Entrevista con Adrian Vermeule (y II)

A continuación reproducimos en español la entrevista al profesor Vermeule con ocasión de la publicación de su libro “Common Good Constitutionalism”, y cuya presentación realizada en la primera entrega de esta serie puede consultarse aquí.

 

En el prólogo indica que su libro va dirigido al “observador inteligente del derecho, sea o no jurista, que intuye que algo va muy mal con nuestro Derecho y nuestra academia jurídica, pero no sabe exactamente cómo ni por qué. ¿Por qué cree que existe este sentimiento de malestar? ¿Cuáles son los síntomas?

Existe una sensación generalizada, tácita o inarticulada, entre los estadounidenses de toda condición, que nuestro Derecho se ha instrumentalizado y politizado de forma implacable —en un sentido burdo y partidista— de forma que tanto la “izquierda” como la “derecha” alcanzan resultados que siguen sistemáticamente las agendas de uno u otro partido político, aunque la situación también es asimétrica, en el sentido de que la “izquierda” es mucho más inflexible con los resultados, mientras que algunos en la “derecha” se consuelan o mejoran su reputación rindiéndose a la izquierda por una cuestión de “principios”. Mientras tanto, ante la politización del Derecho se ha perdido su integridad interior y su verdad; se convierte en una herramienta o instrumento fundado en la voluntad arbitraria en vez de ser un reflejo objetivo de los bienes naturales y comunitarios, y una ordenanza razonada para promover estos bienes.

Señala que “la situación es insostenible, intelectual y pragmáticamente. La mejor manera de avanzar es mirar hacia atrás en busca de inspiración. Un resurgimiento y adaptación del Derecho clásico, trasladado a las circunstancias actuales, es la única forma de restaurar la integridad de nuestro Derecho y de nuestras tradiciones jurídicas.” ¿Por qué la recuperación de la tradición clásica puede ayudar a restaurar la integridad del Derecho?

Los principios y la ontología básica del Derecho occidental clásico, fundados especialmente en el Derecho romano y en la posterior tradición del ius commune, aprehendieron la verdad sobre el Derecho —la verdad para todos los tiempos y lugares— aunque ese Derecho en sí mismo se basa en la idea de subsidiariedad, de forma que diferentes políticas puedan tomar diferentes determinaciones de prudencia en diferentes circunstancias. Sin embargo, en el plano de los principios, el Derecho romano y el clásico deberían considerarse, en efecto, como ratio scripta, que captan verdades perdurables sobre la naturaleza y las fuentes del Derecho, verdades que se olvidaron con el advenimiento del positivismo y el liberalismo jurídico. Mientras no se recuperen estas verdades y se apliquen a nuestras circunstancias, nuestro Derecho no podrá recuperar de nuevo una integridad objetiva. Debo añadir que no pretendo limitar este relato únicamente al Derecho occidental; las tradiciones jurídicas clásicas asiáticas también comparten importantes puntos en común con la tradición occidental, pero ese tema me llevaría demasiado lejos para tratarlo aquí.

Su libro recoge múltiples ejemplos de “cuán profundamente la tradición jurídica clásica siempre ha impregnado el Derecho estadounidense”. ¿Cómo explica que se haya perdido de vista en gran medida la tradición jurídica clásica y su influencia en el Derecho estadounidense?

Permítanme subrayar de entrada que aunque los principios del Derecho clásico, en particular su relato de la naturaleza y las fuentes del Derecho, se han perdido de vista en el marco teórico, uno de los puntos del libro es que no se han abandonado en la práctica jurídica. Los abogados y jueces en ejercicio invocan necesariamente, todo el tiempo, una u otra concepción del bien común. Lo que sucede es que no disponen del vocabulario ni del marco conceptual para comprender lo que están haciendo. De ahí que el libro se refiera a una especie de amnesia, en la que el sujeto, por supuesto, conserva una identidad objetiva, pero simplemente ha olvidado cuál es. Son principalmente los teóricos académicos y un puñado de jueces con inclinaciones teóricas los que se muestran escépticos, en principio, sobre el bien común como una característica distintiva del Derecho y de la práctica jurídica.

¿Por qué se ha producido esta amnesia?

Existen, por supuesto, múltiples factores, incluido el advenimiento del positivismo en las ciencias sociales que influye en la teoría jurídica; el creciente dominio del liberalismo en el plano de la ideología política, que adopta una extraña e incesante antiteoría dinámica del bien como liberación sin fin de la voluntad individual de todas las constricciones no elegidas; y el interés material propio de las élites burguesas que resienten (lo que perciben miopemente como) cualquier imposición comunitaria sobre sus elecciones.

Señala que esta tradición comenzó a perderse antes de la Primera Guerra Mundial. ¿No será quizá porque los principios dominantes en Occidente después de la Ilustración y la Reforma encontraron más resistencia entre los juristas, siempre más apegados a la tradición, y al final acabaron imponiéndose, como era inevitable?

Sí, en gran parte. No estoy seguro de calificarlo de inevitable, más bien como una tendencia estructural que se manifiesta con el tiempo, pero la idea general es correcta. Resulta muy llamativo que en el período de la fundación de los EE. UU. los juristas eran más conservadores, en el sentido de que recurrían en gran medida al marco jurídico clásico y a la ontología jurídica clásica, mientras que los teóricos especulativos de la política avanzan (en una serie de casos importantes, aunque no de manera uniforme) premisas liberales que más tarde muestran una propensión estructural a corroer el marco jurídico clásico subyacente.

Afirma que “nuestro Derecho público oscila ahora inquieto e infeliz entre dos enfoques dominantes, el progresismo y el originalismo, los cuales distorsionan la verdadera naturaleza del Derecho y traicionan nuestras propias tradiciones jurídicas”. ¿Qué comparten estas dos corrientes opuestas? ¿Cree que son fruto del mismo positivismo individualista y del mismo pesimismo sobre las posibilidades de la razón para alcanzar el bien común?

En efecto, como intento explicar en el libro, la característica principal que comparten los dos enfoques actualmente dominantes es un principio fundamental del positivismo jurídico: no hay más ley que la creada por la voluntad humana. El progresismo de izquierdas y el originalismo de derechas expresan este supuesto de diferentes maneras. El progresista de izquierdas cree que “todo el Derecho es política”, y aboga por la creación voluntaria y continua de un nuevo Derecho al servicio de la liberación humana, sin fin, de las limitaciones no elegidas. Mientras que el originalista de derechas suele argumentar que el Derecho es creado por la voluntad de legisladores autorizados en un momento dado del pasado. Sin embargo, ambos rechazan la idea de que exista un Derecho que pueda identificarse al margen de la voluntad humana. Esto es una traición a la tradición clásica que sostenía que si bien las determinaciones de la ley civil son creadas por la voluntad humana, son especificaciones de la ley natural y divina que tienen una existencia objetiva y racional y una integridad propias, y que la ley propiamente dicha es una orden racional al servicio del bien común del sistema político y de toda la humanidad.

“El principio rector de nuestro Derecho público debería ser el principio clásico de que todo servidor público tiene el deber, y la autoridad correspondiente, de promover el bien común”. ¿Qué entiende usted por bien común?

Por supuesto el libro dedica un capítulo entero a esta cuestión. El escepticismo sobre el bien común es una especie de lujo intelectual que puede florecer durante un tiempo en una sociedad próspera y que, en lo esencial, funciona bien. Sin embargo, paradójicamente, en una sociedad como la estadounidense de 2023, en la que cada vez hay más indicios de descomposición social, cultural y económica -incluso hasta la disminución de la esperanza de vida -, el escepticismo sobre el bien común resulta cada vez menos plausible; vemos con más agudeza lo que nos falta como comunidad política. Ahora a muchos parece más evidente, especialmente a los jóvenes, que la sociedad funciona mal, que hay verdaderos bienes comunes de paz, justicia y abundancia que no se están proporcionando, y que estos bienes son necesarios incluso para el desarrollo individual.

En tales circunstancias, los tópicos [shibboleths en el original] del escepticismo liberal (“¿Quién decide? ¿Y qué pasa si la gente no está de acuerdo?”, etc.) resultan cada vez menos convincentes. Como dijo sucintamente Tomás de Aquino: “El bien individual es imposible sin el bien común de la familia, el Estado o el reino. Por eso Valerio Máximo dijo de los antiguos romanos que “preferían ser pobres en un imperio rico que ricos en un imperio pobre…”.

¿Es posible atribuir al bien común un carácter objetivo?  ¿Existe un método adecuado para abordarlo?

La tradición clásica postula que el bien común es de hecho objetivo, que es el florecimiento de una comunidad política bien ordenada, que es el bien más elevado incluso para los propios individuos, que se comparte sin ser disminuido y que, aunque por supuesto las autoridades gobernantes pueden equivocarse, es su competencia legítima intentar promover y asegurar el bien común.

La tradición aborda el bien común de forma iterativa, precisándolo en niveles cada vez más concretos a través del Derecho constitucional, estatutario y administrativo, y procediendo conceptualmente desde el bienestar general o el interés público a categorías más específicas de paz civil, justicia legal y abundancia económica, y después a todos los detalles de la provisión de bienes públicos concretos (escuelas que funcionen bien, carreteras, bibliotecas, parques), el mantenimiento del orden público, la provisión de deberes legales, derechos y remedios, y la formulación políticas económicas para promover el bienestar de toda la comunidad.

No hay gran misterio sobre estas necesidades y beneficios humanos comunes, son promovidos por las autoridades de muchas comunidades políticas diferentes, y son naturalmente compartidos por toda la humanidad, en la medida en que el hombre es naturalmente un animal que vive comunitariamente en una polis. El escepticismo sobre el bien común es, en última instancia, una pose irreal, una forma de retórica académica o un medio de mistificación.

¿Cree que es posible lograr un equilibrio entre la atribución de un poder efectivo al Estado para perseguir este bien común y controlarlo eficazmente para evitar el riesgo de abuso? Y si el guardián de este equilibrio son los tribunales, como parece inevitable que sea el caso, ¿no será imposible garantizar que los tribunales se autocontrolen en su misión de supervisión, especialmente con la actual concepción de los derechos como patentes de corso (trumps en el original)?

El riesgo de abuso de poder está en todas las vertientes de las cuestiones constitucionales. Es una ilusión libertaria, una especie de miopía, pensar que la única preocupación del constitucionalismo es el riesgo de abuso de poder por parte de la acción gubernamental. Otorgar al Gobierno muy poco poder invita a las grandes empresas y a las fuerzas oligárquicas a abusar de las prerrogativas y los derechos legales. El gobierno puede abusar de su poder no actuando o actuando de forma selectiva, como cuando no persigue a las turbas que acosan o atacan a los enemigos del régimen. El riesgo de abuso de poder está en todas partes y, en cierto sentido, también en ninguna.

La máxima general del Derecho clásico es, por tanto, que el riesgo de abuso de poder no suspende la autoridad para gobernar (abusus non tollit usum). Lo mismo ocurre con los tribunales; el riesgo de abuso del poder judicial no suspende la autoridad y el deber de los juristas de impartir justicia conforme a Derecho en casos particulares. (Nótese que la justicia legal puede incluir en sí misma una medida de deferencia, un margen de apreciación, para las determinaciones razonables de las autoridades gobernantes). Como señalan ustedes correctamente, una concepción de los derechos como como patentes de corso (trumps) exacerbaría el riesgo de abusos judiciales. Sin embargo, según la concepción clásica, muy diferente, como se explica en el libro, los derechos están en sí mismos ordenados al bien común desde el principio y desde la base.

¿Es posible encontrar un equilibrio entre la consideración de los derechos humanos universales y el reconocimiento de un bien común que debe ser necesariamente específico de la comunidad política respectiva?

Por supuesto. El Derecho clásico, como ya he dicho, incorpora en su propia estructura tanto los principios universales de la razón objetiva que fundan la integridad del derecho, como los principios de subsidiariedad que permiten la discrecionalidad para la determinación prudencial de estos principios en las circunstancias de Estados y comunidades particulares. Los preceptos de la ley natural, por ejemplo, autorizan la autodefensa contra la agresión física, pero existe un amplio margen para que todos los detalles de tal Derecho se especifiquen cuidadosa y razonablemente en cualquier sistema político dado. Lo mismo se aplica a los principios generales del ius gentium o derecho de gentes.

La Escuela de Salamanca (de Vitoria, Suárez) sentó en el s. XVI las bases de un Derecho de aplicación universal (commune omnibus gentibus), del Derecho de la humanidad como tal (ius gentium). Al mismo tiempo, se espera que su libro sea “de interés también para los juristas de Europa, América Latina y Asia”. Vivimos en una época histórica en la que, en palabras de Blaise Pascal, “miro a todos los lados y sólo veo oscuridad por todas partes”. ¿No cree que ha llegado el momento de iniciar un diálogo intercultural sobre el estado del Derecho? Sin perjuicio de que las soluciones concretas puedan ser específicas de cada país, ¿sería posible formular hoy principios y métodos comunes a todas las naciones?

Absolutamente correcto. Uno de mis objetivos en el libro es recuperar y reavivar las profundas conexiones entre el Derecho clásico estadounidense y los principios jurídicos europeos desarrollados por la escuela de Salamanca, los grandes juristas romano-holandeses y la tradición antecedente más amplia del ius commune, tanto de los glosadores como de los comentaristas. Esa red de tradiciones ha sido profundamente influyente en todo el mundo, incluidas América Latina y Asia, y ofrece la mejor esperanza para un diálogo verdaderamente transnacional sobre teoría jurídica, y para reconectar sistemas jurídicos divergentes en todo el mundo. El Derecho estadounidense, y especialmente la teoría jurídica estadounidense, se han vuelto desesperadamente localistas, imaginándose únicos y excepcionales, y, por lo tanto, aislándose de los ricos recursos de tradiciones más antiguas con influencia en todo el mundo.

 

Entrevista a Adrian Vermeule (I)

Adrian Vermeule es profesor de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard y es, sin duda alguna, uno de los constitucionalistas más relevantes de EEUU. El año pasado publicó un libro titulado “Common Good Constitutionalism” (Polity Press, 2022) que está generando un considerable impacto en ese país, como ha señalado recientemente Bloomberg, tanto a nivel académico, como mediático e incluso jurisprudencial . En palabras del conocido profesor Jack Goldsmith, de la Universidad de Harvard y ex Fiscal General Adjunto de EE. UU, el libro de Vermeule es el “el libro más importante de teoría constitucional estadounidense en muchas décadas, un rayo inesperado que desafía por igual los paradigmas conservadores y progresistas del derecho constitucional. Está destinado a enfurecer y a reorientar”.

Tampoco han faltado las críticas negativas, como resulta natural. Se ha tildado la tesis de Vermeule, tanto desde la derecha neoliberal como desde la izquierda progresista, de banal e inespecífica, cuando no de integrista, autoritaria e iliberal (no hay que olvidar que Vermeule es una de las principales referencias del catolicismo académico en EEUU). Pero lo cierto es que para un lector imparcial estas críticas parecen bastante desproporcionadas, pues gran parte del planteamiento de esta obra puede ser compartido, con algunas matizaciones, por el republicanismo clásico.

Para enmarcar propiamente el debate es importante hacer una referencia al contexto en el que surge este ensayo. A nadie se le escapa que las luchas políticas partidistas entre conservadores y progresistas están colocando a la ciencia jurídica en una situación incómoda, no solo en EEUU, sino en la mayoría de los países occidentales, tanto para los juristas que la practican como para los ciudadanos que la observan y padecen. El Derecho, en lugar de cumplir una función equilibradora y moderadora entre los distintos conflictos e intereses en juego, como ha sido tradicional hasta hace relativamente poco tiempo, se ha convertido en el principal campo de batalla de esas luchas. Los actores en conflicto han transformado al Derecho de árbitro moderador a instrumento de combate, y no solo en relación al control de los Tribunales, sino en cuanto a la propia concepción del papel de la ciencia jurídica en una sociedad. Por supuesto, no les han faltado aliados entre los propios juristas, de uno y otro signo.

En EEUU el conflicto se plantea entre “originalistas”, apegados a una voluntad semi mítica del legislador, la mayor parte de las veces con el poco disimulado intento de restringir el poder del Estado; y “progresistas”, empeñados en liberar al individuo de los vínculos de la tradición en función de los nuevos principios desvelados por la élite iluminada del momento. Pero lo más relevante y significativo es que, en opinión de Vermeule, ambas posturas comparten un fondo común muy extenso, pese a las protestas de unos y otros, que necesariamente termina produciendo una visión distorsionada del verdadero papel del Derecho.

Ese fondo común se caracteriza por un individualismo positivista que desconfía de las posibilidades de la razón por alcanzar el interés general, o el bien común, en terminología de Vermeule. El individualismo también es divisa del progresismo, que tiene como objetivo liberar al individuo de cualquier carga no escogida, desde las sociales hasta las biológicas. Y el positivismo es corolario obligado de ambas, ya se trate del positivismo de la ley o de la decisión judicial (lo que alguna magistrada en España llama “constructivismo”), en ambos casos ligada a la voluntad especialmente esclarecida del legislador o del juez de turno. En el fondo de todo, lo que comparten es una concepción utilitaria y agregadora de la política, en el sentido de que no hay más bien común que el que resulta de agregar preferencias subjetivas identificables a través de la regla de la mayoría.

Frente a este planteamiento, Vermeule pretende recuperar la tradición jurídica romanista, hoy casi olvidada, que entiende que el Derecho rectamente entendido está ordenado a un bien común dotado de caracteres objetivos y que tal cosa forma parte de su naturaleza. Es decir, a la hora de interpretar un texto jurídico -por ejemplo, la Constitución- no se trata solo ni principalmente de averiguar la intención concreta de los padres fundadores a la hora de redactar el texto concreto, sino más bien de desentrañar la razón objetiva orientada al bien común que inspira la regulación y que, en opinión de Vermuele, esos padres fundadores tenían también muy presente.

Pero no se trata solo de aportar un enfoque interpretativo, sino de mucho más. Es importante precisar que la persecución del bien común tiene su método y sus objetivos. Estos últimos pueden enunciarse sucintamente al modo clásico tal como lo hizo Ulpiano (vivir honorablemente, no dañar a nadie y dar a cada uno lo suyo) o como se hizo posteriormente tras la recepción del Derecho Romano (paz, justicia y abundancia). Pero tan importante como eso -en realidad, indisolublemente unido a eso, cabría añadir- es respetar el método adecuado para lograrlos. El más relevante es comprender que el bien común necesita determinación y que hoy en día no deben ser los tribunales los encargados directamente de especificarlo. La ley, y por su delegación la Administración, tienen en cuenta siempre un espectro más amplio de casos centrales, están normalmente apoyadas en una información más completa y en una base más imparcial de la que puede alcanzar un juez a través de un caso particular. Los tribunales deben delegar esa determinación en las autoridades mientras estas no actúen de manera irracional, arbitraria o fuera de su competencia, algo que tanto originalistas como progresistas rechazan abiertamente. El precio de la situación actual es que, en la práctica, son los tribunales los que terminan gestionando los asuntos públicos, como denunció hace tiempo Philip Howard y, entre nosotros, Alejandro Nieto.

Las críticas más acérrimas a la tesis de Vermuele suelen centrarse precisamente en este punto, como si el autor estuviese abogando por un Estado autoritario o “vertical”, máxime si lo combinamos con su crítica al liberalismo actual como un mero sistema de agregación de las preferencias mayoritarias. Sin duda Vermeule podía haber sido más específico en este punto, pero hay que tener en cuenta que -incluso desde una perspectiva tomista, no digamos republicana o neo romana- una legislación ordenada al bien común exige participación ciudadana con el fin de generar un debate serio y completo en aras a la mayor determinación posible de ese bien común. Esta idea arranca de Aristóteles, atraviesa la escolástica, específicamente la española y culmina en Vico. Un problema social no está debidamente analizado ni es posible determinar su relación con el bien común si no se observa desde todas las perspectivas, lo que hoy exige dar plenas oportunidades de participación social y política. Además, no podemos olvidar que los excesos a la hora de restringir el poder público suelen pagarse demasiado a menudo con una correlativa debilidad a la hora de controlar el privado, fuente de dominación social no menos preocupante.

Una crítica parecida ha merecido su tratamiento de los derechos subjetivos, en su opinión meros maximizadores de autonomía personal que funcionan a veces como patentes de corso (“trumps”), cuando deberían entenderse como lo que se debe a cada uno en función del bien común. No se trata de que este se imponga a aquellos, sino que los delimite en función de la justicia del caso. Pero esa invocación a la delimitación de los derechos ha desatado en EEUU críticas sobre su supuesto espíritu censor y autoritario, pese a que Vermeule insiste en que el bien común no es el bien del Estado, sino el de los ciudadanos que lo integran. Pero, quizás otra vez aquí, se echa un poco de menos en la obra un mayor énfasis en el valor nuclear de ciertos derechos (y de sus garantías) y en la mejor forma de equilibrarlos con el bien común, preocupación que, por ejemplo, estaba ya muy presente en nuestros escolásticos Francisco de Vitoria y, especialmente, Domingo de Soto, como nos ha recordado recientemente Annabel Brett.

En cualquier caso, dado el impacto que la obra está teniendo en EEUU y las evidentes conexiones con lo que ocurre en otros lugares, desde Hay Derecho hemos pensado que sería muy útil y conveniente publicar en nuestro blog una entrevista con el profesor Vermeule a fin de dar a conocer al público de habla hispana la dimensión del debate que está suscitando, a lo que muy amablemente ha accedido.

En la próxima entrega de este post publicaremos la entrevista traducida al español.

 

 

Noticia televisiva de hallazgos, y su regulación legal

En el telediario de las tres de la tarde del día 5 de octubre de 2022, en la primera cadena, se dio la siguiente noticia relativa a los hallazgos de cosas perdidas en Madrid: el Ayuntamiento había organizado una venta en pública subasta de bienes que, consignados en la oficina de hallazgos municipal, no habían sido recogidos por sus dueños en el plazo de dos años desde la consignación en la Alcaldía. La noticia es extraña, dado que la propiedad de las cosas halladas y consignadas en la Alcaldía se hace de propiedad del hallador a los dos años, si no se produce reclamación seria y probada de la propiedad de la cosa durante esos dos años por parte de quien la extravió. Tal es la regulación del artículo 615 del Código civil, norma venerable y de rango legal, no derogable por ningún reglamento administrativo, y que creo vigente en Madrid, como en la mayor parte de España. Es excepción parcial a ella el art. 542-22-3º del Código Civil de Cataluña, cuya compleja regulación no viene al caso explicar. La solución del art. 615 da por sentado que la oficina municipal de hallazgos instruirá un pequeño expediente administrativo, en el que quedará constancia de los datos, momento y circunstancias del hallazgo realizado y de la identidad y dirección o domicilio del hallador, para que, pasados los dos años, en su caso, la Alcaldía haga llegar el objeto al hallador o le advierta de que puede pasar a recogerlo.

La regulación del artículo 615 del CC se copió en 1889 del Código civil italiano de 1865, que a su vez la había copiado de los códigos italianos preunitarios. Es solución razonable y aceptada socialmente en España y que tuvo una cierta inspiración antifeudal en su momento, como esos códigos italianos decimonónicos, que tuvieron cierta impronta de las ideas liberales de Napoleón. Además, el artículo 615 del Código civil coincidía sustancialmente con la regulación histórica castellana de los bienes “mostrencos”.

El art. 615 CC si que contempla una subasta pública de los bienes hallados y consignados en la Alcaldía por el hallador, y con toda lógica, pero solo en caso de bienes perecederos. Y el precio obtenido en esa subasta ordena el CC que se deposite para guardarlo para el hallador, en su caso. Lo curioso o extraño del pequeño reportaje de la televisión del 5 de octubre es que la noticia se da como relativa a todos los bienes muebles consignados en la oficina municipal y no reclamados en los dos años. Y los bienes que se mostraban en las imágenes, para nada eran bienes perecederos, sino bienes muebles, incluso de mucho valor, como, por ejemplo, un violín o muebles de estilo antiguo y aparentemente bien conservados. Así que la noticia televisiva parecía dar por descontado que todos los bienes no reclamados por sus dueños perdedores se habrían hecho propiedad del Municipio madrileño. Cabe que un periodista sin formación jurídica entendiera mal las explicaciones que se le dieron, pero las imágenes mostraron lo que mostraron y son difíciles de explicar. Los bienes estaban expuestos y los posibles compradores se paseaban entre ellos como en cualquier otra subasta pública. El hecho tiene su trascendencia y gravedad, porque no veo indefendible, si se comprobara, aunque cuesta creer que tal cosa haya sucedido, que el Ayuntamiento de Madrid se había apropiado ilegalmente de bienes que corresponden en propiedad a una multitud de madrileños perdedores de cosas e identificables y localizables, acaso cabría pensar en un delito de apropiación indebida de esos objetos (arts. 252-253 del Código penal). Y un delito acaso imputable al Alcalde mismo, que es en quien personaliza el art. 615 del Código civil la responsabilidad administrativa sobre los hallazgos de cosas perdidas.

La proposición de ley de reforma de los nombramientos del PP: en la buena dirección

 

Después del bochornoso espectáculo institucional protagonizado por nuestros partidos políticos a cuenta de la renovación del Tribunal Constitucional -con acusaciones cruzadas de golpes de Estado y declaraciones populistas por parte de representantes del Gobierno y del PSOE sobre la supuesta falta de límites del Poder legislativo-  y una vez alcanzado por unanimidad el acuerdo en el Consejo General del Poder Judicial para nombrar a sus dos candidatos al TC es el momento de reflexionar sobre el futuro de esta institución, muy gravemente dañada por todo lo ocurrido..  Aunque el CGPJ no es el Poder Judicial, sí es su órgano de gobierno, y para la mayoría de la ciudadanía las luchas partidistas vividas en su seno reflejan las luchas partidistas sobre el control político de la Justicia, perjudicando de forma muy negativa la imagen que de los jueces y tribunales tienen los españoles de a pie. La repetición de consignas desde instancias gubernamentales y mediáticas sobre el supuesto carácter conservador de los jueces y magistrados refuerza la impresión de una falta de profesionalidad y de imparcialidad que, no siendo cierta en la inmensa mayoría de los casos, ha calado en la opinión pública. En todo caso, si algo está claro es que el sistema tradicional de reparto de cuotas partidistas en el CGPJ sencillamente ha reventado.

La actitud del PP contraria a la renovación de la institución desde hace cuatro años en base a argumentos no sólo cambiantes sino también profundamente equivocados también ha revelado que el principal partido de la oposición no ha sido capaz de desprenderse de un marco mental anticuado y muy perjudicial para la buena salud de las instituciones en general y de la separación de poderes en particular. Efectivamente, para el PP el problema no ha sido tanto el reparto partidista de las instituciones -al que no ha puesto reparo alguno cuando le beneficiaba- sino entre quienes había que repartirlas. Lo cierto es que tanto el PP como el PSOE han prometido desde la oposición despolitizar el CGPJ pero no lo han hecho nunca al llegar al Gobierno. Esto nos da una idea la dificultad que tienen los políticos españoles para concebir una Justicia profesional e independiente que, llegado el momento, les trataría como a cualquier otro ciudadano.

De ahí que la proposición de ley presentada por el PP para despolitizar el CGPJ sea una buena noticia, en la medida en que pone negro sobre blanco una propuesta concreta de reforma que va en la buena dirección. Sin duda, sería mejor que, al mismo tiempo, procediese al desbloqueo del CGPJ tal y como ha pedido reiteradamente el comisario de Justicia de la Unión Europea (primero renovar e inmediatamente reformar) a ser posible con perfiles que ya respondiesen a lo que pretende el texto normativo presentado. En todo caso, es importante resaltar que estamos ante una propuesta de despolitización seria y alineada con las recomendaciones realizadas tanto en el informe del Estado de Derecho de la Unión Europea como por el Grupo de Estados Europeos Anticorrupción (GRECO) o la Comisión de Venecia. Básicamente, se devuelve a los jueces y magistrados la potestad de nombrar a los 12 vocales del CGPJ de procedencia judicial, tal y como ocurría antes de la reforma de la LOPJ de 1985.  Como es sabido, esta forma de elección suele ser criticada por considerar que entraña un riesgo de corporativismo judicial y,  adicionalmente, el riesgo de que la asociación judicial hoy por hoy mayoritaria y afín al PP, la Asociación Profesional de la Magistratura, acabe copando la mayor parte de los puestos.

Dicho lo anterior, hay varias fórmulas para evitar que esto ocurra, aunque probablemente el detalle deba dejarse a un desarrollo reglamentario posterior. En ese sentido, se prevé que reglamentariamente se contemplen medidas para garantizar la proporcionalidad entre los jueces asociados y los no asociados. Como es sabido, la mitad de la carrera judicial no se encuentra afiliada, pero es indudable que la posibilidad de que una asociación judicial bien organizada imponga “listas informales” (es decir, solicite que sus afiliados voten siempre a los mismos candidatos que tendrían así asegurada su elección) es muy real: el lamentable papel jugado hasta ahora por las asociaciones judiciales alineadas con el PP y el PSOE que han actuado como correas de trasmisión de estos partidos y como agencias de colocación de sus afiliados aconseja tomar precauciones.

Para evitarlo se establece un umbral relativamente pequeño de avales para poder presentar una candidatura (25), una circunscripción electoral única, el principio de “un juez, un voto”,  el voto presencial con prohibición del voto delegado (que favorece a los candidatos asociados) y se limita a 6 el número de candidatos por elector, con el fin de evitar que se impongan listas asociativas completas de 12. No obstante, sería conveniente permitir el voto electrónico, que permitiría aumentar la participación y también suprimir requisitos para ser elegible, como la reserva de plazas a magistrados del TS (2) o magistrados con 25 años de antigüedad (3): se trata de que haya buenos candidatos procedan de donde procedan. Otras medidas contenidas en la propuesta como prohibir las candidaturas de los jueces y magistrados que hayan estado en política en los últimos cinco años o la regulación de las puertas giratorias entre política y justicia me parecen razonables, aunque quizás se quedan aún un poco cortas.

En definitiva, es un paso en la buena dirección. Si además se desbloquease el CGPJ los argumentos del Gobierno y de sus aliados para oponerse a este tipo de reforma serían muy débiles. En todo caso, es muy necesario que tengamos un debate mínimamente serio sobre qué tipo de órgano de gobierno del Poder Judicial queremos.

Artículo publicado en El Mundo 

 

 

 

El Tribunal Constitucional es cautelar y llega a tiempo. Sobre la inconstitucionalidad de introducir enmiendas senatoriales en Proposiciones de Ley.

El pasado lunes los medios de comunicación se hicieron eco de la nota informativa nº105/2022 del Tribunal Constitucional por la que la Oficina de Prensa del máximo intérprete de la Constitución, comunicaba que, tras reunirse en Pleno, admitía a trámite el recurso de amparo interpuesto por diputados del grupo parlamentario popular en el congreso, contra la admisión de las enmiendas de reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (en adelante, LOTC) y la Ley Orgánica del Poder Judicial (en adelante, LOPJ), suspendiendo con ello su tramitación parlamentaria.

A propósito de lo anterior, y contextualizada la razón de escribir estas líneas -sobre la que ya se vertido tinta de todos los colores-, me centraré en escribir en blanco y negro con la pluma del jurista que debe guiarse estrictamente por la ciencia jurídica. Sin olvidar, claro está, que las leyes soportan interpretaciones más o menos elásticas según el intérprete y que, para evitar dislocaciones interpretativas, los principios hermenéuticos del Código civil subvienen a la seguridad jurídica.

En este punto, huelga decir que el Tribunal Constitucional (en adelante, TC) , con la admisión a trámite del recurso de amparo, ni prejuzga la constitucionalidad de la propuesta de ley recurrida en todo o en parte, ni cuestiona la constitucionalidad del derecho de los diputados de presentar enmiendas a las proposiciones de ley (lo cual es consustancial a su cargo público); sino, exclusiva y cautelarmente, el procedimiento seguido en su tramitación por carecer este de “la relación de homogeneidad que debe existir entre las enmiendas y la iniciativa legislativa que se pretende modificar (STC 119/2011, que servirá de base a este artículo). O, si se prefiere: que una proposición
de ley no es un atajo legislativo para enmendar leyes ajenas a la misma a espaldas del procedimiento constitucional previsto.

En realidad, lo extraordinario del caso analizado no es el fondo del asunto o la cuestión recurrida en amparo (que de ordinario no suspende la tramitación de la ley ex. art. 56.1 LOTC), sino que, por la urgencia excepcional del mismo (art. 56.6 LOTC) la adopción de la medida cautelar de suspensión del trámite parlamentario se contiene en la resolución de admisión a trámite del recurso y, por tal razón, se adopta la medida cautelar, sin audiencia previa de las partes y el Ministerio Fiscal (art. 56.4 LOT). A tal resolución, el TC ha tenido que ponderar entre el perjuicio irreparable que pudiera producirle a los recurrentes -los diputados que interpusieron el recurso- la ejecución del acto recurrido -la adopción de las enmiendas-; y, por otro, la posible perturbación grave al derecho fundamental de los ciudadanos en la formación de la voluntad general a través de las Cortes Generales, expresado en el art. 23.2. de la Constitución (en adelante, CE). La clásica ponderación de derechos en conflicto (art. 56.2 LOTC).

A tales fines, el TC ha entendido que es mejor prevenir (paralizar cautelarmente la adopción de la proposición de ley y ver si su trámite se ajusta a la CE), que curar (declarar inconstitucional la ley una vez aprobada y, como el pus de una infección cutánea, expulsarla del órgano vivo que es el Ordenamiento jurídico). Quizá, ya escarmentado de conocer que esta nociva práctica parlamentaria es know how del tradicional bipartidismo desde el nacimiento de la democracia.

Tanto es así (hoy la jurisprudencia nos sirve hemeroteca), que la sentencia 119/2011 de 5 de julio, resuelve la misma obra teatral con los mismos actores que hoy se intercambian los papeles. Entonces, el Grupo Parlamentario Socialista y el Grupo Parlamentario Mixto, recurrieron en amparo la tramitación de la Ley Orgánica complementaria de la Ley de Arbitraje propuesta por el Grupo Popular por la misma razón: trasladada la propuesta de ley del Congreso a la Mesa del Senado, el Grupo Popular siguió el mismo atajo legislativo e introdujo dos enmiendas; una de ellas por la que añadía nuevos delitos al Código penal (sin aparente relación de homogeneidad). Finalmente, la ley se adoptó y, tras ello, se recurrió en amparo (lo ordinario) por entender los recurrentes que no es lo mismo el derecho de enmienda que el de iniciativa legislativa; que pedían, no reducir el derecho de enmienda, sino reconducirlo en sus justo términos.

En orden a resolver aquel recurso de amparo, el TC recuerda que, para apreciar vulneración del ius in officium o derecho de los parlamentarios a ejercer sus derechos y atribuciones (quienes dan efectividad al derecho a participar de los ciudadanos en los asuntos públicos), es necesario comprobar primero si ha existido infracción de la legalidad parlamentaria para, posteriormente, analizar si, además, afecta al núcleo de su función representativa y, con ello, a los derechos fundamentales a la participación parlamentaria del art. 23 de la Constitución (en adelante, CE).

En ese sentido, matiza que “la Constitución no tiene ninguna norma expresa relativa a los limites materiales del derecho de enmienda en el Senado, tampoco su reglamento. Ello, sin embargo, no implica que desde la perspectiva constitucional no quepa extraer la exigencia de conexión u homogeneidad entre las enmiendas y los textos a enmendar”, porque, prosigue, “en efecto, la enmienda, conceptual y lingüísticamente, implica la modificación de lo que es preexistente y ha definido con un objeto con anterioridad; sólo se enmienda lo ya definido. La enmienda no puede servir de mecanismo para dar vida a una nueva realidad, que debe nacer de una, también, nueva iniciativa”.

En atención a la doctrina expuesta, el TC concluyó que la decisión de la Mesa del Senado de negarse a realizar el juicio de homogeneidad de las enmiendas con el texto a enmendar solicitado por los Senadores recurrentes supuesto una infracción de la legalidad parlamentaria; infracción parlamentaria que reputó de alcance constitucional relevante por violar el derecho de enmienda de los Senadores. A tal respecto, argumenta que, pese a que el derecho de enmienda sea reglamentario, además constituye el “auténtico contenido central de su derecho de participación del art. 23.2 CE”; lo que no cabe es “articular un debate de forma que la introducción de más enmiendas haga imposible la presentación del alternativas y defensa”.

Y resuelve, finalmente, que la introducción vía enmienda de nuevos delitos en el Código Penal no guardaba relación material alguna con el contenido de la Ley de Arbitraje remitida por el Congreso de los Diputados, “restringiéndose con ello la posibilidad de deliberación de los Senadores recurrentes sobre un nuevo texto que planteaba una problemática política por completo ajena a la que hasta el momento había rodeado al debate sobre la citada ley”. Así las cosas, otorga el amparo solicitado por los Senadores, reconoce el derecho a acceder a los cargos políticos en condiciones de igualdad (art. 23.2) y declara la nulidad de los acuerdos de la Mesa del Senado recurridos.

En conclusión, y a la luz de la doctrina constitucional expuesta, parece razonable pensar que ante situaciones jurídicas replicadas con idéntica razón de decidir, pueda alcanzarse la misma conclusión; es decir, que, si el TC otorgó el amparo por no guardar la citada Ley de Arbitraje relación de homogeneidad con la introducción de nuevos delitos vía enmiendas; ahora, con misma razón de decidir, haga lo propio con los recurrentes por faltar la referida relación de homogeneidad entre la Proposición de Ley Orgánica por la que se deroga el delito de sedición y modifican otros, y las enmiendas presentadas para modificar la LOTC y la LOPJ. Lo contrario, en mi opinión, caería fuera de los brazos de la lógica, aunque, claro está, la interpretación de la ley es ambivalente, como demuestran los votos particulares de la resolución de suspensión.

Cierro el artículo con el lema del TC que esta vez sí llega, y a tiempo. Libertas, Iustitia y Concordia.

La Ley Orgánica 14/2022, de reforma del Código Penal, y su afectación a la malversación

A fecha de 23 de diciembre de 2022 en el Boletín Oficial del Estado se publicó la Ley Orgánica 14/2022, de reforma de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal. Se trata de un cambio de calado en nuestro Derecho Penal, en tanto que se modifican una pluralidad de figuras (delitos contra la integridad moral, contra el patrimonio y el orden socioeconómico, de falsedad, contra la Administración Pública) y se suprimen otras (delitos contra el orden público, sedición).

Sin duda, uno de los aspectos claves es el que afecta a la regulación de la malversación de caudales públicos, prevista en el capítulo VII del Título XIX. Tuve ocasión de analizar en profundidad la temática presente en un artículo del blog jurídico Lex et Societas, por lo que aquí ofreceré una versión sucinta.

Se trata de una absoluta ruptura con el régimen de la LO 1/2015: como afirma la exposición de motivos de la LO 14/2022, se trata de un retorno al modelo previo a 2015, acabando con la hasta ahora vigente distinción entre la administración desleal y/o apropiación indebida del patrimonio público.

Hay una serie de elementos comunes que permanecen invariados. Por un lado, el bien jurídico protegido (la legítima expectativa del ciudadano en que los efectos que integran el haber de las distintas Administraciones Públicas serán objeto de utilización para la normal ordenación de sus fines); por otro, la condición de autoridad o funcionario público para ser considerado autor en la malversación propia (ex. arts. 432-434 CP, sin perjuicio de que pueda intervenir en la malversación como partícipe, inductor o cooperador necesario un extraño, que se equiparan a la autoría a efectos de determinación de la pena).

Asimismo, y a falta de ulterior jurisprudencia consolidada de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, se entiende de aplicación la doctrina de que “el autor goce de facultad decisoria pública o una detentación material de los caudales públicos o efectos, ya sea de derecho o de hecho, con tal, en el primer caso, de que, en aplicación de sus facultades, tenga el funcionario una efectiva disponibilidad material.” (STS núm. 769/2022 de 15 septiembre).

Tampoco se modifican los artículos 433 bis CP (relativo a la autoridad o funcionario público que cometiere falseamiento de cuentas o de información contable /económica en la entidad pública de la que dependiere) o el artículo 435 CP (sobre la malversación impropia).

En cuanto a los cambios, ahora se pasa a distinguir entre:

  • Una malversación apropiatoria (apropiación de fondos por parte del autor o que éste consienta su apropiación por terceras personas (artículo 432 CP)). La punición, respecto de la antigua apropiación indebida de fondos públicos, permanece constante en el tipo básico (2-6 años de prisión y 6-10 años de inhabilitación especial para cargo o empleo público y del ejercicio del derecho de sufragio pasivo) así como en el tipo agravado (4 a 8 años de prisión y 10 a 20 años de inhabilitación absoluta en ambas regulaciones).

Igualmente, se incorpora una circunstancia agravante en el apartado segundo, cuando las cosas malversadas tuvieran un valor artístico, histórico, cultural o científico; o bienes destinados a aliviar alguna calamidad pública. El apartado tercero del artículo 432 CP, es el antiguo artículo 433 CP reproducido íntegramente.

En la sobrecualificación, del apartado segundo, si el valor de lo apropiado o del perjuicio es superior a 250.000 (pena en mitad superior, incluso superior en grado).

El apartado tercero del artículo 432 CP, es el antiguo artículo 433 CP.

  • Una malversación de uso (el uso temporal de bienes públicos sin animus rem sibi habendi y con su posterior reintegro (artículo 432 bis CP)) que puede asociarse con el antiguo apartado primero del 432 CP. Se trata de uno de los aspectos troncales de la reforma. En este caso se disminuye ostensiblemente la pena: se pasa de un mínimo de dos a seis años de prisión y 6-10 años de inhabilitación especial para cargo o empleo público y del ejercicio del derecho de sufragio pasivo a un máximo de prisión de tres años y esta vez suspensión de empleo o cargo público, si reintegra los efectos en el plazo de los 10 días siguientes a la incoación del proceso. De no ser reintegrados, se aplican las penas del 432 CP.

 En este particular, considero que hubiera sido deseable en aras de reprimir con más dureza la corrupción de la autoridad o funcionario público que el plazo de diez días comenzase a computar a partir de la fecha de comisión del delito (teniendo además presente que ya podría rebajarse la pena conforme al 434 CP).

  • Una malversación presupuestaria (un desvío presupuestario o gastos de difícil justificación (artículo 433 CP). Este delito no deja de ser una variante de la antigua malversación de uso, que no lleva aparejado el ingreso en prisión del autor si no ha existido daño o entorpecimiento grave al servicio al que están destinados los efectos públicos.

Se introduce, de modo quizá reiterativo, un nuevo artículo 433 ter CP al objeto de definir lo que debe entenderse por patrimonio público (todo el conjunto de bienes y derechos, de contenido económico-patrimonial, pertenecientes a las Administraciones públicas). Y es reiterativo porque nuestra jurisprudencia y el artículo 3.1 de la Ley 33/2003, de 3 de noviembre, de Patrimonio de las Administraciones Públicas, definen perfectamente qué debe entenderse por patrimonio público: “el conjunto de sus bienes y derechos, cualquiera que sea su naturaleza y el título de su adquisición o aquel en virtud del cual les hayan sido atribuidos.”

También se modifica ligeramente el texto, pero con una significación mayor, en el artículo 434 CP. Se exige ahora como requisito temporal para la rebaja de la pena en uno o dos grados que la colaboración del autor de malversación se dé antes de la celebración del acto del juicio oral.

Igualmente la LO 14/2022 establece, sin ser imprescindible, una Disposición Transitoria Segunda en cuanto a la revisión de sentencias firmes en ciertos casos. Tengamos en cuenta que esta disposición no evitará que todos aquellos que fueron condenados en base al antiguo artículo 432.1 CP (entonces administración desleal del patrimonio público) se vean beneficiados de las rebajas de pena que ofrecen los vigentes artículos 432 bis y 433 CP. Primero, porque así lo exige la interpretación consolidada del artículo 9.3 CE que ha efectuado el Tribunal Constitucional en beneficio del reo. Segundo, porque el artículo 2.2 del Código Penal lo impone.

 

18 Enero- Presentación informe sobre la situación del Estado de Derecho

El Informe: “Midiendo el Estado de derecho: antes y después de la pandemia” (2018-2021) realizado por el equipo de investigación de Fundación Hay Derecho, en colaboración con la Cátedra de buen gobierno e integridad pública de la Universidad de Murcia, pone de manifiesto importantes y preocupantes agujeros negros de la reglas del juego democráticas en nuestro país. 

Si no pudiste acudir a la reciente presentación en la oficina del Parlamento Europeo en Madrid, aquí tienes una nueva oportunidad para adquirir conocimientos importantes con los que comprender y navegar por la preocupante actualidad.

¿Cuándo y dónde?

Miércoles 18 de enero a las 19.00 hs en el Salón de Actos del Ilustre Colegio de la Abogacía de Madrid. Calle Serrano 9

Programa

Bienvenida

 

Introducción y moderación

Conversatorio entre: 

 

Para confirmar asistencia puedes enviar un email a: 

inscripciones@hayderecho.com

Caso Celsa: ¿golpe del gobierno a los planes de restructuración?

La reciente reforma de la normativa concursal, que entró en vigor el pasado 26 de septiembre, ha supuesto ‑ en expresión que ha encontrado general acogida‑ un “cambio de paradigma” en nuestro Derecho de la insolvencia.

Aprovechando la transposición de la Directiva (UE) 2019/1023 en materia de insolvencia, y partiendo de la contundente estadística de que más del 90% de los concursos de acreedores culminan en España con la liquidación de la sociedad concursada, la norma hace una muy decidida apuesta por los mecanismos de solución pre concursal o paraconcursal, concretados básicamente en los llamados “planes de reestructuración” que vienen a sustituir a los antiguos “planes de refinanciación” y que están orientados a posibilitar la supervivencia de empresas que, no obstante su situación de crisis, puedan ser viables.

A diferencia del instrumento precedente, los planes de reestructuración no tienen por qué constreñirse a una refinanciación del pasivo, sino que pueden contemplar medidas operativas de mucho mayor calado que, en algunos casos, pueden incluso suponer modificaciones estructurales en la sociedad afectada, con la lógica repercusión sobre los socios de la misma.

Precisamente a este último respecto, la nueva regulación contempla la posibilidad de “imponer” a los socios el plan de reestructuración diseñado y aprobado por sus acreedores, lo que se lleva a cabo tras un procedimiento judicial específico conocido como “homologación del plan” y que puede concluir en la ejecutoriedad de un plan que, pese a contener medidas que requirieran acuerdo de la junta de socios, no hubiere sido aprobado por estos. Varios profesionales del sector, entre los que me encuentro, hemos manifestado nuestras críticas a esta solución que ‑pese a, efectivamente, venir avalada por la Directiva transpuesta‑ se traduce en la quiebra de principios que hasta ahora eran poco menos que intocables de nuestro Derecho societario, y en la evidente merma del poder de los socios respecto a su sociedad, pero, en todo caso, es lo que hay: está así recogido en norma con rango legal y es nuestro régimen hoy imperante.

Y a pocas fechas de su estreno, este régimen de los planes de reestructuración se ha visto sometido a su primera “prueba de fuego” con el caso de la empresa siderúrgica CELSA, un grupo con más de cinco mil millones de euros de facturación en 2021, más de once mil puestos de trabajo directos e indirectos, y cuyo accionariado se concentra en la familia Rubiralta. Los acreedores de CELSA han acordado un plan de reestructuración al margen de los socios que les permitiría hacerse con la mayoría del capital social y ahora pretenden, vía homologación, imponer a aquéllos dicho plan, algo que conseguirán si finalmente el Juzgado Mercantil nº 2 de Barcelona acuerda dicha homologación.

Quizás convenga ahora señalar que el ámbito de la insolvencia ‑con usual presencia directa de acreedores profesionales y de ámbito cada vez más internacionalizado‑ es especialmente sensible a la forma en que los diferentes ordenamientos nacionales regulan la materia, habiendo sido especialmente intenso el fenómeno conocido como “fórum shopping” por virtud del cual se busca por el deudor en crisis el acogimiento a aquella jurisdicción que mejor se acomode a sus intereses. En este sentido, fue paradigmática durante la pasada crisis inmobiliaria la búsqueda de acogimiento a la jurisdicción del Reino Unido para beneficiarse de las ventajas asociadas a sus procedimientos de reestructuración (schemes of arrangement), fenómeno que, tras el brexit y consiguiente salida del Reino Unido de la UE, ha llevado a algunas legislaciones ‑vgr. la neerlandesa‑ a tratar de ocupar ese papel que antes protagonizaba la City.

Los inversores y acreedores profesionales quieren seguridad jurídica y estabilidad ‑cuando no, blindaje‑ de los acuerdos que alcancen para el saneamiento de sus deudores en crisis, y por ello es esencial para la inversión ofrecer en todo momento no sólo ya la imagen sino la realidad de “un país serio”.

Por ello es preocupante, altamente preocupante, la publicación de ayer, día 30 de diciembre, en el diario digital “El Confidencial” y en la que, con todo lujo de detalle, se afirma que el Gobierno estaría presionando a los principales prestamistas de CELSA (Goldman Sachs y Deutsche Bank) para llevar a cabo una nueva negociación con los actuales accionistas (familia Rubiralta) que permita a estos mantener una participación significativa en la sociedad. Todo ello al margen por completo del procedimiento judicial de homologación del plan de reestructuración que se viene ya sustanciando ante el Juzgado.

Se estaría así impidiendo, por voluntad del Gobierno, la real aplicación de la ley concursal a una determinada sociedad.

A nadie ha de escapar las muy variadas posibilidades con que cuenta cualquier gobierno para “influir” en concretas decisiones estratégicas de las empresas, pero en este caso la información periodística identifica incluso el elemento de presión que supuestamente se está utilizando desde La Moncloa para efectuar este tipo de inferencia, y de ser ello así, nos estaríamos encontrando con un nuevo ejemplo de las perversiones a que puede dar lugar la capacidad normativa del ejecutivo a través de la figura del Real Decreto Ley, tan abusivamente utilizado por casi todos nuestros gobiernos pero muy especialmente -y no pasa nada por así decirlo y diferenciarlo- por parte del actual.

En efecto -y siempre, insistimos, según la información periodística- el Gobierno estaría utilizando para presionar a los acreedores de CELSA la conocida vulgarmente como “Ley anti opas” la cual le permitiría bloquear esa toma de control de la sociedad por parte de estos acreedores que legítimamente obtendrían por la homologación judicial de su plan.

¿En qué consiste esta “Ley anti opas”? Vamos a tratar de explicarlo, ajustándonos a las características de una publicación como este post.

Al comienzo de la etapa más dura de la pandemia provocada por la COVID-19, el Gobierno aprobó el Real Decreto Ley 8/2020, de 17 de marzo con un amplísimo paquete de medidas, entre las que se encontró la modificación del modelo de control de las inversiones extranjeras en España recogido en la Ley 19/2003, de 4 de julio. La medida y su “extraordinaria y urgente necesidad“ se justificaba porque la merma de valor patrimonial experimentada por las empresas españolas estratégicas a consecuencia de la crisis desencadenada por la COVID-19, las hacía especialmente vulnerables a operaciones de adquisición por parte de inversores extranjeros.

Partiendo de ello, y añadiendo un nuevo artículo 7 bis a la citada Ley 19/2003, se suspendía el régimen de liberalización de determinadas inversiones extranjeras directas en España para determinados sectores (incluido “curiosamente” el de los medios de comunicación) y diversos supuestos, los cuales quedaban sometidos a régimen de autorización administrativa. En realidad, el listado de sectores afectados no era sino ejemplificativo pues el propio artículo preveía su extensión a cualquier otro sector “cuando puedan afectar a la seguridad pública, orden público y salud pública” lo cual confería un amplio margen de discrecionalidad.

Con respecto a los inversores residentes en la UE, se preveía que este régimen excepcional se aplicaría tan sólo de modo transitorio, pero esa transitoriedad inicial fue luego ampliándose, estando prevista su finalización precisamente para mañana, día 31 de diciembre de 2022. Sin embargo, y aprovechando el Real Decreto-ley 20/2022, de 27 de diciembre, de ‑atención‑ “Medidas de respuesta a las consecuencias económicas y sociales de la Guerra de Ucrania y de apoyo a la reconstrucción de la isla de La Palma y a otras situaciones de vulnerabilidad” (no busquen relación directa, no) ha vuelto ahora a prorrogarse hasta el 31 de diciembre de 2024.

Sobre esta base, el Gobierno tiene derecho de veto sobre cualquier inversión extranjera directa sobre empresas españolas como consecuencia de la cual el inversor pase a ostentar una participación igual o superior al 10% del capital de la sociedad española o que le permita adquirir el control de la misma [1].

Y ahí está donde radica el “instrumento legal” supuestamente utilizado por el Gobierno para presionar a los acreedores de CELSA y que ‑también según el mismo medio‑ también ha utilizado para impedir la entrada de MEDIASET de forma significativa en GRUPO PRISA (¿recuerdan la “curiosa” nominación de los medios de comunicación dentro de los específicos sectores afectados?): Amenazar con bloquear, mediante la denegación de autorización, cualquier operación de estas características.

¿Cuál es ahora el factor adicional que hace aún más especialmente grave esta actuación en el caso de CELSA? Pues que, como adelantamos, esta supuesta injerencia se produce estando en marcha un procedimiento judicial de homologación específica y concretamente previsto en la ley concursal, con lo que, de triunfar esa supuesta presión por parte del Ejecutivo, no sólo se estaría afectando de modo directo a ese procedimiento judicial ya abierto, que quedaría vacío de contenido, sino que se estaría impidiendo la aplicación de la norma y de modo ad hominem

Al margen del perjuicio que ello supone para el Estado de Derecho, el mensaje que se traslada a los tan necesarios inversores internacionales no puede resultar más nefasto.

——

[1] Tratándose de sociedades no cotizadas se requiere que la inversión supere los 500 millones de euros.

Deberes para el año 2023: el mensaje del Rey

En un raro caso de acuerdo, tanto PSOE como PP valoraron positivamente el mensaje de navidad del Rey del pasado día 24 de diciembre.  Hay Derecho también está de acuerdo con su contenido y con la llamada a la responsabilidad que contiene. Pero como algún otro partido criticaba el mensaje por estar “repleto de vaguedades” o incluso por ser “un tostón soporífero indeterminado ”, vamos a tratar de explicar las cuestiones a las que se refiere el mensaje y a concretar qué responsabilidades se derivan de ello, no solo para los partidos sino para las instituciones y para los ciudadanos.

La idea de partida del mensaje es la misma que nos llevó a crear el blog y después la Fundación Hay Derecho: las democracias siempre están en riesgo, y tenemos la necesidad y la obligación de defenderlas (“No podemos dar por hecho todo lo que hemos construido”). Esta necesidad deriva de que la democracia garantiza tanto la libertad como el desarrollo económico, lo que queda demostrado, como dice expresamente el Rey, por el gran progreso de España en las 4 últimas décadas.  En cuanto al origen del riesgo, destaca tres: la división, el deterioro de la convivencia y la erosión de las instituciones. Como nosotros no tenemos  la misma obligación de prudencia que la Corona -aunque sí aspiramos a la neutralidad- vamos a concretar qué riesgos son esos y como se pueden limitar.

En cuando a la división, es evidente que se refiere a la división territorial de España. Las referencias a que la Constitución representa la unión y la cohesión sin renuncia a la diversidad lo dejan claro. El mayor ataque al Estado de Derecho desde el intento de golpe de 1981, fue el fallido autogolpe del Gobierno Catalán de 2017. Para nosotros no hay duda de que la Constitución es un intento muy meritorio de coordinar las identidades territoriales con la identidad nacional. Frente a las críticas internas, el reputado profesor Joseph Weiler  dice que nuestra Constitución se puede considerar como un modelo, un ideal para superar la idea, fracasada desde la 2ª guerra mundial, de la identidad entre nación y Estado. Los ciudadanos no tendríamos un único nivel de pertenencia sino una pertenencia múltiple a nuestra región/nación, a la nación española, y a Europa.

Para el profesor, esto supone no sólo una mayor integración y unas ventajas prácticas políticas (paz) y económicas (mercado) sino una disciplina moral individual: el reconocer que cada uno de nosotros puede tener varias pertenencias compatibles nos aleja de los exclusivismos y de la violencia, y nos permite beneficiarnos de diversidad. En este sentido hay que interpretar el mensaje real de “guiarse por la razón” que tiene implícito el de no dejarse llevar por la emoción -en particular por la nacionalista de cualquier signo-.

En este ámbito no nos hacemos muchas ilusiones de convencer a los partidos nacionalistas del progreso moral que supone reconocer que los ciudadanos pueden tener varias identidades a la vez sin tener que renunciar a ninguna. Pero no estaría mal que lo asumieran con convicción los partidos mayoritarios. Lo que deben perseguir no es jugar a satisfacer las emociones nacionalistas (españolas o autonómicas) sino reivindicar el Estado autonómico, hacer cumplir sus leyes -empezando por las del Estado-, y buscar el bien común  de todos los españoles con respeto a la pluralidad y la diversidad también dentro de las  CCAA con gobiernos nacionalistas.

En el extremo contrario se encuentran los que maniobran para que se incumplan la Constitución y la sentencias. Resulta increíble que sea la sociedad civil, y asociaciones como  la Asamblea por la Escuela Bilingüe (último premio Hay Derecho ex aequo), los que tengan pleitear con sus propios recursos para conseguir que se respeten los derechos reconocidos a todos los ciudadanos en la Constitución.

En cuanto al deterioro de la convivencia, sí que puede faltar algo de concreción en el mensaje. Indudablemente se refiere en parte también al  nacionalismo, que ha afectado gravísimamente a la vida de los catalanes, divididos en dos mitades  que viven en mundos separados, como bien demuestra con datos el libro de Adolf Tobeña “Fragmented Catalonia”. Con el agravante de que el Gobierno autonómico solo representa  a una de ellas. Pero creemos que también se refiere a la creciente polarización de la sociedad en bandos políticos irreconciliables. Aunque España está mejor que otras sociedades profundamente polarizadas como EEUU, está claro que los partidos políticos de los extremos han tenido cierto éxito en convertir a los que piensan diferente en verdaderos enemigos. Poco sentido tiene apelar a su responsabilidad, pues el enfrentamiento es la razón de su existencia y está en su naturaleza promoverlo. Pero sí está en la mano de los partidos institucionales demostrar que solo llegando a grandes acuerdos se pueden encontrar soluciones a temas importantes. Y esto conecta con el tercer tema, que es de las instituciones.

Las instituciones son el centro de las preocupaciones de esta Fundación. La razón es que cada vez está más claro que el respeto a la dignidad y la prosperidad de los países dependen, sobre todo, de la calidad de sus instituciones. Así lo reconoce el mensaje del Rey. Y en este punto sí podemos concretar algunas medidas para reforzar nuestras instituciones, y de nuevo son los dos grandes partidos los que tienen en su mano realizarlas.

Sin duda el ámbito más urgente es del Poder Judicial y el TC. La progresiva politización del CGPJ y TC a la que han contribuido con el mismo entusiasmo PP y PSOE durante casi 40 años ha llegado a un punto insostenible. La manera en que se han ido cubriendo las plazas, con reparto de cuotas contrario a la Constitución, ha llevado al desprestigio de las instituciones. Es necesario cambiarlo ya, y la propuesta del PP es una buena base para que los dos grandes partidos pacten un cambio. Eso sí, de manera previa o simultánea los dos partidos deben renovar el CGPJ. Ya explicó aquí Rodrigo Tena que la reforma de la sedición -por inconveniente que fuera- no era un motivo para abandonar la negociación. Y debería hacerse nombrando a candidatos de consenso y no a los más fieles a cada bando (que es lo que ha hecho el Gobierno con los últimos nombramientos del TC, y el PP con los anteriores). Pero en este ámbito, no toda la responsabilidad recae sobre los partidos. Los propios jueces, y en particular sus asociaciones, deberían dejar de colaborar con un sistema de elección corrompido por los partidos y apoyar decididamente una reforma necesaria.

Son esenciales en el discurso, también, la referencia a la Constitución y a Europa, hoy precisamente enlazadas, de alguna manera, por  el deterioro que tanto la norma como el espíritu de la Constitución están sufriendo como “marco de referencia” para los españoles a consecuencia de variados acontecimientos recientes y no tan recientes y que, en algunos de ellos, ha sido apuntalada por recomendaciones o intervenciones directas de las autoridades europeas.

Tanto nuestra Constitución como la Unión Europea son esenciales para la defensa del Estado de Derecho, y, así lo reconoce el Rey, cuyo discurso apunta a esa necesidad de mantener y defender bases esenciales de nuestro Estado social y democrático de derecho, en el que se basa nuestra convivencia.

 

……….

Discurso íntegro del Rey Felipe VI

Buenas noches,

Me alegra mucho poder estar en vuestros hogares y seguir cumpliendo con esta tradición de transmitiros mis mejores deseos, sobre todo de paz, en esta Nochebuena; y también de compartir con vosotros algunas reflexiones sobre los acontecimientos más relevantes del año que ahora termina.

El 2022 ha sido −está siendo todavía− complicado y difícil. Como no han sido nada fáciles los últimos años. Cuando creíamos haber superado lo peor de la pandemia —sin duda, la mejor noticia— en el mes de febrero Rusia invadió Ucrania y, desde entonces, hemos sido testigos de 10 meses de una guerra que ya ha causado un nivel de destrucción y ruina difíciles de imaginar en nuestra realidad cotidiana. Hemos vivido el sufrimiento del pueblo ucraniano y seguimos sintiendo, con una profunda tristeza, la pérdida de miles de vidas humanas.

A los ucranianos refugiados en nuestro país y a todos sus compatriotas les enviamos, especialmente hoy, nuestro recuerdo y afecto.

Estamos así, ante una nueva guerra en Europa, en las fronteras de algunos de nuestros socios europeos y aliados, y, por tanto, cerca de nosotros; y que no solo afecta a Ucrania, sino que tiene una trascendencia global. Por ello, nuestra seguridad también se ha visto afectada. España, además de reforzar con nuestros aliados la capacidad de defensa colectiva, se ha unido a la inmensa mayoría de la comunidad internacional para apoyar a Ucrania; y para reafirmar su compromiso de que la soberanía, la integridad territorial y la independencia de los Estados son principios irrenunciables de un Orden Internacional basado en reglas y que siempre debe buscar la paz.

En ese sentido, la cumbre de la OTAN que se celebró en España, en Madrid, sirvió para reforzar la unidad de todos los miembros de la Alianza, y también de la Unión Europea. Esta guerra, junto a los efectos también de la pandemia, está teniendo, además −como es evidente−, un profundo impacto sobre la economía; ha provocado una crisis energética con consecuencias graves en la industria, el comercio, el transporte y particularmente en las economías familiares.

La subida de los precios, especialmente de los alimentos, provoca inseguridad en los hogares. Tener que hacer frente a gestos cotidianos, como encender la calefacción o la luz o llenar el depósito de gasolina, acaba siendo una fuente de preocupación e implica –en muchos casos– importantes sacrificios personales y familiares. Porque, en efecto, hay familias que no pueden afrontar esta situación de una manera prolongada y necesitan el apoyo continuo de los poderes públicos para paliar sus efectos económicos y sociales.

Todo el nuevo escenario que vivimos –la guerra, la situación económica y social, la inestabilidad y las tensiones en las relaciones internacionales– está causando en nuestra sociedad, lógicamente, una gran preocupación e incertidumbre. No podemos ignorar la seriedad de estos problemas, pero tampoco podemos renunciar a que las cosas puedan cambiar y mejorar.

Lo primero –y una vez más–, debemos tener confianza en nosotros mismos, como Nación. La transformación y modernización de España de las últimas 4 décadas, gracias al éxito de nuestra transición a la democracia y la aprobación de nuestra Constitución, avala esa confianza. Como también la justifica la superación de otras crisis económicas, sociales o institucionales que hemos vivido; la más reciente, la de la COVID. Somos un país que, como ahora, siempre ha sabido responder –no sin dificultades ni sacrificios– a todas las adversidades, que no han sido pocas a lo largo de estos años.

Además de creer en nosotros mismos, en nuestra capacidad, necesitamos –siempre, pero más aún en tiempos difíciles– el mayor compromiso de todos con nuestra democracia y con Europa, con la Unión Europea, que son las dos columnas vertebrales sobre las que se asientan nuestro presente y nuestro futuro.

Las democracias en el mundo están expuestas a muchos riesgos que no son nuevos; pero cuando hoy en día los sufren, adquieren una particular intensidad. Y España no es una excepción. Pero hay tres sobre los que quiero detenerme porque me parecen muy importantes: la división es uno de ellos. El deterioro de la convivencia es otro; la erosión de las instituciones es el tercero.

Un país o una sociedad dividida o enfrentada no avanza, no progresa ni resuelve bien sus problemas, no genera confianza. La división hace más frágiles a las democracias; la unión, todo lo contrario, las fortalece.

En España lo sabemos por experiencia propia. Nuestra Constitución, fruto del diálogo y del entendimiento, representa la unión lograda entre los españoles, como apuesta de futuro, de diversidad y de concordia, para una joven democracia. Hoy, con el paso de todos estos años, nuestros valores constitucionales están enraizados en nuestra sociedad; y son por ello la referencia donde los españoles debemos seguir encontrando la unión que nos asegura unión, cohesión y progreso y que nos garantiza una convivencia que, como he destacado a menudo, es nuestro mayor patrimonio.

Una convivencia que requiere en nuestra vida colectiva el reconocimiento en plenitud de nuestras libertades, junto al respeto y la consideración a las personas, a sus convicciones, y a su dignidad. Que necesita guiarse por la razón; que demanda anteponer la voluntad de integrar frente al deseo de excluir.

En esa tarea, necesitamos fortalecer nuestras Instituciones. Unas Instituciones sólidas que protejan a los ciudadanos, atiendan a sus preocupaciones, garanticen sus derechos, y apoyen a las familias y a los jóvenes en la superación de muchos de sus problemas cotidianos. Instituciones que respondan al interés general y ejerciten sus funciones con colaboración leal, con respeto a la Constitución y a las leyes, y sean un ejemplo de integridad y rectitud. Y este es un propósito diario con el que las Instituciones debemos estar siempre comprometidas.

Creo que, en estos momentos, todos deberíamos realizar un ejercicio de responsabilidad y reflexionar de manera constructiva sobre las consecuencias que ignorar esos riesgos puede tener para nuestra unión, para nuestra convivencia y nuestras instituciones.

No podemos dar por hecho todo lo que hemos construido. Han pasado ya casi 45 años desde la aprobación de la Constitución y claro que han cambiado, y seguirán cambiando, muchas cosas. Pero el espíritu que la vio nacer, sus principios y sus fundamentos, que son obra de todos, no pueden debilitarse ni deben caer en el olvido. Son un valor único en nuestra historia constitucional y política que debemos proteger, porque son el lugar donde los españoles nos reconocemos y donde nos aceptamos los unos a los otros, a pesar de nuestras diferencias; el lugar donde hemos convivido y donde convivimos en libertad.

Europa es el segundo compromiso al que antes me refería. Europa representó y representa para España también la libertad. Contribuyó a consolidar nuestra democracia, a potenciar nuestro crecimiento económico y nuestro desarrollo social. Hoy, compartimos muchos de sus problemas y contribuimos a sus decisiones con nuestra propia personalidad y nuestros intereses.

Los desafíos comunes a los que nos enfrentamos, desde los sanitarios a los financieros o los relacionados con nuestro modelo energético o medioambiental reciben soluciones integradas en el marco común de la Unión Europea. Por ello, lo que se decide cada día en la Unión afecta –y mucho– a la vida cotidiana de todos los españoles. Esa es la realidad.

Somos Europa, pero también necesitamos a Europa, que es nuestro gran marco de referencia político, económico y social y que, por ello, nos ofrece certeza y seguridad. Estoy seguro de que el compromiso de España quedará reforzado con la Presidencia rotatoria de la Unión que asumirá el año que viene.

Decía al comienzo que vivimos tiempos, sin duda, de incertidumbre. Pero si el éxito de una nación depende del carácter de sus ciudadanos, y de la personalidad y el espíritu que mueve a su sociedad, debemos tener razones para mirar al futuro con esperanza.

Somos una de las grandes naciones del mundo, con muchos siglos de historia, y los españoles tenemos que seguir decidiendo todos juntos nuestro destino, nuestro futuro. Cuidando nuestra democracia; protegiendo la convivencia; fortaleciendo nuestras instituciones

Debemos seguir compartiendo objetivos con un permanente espíritu de renovación y adaptación a los tiempos. Con confianza en nuestro país, en una España que conozco bien, valiente y abierta al mundo: la España que busca la serenidad, la paz, la tranquilidad; la España responsable, creativa, vital y solidaria. Esa España es la que veo, la que escucho, la que siento en muchos de vosotros; y la que, una vez más, saldrá adelante. En manos de todos nosotros está. 

Y ya finalmente, en esta noche tan especial, os agradezco mucho vuestra atención y junto a la Reina y nuestras hijas la Princesa Leonor y la Infanta Sofía, os deseo que tengáis una muy feliz Navidad y Año Nuevo.

Eguberri On, Bon Nadal, Boas Festas

 

Lealtad

La lealtad a la Constitución (Wille zur Verfassung) presidió nuestra democracia durante los primeros cuarenta años. Nuestros políticos aceptaban mayoritariamente que nuestra Carta Magna fue el resultado del consenso y la concordia que presidió toda la Transición, así como que sobre estos valores habría de desenvolverse nuestra vida política. Este consenso se manifiesta a lo largo del texto constitucional con la exigencia a nuestros representantes de que acuerden entre ellos, pues habrán de ir más allá del espacio que sus siglas delimitan. La reclamación de mayorías cualificadas que recorren la Constitución así lo imponen, primero porque las leyes orgánicas de desarrollo del texto constitucional exigen mayorías absolutas y, segundo, porque se prescriben unas mayorías aún más exigentes como el del acuerdo que ha de alcanzarse por una mayoría de 3/5, e incluso de 2/3, de los miembros del órgano establecido a fin de lograr su cometido, lo que implica la necesidad de actuar por medio del consenso entre las distintas fuerzas políticas, especialmente aquellas que son centrales en nuestra vida política. La consecuencia de la falta de acuerdo conllevaría que se obstaculizara aquello que la misma Constitución demanda.

Esta es la razón por la que se habla del mal ejemplo del PP, dada su falta de compromiso con la renovación del órgano de gobierno de los jueces, lo que ha llevado a considerar que con ello este partido ha secuestrado a la justicia, por lo que se ha calificado su actitud como antidemocrática e inconstitucional, pues no ha permitido que se cumpla la ley al no renovar a sus miembros. La consecuencia inmediata de tal proceder ha provocado el bloqueo del órgano de gobierno de los jueces. ¿Cómo podríamos considerar la negativa del PP a renovar el CGPJ?

Juan Linz diferenció en su libro La quiebra de las democracias entre oposición leal, desleal y semileal.  Para que pudiéramos calificar que una oposición fuese leal, Linz exige a la misma “un compromiso a participar en el proceso político en las elecciones y en la actividad parlamentaria”. Si admitimos esta exigencia, lo que en mi opinión es inevitable, habría que caracterizar la actitud del PP acerca de este problema como propia de una oposición desleal, pues si bien ha participado en las elecciones, su actividad parlamentaria se ha enconado en una oposición radical a alcanzar acuerdos necesarios para que el poder judicial pueda funcionar adecuadamente en el Estado de derecho, que es lo que la misma Constitución y las sentencias del Tribunal Constitucional imploran a fin de alcanzar el correcto funcionamiento de la vida democrática.

Ahora bien, el problema con el que nos enfrentamos es algo más complejo, porque el compromiso de acordar y pactar ha de llevarse a cabo con una fuerza política, PSOE, cuyas políticas y alianzas de Estado y gobierno no parece a primera vista que puedan considerarse como leales. Linz habla de la oposición, que es lo lógico cuando se habla de lealtad o deslealtad, pues del gobierno ha de presuponerse la primera. Sin embargo, nuestra situación es tan confusa que las ideas de Linz acerca de la oposición podrían trasladarse sin dificultad a los partidos de gobierno, así como a quienes lo apoyan.

Sin necesidad de retrotraernos a los últimos veinte años, en los que se inicia su deriva desleal, lo cierto es que el PSOE es un partido que logró, en 2018, “el apoyo de partidos que actuaron deslealmente contra un gobierno previo”, hasta el extremo de que intentaron dar un golpe de Estado. Así sucedió no solo en la moción de censura, sino también con el llamado bloque de investidura. De ahí que este gobierno “se encuentre en una difícil situación cuando está obligado simultáneamente a afirmar su autoridad y ampliar su base de apoyo”, esto es, que no es muy creíble su compromiso con la defensa del orden constitucional.

Si tuviéramos en cuenta los principales partidos políticos que apoyaron la moción de censura y la investidura, sería cuanto menos dudoso calificarlos como leales, pues en un caso han rechazado el uso de medios violentos, sin que hayan condenado su uso con anterioridad ni tampoco han colaborado en la resolución de los casos de asesinatos de los que fueron responsables. En otro de ellos no han renunciado a defender sus propuestas fuera del marco legal, pues han sostenido que volverán a hacerlo, a dar de nuevo otro golpe de Estado. Finalmente, la tercera fuerza política que no solo ha apoyado las anteriores medidas, sino que forma parte del mismo gobierno, no podría calificarse como un partido de dentro del sistema, en tanto que sus propuestas fundamentales tratan de darle la vuelta al mismo desde el momento que defienden el derecho de autoderminación de los distintos pueblos de España, así como la instauración de una república.

Parece evidente, pues, que la dirección del Estado, así como el mismo gobierno no están comprometidos con la salvaguarda del orden político establecido en la Constitución de 1978, sino que su ideal es otro, por lo que habría que concluir que nuestro sistema político se encuentra bajo la dirección de partidos antisistema. Qué no diría Linz si pudiese observar nuestra situación política, cuando en 1978 había calificado la oposición desleal como aquella que cuestiona la existencia del régimen y quiere cambiarlo. Y ahora esto sucede desde la misma dirección del Estado, aún más, desde el mismo gobierno. A este escenario habría que añadirle, asimismo, que el PSOE no muestra ninguna voluntad de “unirse a grupos ideológicamente distantes pero comprometidos a salvar el orden político”. Más bien todo lo contrario, pues no rechaza el pacto con los partidos desleales ni tampoco su apoyo, hasta el extremo de que muestra “mayor afinidad” con los extremistas antes que con los partidos moderados, mostrando una “disposición a animar, tolerar, disculpar, cubrir, excusar o justificar las acciones” de aquellos participantes en el proceso político cuyos presupuestos consisten en cuestionar y cambiar nuestro orden constitucional.

Si esto es así y a mí me lo parece, entonces no creo que pueda calificarse negativamente la actitud del PP como desleal por no pactar con quien es desleal o al menos de no más desleal que quien es desleal por las razones que he apuntado más arriba. Más bien lo contrario, si acaso sería el menos desleal entre lo desleales, pues al menos es incuestionable su defensa del orden constitucional. Sin embargo, no creo que las razones esgrimidas por el PP para justificar su posición de bloqueo sean las adecuadas, pues dado el momento en el que nos encontramos no creo que la solución sea ya la de tratar de defender una vuelta al modelo primigenio de elección de los vocales de origen judicial del CGPJ ni de proteger al poder judicial; tampoco argüir que los socialistas quisieran modificar el delito de sedición y ahora el de malversación.

La situación de quiebra de nuestra democracia es mucho peor, pues lo único que podemos constatar es que el consenso sobre el que fue posible la concordia y nuestra Constitución ha quebrado. De ahí que no tenga mucho sentido aludir a la deslealtad de uno u otro, pues desleales lo son todos, sin que importe ahora el grado de deslealtad que cada uno posea.

Decía Rousseau que cuanto más aumenta el gobierno su esfuerzo contra la soberanía, más se altera la Constitución, con lo que finalmente terminará por romper el trato social. Por eso y ante la situación de descomposición que vivimos, creo que la única solución es llamar a las urnas al pueblo soberano para que este decida si respalda la demolición del régimen de 1978, emprendida de forma enfervorecida hace cuatro años, o su consolidación. Mientras tanto encomendémonos a nuestra memoria y no al disparate de la democrática para evitar que nuestra historia vuelva a repetirse, aunque fuese como farsa.