Entrevista a Adrian Vermeule (I)

Adrian Vermeule es profesor de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard y es, sin duda alguna, uno de los constitucionalistas más relevantes de EEUU. El año pasado publicó un libro titulado “Common Good Constitutionalism” (Polity Press, 2022) que está generando un considerable impacto en ese país, como ha señalado recientemente Bloomberg, tanto a nivel académico, como mediático e incluso jurisprudencial . En palabras del conocido profesor Jack Goldsmith, de la Universidad de Harvard y ex Fiscal General Adjunto de EE. UU, el libro de Vermeule es el “el libro más importante de teoría constitucional estadounidense en muchas décadas, un rayo inesperado que desafía por igual los paradigmas conservadores y progresistas del derecho constitucional. Está destinado a enfurecer y a reorientar”.

Tampoco han faltado las críticas negativas, como resulta natural. Se ha tildado la tesis de Vermeule, tanto desde la derecha neoliberal como desde la izquierda progresista, de banal e inespecífica, cuando no de integrista, autoritaria e iliberal (no hay que olvidar que Vermeule es una de las principales referencias del catolicismo académico en EEUU). Pero lo cierto es que para un lector imparcial estas críticas parecen bastante desproporcionadas, pues gran parte del planteamiento de esta obra puede ser compartido, con algunas matizaciones, por el republicanismo clásico.

Para enmarcar propiamente el debate es importante hacer una referencia al contexto en el que surge este ensayo. A nadie se le escapa que las luchas políticas partidistas entre conservadores y progresistas están colocando a la ciencia jurídica en una situación incómoda, no solo en EEUU, sino en la mayoría de los países occidentales, tanto para los juristas que la practican como para los ciudadanos que la observan y padecen. El Derecho, en lugar de cumplir una función equilibradora y moderadora entre los distintos conflictos e intereses en juego, como ha sido tradicional hasta hace relativamente poco tiempo, se ha convertido en el principal campo de batalla de esas luchas. Los actores en conflicto han transformado al Derecho de árbitro moderador a instrumento de combate, y no solo en relación al control de los Tribunales, sino en cuanto a la propia concepción del papel de la ciencia jurídica en una sociedad. Por supuesto, no les han faltado aliados entre los propios juristas, de uno y otro signo.

En EEUU el conflicto se plantea entre “originalistas”, apegados a una voluntad semi mítica del legislador, la mayor parte de las veces con el poco disimulado intento de restringir el poder del Estado; y “progresistas”, empeñados en liberar al individuo de los vínculos de la tradición en función de los nuevos principios desvelados por la élite iluminada del momento. Pero lo más relevante y significativo es que, en opinión de Vermeule, ambas posturas comparten un fondo común muy extenso, pese a las protestas de unos y otros, que necesariamente termina produciendo una visión distorsionada del verdadero papel del Derecho.

Ese fondo común se caracteriza por un individualismo positivista que desconfía de las posibilidades de la razón por alcanzar el interés general, o el bien común, en terminología de Vermeule. El individualismo también es divisa del progresismo, que tiene como objetivo liberar al individuo de cualquier carga no escogida, desde las sociales hasta las biológicas. Y el positivismo es corolario obligado de ambas, ya se trate del positivismo de la ley o de la decisión judicial (lo que alguna magistrada en España llama “constructivismo”), en ambos casos ligada a la voluntad especialmente esclarecida del legislador o del juez de turno. En el fondo de todo, lo que comparten es una concepción utilitaria y agregadora de la política, en el sentido de que no hay más bien común que el que resulta de agregar preferencias subjetivas identificables a través de la regla de la mayoría.

Frente a este planteamiento, Vermeule pretende recuperar la tradición jurídica romanista, hoy casi olvidada, que entiende que el Derecho rectamente entendido está ordenado a un bien común dotado de caracteres objetivos y que tal cosa forma parte de su naturaleza. Es decir, a la hora de interpretar un texto jurídico -por ejemplo, la Constitución- no se trata solo ni principalmente de averiguar la intención concreta de los padres fundadores a la hora de redactar el texto concreto, sino más bien de desentrañar la razón objetiva orientada al bien común que inspira la regulación y que, en opinión de Vermuele, esos padres fundadores tenían también muy presente.

Pero no se trata solo de aportar un enfoque interpretativo, sino de mucho más. Es importante precisar que la persecución del bien común tiene su método y sus objetivos. Estos últimos pueden enunciarse sucintamente al modo clásico tal como lo hizo Ulpiano (vivir honorablemente, no dañar a nadie y dar a cada uno lo suyo) o como se hizo posteriormente tras la recepción del Derecho Romano (paz, justicia y abundancia). Pero tan importante como eso -en realidad, indisolublemente unido a eso, cabría añadir- es respetar el método adecuado para lograrlos. El más relevante es comprender que el bien común necesita determinación y que hoy en día no deben ser los tribunales los encargados directamente de especificarlo. La ley, y por su delegación la Administración, tienen en cuenta siempre un espectro más amplio de casos centrales, están normalmente apoyadas en una información más completa y en una base más imparcial de la que puede alcanzar un juez a través de un caso particular. Los tribunales deben delegar esa determinación en las autoridades mientras estas no actúen de manera irracional, arbitraria o fuera de su competencia, algo que tanto originalistas como progresistas rechazan abiertamente. El precio de la situación actual es que, en la práctica, son los tribunales los que terminan gestionando los asuntos públicos, como denunció hace tiempo Philip Howard y, entre nosotros, Alejandro Nieto.

Las críticas más acérrimas a la tesis de Vermuele suelen centrarse precisamente en este punto, como si el autor estuviese abogando por un Estado autoritario o “vertical”, máxime si lo combinamos con su crítica al liberalismo actual como un mero sistema de agregación de las preferencias mayoritarias. Sin duda Vermeule podía haber sido más específico en este punto, pero hay que tener en cuenta que -incluso desde una perspectiva tomista, no digamos republicana o neo romana- una legislación ordenada al bien común exige participación ciudadana con el fin de generar un debate serio y completo en aras a la mayor determinación posible de ese bien común. Esta idea arranca de Aristóteles, atraviesa la escolástica, específicamente la española y culmina en Vico. Un problema social no está debidamente analizado ni es posible determinar su relación con el bien común si no se observa desde todas las perspectivas, lo que hoy exige dar plenas oportunidades de participación social y política. Además, no podemos olvidar que los excesos a la hora de restringir el poder público suelen pagarse demasiado a menudo con una correlativa debilidad a la hora de controlar el privado, fuente de dominación social no menos preocupante.

Una crítica parecida ha merecido su tratamiento de los derechos subjetivos, en su opinión meros maximizadores de autonomía personal que funcionan a veces como patentes de corso (“trumps”), cuando deberían entenderse como lo que se debe a cada uno en función del bien común. No se trata de que este se imponga a aquellos, sino que los delimite en función de la justicia del caso. Pero esa invocación a la delimitación de los derechos ha desatado en EEUU críticas sobre su supuesto espíritu censor y autoritario, pese a que Vermeule insiste en que el bien común no es el bien del Estado, sino el de los ciudadanos que lo integran. Pero, quizás otra vez aquí, se echa un poco de menos en la obra un mayor énfasis en el valor nuclear de ciertos derechos (y de sus garantías) y en la mejor forma de equilibrarlos con el bien común, preocupación que, por ejemplo, estaba ya muy presente en nuestros escolásticos Francisco de Vitoria y, especialmente, Domingo de Soto, como nos ha recordado recientemente Annabel Brett.

En cualquier caso, dado el impacto que la obra está teniendo en EEUU y las evidentes conexiones con lo que ocurre en otros lugares, desde Hay Derecho hemos pensado que sería muy útil y conveniente publicar en nuestro blog una entrevista con el profesor Vermeule a fin de dar a conocer al público de habla hispana la dimensión del debate que está suscitando, a lo que muy amablemente ha accedido.

En la próxima entrega de este post publicaremos la entrevista traducida al español.

 

 

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