos al erario público en los 10 días siguientes a la incoación del proceso.

Esta modalidad de malversación se separa de la malversación general que desde 2015 englobaba todos los casos de apropiación indebida o administración desleal del patrimonio público.

El legislador justifica en la Exposición de Motivos este desgaje del desvío para usos privados del patrimonio público aludiendo a la regulación en Derecho comparado de casos similares. La misma diferenciación se contiene en las legislaciones penales de Francia, Italia y Portugal. No así en Alemania donde, aun no diferenciando ambos supuestos, la pena máxima es de 5 años de prisión.

El tercer escalón de la nueva regulación consiste en el desvío para usos públicos del patrimonio público administrado. En esencia, se trata del delito de desviación de fondos a otros intereses públicos recogido en el artículo 397 del Código Penal de 1973 y que desde 1995 resultaba impune.

Consiste en la aplicación a usos públicos distintos de los determinados legalmente del patrimonio público que la autoridad o cargo público tiene a su cargo y se le anuda una pena inferior debido a que el patrimonio público en cuestión se sigue destinando a fines o usos públicos, aunque no sean los que la ley determine. Sus penas son las de prisión de 1 a 4 años e inhabilitación especial de empleo o cargo público de 2 a 6 años siempre que resultare daño o entorpecimiento graves del servicio al que dicho patrimonio estuviere consignado; o únicamente de inhabilitación de 1 a 3 años y multa de 3 a 12 meses si no se produjera dicho perjuicio.

Esta nueva regulación ha sido objeto de diversas críticas. La primera de ellas se refiere a la oportunidad de la reforma. A nadie escapa que esta se ha realizado con el objetivo de rebajar las penas que por la comisión de los delitos de malversación fueron impuestas a los condenados por el Procés. Todas las condenas por este delito se referían a una administración desleal del patrimonio público –sin apropiación del mismo−, por lo que como mínimo sus penas deberán rebajarse hasta las determinadas para el desvío de fondos públicos para usos privados.

No obstante, esta rebaja de penas no solo afectará a los condenados por el Procés, sino que se aplicará a todos y cada uno de los casos donde se perpetró la malversación en su modalidad de administración desleal, esto es, sin ánimo apropiatorio. Ello, tal y como ha recordado la Asociación de Fiscales en un comunicado, conllevará una masiva revisión de condenas.

La segunda de las críticas que contra esta reforma se han vertido se focaliza en el bien jurídico protegido en el delito de malversación de caudales públicos. Al tratarse de un delito contenido dentro del Título XIX –delitos contra la Administración Pública− su bien jurídico protegido es el deber de fidelidad que tiene el funcionario o autoridad para con la Administración a la que sirve, y más concretamente la fidelidad en la administración y preservación del patrimonio público.

Atendiendo a ello, muchos críticos no entienden que se efectúe una diferenciación de penas. Tanto si el cargo público se apropia del patrimonio como si lo utiliza para fines diferentes a los previstos, el daño al patrimonio público es el mismo, por lo que estos entienden que las penas deberían ser iguales.

Frente a ello, el legislador aduce la mayor sensibilidad social frente a las conductas de apropiación dado el ánimo de lucro que conllevan. Sin negar este punto, lo cierto es que el daño al bien jurídico protegido, siempre que no se devuelvan los efectos públicos malversados, es el mismo.

La tercera de las críticas se refiere a que con esta rebaja de penas se estaría favoreciendo la corrupción. La esencia de la misma radica en que a menores penas, más predisposición a la comisión del delito. No nos detendremos en este punto dado que este argumento podría esconder una opción de política criminal más que una existente y comprobada relación causal.

Y finalmente, la última de las críticas se refiere a la inclusión del nuevo delito de enriquecimiento ilícito (artículo 438 bis). Este tipo penal sanciona a quien haya aumentado su patrimonio en 250.000 euros durante el ejercicio de su cargo o en los 5 años siguientes y se negare a justificar su procedencia ante el requerimiento para ello de la Administración correspondiente.

El legislador justifica la inclusión de este nuevo tipo en las recomendaciones que a España se le habían venido haciendo desde las Naciones Unidas y la Unión Europea. No obstante, lo que omite el legislador es que estas recomendaciones hacían siempre referencia a que la redacción del mismo debe de respetar la Constitución Española y los principios fundamentales de nuestro ordenamiento jurídico (véase el artículo 20 de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, también llamada “Convención de Mérida”). Principios fundamentales que, aun haciendo referencia a que se trata de un delito de desobediencia –al exigir la existencia de un requerimiento previo de justificación de dichos ingresos− no se ven respetados. Cabe destacar que ya en 2011 España se negó a incluir este nuevo tipo penal por considerarlo contrario a la presunción de inocencia. Presunción de inocencia que han declarado vulnerada como consecuencia de este delito los tribunales de algunos países como Italia o Portugal a los que el legislador hace reiterada referencia en la Exposición de Motivos de la presente reforma

El incierto futuro del Tribunal Constitucional (reproducción tribuna en El Mundo)

Con el nombramiento de Cándido Conde-Pumpido como nuevo Presidente culmina el proceso de politización del Tribunal Constitucional iniciado hace muchos años, y que había consagrado en la práctica (por parte de los partidos y de los medios de comunicación) la extraña noción de que el órgano de garantías constitucionales es una especie de tercera cámara en la que hay que reproducir las mayorías existentes en el Parlamento, a través del desastroso sistema de cuotas partidistas que está destruyendo todas y cada una de nuestras instituciones de contrapeso y que, conviene insistir, no es el que está establecido en la Constitución.

El problema, es que lo que hasta ahora era un secreto de pasillo, nunca mejor dicho, se convierte en público y notorio: hay un bloque “progresista” y uno “conservador” (me niego a abandonar estas comillas) que votan de forma absolutamente previsible atendiendo a los intereses políticos de sus respectivos mandantes, es decir, los partidos políticos de turno. Ha ocurrido con el reciente auto del Tribunal Constitucional suspendiendo la tramitación de dos enmiendas en el Senado y, mucho me temo, va a ser el pan nuestro de cada día a partir de ahora. No es que no haya sido así muchas veces en el pasado; pero ha habido casos, algunos muy sonados, en que los magistrados del Tribunal Constitucional han llegado a acuerdos transversales o incluso han votado en contra de su “bloque” por razones estrictamente técnico-jurídicas. Creo que esa época ha quedado atrás y que veremos un Tribunal Constitucional impecablemente dividido en bloques y con un montón de votos particulares. Y, por tanto, un Tribunal constitucional que no va a poder cumplir una función efectiva de contrapeso.

Los motivos para vaticinar que esto va a ser así son varios, pero me limitaré a señalar tres, todos muy preocupantes: el primero, que sostener en el debate público que el Tribunal Constitucional tiene que atender a las mayorías parlamentarias ya no se considera algo descabellado o propio de populistas o/e ignorantes –que suelen coincidir, por cierto- sino que ahora se defiende con naturalidad y, como ahora toca que la mayoría sea progresista, hasta como una esencial garantía democrática por el Gobierno y sus socios. Unos por desconocimiento y otros por interés están defendiendo una idea radicalmente incompatible con la democracia liberal representativa que recoge nuestra Constitución. Porque con este razonamiento desaparece, precisamente, una de las principales garantías de una democracia: que un órgano contramayoritario y técnicamente especializado y neutral pueda declarar inconstitucionales las leyes que dicte la mayoría de turno, además de salvaguardar los derechos fundamentales de los ciudadanos frente a los Poderes públicos. Es así en todos los países de nuestro entorno, en particular en los países con una tradición de Derecho Constitucional que es a la que pertenecemos. Por supuesto, nadie piensa que cuando haya una mayoría diferente un órgano de estas características pueda echarse de menos precisamente por los que hoy consideran fundamental ese alineamiento.  La historia reciente de este país, después de lo ocurrido en Cataluña en 2017 aconsejaría ser mucho más prudente.

El segundo motivo es el perfil de los magistrados del Tribunal Constitucional. Desde hace años se lleva produciendo un deterioro progresivo en la composición del Tribunal, en la medida en que los magistrados con prestigio profesional acreditado –que, no por casualidad, suelen coincidir con magistrados más independientes y menos sensibles a argumentarios y consignas partidistas- han ido siendo sustituidos por meros juristas de partido. Es importante subrayar que quien tiene prestigio profesional previo suele ser más reacio a poner en riesgo su reputación sosteniendo en un debate técnico que no deja de ser público posturas que técnicamente no son defendibles. Lógicamente quienes no lo tienen, y llegan a magistrados del Tribunal Constitucional como recompensa a los servicios previos prestados como juristas de partido no tienen una reputación que perder y pueden actuar con total desenvoltura como los políticos que son. De manera que puede suceder que el derecho y las consideraciones técnicas sean lo de menos: como botón de muestra, las sorprendentes declaraciones de la magistrada Maria Luisa Balaguer (luego matizadas) en torno a la necesidad de que el Tribunal Constitucional pueda “superar la ley” o “ir más allá de la ley”. Nada más lejos de la teoría y práctica de lo que debe de ser un Tribunal Constitucional, precisamente configurado como un “legislador negativo”, es decir, como el órgano que debe de garantizar sencillamente que las leyes aprobadas por un Parlamento democrático sean conformes a la Constitución. Es decir, el fin justifica los medios.

El tercer motivo se refiere al perfil del nuevo Presidente, Cándido Conde Pumpido y en los amplísimos poderes que tiene el Presidente del Tribunal Constitucional. Porque, otra deriva muy preocupante de nuestras instituciones, es la del caudillismo. Ocurrió con el CGPJ de Lesmes y es más que probable que suceda ahora también en una institución en la que el Presidente goza de amplios poderes discrecionales. Tiene que ver, inevitablemente, con el empeoramiento del nivel técnico y profesional de los otros magistrados: él, a diferencia de algunos otros, es un buen jurista. Pero no oculta, sino todo lo contrario, que es un jurista comprometido con una causa, de ahí su famosa frase sobre los jueces que se manchaban las togas con el polvo del camino. Falta por ver si esa causa es la de la de la Constitución española que el Tribunal que preside tiene que defender o es la del Gobierno o la mayoría “progresista”. Porque puede suceder que no coincidan. Y para eso, justamente, está un Tribunal Constitucional digno de tal nombre.

Transición energética y buena regulación

En el ámbito del sector energético llevamos semanas oyendo hablar de la posible caducidad de multitud de permisos de acceso y conexión otorgados a proyectos de instalaciones de generación renovable de energía eléctrica. Ya no se trata de especulaciones; el día 25 de enero se ha cumplido el hito administrativo que podría implicar la caducidad de muchos de estos permisos con la aparente frustración de los proyectos renovables que ello conlleva.
Esta coyuntura tiene su origen en la aprobación del Real Decreto-ley 23/2020, de 23 de junio, por el que se aprueban medidas en materia de energía y en otros ámbitos para la reactivación económica. Con el fin de combatir comportamientos de carácter especulativo en la compraventa de los permisos y evitar que proyectos poco maduros absorbieran la capacidad de evacuación de la red —perjudicando así a los proyectos solventes—, el RD-ley 23/2020 introdujo una serie de “hitos” administrativos, que han de llevarse a efecto en un plazo determinado, cuyo incumplimiento supone la consiguiente caducidad de los permisos, liberando dicha capacidad. Estos hitos son (i) la presentación y admisión de la autorización administrativa previa (AAP); (ii) la obtención de la declaración de impacto ambiental favorable (DIA); (iii) la obtención de la AAP; (iv) la obtención de la autorización administrativa de construcción (AAC) y, por último, (v) la obtención de la autorización administrativa de explotación definitiva (AAE).
Ahora bien, pese a los buenos propósitos de esta medida regulatoria, su puesta en funcionamiento ha derivado en una patente situación de inseguridad jurídica.
Ya a finales del año 2021, se comprobó que los plazos fijados en un principio resultaban manifiestamente insuficientes para que las Administraciones tramitaran a tiempo la enorme cantidad de solicitudes formuladas por los promotores de los proyectos. Finalmente, el legislador, consciente del “cuello de botella” provocado con el establecimiento de un calendario de hitos para el que los recursos de las Administraciones Públicas resultaban claramente insuficientes, procedió a ampliar dichos plazos mediante el Real Decreto-ley 29/2021, de 21 de diciembre, por el que se adoptan medidas urgentes en el ámbito energético para el fomento de la movilidad eléctrica, el autoconsumo y el despliegue de energías renovables (extendiendo por un plazo adicional de nueve meses las fechas previstas en el RD-ley 23/2020 para los hitos intermedios).
La exposición de motivos del RD-ley 29/2021 es bien expresiva de esta problemática al indicar que “debido al elevado volumen de proyectos que en la actualidad se encuentran en tramitación, podría suceder que proyectos potencialmente viables y que han demostrado su voluntad de construir las plantas de generación proyectadas no puedan llevar a cabo sus inversiones” (Apartado V).
Sin embargo, a pesar de esta ampliación para los hitos intermedios operada con el RD-ley 29/2021 y del sprint final llevado a cabo por la mayoría de Administraciones implicadas, no son pocos los proyectos que, llegada la fecha del 25 de enero de 2023, no están en disposición de una DIA favorable por causa imputable a la Administración, al no haberse resuelto las solicitudes dentro de los plazos establecidos (el 25 de enero de 2023 constituye “el día D” para la caducidad de aquellos permisos de AyC otorgados entre el 1 de enero de 2018 y el 24 de junio de 2020 que no hayan cumplido con la obtención de la DIA).
La situación de incertidumbre (y, por tanto, inseguridad jurídica) en la que se ha situado durante meses a los promotores de los proyectos afectados alcanza cotas difícilmente imaginables teniendo en cuenta la cantidad de megavatios implicados (se estima que unos 60.000 MW), la envergadura económica de las inversiones proyectadas y la acuciante necesidad de incrementar la potencia renovable instalada en un contexto de crisis energética como el que vivimos hoy en día (con la imprescindible necesidad de minorar la dependencia de combustibles fósiles)(1).
La suerte seguida por los proyectos en su tramitación ha dependido de factores como la competencia para resolver en función de la potencia proyectada o la Comunidad Autónoma en que se ubican las instalaciones. Así, desde el Ministerio de Transición Ecológica se aseguró que los proyectos dependientes de la Administración General del Estado (aquellos con potencia eléctrica instalada superior a 50 MW eléctricos) obtendrían en todo caso una declaración (favorable o desfavorable) en plazo . Por su parte, aquellas instalaciones proyectadas cuya autorización dependía de las Comunidades Autónomas han corrido distinta fortuna en función de la Comunidad competente. Según parece, al tiempo que las solicitudes para proyectos localizados en suelo extremeño o andaluz han sido resueltas en plazo, otras solicitudes referidas a instalaciones proyectadas en Galicia, Cataluña o Comunidad Valenciana no han llegado a tiempo.
Es decir, frente a lo que debería ser la expectativa razonable de los promotores con respecto a resolución de sus solicitudes (rigor en el cumplimiento de las instalaciones proyectadas con los requisitos legalmente exigibles), la realidad es que la resolución en plazo ha dependido, en última instancia, de una auténtica “carrera” por dictar resolución con antelación al día 25 de enero.
Esta situación, a su vez, ha dado lugar a la generación de dos problemáticas derivadas.
La primera, los interrogantes jurídicos suscitados en el caso de las solicitudes que no han contado con resolución en el plazo indicado. A este respecto, la ley establece con claridad que la no acreditación del cumplimiento de los hitos administrativos en tiempo y forma supondrá la caducidad automática de los permisos de AyC concedidos.
De ahí que una de las opciones de los promotores afectados pase por la eventual articulación de acciones de responsabilidad patrimonial de la Administración. No obstante, de nuevo, son numerosas las dudas que se suscitan en este punto. De entre ellas sobresale la cuestión de la cuantificación del daño; ¿daño emergente, lucro cesante?, ¿puede tomarse en cuenta para realizar el cálculo toda la vida útil de la instalación renovable no construida?, ¿sería posible reclamar gastos e intereses por las garantías prestadas?
Asimismo, cabe preguntarse qué sucedería en el caso de que la Administración, en cumplimiento del artículo 21.1 LPACAP, emitiera una DIA extemporánea. ¿Qué consecuencias tendría que su sentido fuese desfavorable?, ¿debería continuarse por la vía de la RPA (de haberse iniciado) o recurrir la resolución en cuestión? En caso de ser favorable, ¿cabría solicitar la anulación de la declaración de caducidad de los permisos de AyC a fin de ser sustituida por la emisión de la DIA favorable dictada con carácter retroactivo (ex art. 39.3 LPACP ) (2)?
La segunda problemática, consiste en la sospecha de que esa “carrera” de las Administraciones implicadas por llegar a tiempo en el dictado de las resoluciones ha derivado en una relajación de las evaluaciones de impacto ambiental. En este sentido, cabe cuestionarse cómo Administraciones que hasta la fecha habían resuelto escasos expedientes durante meses debido a la falta de medios hayan sido capaces de aprobar resoluciones en un elevado número de expedientes contando con los mismos recursos y cumpliendo con las garantías necesarias.
En las próximas semanas podremos comprobar cuáles son las consecuencias derivadas de tales problemáticas.
En definitiva, si bien el escenario energético actual se caracteriza por la necesidad de adaptación permanente, lo cual deriva en una constante actividad legislativa (vgr. REpowerEU)(3), consideramos que las múltiples problemáticas descritas en el presente artículo podrían haberse evitado ―en buena medida― acudiendo a los principios de buena regulación. Es decir, mediante una aplicación efectiva de los mismos (especialmente, en el diseño de la iniciativa legislativa de que se trate) que vaya más allá de su invocación meramente ornamental en los preámbulos o exposiciones de motivos de las normas.
El sector renovable ya vivió hace una década una situación de inseguridad jurídica y riesgo regulatorio cuyos ecos todavía perduran. Por ello, en un momento tan crucial como el actual, resulta más necesario que nunca generar un marco normativo “estable, predecible, integrado, claro y de certidumbre, que facilite su conocimiento y comprensión y, en consecuencia, la actuación y toma de decisiones de las personas y empresas” como se preconiza en el artículo 129.4 de nuestra ley procedimental.

 

(1) Las noticias de prensa a este respecto son innumerables. A simple modo de ejemplo: https://cincodias.elpais.com/cincodias/2023/01/24/companias/1674585558_744384.html

(2) Hay que advertir que, pese a que de la norma resulta el 25 de enero de 2023 como fecha límite para el cumplimiento del segundo hito administrativo, la caducidad de los permisos que dependan del mismo no se hará efectiva hasta el 25 de febrero de 2023. Ello se debe a que, aunque el texto del RD-ley 23/2020 prevé la caducidad automática de los permisos, el promotor dispone de un mes desde la finalización del plazo del hito en cuestión para acreditar ante el gestor de la red su cumplimiento. Consecuentemente, sería posible que aquellos proyectos que se hallen en un estado de suficiente madurez obtuvieran la DIA en plazo si la Administración competente decidiera —discrecionalmente (otra muestra más de inseguridad jurídica)— emitir la autorización durante ese plazo extra. Ello con efectos retroactivos, en virtud del artículo 39.3 LPACAP.

(3) En el contexto de la crisis energética iniciada a mediados de 2021 e incentivada por el conflicto bélico entre Rusia y Ucrania, la Unión Europea ha procedido a la aprobación de múltiples actos legislativos relativos a la reducción de demanda de gas (REGLAMENTO (UE) 2022/1369) o la aceleración del despliegue de las renovables (REGLAMENTO (UE) 2022/2577).

Ley de empresas emergentes y derecho mercantil: ruido, confusión y pocas nueces

Probablemente la Ley 28/2022, de 21 de diciembre, de fomento del ecosistema de las empresas emergentes pueda justificar su existencia solo con su título, que contiene tantas palabras esperanzadoras. Puede también que los asesores laborales y fiscales logren encontrar utilidad en las ventajas en IRPF, IS y Seguridad Social que la norma introduce. Lo que no parece que en el ámbito mercantil la Ley aporte mucho -salvo quizás confusión-.

Lo primero que hay que advertir es que para estar sometido a esta ley es necesario que la sociedad sea considerada “empresa emergente” y para eso se requiere no solo cumplir los 7 requisitos de su artículo 3 (sintéticamente ser empresa de reciente creación, no cotizada, que no haya distribuido dividendos, con actividad principal en España) sino también obtener la calificación como empresa innovadora” de la entidad pública ENISA como empresa innovadora y escalable.

Una primera simplificación es no exigir a las personas físicas extranjeras que inviertan en estas sociedades que obtengan el NIE que expide la Policía, sino el NIF que expide la AEAT (art. 9.1). Eso está muy bien porque simplifica los trámites, pero el problema es que ya era posible antes, como expliqué en este artículo y como pueden comprobar en la web de AEAT. En cuanto al procedimiento de obtención del NIF, se anuncia la novedad de un procedimiento electrónico, que en teoría ya existe (ver aquí). También se anuncia como novedad que se pueda tramitar a través la notaría, lo cual también ya es posible.

Sí es una novedad que las sociedades puedan obtener el NIF de forma telemática. El problema aquí es que se limita a cuando la sociedad emergente se constituye a través del CIRCE. Esta restricción no tiene sentido, pero tampoco lo tiene que se limite esta posibilidad a las empresas emergentes. Es absolutamente necesario para nuestra competitividad que las sociedades extranjeras que quieran invertir en cualquier empresa puedan obtener un NIF de manera ágil, lo que hoy no es el caso. Al menos para las de la UE, debería poder solicitarse también a través de las notarías, pues para constituir una sociedad o comprar participaciones los notarios les van a pedir los mismos documentos que exige la AEAT para conceder el NIF. Mención aparte merece la supuesta simplificación de admitir en lugar de un poder “un contrato de mandato con representación en el que conste expresamente la aceptación de la representación fiscal” sin que se sepa si basta un documento privado y, si ese es el caso, como se va a comprobar la autenticidad de la firma o la representación.

Otra novedad es que las sociedades limitadas puedan adquirir participaciones propias hasta el 20% del capital para ejecutar planes de retribución. Se trata de una previsión que se debería extender a todas las sociedades limitadas y se debería suprimir el requisito de que constara en estatutos, que solo debe ser necesario cuando se trate de retribución de administradores, como ya exige la LSC. El que se exija como requisito que “las participaciones a adquirir estén íntegramente desembolsadas” es superfluo pues en todo caso lo exige el art. 78 LSC (pero da una idea de la calidad de la Ley).

El plazo para la inscripción de todos los documentos de estas sociedades se reduce a 5 días. No creo que el plazo de inscripción ordinario constituya un problema para el éxito de las empresas innovadoras, pero en todo caso la norma no sirve para solucionarlo, pues permite al registrador no cumplirlo si la complejidad o motivos técnicos lo impiden, notificando esa circunstancia. Directamente inútil es también la norma sobre aranceles para constitución de empresas emergentes constituidas a través del sistema CIRCE, pues se limita a reiterar el que ya se aplica a cualquier sociedad que se constituyan por este sistema con capital inferior a 3100 euros. Lo mismo sucede con la exención de las tasas del BORME (art. 12.2), como pueden ver en este comentario de Vicente Martorell.

Peor que inútil es el art. 11.2 sobre inscripción de pactos de socios que dice:

Los pactos de socios en las empresas emergentes en forma de sociedad limitada serán   inscribibles y gozarán de publicidad registral si no contienen cláusulas contrarias a la ley. Igualmente, serán inscribibles las cláusulas estatutarias que incluyan una prestación accesoria de suscribir las disposiciones de los pactos de socios en las empresas emergentes, siempre que el contenido del pacto esté identificado de forma que lo puedan conocer no solo los socios que lo hayan suscrito sino también los futuros.

Recomiendo el comentario de Jesús Alfaro aquí y resumo sus conclusiones.

  • No parece que la primera frase aporte nada, pues los pactos de socios siempre se pueden incorporar a estatutos (y por tanto inscribirse) si no son contrarios a la Ley y lo desean los socios.
  • En cuanto a la prestación accesoria de cumplimiento del pacto, no parece que hubiera ningún problema sobre su inscripción. De hecho, la resolución de la DGRN de 26 de julio de 2018 ya admitió esa cláusula, aunque consideraba necesario que el pacto de socios tuviera un contenido concreto, lo que quedaba cumplido si se reseñaba la escritura pública en la que se había elevado a público. Sin embargo, el hecho de que ahora se exija que “el pacto esté identificado de forma que lo puedan conocer no solo los socios que lo hayan suscrito sino también los futuros” parecería indicar según Alfaro que ahora sería necesaria su inscripción. Esto supondría por tanto una obligación (y un coste) adicional para estas sociedades que se pretende beneficiar.

Para terminar he dejado una norma que no es contraproducente o inútil. El art. 13 dice que no se aplica la causa de disolución por pérdidas por quedar reducido el patrimonio neto por debajo de la mitad del capital social durante los primeros tres años de vida de la sociedad. Esto supone una excepción a la aplicación del art. 363 LSC y por tanto también a la responsabilidad de los administradores (art. 367 LSC) y tiene sentido, pues lo normal es que las empresas en sus inicios tengan pérdidas. Lo que quizás debería plantearse es aplicar esta norma a todas las sociedades de capital, pues la puesta en marcha de las sociedades (emergentes o no emergentes) casi siempre da lugar a un desequilibrio patrimonial.

Es poco probable que muchas empresas cumplan los requisitos de esta Ley y se tomen el trabajo de solicitar su calificación como empresa emergente. Sería mucho más útil que se tomaran medidas para todas las sociedades, como propusimos en este libro. Una simple aplicación informática de la AEAT que permitiera que los notarios solicitaran el NIF de las sociedades extranjeras que van a invertir en España sería quizás más práctica que toda la Ley. Sería aún mucho mejor que la AEAT asignara un NIF de manera automática a cualquier sociedad de la UE aportando simplemente su número registral. Aunque claro, nos quedaríamos sin una Ley con título tan bonito.

Directivos públicos (menos) profesionales

Lo cierto es que no está teniendo mucho arraigo normativo esa figura institucional que (mal) diseñó el Estatuto Básico del Empleado Público en 2007, y que obedece al enunciado de Directivo Público Profesional. La normativa autonómica aprobada hasta la fecha, con más sombras que luces, ha terminado configurando esa figura como un remedo aparentemente mejorado del sistema de libre designación, aunque con algunos requisitos previos más bien tibios o con los consabidos rodeos dialécticos que pretenden vender como profesional lo que sigue teniendo un alto grado de discrecionalidad en los nombramientos y, casi siempre, discrecionalidad absoluta en los ceses. Como ya he repetido hasta la saciedad, no puede haber dirección pública profesional donde el cese es discrecional, por mucho que endurezcamos en apariencia las condiciones de acceso a esa posición. Como ya advertí hace muchos años a un alto cargo presidencial de una república latinoamericana, que pretendía una gerencia pública en la que fuera muy difícil o exigente entrar y muy fácil o flexible salir, aquello no era ni por asomo un modelo de profesionalización de la dirección pública, sino un sistema de desvinculación libre.

El anteproyecto de Ley de Función Pública de la Administración General del Estado

Hace algunas semanas se ha hecho pública la enésima versión del Anteproyecto de Ley de Función Pública de la AGE, quince años después (casi dieciséis) desde la entrada en vigor del EBEP. No se está dando mucha prisa precisamente la Administración del Estado en hacer efectiva una reforma que pretendía homologar nuestra función pública con la de las democracias avanzadas. Aun estamos lejos de conseguirlo, cuando todavía se discuten cosas tan obvias como la evaluación del desempeño y la obligada remoción de aquellos funcionarios que no alcancen los objetivos marcados. La gestión de la diferencia, en esta república igualitaria sindicalmente llamada España, es y al parecer seguirá siendo un sueño inalcanzable.

En ese Anteproyecto, que aún debe ser objeto de innumerables informes y negociaciones antes de alcanzar el estadio de proyecto de Ley aprobado definitivamente por el Consejo de Ministros, y cuya tramitación parlamentaria se antoja casi imposible de cumplir en esta Legislatura (con lo que decaería), se halla regulado al fin la Dirección Pública Profesional (DPP). Habrá que esperar para ver cómo queda finalmente tal regulación, pero a bote pronto se pueden identificar una serie de rasgos distintivos, que serían los siguientes:

  • La regulación de la DPP se limita en su aplicación directa únicamente al nivel orgánico de Subdirecciones Generales y puestos asimilados, que ya son órganos directivos, pero que no tienen la condición del altos cargos. Pese a la sorpresa inicial para algunos, no están ni podían estar en esa categoría de DPP, al menos mientras se regule en una Ley de función pública, otros órganos directivos de la AGE como son las Direcciones Generales o las Secretarías Generales Técnicas, al menos mientras tengan el estatuto de alto cargo y no se modifique la regulación allí prevista, algo que el actual gobierno (y me temo que el próximo) nunca querrán hacer. El control político de los departamentos ministeriales pasa directamente por el libre nombramiento y cese, por criterios de clientela política, de tales cargos. Así ha sido desde siempre y así, me temo, lo seguirá siendo en este país. Esa normativa se extiende, en su aplicación supletoria, a las entidades del sector público de la AGE.
  • La única novedad frente a la regulación del TREBEP estriba en que su designación, no solo se debe realizar de acuerdo con los principios de mérito y capacidad, así como de idoneidad, sino también de conformidad con el principio de igualdad (siguiendo la estela «formal» de la Ley 40/2015), lo que abre ciertamente la posibilidad de que la provisión de tales niveles directivos sea competitiva y se valoren los méritos profesionales, algo que podría ser un avance. Pero esa impresión se desvanece cuando se observa que el sistema de provisión continúa siendo la «libre designación», aunque se pueda acotar al cumplimiento de unas exigencias o requisitos. El diablo, como siempre, estará en el detalle; esto es, en lo que determine el reglamento que desarrolle esta figura, que fijará asimismo el sistema de evaluación. Aunque ese anteproyecto, como se decía, no pensamos que se pueda tramitar en esta Legislatura. Y luego veremos.
  • También es novedoso que el nombramiento se haga por un período de tiempo limitado (máximo por cinco años, prorrogales con determinadas exigencias) y, sobre todo, que su cese se aplicará solo por causas tasadas, entre ellas el no alcanzar los objetivos marcados. Sin embargo, el sistema se empaña con la cláusula final que prevé expresamente el cese discrecional, aunque lo revista con la expresión “de forma excepcional”. Sabemos perfectamente cómo lo excepcional se transforma en ordinario en este país, más aún cuando hay razones de poder por en medio. Así las cosas, lo que iba a ser una mejora cualitativa del actual sistema de nombramiento y cese de las Subdirecciones Generales, se oscurece por completo, hasta arruinar el intento.

La Ley del Empleo Público vasco

También recientemente el Parlamento Vasco aprobó la Ley 11/2022, del Empleo Público. Por fin, asimismo quince años después de la entrada en vigor del EBEP la Comunidad Autónoma desarrolla una Ley, que si mi memoria no me falla tuvo un primer anteproyecto en 2008, un proyecto en 2011 y otro la Legislatura pasada. Vamos, que ha dado más vueltas que un tiovivo. Y en estos casos ya se sabe: el legislador se marea y pierde el sentido de dónde está. Poco tiene que ver la sociedad de hace trece años u once, con la de ahora.

Esa Ley regula igualmente la DPP, con el atributo de que es norma vigente en estos casos. Ciertamente, el legislador vasco ha ido más al detalle, resolviendo acertadamente algunas cuestiones nucleares en las que el EBEP se equivocaba, como, por ejemplo, configurando que en las Administraciones Públicas los directivos públicos, independiente de su procedencia de origen, lo serán por nombramiento, mientras que en las entidades del sector público lo serán por nombramiento o por contrato de alta dirección, los que tengan vínculo laboral. Pero, el modelo de DPP vasco –que requiere una atención más detenida que en este formato no puede hacerse- tiene además algunos elementos singulares que desdibujan la cacareada profesionalización de tales estructuras, sobre todo si se parte de la situación presente, que no es otra que los niveles directivos generales de la función pública (Jefaturas de Servicio), hoy en día se proveen por concurso específico entre funcionarios del subgrupo de Clasificación A1.

Algunos de esos rasgos singulares son, al margen de los expuestos, los siguientes:

  • Al igual que en el Anteproyecto AGE, los altos cargos quedan fuera de esa regulación, pues como es lógico esta se proyecta solo sobre la función pública (aunque en este caso esta idea debe matizarse, por lo que se dice a continuación).
  • Se definen, también como hace el Anteproyecto AGE, cuáles son las funciones de tales niveles directivos, y asimismo el régimen jurídico de esa figura, con dos singularidades en nada menores: a los puestos de la Administración (no solo a los del sector público) podrá también acceder el personal laboral; asimismo, para ser DPP se requiere ser graduado universitario, lo que parece admitir que no solo podrán insertarse en tal figura los empleados públicos A1, sino también, excepcionalmente, los A2.
  • Pero lo singularidad más notable radica en que, cuando así lo prevea el instrumento de ordenación específico de la DPP, tales niveles directivos se podrán cubrir asimismo por personal que no tenga la condición de funcionario de carrera ni personal laboral fijo (o personal ajeno a las Administraciones Públicas que los convoquen), lo que abre de par en par la puerta para que no funcionarios entren en los niveles orgánicos más altos de la estructura de la función pública de la Administración. Ni que decir tiene que ello comporta un riesgo enorme de desprofesionalización de la alta función pública, dependiendo obviamente de si los criterios de designación discrecional son muy amplios, pues en este caso la profesionalización podría dejar paso a una politización más o menos disimulada. Una vez más, dependerá de cómo se regule esta materia en el reglamento de desarrollo.
  • Bien es verdad que, aunque con escasa claridad reguladora, la Ley incorpora la previsión de que el nombramiento del DPP será como mínimo de cinco años, previendo un sistema de evaluación, pero no hay ninguna consecuencia en el caso de que tal desempeño sea deficiente en cuanto que no se regulan las causas de cese, lo que deja intuir que el nombramiento es por el período establecido (¿también en el caso de evaluaciones negativas?). Tampoco se define claramente el sistema de designación, pero al no preverse en la Ley que sea la «libre designación» ello es muy discutible que se pueda incorporar reglamentariamente, pues vulneraría la reserva de ley implícita en materia de provisión de puestos de trabajo (STC 99/1987).
  • En cualquier caso, el perímetro de los niveles cubiertos por este sistema de DPP vendrá definido en su día por el reglamento de desarrollo y el instrumento de ordenación específico. Por lo que poco se puede especular en estos momentos, salvo que quedan fuera de la DPP, en principio, los niveles orgánicos de las Subdirecciones Generales, de las Direcciones de las Delegaciones territoriales (aunque ambos se pueden incorporar a la DPP según se prevea en los instrumentos de ordenación) y de aquellos puestos de responsabilidad que se determinen, con lo cual esos puestos de proveerán como regla general por el sistema de libre designación, como hasta ahora. Por tanto, la DPP podrá tener un perímetro estrecho, limitado a las jefaturas de servicio (y no a todas), así como, en su caso, a otras jefaturas que se determinen (que no pueden depender de las anteriores). Poco avance, por consiguiente, más bien retroceso.

Esas reglas son aplicables a la Administración de la Comunidad Autónoma y a las entidades de su sector público, las Administraciones forales se rigen por su normativa propia, así como para la Administración local, cuya normativa aplicable está en la Ley 2/2016, de instituciones locales de Euskadi, algunas de cuyas previsiones van más lejos (DPP por programas o proyectos) y otras tendrán difícil acomodo o plantearán dudas aplicativas (como algunas previsiones de régimen jurídico, que parten en algunos casos de un modelo distinto), siendo supletoria la Ley de Empleo Público Vasco.

En fin, en ambos casos, el camino hacia la institucionalización de la Dirección Pública, en su dimensión poética, está plagado aparentemente de buenas voluntades políticas y, asimismo, en su faceta más prosaica, empedrado de una letra normativa que desmiente una y otra vez tan enfáticas declaraciones de transformación o modernización de la alta función pública, una institución que ofrece síntomas serios de estancamiento, y algunos otros de evidente retroceso.

Foros, calderos y culebras

Circula estos días el escrito que mil profesores universitarios han firmado denunciando el atropello a la neutralidad de la Universidad que supondría la posibilidad de que los claustros adopten acuerdos de alto contenido político. Dicho de otra forma: decidir, como si estuvieran pronunciándose sobre la estructura orgánica de un Departamento, acerca de cuestiones que encienden pasiones y dividen a la comunidad universitaria como dividen a la sociedad en su conjunto.

La idea proviene de una enmienda presentada por partidos políticos separatistas deseosos de conseguir declaraciones altisonantes en favor de la independencia, la autodeterminación, la república … Es decir, de los mismos que pondrían el grito en el cielo, que clamarían para que les asistieran con las sales todos sus santos tutelares, si se presentaran propuestas encaminadas a lo contrario: verbigracia, a defender la unidad de España o la monarquía constitucional.

En la mitología clásica eran los dioses quienes cultivaban la imprevisibilidad, la tropelía y el desatino. En la España de nuestros días son mortales – con carné de identidad en regla- quienes se complacen en atizar despropósitos y feroces enfrentamientos, como fundadores de una insensata asociación llamada “Aventureros sin fronteras”. Lo malo es que en tal Asociación conviven conspicuos mandones que disponen del BOE.

Porque nadie dude de que la enmienda a la que aludo acabará figurando en sus páginas.

Traigo esta noticia, que está en casi todos los periódicos, porque hay otra, procedente del mundo judicial, que ha pasado prácticamente desapercibida.

Me refiero a la sentencia del Tribunal Supremo del pasado 20 de septiembre de 2022 (me ocupé de ella en el Blog EsPublico, 2 de noviembre) donde se resuelve un asunto comprometido y emparentado con el universitario descrito.

Tuvo su origen en el Ayuntamiento de Reinosa, lugar donde un buen día se adoptaron acuerdos de  adhesión a la Resolución del Parlamento Europeo por la que se reconoce el Estado de Palestina; de solidaridad con la población de los territorios ocupados y de declaración del Municipio como Espacio Libre de Apartheid Israelí. Asimismo se comprometió el gobierno municipal a que en los procesos de contratación se incluyeran previsiones que impidieran contratar servicios o comprar productos a empresas cómplices de violaciones de derecho internacional y que no acataran el derecho de autodeterminación del pueblo palestino. Como guinda, se asumió el firme deseo de fomentar la cooperación con el movimiento “Boicot, desinversiones y sanciones” articulado por la Red Solidaria contra la Ocupación de Palestina.

Todo ello no tardó en ser impugnado por dos Asociaciones:  Acción y Comunicación sobre el Oriente Medio e Interpueblos.

El debate quedó centrado en la naturaleza política o administrativa de estas decisiones y en el alcance de la autonomía local. El Juzgado rechazó las causas de inadmisibilidad porque – argumentó- no son actos meramente políticos pues al instar al gobierno municipal a ejecutar lo acordado se convirtieron en actos administrativos impugnables.  Pero consideró el juez que excedían de las competencias municipales al inscribirse en el ámbito de las relaciones internacionales y además afectar a la legislación de contratos cuya competencia exclusiva corresponde al Estado.

En el recurso de apelación, los magistrados de la Sala de Cantabria coincidieron en la manifiesta falta de competencia municipal para adoptar las declaraciones realizadas (existe un voto particular parcialmente discrepante).

El Tribunal Supremo, al conocer el recurso de casación, decide establecer distingos.

Destaco algunas de las afirmaciones contenidas en la sentencia de su Sala Tercera.

A juicio de sus magistrados, “el hecho de que hubiere resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que puedan vincular al Reino de España, como miembro de Naciones Unidas, en principio no es óbice para que, dada la organización territorial del Estado … cada una de estas entidades territoriales gestione sus respectivos intereses y se atenga a las competencias establecidas en la Constitución. Mas también acabamos de señalar que, cuando el acto municipal carece de efectos prácticos directos, nada obsta a su permanencia si no viola derechos fundamentales o de terceros” (el subrayado es obviamente mío).

Y continúa: “a juicio de la Sala carecen de eficacia administrativa y entran en el ámbito de las declaraciones políticas que se agotan en sí mismas sin trascendencia de aquella naturaleza estos dos puntos del acuerdo: manifestar su adhesión y apoyo a la Resolución del Parlamento Europeo; mostrar la solidaridad con la población de los territorios ocupados… “.

Para la Sala “la adhesión municipal a un pronunciamiento del Parlamento europeo no quebranta las competencias municipales ni incurre en ilegalidad. La manifestación de la solidaridad con determinada población es una declaración que al carecer de efectos jurídicos vinculantes responde al carácter político de la autonomía municipal”.

Sin embargo, los magistrados no respaldan (y por tanto anulan) la declaración de Reinosa como Espacio Libre de Apartheid israelí porque implica discriminación de terceros y lesión de derechos fundamentales y lo mismo ocurre con las medidas acordadas en relación con la prohibición de contratos y convenios. Tampoco se acomoda a la legalidad patrocinar el fomento de la cooperación con el movimiento Boicot, Desinversión y Sanciones.

Es decir, que – aun con los matices expuestos- la sentencia abre la puerta a que los Plenos municipales (y los provinciales ¿por qué no?) se conviertan en foros políticos. Prácticamente lo contrario había dicho el mismo Tribunal cuando conoció de una declaración de independencia de Cataluña (sentencia de 28 de junio de 2019).

Y aquí es donde se inserta la reflexión de carácter general de la que quiero hacer partícipes a los lectores de esta publicación: en un Estado cuya frágil Constitución está en el punto de mira de unos partidos políticos que cuestionan sus principios básicos y que gozan de sólida influencia política al ser socios del Gobierno de España, lo único que falta es que desde la ley aprobada por las Cortes y desde el Tribunal Supremo se acepte la legalidad de este tipo de acuerdos y se abra así la puerta a que vengan otros, por carecer “de efectos jurídicos o prácticos”, sobre las delicadas cuestiones que se contienen por ejemplo en el Título Preliminar (forma de Estado, organización territorial, lengua, bandera, Ejército …).

Por eso, a la frase con la que los magistrados acotaron sus consideraciones, a saber,  “cuando el acto municipal carece de efectos prácticos directos, nada obsta a su permanencia si no viola derechos fundamentales o de terceros”, le falta añadir “o afecta a los principios básicos que vertebran nuestro ordenamiento constitucional”. Con este añadido quedaría restaurada la prudencia propia que debe administrar un tribunal de justicia.

Las Cortes, con la mayoría gubernamental, no rectificarán pese al escrito del profesorado universitario. Esperemos, sin embargo, que el Tribunal Supremo, si la ocasión se presenta, sí lo haga respecto del pleito Reinosa porque, de lo contrario, tendremos dos potentes altavoces para agitar un panorama político al que no le faltan precisamente estímulos en esa insensata dirección. A los que deben añadirse los  que ofrecen los Colegios Profesionales, los clubes de fútbol, las asociaciones de toda laya, los sindicatos …, todos ellos dispuestos, con pasión dionisíaca, a las más excitantes y osadas extravagancias.

¿O es que no sabemos que en España hay partidos políticos con sólida influencia en el Gobierno que quieren acabar con la Constitución sin pasar por su ordenada reforma? ¿Nadie se ha parado a pensar lo que significaría la adopción de acuerdos en Ayuntamientos y Universidades pidiendo la salida del Ejército, la Guardia civil o la instauración de la República? ¿Nadie advierte que estamos ante una maniobra perfectamente urdida para segar a don Felipe la hierba bajo sus pies?

¿Nadie recuerda tampoco que unas inocentes elecciones municipales cambiaron el régimen político de España?

¿No estamos echando en el caldero del guiso político demasiadas culebras venenosas?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Qué es la democracia?

Si planteásemos esta cuestión a un grupo aleatorio de transeúntes, la respuesta que más se repetiría sería, con toda probabilidad, “la voluntad de la mayoría”. Lo triste, me temo, es que el experimento obtendría idéntico resultado si fuera realizado entre los sujetos titulares de un escaño en el Congreso o el Senado.

Lo cierto es que esta concepción de la democracia -sin duda la más extendida en la conciencia popular, hasta un punto casi mitológico– es esencialmente incorrecta. Lo que caracteriza a la democracia, al menos tal y como se viene (o venía) entendiendo en la tradición occidental-liberal, es el respeto a las minorías. Esto es: la mayoría podrá hacer valer su voluntad siempre y cuando observe un escrupuloso respeto hacia los derechos del resto (y, por supuesto, hacia la última minoría: el individuo).

Dicho de otro modo, la democracia liberal supone una constricción de la democracia en su sentido más primitivo (o lo que a veces se ha denominado fundamentalismo democrático). ¿Qué pasaría si la mayoría decidiera acabar con la vida de todas las personas de una determinada raza que habitan en el Estado? ¿Sería esa una decisión democrática? Atendiendo a la concepción más primaria de democracia que enunciábamos al comienzo, sí. Observando un concepto más refinado y civilizado, esa decisión podrá ser calificada de mayoritaria, pero nunca de democrática, en la medida en que supondría una violación flagrante de las libertades individuales y los derechos humanos más básicos. Es lo que se ha venido llamando democracia de oposición garantizada: la voluntad de la mayoría está limitada para evitar la posibilidad de que ésta tiranice al resto por el simple hecho de contar con el apoyo de la mitad más uno.

¿Y dónde figuran, cómo se articulan, estos límites a la sacrosanta voluntad popular? Fundamentalmente, a través de la Constitución. Es ahí donde entra en juego el Tribunal Constitucional para garantizar que la mayoría, la que detenta el poder, no atropelle a la minoría. Y lo hace imponiendo la Constitución por encima de la ley emanada del Parlamento o dictada por el Ejecutivo.

Carmen Calvo, ex vicepresidenta del Gobierno y actual diputada, publicó este tuit el pasado sábado: “A copiar 500 veces y a mano, que se aprende mejor: todos los Poderes e Instituciones del Estado están por debajo de la soberanía del pueblo español, y éste se expresa de manera directa en el Congreso y en el Senado.” Este breve comentario es una síntesis cuasi perfecta de la democracia iliberal que asola a Occidente y que, parece, ha llegado para quedarse. El populismo se asienta en la idea de que la voluntad popular es irrestricta. Desde esa óptica, la interferencia de otro Poder (como el Judicial o el Constitucional) en la conformación e imposición de tal voluntad es de todo punto inadmisible: ¡estarían coartando la democracia!

La democracia iliberal, pues, no sería otra cosa que la democracia sin límites: aquella que se arroga la potestad de pisotear los derechos de las minorías en nombre del populus. Por ello gusta tanto a los políticos de este estilo, con representantes a izquierda y derecha, apelar a métodos de democracia primaria como el referéndum: ¿qué puede haber más democrático que dar la voz al pueblo? El procés catalán o el Brexit son un gran ejemplo de ello. Naturalmente, eso sí, la pregunta y las opciones a votar ya las determinan ellos, limitándose el ciudadano a rellenar la papeleta y a legitimar con su voto la opción ganadora en una fórmula binomial: sí o no, sin matices. Los problemas sociales, por desgracia, revisten una complejidad mucho mayor que la que puede albergar una pregunta corta y una respuesta monosílaba.

Pero añade Calvo un matiz francamente interesante, la guinda del pastel que hará las delicias de cualquier populista de nuestro tiempo: “el pueblo español se expresa de manera directa en el Congreso y el Senado”. No pierdan de vista ese adjetivo porque ahí radica el quid de la cuestión. Entre la expresión de la ex vicepresidenta y “L’État, c’est moi” (“El Estado soy yo”) del rey Luis XIV hay una distancia verdaderamente corta, y una coincidencia en lo esencial.

No, señora Calvo, el pueblo español no se pronuncia de manera directa en las Cortes Generales. Se pronuncia, de hecho, de manera indirecta. De ahí la denominación de democracia representativa, frente a la democracia directa que practicaban los antiguos griegos. Un representante, como es un diputado o un senador, es precisamente eso, un representante del pueblo, y no el pueblo mismo. Máxime si tenemos en cuenta que en nuestro ordenamiento jurídico está prohibido el mandato imperativo (art. 67.2 CE), esto es: los parlamentarios no están ligados por sus promesas electorales, sino que su actuación política se guiará por lo que estimen conveniente para el interés general en cada momento y en función de las circunstancias concurrentes.

Pensar que el pueblo se expresa de manera directa a través del Parlamento trae consigo una serie de consecuencias de importancia total. Dado que el Poder Constituyente, la soberanía, reside en el pueblo español, y éste (según la tesis de Calvo) se expresa directamente a través de las Cortes, éstas estarían facultadas para operar un cambio de régimen sin necesidad de mayor participación popular. Si acaso, un refrendo posterior mediante plebiscito, a modo de rúbrica y sello de la decisión adoptada por el Parlamento.

Que las Cortes se erijan como voz directa del Pueblo supone, también, que éstas gozan de una legitimidad indiscutible en el sistema democrático. Atacar o cuestionar a las Cortes sería, desde este punto de vista, equivalente a atacar o cuestionar al Pueblo: una actitud antidemocrática. Además, se ha de advertir que el resto de Poderes del Estado no gozan de esa legitimidad, por lo que han de agachar la cabeza ante lo que diga el Parlamento: ¿quiénes se han creído los Jueces para cuestionar la voluntad popular? A fin de cuentas, ¿quién ha elegido a esos señores? Los Poderes del Estado no actúan, pues, en pie de igualdad: el Judicial se ha de someter a lo que diga el Legislativo, porque éste último es más legítimo. Supone, desde luego, una curiosa revisión del principio de legalidad: yo, al menos, pensaba que significaba justo lo contrario.

No deja de llamarme la atención, sin embargo, el contraste entre el ensalzamiento de la institución parlamentaria al que venimos asistiendo durante los últimos días y la sustracción de funciones a la que este Gobierno ha sometido a las Cámaras (hasta el punto, de hecho, de llegar a cerrarlas con motivo -o excusa- de la pandemia). En efecto, la polémica que ha suscitado el tuit de Calvo radica en torno a esta misma cuestión: el recurso de amparo formulado por el PP ante el Constitucional plantea si es admisible tramitar como enmiendas dentro de otra ley reformas de calado sobre Leyes Orgánicas tan básicas para la estructura institucional de nuestro Estado como la L.O. del Poder Judicial o la del Tribunal Constitucional. Mediante esta artimaña, se priva al Parlamento (cuya etimología remite a hablar) de su función primigenia: debatir las leyes antes de su aprobación, compartir distintos pareces y posturas para reflexionar sobre ellas y buscar su mejora, en lugar de legislar a golpe de timón, sin pausa y con las vísceras. Si a eso le añadimos el hecho de que Pedro Sánchez es ya el Presidente que más Reales Decretos-Leyes ha firmado de la Historia constitucional española (132 en poco más de 4 años; por contextualizar, Felipe González aprobó 129 en 13 años y medio), podemos concluir que este Gobierno desprecia la democracia parlamentaria e intenta evitar sus mecanismos de control siempre que puede. Esta actitud, que concibe el paso por el Parlamento como un engorroso trámite que si pudieran se ahorrarían, se ve gráficamente reflejada en el hecho de que la bancada azul, la correspondiente a los miembros del Consejo de Ministros, se halle prácticamente vacía en las sesiones del Congreso: les da igual lo que tengan que decir el resto de Grupos, pese a que representen a un porcentaje nada desdeñable de la ciudadanía sobre la que recaerán sus decisiones. También registran las modificaciones legislativas como proposiciones de ley en lugar de como proyectos para sortear así los informes previos de otras instituciones del Estado, abusan del procedimiento de urgencia con descaro y colocan a afines en todos los puestos de la Administración que se les ofrecen. En definitiva, tratan de reducir a su mínima expresión los equilibrios institucionales que nuestro sistema prevé, lo que los anglosajones llaman checks and balances, achicando por el camino la calidad de nuestra democracia.

La duda ahora es si el sistema aguantará el envite autoritario, y si el deterioro cualitativo de las instituciones es ya irreversible, de modo que quien venga después haga idéntico uso de las trampas y atajos que este Ejecutivo ha ido labrando – afianzando así cada vez más la iliberalidad y la arbitrariedad en nuestro Estado, en lugar de emprender las reformas necesarias para revertir la situación. La tentación, ciertamente, es demasiado grande.

Cinco lecciones del Qatargate para la regulación del lobby

No se han apagado todavía los ecos del que, probablemente, sea el mayor escándalo de corrupción en el seno de las instituciones esenciales de la UE. Vaya por delante que este caso, del que responsables en estas instituciones aún no saben hasta dónde puede llegar, trasciende con mucho la simple mala praxis del cabildeo o lobby: se están investigando delitos penales graves que podrían ir desde sobornos a blanqueo de dinero, pertenencia a organización criminal, tráfico de influencias e injerencias directas de terceros estados en las políticas públicas de la Unión sin ningún control.

Con todo, y a la espera de mayores avances en el proceso y la investigación, que ya se ha cobrado las primeras dimisiones al margen de los principales procesados, los hechos conocidos ya nos dejan algunos aprendizajes sí directamente relacionados con el ejercicio del lobbying y su necesaria regulación, que en el caso de la UE es mejorable, como reconocen sus más altas instancias, y en el caso de España, que carece a nivel nacional de una ley que lo regule, verdaderamente urgente.

La primera lección es que regular la actividad de lobby, actividad legítima y necesaria, es mejor que no regularla porque conlleva una mejor detección de irregularidades. En el Parlamento Europeo, al menos, ya existía un Registro de Transparencia de grupos de interés, lo que ayuda a tirar del hilo de posibles incumplimientos y, lo que es mucho más importante, atajarlos antes de que deriven en actuaciones tan graves como las que se investigan. La autorregulación del Parlamento Europeo (y también de la Comisión Europea) se ha visto sin embargo insuficiente. El Registro de grupos de interés es nominalmente voluntario pero de facto obligatorio si los grupos de interés quieren realizar determinadas actividades de influencia, como reuniones con responsables políticos o intervenir en la elaboración de políticas públicas, y, si esto se ha incumplido como parece ha sucedido en algún caso, ya era un indicio de que algo no iba bien. Además, hay un canal de denuncias, no anónimo, para denunciar incumplimientos que puedan provocar desigualdad de acceso y trato preferente para determinados grupos de interés, razones fundamentales por las que se desarrolló esta regulación. ¿Habría llegado el Qatargate tan lejos de haberse podido denunciar  de forma anónima en el propio seno del parlamento antes que en la fiscalía? ¿Habrían estado estas prácticas mucho más extendidas en la opacidad de no existir esta regulación previa?

La segunda lección es que definir quiénes son los grupos de interés regulados por lo que hacen y no quiénes son es buena cosa, minimiza riesgos. Pero hay que ser consistente: excluir colectivos que realizan idénticas actividades de influencia, regularlas para unos sí y otros no, como ha sido el caso, exceptuando determinadas asociaciones o agentes es el camino más seguro para que estas excepciones sean utilizadas por quienes prefieren la opacidad y no estar sujetos a ningún código ético en su actividad de influencia.

La tercera lección es que si un grupo de interés puede o quiere influir es porque hay un potencial receptor de dicha influencia al otro lado, hay dos partes siempre en la actividad de lobby y cada parte tiene responsabilidad en esta actividad. El derecho a participar en las políticas públicas es un derecho reconocido a la sociedad civil, tanto en el ordenamiento jurídico de la UE como en España, en nuestra Constitución. Es un derecho del que se benefician también nuestros responsables públicos (que no tienen por qué saber de todo sobre lo que legislan ni de todo con el máximo detalle, como sí conocen quienes son especialistas en la materia). Por tanto, aquí hay dos partes y ambas están sujetas a obligaciones de transparencia y ética. Si se reconocen obligaciones hay que contemplar también la posibilidad de que alguien se las salte, tiene que haber un régimen sancionador equilibrado que aborde los incumplimientos de unos u otros. Si no lo hubiese o no fuese efectivo, además de instaurar la impunidad sería un agravio comparativo grave para quienes hacen las cosas bien, que se verán perjudicados por los escándalos de quienes no lo hayan hecho bien.

De nada serviría todo lo anterior sin un control de los posibles incumplimientos por un órgano independiente con capacidad de sancionar. Las instituciones europeas tienen amplia y exigente normativa sobre transparencia y sobre cómo participan e interactúan con los grupos de interés. De hecho, es la normativa de referencia para los países de la Unión. Ahora bien, ¿cómo se aplica este control? Este ha sido el flanco débil por el que se ha colado el Qatargate. Vaya por delante que los responsables de la Comisión tienen unas obligaciones exigentes y un régimen sancionador acorde. Lo que hemos visto es que en el Parlamento Europeo no tanto. La responsabilidad de controlar el Registro de Transparencia recaía en una secretaría técnica dependiente de la propia presidencia y mesa del Parlamento Europeo (una de cuyas vicepresidentas, ya destituida, sigue en prisión en estos momentos). No sabemos si esta secretaría contaba, además, con medios suficientes para esta labor de control e instrucción de las denuncias que pudiese recibir. Lo que sí sabemos es que en el Qatargate hay implicados grupos de interés que debían haber estado inscritos y no lo estaban. Que ha habido reuniones con responsables públicos no registradas, o sin previa comprobación o a sabiendas de que se reunían con grupos de interés no registrados, como era obligado. La cuarta lección, por tanto, es que no basta con tener la regulación más prolija y exigente del mundo, hace falta un árbitro independiente, dotado de los medios adecuados, para hacerla cumplir.

Hay una quinta lección que tiene que ver con el control de las puertas giratorias. No se trata de impedir la necesaria permeabilidad de capacidades y conocimiento entre el sector público y el sector privado, se trata de evitar que alguien, valiéndose de una posición o atendiendo a intereses de parte, entre en conflicto de intereses, entrando a gestionar lo público para el interés privado o, viceversa, asegurándose una buena posición futura en lo privado valiéndose de una posición pública actual y contaminando así sus decisiones. Los límites pueden ser difusos y hay un consenso internacional en que un periodo de enfriamiento, que no un veto eterno, es necesario. Los tiempos y la extensión de este periodo de enfriamiento por razón del cargo y la materia sobre la que se tiene autoridad es un debate abierto actualmente, no obstante, otro de los aprendizajes del Qatargate es que quizá, a partir de determinadas posiciones, dos años son insuficientes. Las oficinas que conocen, investigan y autorizan estas entradas y salidas velando porque no haya conflicto de intereses tienen una labor harto complicada. Convendría no complicársela aún más y, como mínimo, adscribir también su función a una autoridad administrativa independiente como pueda ser en España el Consejo Nacional de Transparencia y Buen Gobierno, y no a un ministro del propio Ejecutivo que nombra y cesa.

Y en España, ¿estamos preparados?

Desde 2015, a instancias de diferentes directivas europeas, ha habido obligación de avanzar en diferentes normas que nos exigen más transparencia y mejor cumplimiento de la función pública. Por desgracia, la regulación de la transparencia de los grupos de interés no tiene aún la obligatoriedad de transposición que exige una directiva, pero es una política clara que la UE vigila para todos los países en sus informes de Buen Gobierno y Anticorrupción, sea a través de GRECO o de la propia Comisión Europea. Como resultado, tenemos algunas buenas leyes a nivel autonómico pero aún ninguna a nivel nacional que regule la relación de los grupos de interés con la Administración General del Estado, el Gobierno de España o las Cortes Generales (vía reforma de sus reglamentos, necesariamente, en este último caso).

La opacidad hace daño principalmente a la inmensa mayoría de la sociedad civil organizada que participa limpiamente y cuyas aportaciones son imprescindibles para hacer políticas públicas oportunas y útiles. La ausencia de reglas no minimiza los riesgos de malas prácticas, simplemente impide que se detecten, porque oficialmente no existen. Desde APRI, que es la primera asociación nacional de profesionales para la función de lobby y las relaciones institucionales en nuestro país, somos muy conscientes de ello y llevamos más de quince años reivindicando reglas claras, no excluyentes y que garanticen igualdad de acceso con estándares mínimos de ética y transparencia. Hay un anteproyecto de ley del Gobierno que lleva dos años en estudio y no sabemos si finalmente verá la luz como ley en vigor en lo que queda de legislatura, que es más bien poco. No deberíamos esperar a que estalle ningún escándalo para regular. Siempre es mejor prevenir que curar, pero no con cualquier ley, bien lo sabemos, sino con una buena ley.

Los efectos del reconocimiento del derecho a la exoneración del pasivo insatisfecho en los procedimientos judiciales seguidos contra el deudor

La virtualidad de la exoneración del pasivo insatisfecho o régimen de segunda oportunidad es que el concursado insolvente persona física puede ver extinguido el pasivo  tras la ejecución del patrimonio o tras el cumplimiento de un plan de pagos. Esto significa que esas deudas exonerables que quedan pendientes se extinguen y el acreedor no podrá reclamarlas. Este es un efecto del auto de conclusión de concurso de persona física que decreta la exoneración.

Por lo tanto, concluido el concurso los acreedores no podrán iniciar procesos de ejecución contra el deudor que “ha limpiado” su historial de impagos. Esto es precisamente lo que dice el art. 490 del Texto refundido de la ley concursal : «los acreedores cuyos créditos se extingan por razón de la exoneración no podrán ejercer ningún tipo de acción frente el deudor para su cobro, salvo la de solicitar la revocación de la exoneración.» Como complemento a este artículo, el nuevo artículo 492 ter determina que la resolución en la que se acuerde la exoneración «incorporará mandamiento a los acreedores afectados para que comuniquen la exoneración a los sistemas de información crediticia a los que previamente hubieran informado del impago o mora de deuda exonerada para la debida actualización de sus registros.»

Hasta aquí la regulación parece clara. El problema es cuando hay una ejecución pendiente, cuando se declara el concurso y el juez mercantil concluye con un auto que declara la exoneración del pasivo. Es claro que tal ejecución se paraliza tras la declaración del concurso, pero cabe plantear lo que acontece cuando el concurso ha concluido. Pues bien, ni la redacción originaria ni la actual establecen que el tribunal que acuerda la exoneración deba dirigirse, a instancia del deudor o de oficio, a los juzgados en los que se tramiten o puedan tramitarse procedimientos judiciales contra el deudor por créditos exonerables.

El tema se agrava porque no queda muy claro en la nueva regulación de la exoneración qué créditos se ven afectados por la misma. Efectivamente, antes de la reforma operada por la Ley 16/2022, el art 497.1 TRLC establecía que la exoneración se extendía “a los créditos ordinarios y subordinados pendientes a la fecha de conclusión del concurso, aunque no hubieran sido comunicados e incluidos en la lista de acreedores. Pues bien, esta referencia expresa desaparece en la Ley 16/2022, pero el párrafo primero del artículo 489 parece claro al extender los efectos no a los créditos reconocidos en la lista de acreedores o incluidos en el auto de exoneración, sino a la totalidad de las deudas, salvo las enumeradas en el párrafo segundo, que se refiere a las no exonerables. Por lo tanto, la inclusión o no inclusión de un crédito en concreto en los hechos o parte dispositiva del auto acordando la exoneración no es un requisito formal exigible para la efectividad de la exoneración. Por eso el artículo 490 no hace referencia a los acreedores incluidos en un listado, sino a cualquier acreedor cuyos créditos se extingan. En suma, puede suceder que un crédito resulte exonerado, aunque no aparezca especificado en el auto de conclusión del concurso que decreta la exoneración.

El auto en el que se acuerda la exoneración del pasivo insatisfecho puede considerarse una resolución judicial meramente declarativa. Por lo tanto, no es posible la ejecución del mismo y el deudor no puede instar la ejecución judicial de la resolución conforme a las reglas del artículo 517 y concordantes de la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC). El artículo 521 de la LEC es claro: «No se despachará ejecución de las sentencias meramente declarativas ni de las constitutivas.» Así lo refleja la práctica judicial, rechazando el despacho de ejecución del auto de exoneración, y así lo corroboran algunas audiencias provinciales (por ejemplo, la Audiencia de Girona en resolución de 14 de enero de 2019 (ECLI:ES:APGI:2019:8-A).

            No es procesalmente correcto afirmar que el auto acordando la exoneración tiene efecto de cosa juzgada respecto de las reclamaciones que los acreedores puedan iniciar o reanudar contra el deudor en procedimientos declarativos o de ejecución. No concurre ninguno de los requisitos para entender que el auto de exoneración tenga un efecto directo sobre las reclamaciones actuales o futuras contra el deudor que afecten a créditos exonerables.

            Por lo tanto, el deudor tendrá que acudir, que personarse, en las reclamaciones judiciales que pudieran reanudarse o iniciarse tras la exoneración para alegar que la deuda reclamada se ha extinguido como consecuencia del auto de exoneración. Esta actuación corresponderá formalmente al deudor ya que el administrador concursal habrá sido cesado y sus cuentas se habrán aprobado, por lo que no tendrá ninguna competencia o facultad.

            En un concurso de acreedores en el que se hubiera designado administrador concursal y se hubieran abierto todas las piezas o fases del concurso, la declaración de concurso se hubiera publicitado convenientemente, el administrador concursal se hubiera dirigido a los acreedores conocidos, se hubiera elaborado una lista provisional de créditos concursales con su clasificación y cuantía que podría haber sido fiscalizada por los acreedores o por el propio deudor, se hubieran hecho las comunicaciones correspondientes a los juzgados y tribunales en los que se instaban ejecuciones pecuniarias contra el deudor, se habría publicitado conclusión del concurso y la rendición de cuentas del administrador concursal y, por último, se habría dado el traslado correspondiente de la petición de exoneración. Por lo tanto, los acreedores habrían tenido la oportunidad en distintos momentos del procedimiento de insolvencia no solo de conocer la situación del deudor, sino también la posibilidad de personarse e impugnar la lista de acreedores. Agotadas todas las fases del concurso, sería difícil aceptar que el acreedor ha quedado indefenso o que la exoneración se acuerda de manera sorpresiva. Concedida la exoneración y concluido el concurso, el juzgado tendría que comunicar las resoluciones correspondientes a los tribunales en los que se habían paralizado las ejecuciones del deudor y notificado a los acreedores la extensión de la exoneración del pasivo.

            Sin embargo, la práctica habitual en los concursos de personas naturales ha puesto de manifiesto que la insuficiencia inicial o sobrevenida de masa activa lleva a que la mayor parte de los procedimientos no lleguen ni tan siquiera a la fase común.  Además, en muchos procedimientos no se designa administrador concursal, por lo que no hay una lista de acreedores contrastada, sino un listado de créditos facilitado por el deudor en el que pueden no constar todos los créditos.  La Ley 16/2022 al regular el concurso sin masa o con masa insuficiente (artículo 37 bis y siguientes del TRLC) establece un procedimiento de declaración en el que se traslada a los acreedores la decisión de designar administrador concursal, habilitando un plazo de tiempo muy reducido para que los acreedores pendientes de las publicaciones oficiales (la norma no prevé una notificación personal de estas resoluciones a los acreedores) decidan sobre la conveniencia y los riesgos de designar un administrador concursal. Además, la norma no prevé la propuesta de administrador concursal para investigar sobre la insuficiencia de bienes o la corrección de la lista de acreedores.

 Tras la entrada en vigor de la Ley 16/2022 se ha constatado que un porcentaje muy elevado de peticiones de exoneración del pasivo insatisfecho se instan tras la petición de un concurso sin masa o con masa insuficiente, sin propuesta de designación de administrador concursal y con una lista de acreedores elaborada por el deudor y no sujeta a publicación alguna (lo que se publicita es el auto de declaración de concurso, con indicación expresa del total pasivo, pero no de la lista de acreedores que incorpora el deudor). En muchos casos los acreedores, incluso los que aparecen en casi todos los procedimientos, no tienen tiempo material ni capacidad organizativa para solicitar el nombramiento de administrador, o para comunicar el estado de su crédito (que puede haberse alterado cuantitativamente o transmitido a un tercero). Tampoco hay comunicación a los juzgados que pudieran estar tramitando reclamaciones contra el deudor.

  En este contexto, se dictará un auto acordando la conclusión del concurso y la exoneración definitiva sin más trámite que puede no tener incidencia en reclamaciones judiciales en concurso o nuevas reclamaciones de créditos exonerables.

Es cierto que nada impide al deudor solicitar un testimonio del auto de exoneración y plantear en los juicios declarativos o ejecutivos la extinción del crédito. Para articular esos medios de defensa normalmente tendrá que acudir representado por abogado y asistido por procurador, tendrá que plantear la oposición conforme a los plazos y formalidades del procedimiento judicial correspondiente.

No siempre será fácil que un deudor esté en disposición de conocer y asumir que el dictado del auto de exoneración del pasivo no cierra definitivamente las reclamaciones posibles. Se abren así nuevos laberintos judiciales por los que deberá manejarse un deudor normalmente exhausto y convencido del poder “mágico” del auto de exoneración.

La vía de la ejecución del auto de exoneración por el propio juez del concurso queda vedada por el artículo 521 de la LEC. No hay en la normativa concursal ninguna disposición que haga referencia al modo concreto en el que hacer efectiva la exoneración. Se podría forzar una interpretación flexible del artículo 521.2 de la LEC para solicitar al juez que acordó la exoneración que libre los mandamientos requeridos a los juzgados en los que se reanudaron ejecuciones o se iniciaron nuevas reclamaciones de créditos exonerados, aunque no hubieran sido formalmente relacionados en el auto de exoneración.

Quizás hubiera sido conveniente que, al ampliar el articulado de la exoneración, en el desarrollo del artículo 492, se hubiera incluido una disposición expresa que habilitara al tribunal que acordó la exoneración para que se dirija no sólo a los sistemas de información crediticia, sino también a cualquier autoridad judicial o no judicial que inicie o reanude reclamaciones para que concluya esos procedimientos, sin obligar al deudor a actuar en esas reclamaciones, evitando así el riesgo de que pudiera pasarse un plazo o se dejase de atender una formalidad procedimental o, simplemente, se encontraran con una autoridad judicial o administrativa que no acepta o no reconoce la exoneración. En definitiva, hubiera sido necesario habilitar un cauce procesal bien en la normativa concursal, bien en la normativa procesal ordinaria que dotara de un efecto inmediato y ex lege de la exoneración y su extensión, atribuyendo con carácter exclusivo y excluyente al juez del concurso la competencia para establecer qué créditos de los alegados por el deudor quedarían exonerados y cuáles no se exonerarían, conforme a los parámetros del nuevo artículo 489. Esta competencia exclusiva sí se reconoce en el nuevo artículo 499.2 del TRLC al juez del concurso en los supuestos de exoneración provisional por plan de pagos, pero nada se dice en los supuestos de exoneración definitiva, previa liquidación del patrimonio del deudor.

En suma, la reforma presenta carencias y desajustes en el ámbito procesal que los tribunales deberán superar vía interpretativa con el objeto de  que la exoneración del pasivo decretada sea efectiva.

Declaraciones políticas de las Universidades, autonomía universitaria y derechos fundamentales

La garantía de libertad en la Universidad exige desterrar la absurda idea de que hay una libertad de la Universidad. Por el contrario, la autonomía de la Universidad (en ningún caso libertad, porque las Administraciones públicas no tienen libertades) es, simplemente, el medio para que, en el seno de la institución universitaria, se garantice la libertad de sus miembros, a fin de que puedan prestar y recibir adecuadamente el servicio público de enseñanza superior. Una libertad que se proyecta en un haz de derechos y libertades, como son la libertad ideológica, la libertad de expresión, la libertad de ciencia y de investigación, la libertad de creación o el derecho al estudio y a la educación. De hecho, cuando las Universidades han tratado de justificar su pretendida libertad para posicionarse sobre cuestiones políticas ajenas al ámbito de sus competencias, han acabado vulnerando los derechos fundamentales de los miembros de la comunidad universitaria.

Esta ha sido la posición sostenida recientemente de forma contundente por nuestro Tribunal Supremo en su sentencia núm. 1536/2022, de 21 de noviembre de 2022 (Sala de lo Contencioso, Sección Cuarta, ponente Requero Ibáñez), que ha confirmado la nulidad del acuerdo de 21 de octubre de 2019 del Claustro de la Universitat de Barcelona (UB), celebrado en sesión extraordinaria, por el que se aprobó una resolución contra la conocida como “sentencia del procés” con el título de “Manifiesto conjunto de las Universidades catalanas de rechazo de las condenas de los presos políticos catalanes y a la judicialización de la política”.

Vale la pena detenerse en el contenido del citado Manifiesto para comprender su alcance y posibles implicaciones sobre los derechos fundamentales de los miembros de la comunidad universitaria. El texto de la resolución aprobada se autocalificaba como “texto de protesta y de llamada a la movilización pacífica, cívica y democrática” ante la excepcional gravedad de “la situación creada a raíz de la sentencia [del procés]” en la que “los poderes del Estado han forzado el ordenamiento jurídico”, por lo que “lo que está amenazado no es solo el soberanismo catalán” sino “la integridad de las libertades y derechos fundamentales”. En consecuencia, declaraba que “no hay margen para el silencio de la institución universitaria ante la situación actual de represión y la erosión de las libertades y los derechos civiles”, exigiendo “la inmediata puesta en libertad de las personas injustamente condenadas o en prisión provisional y el sobreseimiento de todos los procesos penales en curso relacionados, y el retorno de las personas exiliadas”.

Tras su aprobación, diversos miembros de la UB (entre ellos, un miembro del Claustro) decidieron recurrir el acuerdo ante la jurisdicción contencioso-administrativa. Entendían que cuestiones ideológico-políticas como las señaladas no podían ser objeto de discusión en un órgano de gobierno y representación universitario, por situarse claramente extra muros de la competencia de una Universidad pública. Y que esta, en tanto que Administración pública, debía someterse a los principios de vinculación positiva al ordenamiento y de neutralidad ideológica. Al no hacerlo y aprobar una resolución con el contenido antes reproducido, la Universidad identificaba a todos sus miembros con una determinada posición ideológica y partidista y, con ello, vulneraba sus derechos a la libertad ideológica (artículo 16 CE), de expresión (artículo 20.1.a CE) y a la educación (artículo 27 CE).

Precisamente por entender que estaban en juego derechos fundamentales, los recurrentes optaron por el procedimiento para la protección de los derechos fundamentales de la persona (artículo 114 y ss. LJCA), lo que dio lugar a un pronunciamiento relativamente rápido por parte del Juzgado de lo Contencioso núm. 3 de Barcelona. Esta primera sentencia (núm. 137/2020) estimó íntegramente el recurso presentado, declarando nula la resolución del Claustro por vulnerar los mencionados derechos fundamentales y condenando a la UB en costas por “no presentar el caso serias dudas de hecho o de derecho”. Pese a la contundencia de este pronunciamiento, la UB apeló ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, quien de nuevo confirmó la vulneración de derechos fundamentales, desestimando el recurso mediante su sentencia núm. 3028/2021.

Ante esta segunda desestimación, la UB interpuso recurso de casación, pues rechazaba que se hubieran vulnerado los derechos fundamentales de los recurrentes. Por un lado, entendía que el manifiesto era una mera opinión de la mayoría del Claustro que no imponía obligación alguna a sus miembros ni al resto de la comunidad universitaria en él representada. Por otro lado, consideraba que el Claustro de una Universidad pública puede pronunciarse sobre temas de trascendencia social, universitaria y de interés general al amparo de su derecho a la autonomía universitaria, lo que además constituía, en su opinión, una práctica constante y expresión de la Universidad como instancia de libre debate intelectual. El Tribunal Supremo admitió el recurso al entender que concurría interés casacional objetivo para la formación de jurisprudencia.

El punto de partida del TS en su sentencia 1536/2022, que recoge la esencia de las dos sentencias previas, es que las Universidades públicas, en tanto que Administraciones públicas (“administraciones públicas institucionales” es la expresión utilizada por el TS), no son sujeto activo sino pasivo de las libertades ideológica y de expresión. Ello significa, en última instancia, que como poder público son garantes del ejercicio de tales libertades por parte de los individuos, pero no titulares de ellas. Por ello les incumbe, por un lado, la obligación de no interferir en la esfera de libertad individual (vertiente negativa de los derechos fundamentales) y, por el otro, la obligación de tutelar y proteger aquella esfera de intromisiones e injerencias ilegítimas, procurando los medios y las vías necesarias para hacer realidad las libertades y derechos de los individuos (vertiente positiva de los derechos fundamentales).

Cuanto se acaba de indicar constituye una afirmación tan básica desde la perspectiva de la arquitectura del Estado de Derecho que la UB no llegó nunca a discutirla abiertamente, prefiriendo basar su oposición en su autonomía universitaria, en virtud de la cual se consideraba legitimada para debatir asuntos de relevancia social o política y adoptar acuerdos al respecto. El planteamiento de la UB anteponía un pretendido derecho fundamental del poder público a los derechos individuales de los ciudadanos, olvidando que si se le ha reconocido aquel (el derecho a la autonomía universitaria) lo ha sido únicamente como medio para la garantía y consecución de estos, dado el carácter vicarial de toda Administración pública.

Es importante reiterar esta idea, en la que el TS se detiene pormenorizadamente: el reconocimiento de la autonomía universitaria como derecho fundamental (artículo 27.10 CE) lo es, únicamente, como un medio que se otorga a las Universidades para que estas puedan desarrollar sus funciones, lo que se concreta en una serie de potestades y competencias que la ley les otorga a tal fin. En efecto, esta autonomía universitaria constitucionalmente garantizada ha de permitir que las Universidades cumplan con su función, que no es otra que la de prestar el servicio público de educación superior, siendo preciso, para ello, que “la Universidad sea un lugar de libre debate sobre cuestiones académicas o científicas; también de aquellas otras de relevancia social o, incluso, con la forma o formato adecuado, hasta de debate político, todo lo cual es admisible y deseable si se ejerce desde la lealtad institucional, esto es, a sus fines” (FJ 3.8 6º). Pero este libre debate no se garantiza cuando “un órgano de gobierno adopta acuerdos presentados como la voluntad de la Universidad, tomando formalmente partido en cuestiones que dividen a la sociedad, que son de relevancia política o ideológica ajenas a los fines de la Universidad”. Precisamente porque la autonomía universitaria debe garantizar que la Universidad sea un lugar de libre debate, la Universidad debe abstenerse de posicionarse política e ideológicamente. Dicho en otras palabras: el libre debate en la Universidad excluye la (mal llamada) libertad de la Universidad para posicionarse y tomar partido.

La sentencia del Tribunal Supremo niega, así, que entre las funciones del Claustro se encuentre la de pronunciarse sobre cuestiones políticas. Idea en la que también incidió expresamente la ejemplar sentencia de primera instancia, señalando que las Universidades públicas no tienen como función “la articulación de la participación y de la representación política” (FJ 5), lo que determinaba la existencia de un vicio de manifiesta incompetencia en la adopción del acuerdo. Si, además, esta actuación ultra vires consiste en adoptar una visión ideológica o política partidista, en materias que dividen a la ciudadanía, entonces esa actuación también vulnera el principio de neutralidad ideológica, cuyo anclaje constitucional encuentra apoyo en el más genérico principio de objetividad del artículo 103 CE. Las Administraciones públicas, y entre ellas las Universidades públicas, “sirven con objetividad los intereses generales”, lo que excluye que puedan expresar como propia una determinada posición política o partidista mediante una resolución que aspire a ser la voluntad de la institución; tampoco, por cierto, a través de banderas no oficiales o de símbolos partidistas de cualquier tipo. Un deber de neutralidad que, lógicamente, no rige solo -como a veces se ha querido sostener absurdamente- durante los periodos de campaña electoral, sino siempre que actúa el poder público, tal y como recalca la sentencia del TS (FJ 3.8 3º).

Por todo lo dicho, el Tribunal Supremo confirmó que la resolución de la UB, al exceder las competencias propias de las Universidades públicas y vulnerar el principio de neutralidad, conllevó irremediablemente una vulneración de la libertad ideológica y de expresión de todos los integrantes de la comunidad universitaria, a los que se impuso como propia una determinada posición ideológica y se les comprometió políticamente. Este encuadramiento ideológico-político obligatorio de los miembros de la comunidad universitaria, a través del posicionamiento del Claustro, dificultó el desarrollo integral de alumnos y profesores, lo que, a su vez, afectó al derecho a la educación y, quizás, también a la libertad de cátedra (FJ 3.8. 4º y 5º).

Nuestro legislador debiera leer con atención este pronunciamiento antes de la aprobación definitiva de la proyectada Ley Orgánica del Sistema Universitario. El pasado 19 de diciembre, el Congreso de los Diputados aprobó el Informe de la Ponencia del Proyecto de Ley, cuyo artículo 45.2 (Claustro universitario) se ha visto modificado como resultado de una enmienda transaccional del grupo socialista y del grupo confederal de Unidas Podemos-En comú Podem-Galicia en común, a petición de ERC, Junts y Bildu. En concreto, a las ya previstas funciones del Claustro se añade una letra g) consistente en “analizar y debatir otras temáticas de especial trascendencia”. A nadie escapa que esta modificación legislativa pretende sortear la jurisprudencia del TS; de hecho, así lo han dicho públicamente sus promotores en el debate parlamentario. Parece que estamos, de nuevo, ante otro ejemplo de esa práctica consistente en modificar una norma con el único y declarado objetivo de evitar el cumplimiento de decisiones judiciales.

Sin embargo, la incorporación de esta nueva función de los Claustros universitarios debe reputarse inconstitucional, pues limita de forma injustificada y desproporcionada los derechos fundamentales de los miembros de la comunidad universitaria. La autonomía universitaria del artículo 27 CE no ampara limitaciones de este tipo a la libertad ideológica o de expresión de los miembros de la comunidad universitaria para garantizar una pretendida libertad de expresión de la que las Universidades carecen. De hecho, en esta dirección apunta la propia sentencia del TS cuando, de modo premonitorio, afirma que cualquier actuación de las Universidades, también aquellas realizadas en el ejercicio de sus competencias y potestades, debe hacerse siempre “con respeto al principio de neutralidad y sin imponer a la comunidad universitaria una opción política o ideológica” (FJ 4.4).