6 de marzo – Se ha aprobado la Ley ¿Y ahora qué?

Se ha aprobado la Ley ¿Y ahora qué?

Hoja de Ruta para una mejor implementación de la Ley estatal conforme a la directiva europea de informantes de corrupción. inscripción.

 

Encuentro dirigido a organizaciones sociales, agencias antifraude, activistas contra la corrupción y expertos.

¿Cuándo y dónde?

6 de marzo a las 16:00h en Zoom

Para confirmar asistencia puedes enviar un email a:

info@hayderecho.com 

Mucho riesgo y poca ventura en la contratación pública: Riesgo imprevisible y fuerza mayor

Ciertamente no está el “horno para bollos”, pero el Gobierno y las Administraciones Públicas deberán lidiar con este toro tarde o temprano. De momento tenemos solamente la denominada “revisión excepcional” para los contratos de obra que ha sido regulada por los Reales Decretos Leyes 3/2022, 6/2022 y 14/2022, como una especie de “patada a seguir”, dado que no se prevé pago alguno hasta que, al menos, se publiquen los índices oficiales de precios de 2022 (ya veremos cuándo y con qué cifras).

El legislador ha olvidado el resto de los contratos (servicios, suministros y concesionales) cuyos titulares tendrán que hacer auténticos “juegos malabares” para obtener una compensación por los imparables incrementos de precios. Una compensación que ante la ausencia de norma expresa presumo que habrá de reclamarse judicialmente jugando con los conceptos de “fuerza mayor” y “riesgo imprevisible”. Personalmente, tengo claro cómo enforcar estas reclamaciones y sobre ello he escrito diversos posts a los que ahora me remito, aunque quisiera hacer algunas puntualizaciones importantes. 

La primera de ellas se refiere a la tremenda vinculación existente entre los conceptos de fuerza mayor, “factum principis” (propio e impropio) y riesgo imprevisible, puesto que los tres apuntan a causas por las cuales se altera de forma no previsible y muy importante el contexto económico bajo el cual se encuentra un determinado contrato. Todos ellos son ajenos a la noción de culpa, porque no obedecen a la voluntad de ninguna de las partes y en todos ellos tiene lugar una alteración muy importante de las previsiones económicas pactadas (y tenidas en cuenta a la hora de contratar). Es decir, una alteración del contexto en el contrato que comporta una alteración de su texto al suponer una mayor onerosidad para el contratista. Mayor onerosidad absolutamente imprevisible y con elevadas consecuencias económicas para el contratista que quiebran por completo las previsiones tenidas en cuenta en el momento de contratar.

Y, como digo, todos estos conceptos se encuentran relacionados, marcando la línea diferencial entre cada uno de ellos unas características muchas veces difusas. Este es el caso del incremento del precio de la energía eléctrica y del gas desde julio de 2021 que tanta incidencia está teniendo en multitud de contratos de servicios y concesionales. Aquí pueden entrar en juego tanto la fuerza mayor como el riesgo imprevisible, como justificación para reclamar una compensación contractual. Fuerza mayor por cuanto el incremento en estos precios podría ser presentado como la consecuencia de una guerra, con apoyo en el artículo 239, siguiendo una interpretación amplia de los supuestos contemplados como tal. Las “consecuencias de la guerra” es una expresión y supuesto ya considerado como fuerza mayor desde la Ley de Contabilidad de la Hacienda Pública de 1911, y puede remontarse a los primeros Pliegos del siglo XIX en los que tiene su origen el contrato administrativo (desde el Real Decreto de 27 febrero de 1852, publicado por Bravo Murillo).

Insto a mis compañeros a realizar un pequeño “viaje histórico” hacia el pasado porque pueden encontrarse auténticas “perlas” en sentencias antiguas, en donde se utilizan las consecuencias de la guerra como causa de fuerza mayor en la contratación administrativa. Sentencias en las que se funden en una sola categoría la fuerza mayor (secularmente reconocida) el riesgo imprevisible (de aparición posterior) e, incluso, el “factum principis” (que tiene su origen, mucho más tardío, en un Dictamen del Consejo de Estado de 1948).

En cualquier caso, lo que ahora pretendo transmitir es que debemos dejar de considerar como categorías “estancas” los conceptos de fuerza mayor, riesgo imprevisible y “factum principis” porque todos ellos son reconducibles a la misma situación básica: una alteración imprevisible y extraordinaria en el contexto del contrato que rompe la equivalencia en las prestaciones y que confiere derecho al contratista para solicitar una compensación. Consideración que deberá ser tenida muy en cuenta a la hora de sostener una reclamación por incremento de precios y que, en el caso del precio de la energía eléctrica, supondría echar mano, tanto del riesgo imprevisible (declarado como tal en los Preámbulos de los RRDDLL 3 y 6/2022) como de la fuerza mayor (consecuencias de la guerra de Ucrania, tal y como pone de manifiesto, expresamente, el Preámbulo del RDL 6/2022). Para ello, nada mejor que ese viaje atrás en el tiempo al que antes aludía porque seguro que dará sus frutos, aunque suponga una dosis extra de trabajo. Al tiempo ….

De gira con la IA

Con motivo de la publicación del libro “Que los árboles no te impidan ver el bosque. Caminos de la inteligencia artificial” (Editorial Círculo Rojo, septiembre 2022), hemos emprendido una gira con el fin de promover el debate público sobre los beneficios y los riesgos que entraña la llegada de la inteligencia artificial (IA) a nuestras vidas. Con esta vuelta a España estamos cubriendo etapas de diferente naturaleza o formato: debates, entrevistas, coloquios, conferencias o artículos, así analógicos como digitales.

En cuanto al libro en cuestión que dio origen a todo esto, nos complace sugerir a los lectores de estas líneas la amplia y detallada reseña del jurista y profesor universitario Rafael Jiménez Asensio, creador del blog La Mirada institucional.

El Estado de Derecho y la inteligencia artificial, ¿qué pueden hacer el uno por el otro en beneficio de ambos y, por ende, de la sociedad? Este blog ¿Hay Derecho? —que va camino de las 4500 entradas— se viene planteando esta pregunta desde muy diferentes puntos de vista. De momento, son cerca de medio centenar los posts en los que la IA es objeto de atención, en mayor o menor grado.

La arquitectura institucional que protege la dignidad del individuo, la igualdad ante la ley de todas las personas, la universalidad de sus derechos y la garantía de sus libertades, con la consiguiente responsabilidad individual, no está atravesando por sus mejores momentos en nuestro país. El 1er informe sobre la situación del Estado de Derecho en España, 2018-2021 que —inspirado en el estudio que realiza periódicamente la UE— acaba de presentar la Fundación Hay Derecho da cuenta del preocupante momento que vivimos. Y según el Índice de Estado de Derecho, que anualmente elabora World Justice Project, España ocupa el puesto 21 entre los 25 países mejor evaluados.

Así que, tenemos ante nosotros muchos, importantes y urgentes aspectos del Estado de Derecho cuyo funcionamiento requiere ser mejorado para, así, revitalizar la credibilidad de las instituciones que lo encarnan y, consecuentemente, fortalecer la confianza de los ciudadanos en ellas.  Unos aspectos son de naturaleza política; otros, eminentemente técnicos.

Entre los primeros, los autores del citado informe destacan el abuso que supone la deslegitimación de un poder del Estado por parte de los integrantes de otro, la ocupación partidista de las instituciones de contrapeso o el menoscabo de la función legislativa del Parlamento. Pero para ninguno de ellos tiene respuesta la IA. El tipo de problemas para los que la IA puede —debería— ofrecer soluciones son, obviamente, de carácter técnico, a saber:

  • En el área del Poder Judicial, subrayamos los problemas con la ejecución de las sentencias firmes. En España, el tiempo medio del procedimiento de ejecución es notoriamente superior al de países como Francia, Bélgica o Luxemburgo, Hungría, Estonia o Lituania. “Es imprescindible —citamos textualmente— utilizar adecuadamente los recursos para fortalecer la ejecución de las resoluciones judiciales, apostando por la digitalización del sistema”. Pero una cosa es invertir en tecnología (IA, en este caso) y otra, muy diferente, es la inversión previa en la inteligencia y capacidades necesarias para modernizar la cultura organizativa de las instituciones en las que se pretende operar un cambio tecnológico, un paso previo imprescindible sin el cual la pura digitalización está condenada al fracaso.
  • En el área del Poder Legislativo el problema que destacamos es el derivado de la “ingente producción normativa que provoca que las leyes en España cambien continuamente” lo que, consecuentemente, produce molestia para los juristas, inseguridad jurídica para los ciudadanos y una mayor dificultad para establecer líneas jurisprudenciales. En “Las cuatrocientas mil normas de la democracia española”, se señalan como fuentes de la complejidad de la normativa estas tres: 1) El número excesivo de normas, 2) Los problemas lingüísticos y 3) La complejidad relacional, una tríada de asuntos para la que un uso juicioso de la IA resulta apropiado, importante y urgente, previo análisis de las necesidades del conjunto del ordenamiento jurídico español.
  • Y en las áreas transversales que, en modo alguno, resultan ajenas al Poder Ejecutivo, nos hacemos aquí eco de 1) la transparencia, 2) la rendición de cuentas y 3) la lucha contra la corrupción. Se trata de un nuevo trío para el que solicitamos no solo un uso intensivo de IA sino también —y previo a todo ello— una urgente actualización de los presupuestos conceptuales sobre los que descansa la praxis de sus elementos: transparencia, responsabilidad y corrupción. Unas prácticas que hoy se han quedado, por insuficientes, notoriamente anticuadas. Porque dirigirse hacia el futuro mirando únicamente por el retrovisor (pasado) no es una buena idea.

La otra cara de nuestra propuesta —cómo el Estado de Derecho puede favorecer el desarrollo humanista de la IA— se condensa en una sola palabra: Regulación. ¿Debe regularse el desarrollo de la IA? Sí, sin duda de ningún género. Pero ¿dónde y cómo? Estas son dos de las cuestiones que más atención están mereciendo en nuestra gira por España.

  • Por dónde queremos decir ¿en qué eslabón de la cadena de valor de la industria IA debemos incorporar medidas regulatorias? Los defensores del imperativo tecnológico (la tecnología es neutra y avanza según sus propias leyes, más allá de la voluntad del ser humano) insisten en la necesidad de regular al final de la cadena, esto es, en el uso de los dispositivos IA ya creados. Los defensores del constructivismo social (la tecnología no es neutra pues su desarrollo está determinado por los valores e intereses de cada época) defendemos —no en lugar de, sino además de lo anterior— la necesidad de la regulación ab initio, esto es, en los laboratorios, allá donde tiene sentido preguntarse ¿para qué? Porque, como sostiene Margaret Boden, “debemos tener mucho cuidado con lo que inventamos”.
  • Y por cómo nos preguntamos por los criterios regulatorios que se deben aplicar. Según el estudio de la Fundación BBVA sobre Cultura Científica en Europa, a la pregunta “¿Cree usted que la ética debe poner límites a los avances científicos?”, 42 de cada 100 españoles responden que no, mientras que en el Reino Unido este porcentaje es del 33, entre los franceses es el 25 y solo 15 de cada 100 alemanes responden que no. A ese 42 % de españoles que opinan que la ética no debe poner límites a los avances científicos, queremos recordarles que todo poder ilimitado es tiránico, así en la política como en la ciencia. En nuestra opinión no hay ninguna justificación posible a un desarrollo científico ilimitado, como no sea en defensa de los intereses económicos que lo promueven. Ninguna. Toda innovación científica y tecnológica es impulsada por una determinada combinación de estas cinco fuerzas: La curiosidad del científico, la búsqueda de soluciones a problemas de salud, la mejora de la eficiencia de la actividad humana, la automatización de tareas repetitivas o peligrosas y la economía de inversores y operadores. Este es el lugar para recordar que, siendo todas y cada una de estas motivaciones ancestrales y legítimas, resulta obsceno esgrimir las cuatro primeras mientras que se omite la última, conducta que puede apreciarse en no pocos anuncios de novedades sin cuento.

Si algo cabe esperar del Estado de Derecho, es decir, de las instituciones que lo encarnan, es que garantice que el desarrollo de la IA sea coherente y respetuoso con la dignidad, la libertad, los derechos y las obligaciones de las personas. Lo cual pasa ineludiblemente, según nuestra opinión, por una regulación integral, es decir, ab initio y no solo de hechos consumados, en la que la ética y un enfoque centrado en el ser humano sean los protagonistas.

Ojalá estas líneas sirvan para fomentar el debate sobre estas y otras cuestiones de igual enjundia: ¿Es la IA fuente de nuevas formas de desigualdad social? ¿Cómo repercute la IA en el libre albedrío? ¿Es la perfección que anhela la tecnología compatible con la imperfección inherente a la condición humana? La revolución 4.0, además de cambiar nuestra forma de hacer, ¿está cambiando la esencia del ser humano? ¿Superará el alumno al maestro, la inteligencia artificial a su creadora, la inteligencia humana?

Esto es lo que perseguimos en nuestra gira por España: que la sociedad civil, empezando por el lector de estas líneas, se atreva a reflexionar y participe en el gobierno de este proceso, tan prometedor como inquietante, en lugar de dejarlo en manos de los poderes públicos y privados.

Excepciones al principio de riesgo y ventura de provenientes del contexto del contrato

De la interacción entre texto y contexto del contrato, ya traté en otro post al que ahora me remito, recordando ahora que incluye varios supuestos que inciden desde fuera en la economía de todo contrato, como son los siguientes:

• La Fuerza mayor
• El Factum principis
• El Riesgo imprevisible

Seguidamente se analizarán todos ellos, advirtiendo acerca de la imposibilidad material de agotar toda la problemática que plantean, motivo por el cual solo se ofrecerán las líneas generales de los mismos. No obstante, se dedicará mayor tiempo y espacio al riesgo imprevisible, dado que se trata de una institución sin regulación legal, fruto de una amplia doctrina y jurisprudencia que ha ido decantando su perfil gradualmente, tomándolo prestado de la doctrina francesa (que es donde aparece). Este dato, unido al hecho de la proliferación de reclamaciones de los contratistas que no tienen cabida en la revisión excepcional prevista por el RDL 3/2022, obligan a prestar mayor atención al riesgo imprevisible en la situación actual (presidida por un contexto de incremento imprevisible y desorbitado de los precios que desborda el marco de cualquier previsión contractual).

A.- FUERZA MAYOR

La fuerza mayor en la contratación privada se encuentra recogida en el art. 1105 del C.C en términos muy genéricos (1): «Fuera de los casos expresamente mencionados en la ley, y de los en que así lo declare la obligación, nadie responderá de aquellos sucesos que no hubieran podido preverse, o que, previstos, fueran inevitables». Mucho se ha discutido (y se sigue discutiendo) en la doctrina, acerca de la diferenciación entre la fuerza mayor y el caso fortuito, pero lo que ahora interesa poner de manifiesto es que, en cualquier caso: i) no existe un “numerus clausus” de supuestos, y que ii) solo confiere derecho a no cumplir con las prestaciones contractuales asumidas.

Frente a lo anterior, en la contratación administrativa la fuerza mayor se ha caracterizado desde sus inicios (en el Pliego de contratación de 1886 y sucesivos) por todo lo contrario: i) siempre han existido supuestos específicos, (considerados como “numerus clausus”), y ii) confiere derecho a una compensación al contratista. Su regulación se encuentra, actualmente, en el art. 239 de la LCSP en donde se establece lo siguiente:

1. En casos de fuerza mayor y siempre que no exista actuación imprudente por parte del contratista, este tendrá derecho a una indemnización por los daños y perjuicios, que se le hubieren producido en la ejecución del contrato.
2. Tendrán la consideración de casos de fuerza mayor los siguientes:

a) Los incendios causados por la electricidad atmosférica.
b) Los fenómenos naturales de efectos catastróficos, como maremotos, terremotos, erupciones volcánicas, movimientos del terreno, temporales marítimos, inundaciones u otros semejantes.
c) Los destrozos ocasionados violentamente en tiempo de guerra, robos tumultuosos o alteraciones graves del orden público.

El precepto anterior se encuentra encuadrado en la regulación de los contratos de obra, lo cual no impide su aplicación a otra clase de contratos administrativos, por indicación de la propia LCSP. Así, respecto de los contratos de concesión de obra, el art. 270.2 de la LCSP dice lo siguiente: “Fuera de los casos previstos en las letras anteriores, únicamente procederá el restablecimiento del equilibrio económico del contrato cuando causas de fuerza mayor determinaran de forma directa la ruptura sustancial de la economía del contrato. A estos efectos, se entenderá por causas de fuerza mayor las enumeradas en el artículo 239”. Y otro tanto sucede en las concesiones de servicio, ya que el art. 290 vuelve a incluir la fuerza mayor como supuesto habilitante para el restablecimiento del equilibrio económico del contrato, en los mismos términos.

Sin embargo, no sucede lo mismo en los contratos de suministro y servicios en donde la LCSP no contiene precepto alguno que permita sostener (con carácter general) que la fuerza mayor habilita para reclamar una compensación por los daños y perjuicios causados, sino, solamente, como causa exonerante del cumplimiento del contrato. O, dicho en otros términos, la fuerza mayor opera al modo civil, y no al modo administrativo, motivo por el cual no confiere derecho a compensación alguna.

Y es que, en lo que respecta a los contratos de servicios, cabe citar la Resolución n.º 719/2021 del TARC de 17 de junio de 2021. Esta Resolución declara incursas en nulidad de pleno derecho las previsiones de un pliego de condiciones administrativas de un contrato de servicios que prevé penalizaciones por causas no imputables que no sean las de fuerza mayor enumeradas en el artículo 239 de la LCSP. Además, concluye la resolución, que el referido precepto determina los casos en que el contratista no responde a pesar del riesgo y ventura, pero no sirve para determinar aquellos casos en que está sujeto a posibles cláusulas penales, porque para tales supuestos rige el artículo 1105 CC y son exonerantes todas las contingencias que conforme a este precepto merezcan la condición de caso fortuito o fuerza mayor.

Por otro lado, en lo que refiere a los contratos de suministros, en el dictamen del Consejo de Estado (ref. 221/2021) de 6 de mayo de 2021, también se sigue un patrón similar. El dictamen trata la resolución de un contrato para la adquisición de guantes de nitrilo durante el COVID-19. En los antecedentes, en su apartado cuarto (2), cuando empieza hablar de las cláusulas del contrato, indica que la 2.2 establecía lo siguiente:
“2.2 El incumplimiento del plazo de entrega acordado, que no obedezcan a FUERZA MAYOR, serán considerados como incumplimiento contractual. En este supuesto el INGESA podrá optar indistintamente por la resolución del contrato o por la imposición de penalidades, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 193 de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público”.

Como se puede apreciar, en este precepto sí se hace mención a los supuestos en los que exista un motivo de fuerza mayor que impida el incumplimiento del plazo de entrega, pero no confiere derecho a compensación alguna. De este modo, y siguiendo la doctrina del Consejo de Estado en su Dictamen 769/2020 de 28 de enero de 2021, “la determinación de la fuerza mayor ha de hacerse en cada caso concreto, al no poder admitir una teoría unitaria sobre su alcance y contenido, atendiéndose especialmente, bien a lo insólito en cuanto a la periodicidad histórica, bien a su importancia cuantitativa, bien a las circunstancias cualitativas del caso”.

B.- FACTUM PRINCIPIS

La STS de 7 de marzo de 1895 (asunto Compañía de Aguas Potables de Cádiz) es considerada como el precedente más antiguo del reconocimiento del factum principis en la contratación administrativa, aunque sin otorgarle esta denominación. En esta sentencia el TS se pronunció a favor del contratista, al considerar que se había impuesto un gravamen injustificado e imprevisible que generaba un enriquecimiento en beneficio de la Administración como consecuencia de un acto propio alejado de los cambios de mercado y que, por tanto, debía indemnizarse. A partir de ahí empezó a surgir una tendencia favorable a aplicar esta conclusión cuando medidas generales imprevisibles de índole económica perjudicaran al contratista y generaran un enriquecimiento injusto a favor de la Administración. No obstante, este principio no se integró en la normativa hasta la Ley de 17 de julio de 1945 sobre revisión de precios en los proyectos de obras adjudicados por subasta o concurso.

En lo que respecta a la evolución de esta teoría y su aplicación, cabe señalar el Dictamen del Consejo de Estado nº 3725, de 12 de noviembre de 1948 que utiliza por primera vez la expresión “factum principis” para evitar la traducción francesa (“fail du prince”) por motivos políticos obvios.

Con la expresión “factum principis” se contempla el caso en que las modificaciones de las condiciones del cumplimiento del contrato no derivan de la voluntad expresa de la Administración contratante y no tienen como objetivo directo la modificación del contrato, sino que se trata de medidas administrativas de carácter general de una Administración ajena al contrato o de la propia Administración contratante, pero con repercusión en las obligaciones nacidas de él haciendo más oneroso su cumplimiento (3) que incide en el mantenimiento del equilibrio económico del mismo. En el primer caso (actuación de la Administración contratante) se habla de “factum principis impropio”, mientras que la segunda (actuación de otra Administración distinta de la contratante) tiene la denominación de “factum principis propio”.

Como se ha dicho, se trata de una figura de creación doctrinal, si bien las últimas regulaciones de la contratación administrativa hacen mención de la misma (sin ponerle nombre alguno), como es el caso de las concesiones de obra y de servicio. Así, en el art. 270 de la LCSP actual (relativo al mantenimiento del equilibrio económico del contrato de concesión de servicios), el apartado 2 b) admite como supuesto que confiere derecho al mantenimiento del equilibrio del contrato, el siguiente supuesto: “Cuando actuaciones de la Administración Pública concedente, por su carácter obligatorio para el concesionario determinaran de forma directa la ruptura sustancial de la economía del contrato”. Supuesto que alude, claramente a un “factum principis propio”. Sin embargo, tan solo confieren derecho a desistir del mismo, cuando tenga lugar un desequilibrio causado por cualesquiera de los siguientes supuestos (apartado 4):

a) La aprobación de una disposición general por una Administración distinta de la concedente con posterioridad a la formalización del contrato.
b) Cuando el concesionario deba incorporar, por venir obligado a ello legal o contractualmente, a las obras o a su explotación avances técnicos que las mejoren notoriamente y cuya disponibilidad en el mercado, de acuerdo con el estado de la técnica, se haya producido con posterioridad a la formalización del contrato.

En cualquier caso, el hecho de que los supuestos que configuran el “factum principis”, propio o impropio, no resulten contemplados en la normativa de los restantes contratos no impide en absoluto su aplicación como causa que habilita para reclamar una compensación de daños y perjuicios, al tratarse de una técnica de creación doctrinal, como se ha dicho. Compensación que, como recuerda la vieja STS de 25 de abril de 1986, debe llevarse a cabo mediante la distribución proporcional y razonable de las pérdidas entre ambos contratantes, pero no de aquello que la Administración no es responsable. Es decir, conduce a una compensación parcial de los daños sufridos (daño emergente pero no lucro cesante) aunque, en algunos casos, ha llegado a reconocerse una compensación integral del perjuicio causado.

C.- EL RIEGO IMPREVISIBLE

El “riesgo imprevisible”, se debe a acontecimientos ajenos a la voluntad de cualquiera de las partes (y, por tanto, de la propia Administración) que afectan a la viabilidad material del contrato, como pueda ser una subida de precios en el mercado internacional. Por tanto, se trata, al igual que en el caso anterior, de alteraciones provenientes del contexto del contrato que afectan a su texto (lo pactado) haciendo más oneroso o imposible su cumplimiento.

El brocardo latino pacta sunt servanda (los pactos deben cumplirse) debe ser completado con la expresión pacta sunt servanda, rebus sic stantibus, que significa que los pactos deben cumplirse, mientras las cosas sigan así, lo que habla de la obligatoriedad de cumplir los pactos (contratos) pero solamente mientras las circunstancias existentes al momento de la celebración no varíen.

Rebus sic stantibus es una expresión latina, que puede traducirse como “estando así las cosas”, y hace referencia a un principio de Derecho, en virtud del cual se entiende que las estipulaciones establecidas en los contratos lo son habida cuenta de las circunstancias concurrentes en el momento de su celebración, esto es, que cualquier alteración sustancial de las mismas puede dar lugar a la modificación de aquellas estipulaciones. En consecuencia, no cabe compeler al cumplimiento de la obligación concertada en época normal, si, a la fecha de su ejecución, circunstancias extraordinarias imprevisibles hacen que la prestación resulte excesivamente ruinosa o gravosa para el obligado o, posiblemente, para el acreedor.

Sin ánimo de abundar en exceso en la materia, la doctrina del «riesgo imprevisible» o del «riesgo razonablemente imprevisible» (como también ha sido denominada —Sentencias del Tribunal Supremo de 26 [Ar. 9646] y 27 de diciembre de 1990 [Ar. 10151] y de 9 de marzo de 1999 [Ar. 2888], o de 19 de enero de 2001, entre otras tantas—), habilita la posibilidad del contratista/concesionario de obtener una compensación con motivo de acontecimientos o sucesos sobrevenidos durante la ejecución de la prestación convenida.. La mayoría de las sentencias que tratan del tema no aluden exclusivamente a la finalidad de asegurar el buen fin de la obra sino al dato de “que se trata de una excepción al principio de riesgo y ventura”, “de los problemas que ocasiona al contratista”, etc (4).

Por tanto, cabe sostener (con base en una doctrina mayoritaria) que la institución del “riesgo imprevisible” da lugar a una compensación parcial y no integral del daño causado, lo cual excluye el posible lucro cesante, cubriendo únicamente, el daño emergente.

Ahora bien, la doctrina y la jurisprudencia se han encargado de ir perfilando los PRESUPUESTOS Y REQUISITOS NECESARIOS que deben concurrir para poder llegar a reconocerse la aplicabilidad de la doctrina del «riesgo imprevisible» conectada a la «cláusula rebus sic stantibus».

• IMPREVISIBLE
• IRRESISTIBLE
• EXCESIVAMENTE ONEROSO (BOULEVERSEMENT)

Un riesgo que, siendo «racionalmente imprevisible», debe resultar «ajeno a la voluntad» y «culpa de las partes contratantes» (Dictamen del Consejo de Estado de 14 de mayo de 1998 y Sentencias del Tribunal Supremo de 19 de enero de 1998 y de 27 de diciembre 1990) y conllevar que «se alteren sustancialmente las condiciones de ejecución de manera que la prestación resulte más onerosa para una de las partes de la que inicialmente había podido preverse» (Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de enero de 1984 y de 18 de abril de 2008).

Esa alteración —según añade la jurisprudencia— debe resultar «anormal y extraordinaria, llegando a alterar el equilibrio económico de las prestaciones» (Sentencia de 9 de diciembre de 2003) y debe «tratarse de una onerosidad tal que, además de obedecer a una causa imprevisible o de ordinario injustificable, rompa el efectivo equilibrio de las prestaciones y trastoque completamente la relación contractual (bouleversement, decía el Consejo de Estado francés en su Arrêt de 27 de junio de 1919)», tal y como se señalan, entre otros, en los Dictámenes del Consejo de Estado de 15 de abril de 2004 (Expte.662/2004) o de 26 de junio de 2003 (Expte. 1521/2003), por citar algunos recientes, así como en la Sentencia de la Audiencia Nacional de 9 de junio de 2006 (Ar. 204367). En otras palabras, resulta necesario que «haya dado lugar a una verdadera “subversión de la economía de la concesión”» (Dictamen del Consejo de Estado de 14 de mayo de 1998 (Expte. 99/1998) o «sea de una magnitud lo suficientemente importante, como para que pueda afirmarse que el equilibrio financiero pactado ha sido sobrepasado, más allá de los razonables límites de aleatoriedad que todo contrato de tracto continuo lleva consigo» (Dictamen del Consejo de Estado de 1 de marzo de 1990 [Expte. 54373]).
Ahondando en la doctrina del riesgo imprevisible de la mano de la doctrina y la jurisprudencia, es de hacer ver que la quiebra de la economía del contrato sobrevenida que da pie a la aplicación de la «doctrina de la imprevisión» debe ser, en todo caso, «examinada sobre la globalidad del contrato» (Sentencia de 25 de abril de 2008) y requiere la necesidad de «prueba adecuada, normalmente conseguida a través de informe pericial, dado el carácter eminentemente técnico de la materia» (Sentencia del Tribunal Supremo de 9 de diciembre de 2003). Con esto se plantea el problema relativo a la determinación del ”bouleversement” de la economía del contrato, lo cual conduce a un concepto jurídico indeterminado porque la relevancia o importancia del incremento de precios debe hacerse a la vista de cada contrato y caso concreto, sin que resulte posible establecer criterios fijos válidos para todos los supuestos.

Así, la STS de 27 de octubre de 2009 (Sala de lo Contencioso-Administrativo, Sección Cuarta, Recurso 763/2007), viene a expresarse en los siguientes términos:

“Debe atenderse a las circunstancias de cada contrato en discusión para concluir si se ha alterado o no de modo irrazonable ese equilibrio contractual a que más arriba hemos hecho mención. La incidencia del incremento ha de examinarse sobre la globalidad del contrato pues un determinado incremento puede tener mayor o menor relevancia en función de la mayor o menor importancia económica del contrato y de los distintos aspectos contemplados en el mismo […]. En el momento actual, no hay disposición legal alguna que establezca umbrales fijos para la entrada en juego del principio del riesgo imprevisible como superador del riesgo y ventura como si fijaba el Decreto Ley 2/1964, de 4 de febrero, al cifrarlo en el 2,5 % del contrato, supuestos analizados en las sentencias esgrimidas.»

Un impacto superior al 2,5 % en la economía del contrato, era el límite marcado para que entrase en juego la revisión de precios (como técnica para el restablecimiento del equilibrio financiero o equivalente económico). Sin embargo, ahora ha desaparecido este límite y las normas reguladoras de la revisión de precios no contienen límite inferior alguno (vid Real Decreto 1359/2011, de 7 de octubre). Pero Preámbulos de RDL 3/2022 y 6/2022, si que alude a un límite concreto (que es del 5% del precio del contrato) al regular la revisión excepcional de precios, motivo por el cual puede tomarse este porcentaje como referencia extrapolable a todo tipo de contratos administrativos. Ojo; el 5 % también se menciona en arts. 270 t 290 relativos a concesiones de obra y de servicios).

Y otro tanto cabe decir en cuanto a la acreditación del resto de los requisitos indicados para que sea apreciable el riesgo imprevisible, porque se trata de algo, expresamente reconocido en los Preámbulos de los Reales Decretos Leyes 3/2022 y 6/2022, lo cual supone un reconocimiento expreso de la situación de riesgo imprevisible por el legislativo nacional, lo que facilitará siempre las cosas. De ahí la importancia de analizar estas disposiciones, para lo cual me remito a mi reciente post en donde se trata, justamente, de este asunto, con lo cual me despido de todos los que hayan tenido la paciencia de leer este largo post.

(1) También hay que tener en cuenta las menciones dispersas que por todo su articulado se hacen (como en los artículos 1096, 1777, 1784 y 1905).

(2) La misma redacción se contiene en el art. 290 relativo a las concesiones de servicio.

(3) Es reconocida por nuestro Derecho positivo en el art. 127.2 del viejo RCCL en donde se decía lo siguiente:
2. La Corporación concedente deberá:

1.º Otorgar al concesionario la protección adecuada para que pueda prestar el servicio debidamente.
2.º Mantener el equilibrio financiero de la concesión, para lo cual:

a) compensará económicamente al concesionario por razón de las modificaciones que le ordenare introducir en el servicio y que incrementaren los costos o disminuyeren la retribución; y
b) revisará las tarifas y subvención cuando, aun sin mediar modificaciones en el servicio, circunstancias sobrevenidas e imprevisibles determinaren, en cualquier sentido, la ruptura de la economía de la concesión.

3.º Indemnizar al concesionario por los daños y perjuicios que le ocasionare la asunción directa de la gestión del servicio, si ésta se produjere por motivos de interés público independientes de culpa del concesionario.

4.º Indemnizar al concesionario por el rescate de la concesión o en caso de supresión del servicio.

(4) No obstante, hay sentencias (como es el caso de la STSJ M 11188/2019 de 16 de octubre de 2019) que hablan de ambas cosas:

“Por ello, para que se derogue el principio de riesgo y ventura del contratista y se genere su derecho a ser indemnizado por la Administración, se requiere que el concesionario acredite no solo que la Administración ha modificado el contrato en su perjuicio o que ha existido un evento extraordinario e imprevisible posterior a la licitación sino también que dicha modificación o evento ha roto el equilibrio económico financiero de la concesión poniendo en peligro la continuidad del servicio, puesto que una cosa es mitigar dicho desequilibrio y otra distinta desplazar a la Administración el riesgo económico que es consustancial a la explotación del servicio. No se trata, en definitiva, ni de una garantía de beneficio para el concesionario ni de un seguro que cubra las posibles pérdidas económicas por parte de aquél, sino de una institución que pretende asegurar, desde la perspectiva de la satisfacción del interés público, que pueda continuar prestándose el servicio en circunstancias anormales sobrevenidas , por lo que es necesario en cada caso concreto acreditar que el desequilibrio económico es suficientemente importante y significativo para que no pueda ser subsumido en la estipulación general de riesgo y ventura ínsita en toda contratación.

Esto mismo también lo dicen las recientísimas STSJ de Murcia 358/2022 de 15 de julio de 2022 y la STSJ de Murcia 75/2022 de 10 de marzo de 2022 De esta manera podría afirmarse que la teoría no solo alude al buen funcionamiento de la obra, sino que también hace referencia a la importancia de cubrir el perjuicio del concesionario. Y, en esta misma línea se ha pronunciado en Consejo de Estado en distintas ocasiones. Así, en su Dictamen número de 11 de enero de 2005 (Expte. 2738/2004) con cita en jurisprudencia del Tribunal Supremo:

“(…) Tal doctrina no está concebida como una garantía del beneficio del contratista, ni como un sistema de aseguramiento que cubra las posibles pérdidas a que puede dar lugar, normalmente la ejecución de una obra pública o la prestación de un servicio público, sino con un mecanismo capaz, según declara la jurisprudencia (Sentencias de 11 de julio de 1978 y 21 de octubre y 13 de noviembre de 1980), de asegurar el fin público de la obra o servicio en circunstancias normales.”

 

Impuestos a la riqueza: propaganda y realidad (2a parte)

Continuación de artículo publicado

La primera cuestión a tratar tiene que ver con el objeto de la norma proyectada. ¿Pretende realmente este impuesto hacer contribuir a las grandes fortunas para que aporten más en un momento en el cual puede ser necesario un esfuerzo por parte de quien más recursos tiene para ayudar a sobrellevar una mala coyuntura a quienes menos tienen?

Me atrevo a decir que no, ya que este impuesto, como hemos dicho, lo previsible es que sea prácticamente idéntico al Impuesto sobre el Patrimonio, el cual puede evitarse por las grandes fortunas a poco que se adopten algunas medidas organizativas en su patrimonio, y cuánto más grande sea la fortuna más fácil será de acomodarse a ese objetivo.

Para entender esto es necesario profundizar en algunas cuestiones técnicas, pero que no son demasiado complejas y que, bien explicadas, son fáciles de comprender por todos. Lo primero que hay que indicar es que en el IP se exime de tributación al patrimonio empresarial.

Es decir, que quien tiene un negocio a título personal o participa en una sociedad a través de la cual se realizada la actividad no va a pagar IP por esta parte de su patrimonio. Por ello, desde un taxista hasta Amancio Ortega, nadie paga por su empresa.

Sucede, no obstante, que el concepto de lo que es una empresa a estos efectos es muy flexible, dando entrada dentro de sus límites a activos que constituyen el destino típico del ahorro de quienes cuentan con importantes excedentes que invertir, sin que los requisitos exigidos para conseguir la exención impositiva sean nada complejos de cumplir. Por ejemplo, quienes inviertan sus ahorros en inmuebles destinados al arrendamiento serán considerados empresarios si para la gestión de esta actividad contratan a un solo empleado a jornada completa. El requisito, en términos de coste beneficio, puede ser enormemente rentable a determinados niveles de inversión. Además, en su formulación es regresivo, pues el requisito es el mismo ya dispongas de cinco inmuebles o de quinientos, y ya sea su valor total de tres millones de euros o de trescientos.

Algo parecido sucede con quienes destinan sus ahorros a tomar participaciones en negocios o en proyectos empresariales financiados temporalmente por empresas de capital riesgo. En estos casos el carácter empresarial de la inversión (y la exención en el IP) depende del porcentaje de la participación en el capital de la inversión adquirida o de la naturaleza empresarial del propio vehículo a través del que se realiza la inversión.

Para todo el resto del patrimonio que no pudiera encajarse en estas categorías exentas, no resulta muy complicado, cuando se cuenta con un patrimonio lo suficientemente grande, conseguir que el 80% de lo que correspondiese pagar por la aplicación de la tarifa del IP quede sin tributar.

Esto hay que explicarlo un poco porque así expuesto puede parecer bastante chocante: El IP es un impuesto desconocido en la mayoría de los países del mundo. España lo incorporó a su sistema tributario en la reforma fiscal de 1977 (la famosa reforma Fernández Ordoñez) porque inaugurábamos la democracia, saliendo de una etapa en la que no se disponía de un sistema fiscal homologable y era necesario contar con un censo del patrimonio de los españoles.

Atendiendo a esta función censal se incluyó el IP al catálogo de impuestos estatales, con la idea de suprimirlo una vez que hubiese cumplido su objetivo. Por diversas vicisitudes, económicas, políticas y jurídicas, muy largas de contar, el impuesto en cuestión ha sobrevivido hasta hoy, momento en el que ha cobrado un protagonismo político extremo. Una de las razones por la que este impuesto es una especie en extinción es porque los impuestos son la fuente de financiación de los gastos públicos, y en toda concepción prudente de la economía los gastos deben atenderse con ingresos y no a costa del capital.

España incorporó en la Constitución de 1978 entre el catálogo de principios que conforman los presupuestos de la justicia tributaria, el denominado principio de no confiscatoriedad, que, aunque con perfiles algo difusos, viene a querer decir precisamente lo que acabamos de apuntar, que los impuestos han de pagarse a costa de renta y no a costa de capital.

La traslación de este principio al IP se hizo estableciendo como límite conjunto para la suma de lo que habría de pagarse por IRPF y por IP un porcentaje de la base liquidable del IRPF, que hoy en día es el 60%. Cuando la suma de ambos impuestos supera este límite, lo que se hace es reducir la cuota del IP hasta el mismo.

En un momento dado se puso, a su vez, un límite a esta reducción, el cual, actualmente es del 80%. Es decir, que por insuficiencia de renta podemos dejar de pagar el IP, pero la rebaja lo será solo hasta el 80%, operando ese 20% como una tributación mínima.

Siendo consciente de que esta explicación ya es algo más compleja, lo mejor es ilustrarla con un ejemplo. Suponiendo una persona que tenga un patrimonio de 30 millones de euros, invertidos 25 millones a través de diversas sociedades cuya participación está exenta en el IP; que no trabaje; viva en un piso alquilado; no reciba dividendos de las sociedades en las que participa, porque se cuida de no hacerlo para no tener rentas, y que los otros 5 millones de euros los tenga invertidos en fondos de inversión que vende selectivamente, en el momento en el que con su venta no obtenga ganancias, generando de ese modo liquidez con la que atender sus gastos personales. Esta persona no tendrá rentas que declarar en el IRPF y su única tributación en el IP será el 20% de la cuota que correspondería aplicando la tarifa del IP a los 5 millones de euros invertidos en fondos de inversión.

Si esta persona aplicase la tarifa del Estado del IP (varias CCAA han aprobado tarifas propias) tendría que pagar 13.089,27 €, siendo la cantidad total a pagar por el binomio IRPF (por el que no pagaría nada) e IP. Esta factura se corresponde aproximadamente con lo que le tocaría pagar a un trabajador que tuviera una remuneración anual de unos 46.000 € y no tuviese patrimonio.

Me imagino que a más de uno que ignore estos temas o no haya pensado antes sobre ellos con cierto detenimiento se le habrá cambiado el gesto. Es decir, que el patrimonio empresarial no tributa, que el que, sin serlo en puridad, por tratarse de inversiones con riesgos bastante medidos, y constituir destino típico de ahorradores con gran capacidad de inversión, y escasísima generación de empleo, tampoco tributa, y que el resto, el que no es ni empresarial “de verdad”, ni empresarial a exclusivos efectos fiscales, tributa pero se puede conseguir que por el mismo sólo se pague el 20% de lo que hubiere correspondido aplicando la tarifa del impuesto.

Convendrán conmigo en que, el que se ha anunciado como impuesto de solidaridad de las grandes fortunas, en la medida que sea análogo al IP (y todo parece apuntar a que así será), al menos debiera ser rebautizado. Aun teniendo mucha confianza, sus promotores en que el marketing Robin Hood vaya a funcionar podría convenirles no arriesgar demasiado si las circunstancias les pueden abocar a ser reconocidos como el Sheriff de Nottingham.

Ahí no acaba la cosa. Otra circunstancia que ofrece otra imagen del IP poco compatible con el principio de igualdad y con el mensaje justiciero que se quiere transmitir, apostando no ya solo por su mantenimiento en nuestro sistema tributario, sino combatiendo a brazo partido y con cualquier tipo de armamento, aunque sea una escopeta recortada o una bomba sucia, con las comunidades autónomas que lo bonifican, es el tratamiento que la Ley de este impuesto da a las inversiones en España realizadas por no residentes. Si las mismas se hacen a través de una sociedad extranjera los titulares de dichas inversiones tampoco tributan por este impuesto.

El legislador español no ha hecho uso de la posibilidad que ofrecen muchos de los convenios de doble imposición suscritos por España de someter a gravamen estas inversiones, aunque el titular de las mismas sea una sociedad extranjera. A los cientos de miles de edificaciones localizadas en nuestro territorio de las que son titulares personas que no residen en España no les alcanza el IP si la inversión se hace por una sociedad extranjera (lo cual es lo más frecuente), tengan un valor de trescientos mil euros o de treinta millones de euros.

Llegados a este punto en el que hemos descartado de la lista de contribuyentes por el impuesto de solidaridad de las grandes fortunas a muchos potenciales candidatos la pregunta que procede hacerse es la de quiénes, entonces, están llamados a contribuir por este impuesto. También corresponde saber si con ellos se atiende el mensaje difundido de que en estos momentos de necesidad procede que los que más tienen más paguen.

La respuesta nos lleva a apreciar la esencial naturaleza injusta del IP, que contagiará al ISGF (por su carácter clónico de aquel). El IP lo acaban pagando aquellas personas que, habiendo conseguido un cierto patrimonio, éste no es lo suficientemente grande como para poder acogerse a determinadas economías de opción que les permiten sortearlo, o simplemente que acudan a estructurar y formalizar sus inversiones de una determinada manera.

Quien, por ejemplo, tenga tres inmuebles y unos depósitos ahorrados le será mucho más difícil organizar su patrimonio, de modo que el mismo quede exento, que quien tenga cuarenta inmuebles. Como en la publicidad de la película de Godzilla, el tamaño importa. También quien tenga un control sobre la renta que le llega a su persona estará en mucha mejor posición que quien no pueda manejar esta situación, por el impacto del límite conjunto IRPF-IP.

Un directivo difícilmente podrá controlar la renta a percibir. En cambio, un rentista, puede hacer que las rentas de la explotación de su capital se reciban en una sociedad y no le lleguen a él como persona física. Para atender el gasto de sus necesidades personales puede contar con diversas fórmulas  que no conlleven la obtención de renta.

Los no residentes ya hemos dicho que con la mera canalización de sus inversiones a través de una sociedad extranjera no van a tributar. Con lo cual, queda claro que quienes tributarán, por tener más difícil evitar el impuesto, serán un conjunto de personas definidas por la dimensión de su patrimonio (ni muy pequeño ni muy grande) y por basar su capacidad de ahorro en el trabajo por cuenta ajena o propia.

No parece una concepción ni justa ni inteligente, pues curiosamente un impuesto supuestamente concebido para gravar el capital, lo que acaba haciendo, en la mayoría de los casos, es gravar la renta desmesuradamente y favorecer que no se grave el capital cuando este es verdaderamente importante.

Otro dato especialmente preocupante es que los umbrales a partir de los cuales se tributa por este impuesto, en lugar de subirse se bajan, siendo que, por ejemplo, en comunidades autónomas como Aragón, Valencia o Cataluña, los mínimos exentos se han reducido a 400.000 euros, en la primera de estas comunidades autónomas y en 500.000 euros en las otras dos.

El ministerio de Hacienda ha estimado en 23.000 el número de afectados por el ISGF. Es un mal dato para tratar de enfrentarse a una medida que es injusta y muy probablemente inconstitucional, porque lo que afecta a pocos interesa también a pocos.

Inquieta, y mucho, que este sea uno de los motivos por los que el Gobierno no tenga reparo en jugar esta carta, a sabiendas de su injusticia, y desarrollar una campaña que, muy lejos de responder a la realidad, juega con el sentimiento de la gente, y se apoya en su desconocimiento del tema y en su desinterés, por tratarse de un problema de otros especialmente afortunados.

La injusticia es algo objetivo. Que afecte a muchos o pocos la hace más o menos visible, pero el Estado de Derecho no puede permitir hacer excepciones en función del numero de afectados y, mucho menos, si se aprovecha esta circunstancia para tratar de sacar un rédito político con ello, pues ahí, además de afectar a la Ley se puede estar afectando a las reglas de convivencia y a la Democracia. Nuestra sociedad necesita de cambios que la hagan más justa y próspera. Mejores fórmulas de redistribución de la riqueza son necesarias, pero este, parece que no es el camino.

El valor probatorio en España de los resultados de investigaciones seguidas en otro país. Especial mención al caso ENCROCHAT

En ocasiones, en el curso de una investigación penal, pueden surgir informaciones sobre la presunta comisión de un delito que afecta a un país distinto del que dirige la investigación, siendo el proceder adecuado la remisión de dicha información al Estado que tiene jurisdicción para investigar y en su caso juzgar ese concreto delito.

La cuestión que se trata en el presente artículo es si esa información puede ser utilizada directamente y sin ningún tipo de filtro por el país receptor de la misma, o si procede que dicho país compruebe si la información remitida ha sido legítimamente obtenida.

El caso Encrochat

Especial mención merece, al respecto del valor probatorio en España de informaciones obtenidas en otro país, el caso Encrochat, pues se trata de un caso de actualidad en el que precisamente se discute esta cuestión, la cual todavía no ha obtenido respuesta por parte de nuestro Tribunal Supremo.

Encrochat era una empresa que proporcionaba teléfonos encriptados y que tenía sus servidores en Francia. La versión oficial señala que se inició una investigación dirigida contra esa empresa, que desembocó en la obtención de las comunicaciones mantenidas por los usuarios, entre los cuales, al parecer, habría un gran número de presuntos delincuentes.

Dado que las informaciones obtenidas fruto de dicha investigación afectaban a varios países, el juzgado francés competente remitió las mismas a los países que tenían jurisdicción para investigar los presuntos delitos a los que se referían las comunicaciones.

Una de las muchas cuestiones que hacen dudar sobre la legitimidad en la obtención de la información de los servidores de Encrochat es que Francia no revela cómo accedió a la misma, amparándose en que dicho medio de investigación está sujeto a secreto de defensa nacional del Estado Francés.

Pese a lo anterior, las informaciones remitidas por Francia, obtenidas de los servidores de Encrochat están siendo utilizadas en España sin ningún tipo de cuestionamiento, incoándose numerosos procedimientos penales en base a las mismas.

El principio de no indagación

Como decimos, las informaciones obtenidas de los servidores de Encrochat remitidas por Francia no están siendo cuestionadas en absoluto por los Tribunales españoles. De hecho, a raíz a tales informaciones, se han incoado numerosos procedimientos y la Audiencia Nacional ha entregado a varias personas en base a Órdenes Europeas de Investigación y Entrega.

Pese a los numerosos intentos de las defensas, los Tribunales españoles validan sin cuestionarla la información remitida por Francia, amparándose en el principio de no indagación, es decir, teniendo como presupuesto que las informaciones remitidas por un Estado Miembro de la Unión Europea han sido obtenidos conforme a la legalidad y con respeto a los derechos fundamentales de los investigados.

A tal respecto cabe recordar lo que se establecía en la STS (Sala Segunda) nº 116/2017 de 23 de febrero, en cuanto a que:

“Es lógico que la validez en el proceso penal español de actos procesales practicados en el extranjero no se condicione al grado de similitud entre las reglas formales que, en uno y otro Estado, singularizan la práctica de esa prueba. Al juez español no le incumbe verificar un previo proceso de validación de la prueba practicada conforme a normas procesales extranjeras. Pero la histórica vigencia del principio locus regit actum, de dimensión conceptual renovada a raíz de la consolidación de un patrimonio jurídico europeo, no puede convertirse en un trasnochado adagio al servicio de la indiferencia de los órganos judiciales españoles frente a flagrantes vulneraciones de derechos fundamentales. Incluso en el plano semántico la expresión principio de no indagación, si se interpreta desbordando el ámbito exclusivamente formal que le es propio, resulta incompatible con algunos de los valores constitucionales comprometidos en el ejercicio de la función jurisdiccional […]

En definitiva, el principio de no indagación no puede interpretarse más allá de sus justos términos. Su invocación debería operar en el marco exclusivamente formal que afecta a la práctica de los actos de investigación en uno u otro espacio jurisdiccional. De tal forma que la flexibilidad admisible en los principios del procedimiento -adecuados por su propia naturaleza a cada sistema procesal- no se extienda a la obligada indagación de la vigencia de los principios estructurales del proceso, sin cuya realidad y constatación la tarea jurisdiccional se aparta de sus principios legitimadores”.

Por tanto, el Tribunal Supremo establece que el principio de no indagación opera solamente respecto de las concretas normas procesales de cada Estado, pues resulta lógico que cada una tenga sus especialidades y no es procedente que la investigación desarrollada en otro Estado se adapte a las normas procesales españolas, si bien ese principio no puede extenderse a la verificación del cumplimiento de los principios estructurales del proceso y al respeto de los derechos fundamentales.

Legislación aplicable

El principio de no indagación interpretado en sentido amplio tampoco casa con las exigencias establecidas la legislación española, pues el art. 588 bis i, puesto en relación con el art. 579 bis, ambos de la LECrim, exigen que el Juez que recibe la información obtenida en un procedimiento distinto, por hallazgo casual, efectúe un control sobre la legitimidad de su obtención.

Para que el Juez efectúe dicho control se establece que, junto con la información, deberá remitirse la solicitud inicial para la adopción de la medida, fruto de la cual se obtiene la información, la resolución judicial que la acuerda y todas las peticiones y resoluciones judiciales de prórroga recaídas en el procedimiento de origen. Estas cuestiones que resultan aplicables a procedimientos seguidos en España, con mayor razón deben aplicarse a informaciones obtenidas en procedimientos seguidos fuera de nuestras fronteras.

Por tanto, los órganos judiciales españoles tienen el deber de efectuar un control sobre la legitimidad en la obtención de la información que se les remite desde el extranjero, pues solamente de esa forma dicha información podrá ser utilizada plenamente en el procedimiento penal.

Calvario probatorio

Se amontonan los artículos sobre la reforma llamada del Sí es sí y sus efectos, y ahora nos toca la reforma de la reforma, nacida del miedo a la indignación popular y que, por ese pecado original, naufragará. No concurre una sola condición para parir una buena ley: es producto de los apretones electorales; conserva la falsa retórica de la ley actual a la vez que endurece las penas, ajustándolas a martillazos; no hay detrás ningún objetivo criminológico serio basado en un análisis sosegado de los datos reales. Y luego está la cháchara: cientos de opinadores opinando a todas horas sobre una materia en la que no manejan los conceptos más elementales, sin que esto les impida realizar afirmaciones categóricas sobre lo que había, lo que se modificó y la solución. Comprendo como nadie el hastío.

Por eso he pensado que es más interesante detenerme en un aspecto desaparecido del debate público, si es que alguna vez estuvo ahí. La ley importa, claro, pero la quincalla demagógica sobre el mágico avance que se supone acaba de lograrse oculta una realidad desagradable conocida solo por algunos profesionales y que padecen los ciudadanos que toman contacto con ella. Un juicio penal es un asunto asqueroso siempre, porque siempre lo protagoniza una víctima que sufre. Usted seguro que inmediatamente ha pensado en la víctima del delito que es objeto de acusación en ese juicio. Si es así, ha olvidado que a veces la víctima es el acusado que no es responsable de delito alguno. Ambos son víctimas; ambos merecen un proceso que mantenga todas las alarmas, todas las precauciones. Pero ambos tipos de víctimas deberían ser desiguales en un aspecto contraintuitivo.

Solemos narrar el delito y su castigo como algo que sucede en fases: primero hay un hecho lo suficientemente grave como para que se castigue penalmente a su autor; más tarde hay un proceso formalizado para delimitar el alcance del castigo. Esta narrativa es vieja como el mundo. Primero la indignación por el mal; después el castigo basado en la autoridad. Pero es errónea. Han sido precisos siglos de excesos para crear un aparato discursivo que desconfíe de la autoridad, de la indignación popular y de las prisas por castigar. Su creación más extraordinaria es la presunción de inocencia. Que la evolución civilizatoria haya forzado a transitar desde la respuesta natural y primaria frente a la acusación hasta la concesión al «malvado» de una ventaja capital demuestra la trascendencia del peligro, pero su carácter artificial es su debilidad; por eso es siempre la primera víctima de cualquier involución, a veces de involuciones que el mainstream vende como progreso.

Lo hemos visto con la cultura de la cancelación y el me too. Lo vimos con el simplismo en la descripción y tratamiento de la violencia doméstica, y la respuesta penal desigual basada en identidades grupales, un anatema para cualquier idea de derecho civilizado y racional. Lo estamos viendo de nuevo con el discurso en esta materia. No solo por el ascenso del punitivismo, empujado con fuerza desde los extremos —de la derecha que basa su respuesta única frente al crimen en el castigo y desde la izquierda empeñada en imponer su planteamiento ideológico como diagnóstico— sino por ese discurso que ve en la presunción de inocencia un obstáculo y no un bien precioso.

De hecho, la expresión «calvario probatorio» ya mina los cimientos de la presunción de inocencia. La idea que subyace es la antes indicada: hay una víctima de un delito y hay que facilitar que el mal que ha sufrido no se incremente en el proceso posterior. Esa idea, a la que se apuntan tantos y tan buenos «padres de familia», es natural, pero en los que han de guiarnos es síntoma de pereza y de ausencia de la autocontención y prudencia de que deben hacer gala los mejores. La idea correcta es la contraria: el proceso penal tiene por objeto saber si se ha producido un delito y, solo entonces y en tal caso, si puede atribuirse a alguien concreto. La prueba con todas sus garantías no solo es imprescindible, sino que es la puerta que nos permite pasar de una situación formal de no delito a una situación formal de delito que justifique la sanción de la colectividad. En la práctica cotidiana este desiderátum puede desenvolverse mejor o peor, y la falibilidad de las instituciones humanas precisa de mecanismos constantes de corrección que nunca impedirán del todo los errores y el sufrimiento. Pero no hay un sistema alternativo que no suponga un retroceso civilizatorio.

Una relación sexual consentida entre adultos nunca debe ser típica porque no es dañina y es consustancial a los seres humanos. Un homicidio en defensa propia sí es dañino, pero está justificado y eso lo hace impune. De ahí que la clave de bóveda no sea el consentimiento sin más, sino «algo más». La prueba tiene que contemplar la denunciada relación inconsentida como un todo. Da igual que definamos el consentimiento o no; si no queremos crear una distopía en la que una conducta (que en este mismo momento en que usted lee esto está siendo realizada por cientos de millones de personas) sea delito o no dependiendo, no de cómo se ha producido, sino de una interpretación formal del consentimiento, tendremos que descender en cada caso concreto al qué, al dónde y al cómo y al qué, dónde y cómo que se puede probar. Ese proceso probatorio, que incumbe al que sostiene que hay delito, debe persistir. La víctima real seguirá sufriendo dos veces, primero por el delito, luego por el proceso, y lo más que podemos lograr es minimizar el segundo sufrimiento. Nunca evitarlo.

Pero aún hay otra vuelta de tuerca que nunca se considera y es la realidad del proceso probatorio en delitos que se producen en la intimidad y entre personas que han desarrollado entre sí alguna trama basada en la convivencia. El contacto sostenido entre seres humanos genera una red de afectos y malquerencias, intereses compartidos e individuales, relaciones económicas, comportamientos generosos y egoístas, relaciones cooperativas y de poder. Esa red incide en una cuestión capital. Si la prueba de la existencia y autoría de un delito se basa solamente en la declaración de la presunta víctima, estamos muy cerca de una inversión de la carga de la prueba. Represénteselo: la declaración testifical de la víctima por sí sola se parece mucho a la acusación por sí sola. El Tribunal Supremo buscó un punto de equilibrio: no negaba la validez de esa prueba aunque solía exigir elementos periféricos objetivos; más tarde la admitió como única prueba de cargo siempre que contase con tres requisitos: ausencia de incredibilidad subjetiva derivada de las relaciones entre acusado y víctima demostrativas de un posible móvil espurio (por ejemplo, la venganza, el resentimiento, la obtención de beneficios), la verosimilitud (es decir, la lógica interna de la declaración) y la persistencia en la incriminación, entendida en un sentido sustancial. Sin embargo, en la práctica, sobre todo en los delitos de violencia entre personas que son o han sido pareja, esta exigencia se fue relajando y admitiendo cada vez más excepciones o, cuanto menos, una interpretación menos exigente. La simple existencia de un tormentoso proceso de divorcio o separación no bastó para afectar al principio de incredibilidad, cuando es obvio para cualquiera que, de tratarse de cualquier otro delito, un conflicto mucho menor ya sería visto con enorme recelo.  ¿Por qué sucedió esto? Yo tengo una hipótesis: los tribunales, sometidos a una presión social extrema producto de los casos mediáticos de mujeres muertas a manos de sus parejas o exparejas (con denuncias previas desatendidas), nadaron a favor de corriente y decidieron solo absolver en casos en los que los fallos de la versión de la acusación resultaban muy evidentes. Esto es algo que percibe cualquier abogado defensor que haya llevado asuntos de esta naturaleza. De hecho, se extendió una práctica peligrosa, hoy en remisión: recomendar conformidades por la amenaza de condena pese a que el caso fuese uno de «su palabra contra la mía» para obtener el beneficio de la rebaja en el tercio. Hay una razón añadida que lo explica: esas conformidades llevaban aparejadas penas de prisión leves con alejamiento que no impedían un posterior acuerdo de custodia y solían suspenderse. La vía penal se usó a veces como una forma de resolver conflictos básicamente civiles. Hoy esa práctica disminuye porque las condenas en materia de violencia tienen legal y socialmente unas consecuencias que llevan a muchos acusados a no aceptar ese supuesto mal menor que era la conformidad (por ejemplo, en materia de custodia o relación con los hijos).

Ahora contemplen esta misma práctica extendida a delitos que llevan aparejadas gravísimas penas de prisión. Estos días he leído algunos extractos de sentencias de delitos contra la libertad sexual que contienen relatos en los que tribunales no aprecian violencia o intimidación (pese a tratarse de conductas a las que el «sentido común» si atribuye estas características) que indignan a muchas personas. Habrá entre los miles de sentencias algunas aberrantes (absolutorias y condenatorias), pero el error más habitual es extractar de entre las declaraciones de hechos probados partes del relato que se basan exclusivamente en la declaración de la víctima y que han sido negados por el acusado. Sí, a veces el tribunal no da por probada violencia o intimidación, pero suele ser porque ya ha tenido que dar un salto probatorio para dar por probada una relación inconsentida basándose exclusivamente en lo que la víctima afirma. Debería ser natural que los tribunales aumenten su exigencia cuando tienen que tomar decisiones que llevan a prisión a personas durante muchos años. Y no es extraña esta parcelación, porque muy a menudo esos mismos tribunales salvan inconsistencias, contradicciones e incluso falsedades de las declaraciones de las víctimas que podrían dar lugar a una absolución.

Esta es la clave. Si existe hoy en España una inclinación de los tribunales, lo es a favor de creer los testimonios acusadores frente a parejas o exparejas. Un abogado defensor de una persona acusada de un delito de violencia o contra la libertad en el que la prueba esencial o única es la declaración de la víctima (cuando hay relación previa habitual entre acusador y acusado) se encuentra no ante un calvario probatorio, sino ante un trabajo de Sísifo. En el mundo judicial real la presunción de inocencia se ha ido relajando por un desplazamiento de la carga de la prueba. El único camino, a menudo, para no tener que llegar a una casi prueba de los hechos negativos, ha sido cuestionar la narración de la acusación examinándola incisivamente, para encontrar inconsistencias y mentiras, si es que las hay. Y esa labor se hace además con extremo cuidado, precisamente porque, contra la narrativa dominante, los tribunales suelen en la práctica estar del lado de quien acusa, al menos hasta que en el proceso aparece alguna prueba de falsedad.

Por eso el discurso es populista y peligroso. Salvo que no importe, para meter a los agresores sexuales en la cárcel, que terminen allí muchos que no lo son. Esas personas también serán víctimas de una terrible injusticia. Si relajamos aún más los estándares —la ministra Montero ha llegado a plantear un escenario en el que no solo no se pregunte a la víctima si consintió, sino que sean los acusados los que tenga que declarar que se aseguraron de que había consentimiento, eliminando el derecho a no declarar contra uno mismo— esto pasará más de lo que pasa hoy. Pregunten entonces a ese acusado inocente cómo se siente al comprobar que el sistema (no la injusticia individual, sino una colectiva e institucionalizada) trabaja para llevarlo a prisión, cuando en abstracto a él le debería bastar con esperar que se prueben su autoría y culpabilidad. Pregúntenle por el calvario probatorio.

Okupas y agenda pública

La mayoría de la gente –o al menos de la gente con la que yo me trato, lo admito-, cuando oye hablar del fenómeno okupa siente la indignación del acto injusto, como cuanto te arrebatan algo a que tienes derecho o alguien entra en tu intimidad sin haberle dado permiso. Que es exactamente lo que ocurre. Y es un problema creciente, pues según el Ministerio del Interior las denuncias por okupación de inmuebles se han incrementado en España un 40,9% en cuatro años, con casos lacerantes que crean verdadera alarma social.

La respuesta jurídica en un sistema liberal es, por supuesto, la de proteger al propietario, distinguiendo diversos supuestos. Si se trata del domicilio, protegido constitucionalmente, esa okupación será objeto de un delito flagrante, el de allanamiento de morada, y dará lugar al desalojo por las fuerzas de seguridad; y si no es vivienda será un delito leve que, si es claro, también podrá dar lugar al desalojo. Pero si se alega un título de posesión, quizá falsificado, o si el delito no es claro, habrá que resolver antes sobre esas circunstancias y la decisión definitiva podrá demorarse meses. Si en vez de la vía penal se usa la civil, se hará un requerimiento (que tras la reforma de la LEC de 2018 puede dirigirse ya contra los “ignorados ocupantes”, pero, atención, no si el propietario es persona jurídica) y si en cinco días no aportan título se les podrá desalojar; lo que obviamente, puede quedar de nuevo abortado si se alega cualquier título.

“Una forma de hacer política, quizá el sumo ejemplo de poder, es no incluir determinadas cuestiones en la agenda, tomar una No-Decisión”

Por tanto, el problema no es el derecho sustantivo, sino procesal: la protección del derecho se demora cuando el ofensor alega cualquier cosa que tuviera una simple apariencia, por débil que sea, de título legitimador de la posesión. Nuestro sistema es garantista y eso no es malo, pero ¿tiene esto sentido hoy día? ¿Se podría actuar de otra manera?

Mientras el fenómeno okupa era algo marginal, la cuestión pasaba inadvertida, pero cuando se convierte en un fenómeno extendido y preocupante, cabe plantearse si debe entrar en la agenda política. Sin embargo, no lo hace, o son rechazados los intentos en este sentido (véase la proposición de ley del PP de agosto de 2022). Por supuesto, una forma de hacer política, quizá el sumo ejemplo de poder, es no incluir determinadas cuestiones en la agenda, tomar una No-Decisión. Y ¿por qué ocurre esto?

Probablemente en este caso subyace la idea de que al derecho de propiedad se contrapone el derecho a la vivienda, ambos reconocidos por la Constitución, por lo que no hay que ser excesivamente duros con los okupas que, al fin y al cabo, sólo quieren un lugar donde vivir (y son los desfavorecidos), por lo que, como mínimo hay que asegurarse de que no tienen título alguno (frente a los ricos), si no es que se los tolera o alienta, como ha ocurrido en algunos sitios bien conocidos.

Pero esta forma de pensar es falsa, es injusta y es peligrosa. Es falsa porque propiedad y vivienda no son derechos iguales o equivalentes: el derecho a la propiedad es un derecho subjetivo (aunque no derecho fundamental) consagrado en el art. 33 de la Constitución y el derecho a la vivienda es un derecho social, no subjetivo, que actúa como un mandato a los poderes públicos, que están obligados a definir y ejecutar las políticas necesarias para hacer efectivo aquel derecho, configurado como un principio rector (art. 47 CE). Por eso mismo, es injusta.

Si se trata de arreglar un problema de Derecho público (la vivienda) debe usarse el Derecho público, promoviendo, por ejemplo, la vivienda pública, otorgando subvenciones a la adquisición, bajadas de impuestos o lo que corresponda; pero lo que no se debe hacer es resolver un problema público interfiriendo en las relaciones entre particulares, porque entonces para resolver un problema general creamos un daño particular. No quiere eso decir que no se puedan regular los contratos, poner límites o establecer requisitos, pero tales límites se referirán a la justicia entre particulares y no a la justicia social, aunque determinadas regulaciones puedan producir indirectamente beneficios sociales.

No podemos aplicar las normas de la amistad a las del trabajo, las del amor a las de los negocios… o las de las políticas públicas al Derecho privado

Como decía el conocido politólogo Walzer en su teoría sobre las esferas de la justicia, que la mayor corrupción está en aplicar las reglas de una determinada esfera a otra totalmente distinta. No podemos aplicar las normas de la amistad a las del trabajo, las del amor a las de los negocios… o las de las políticas públicas al Derecho privado. Si limitamos las rentas del alquiler, ponemos dificultades a los desahucios o a los desalojos de okupas, no vamos a resolver el problema de la vivienda en general pero sí vamos a perjudicar a personas en concreto, que verán mermados sus derechos.

Y, finalmente, son peligrosas, pues generan consecuencias insospechadas en el mercado, que va por libre: para su adecuado funcionamiento deben protegerse los derechos y ofrecer una seguridad jurídica que incite a invertir, pues de otra manera vencerá siempre el más fuerte. Tratándose de alquiler, su desprotección lo desincentiva y lo hace más caro, abocando a la compra; y en el caso de los okupas, fomenta conductas reactivas, mafias, la existencia de

empresas de “desokupación” y, en todo caso, perjudica a los más desfavorecidos, a esos que no tienen guardas de seguridad, alarmas o no están en barrios ricos cuyas propiedades son mucho más inaccesibles.

Esas ideas que mezclan todo –público y privado- son tentadoras, pero nocivas. Son fruto de esa posmodernidad filosófica y jurídica, ese “pensamiento débil” (Vattimo) de corte relativista, que frente a la racionalidad jurídica trata de favorecer a los movimientos transversales y a los supuestamente perdedores, sin pensar en el conjunto.

Pero, me preguntarán ustedes ¿qué habría que hacer, entonces? Bueno, no es complicado, es una cuestión de voluntad política. Por ejemplo, se puede desalojar directamente dando más valor a quien presente un título público, que en nuestro Derecho presume la propiedad y la posesión (y por el que hemos pagado unos aranceles e importantes impuestos) frente a un documento privado que puede ser falsificado, siempre sin perjuicio de las consecuencias en caso de que esa situación no se correspondiera a la realidad; se puede desjudicializar el proceso, como ocurre en algunos países en los que existen procedimientos policiales de urgencia. O se pueden establecer temperamentos a los documentos exhibidos por los supuestos poseedores, exigiéndoles alguna forma (una legitimación de firmas notarial específica que pudiera crearse) o la inscripción del alquiler en un registro fácilmente comprobable, como proponía Matilde Cuena en Hay Derecho. Si se quiere, se puede. Sólo hay que meterlo en la agenda política.

Artículo publicado en Vozpopuli: https://bit.ly/40YJc05

De instituciones, expertos y guerras partidistas

El nombramiento seguido de la rápida dimisión como Consejero del Banco de España del Catedrático de Economía de la Universidad Carlos III, Antonio Cabrales, un prestigioso economista con una amplia trayectoria profesional que había sido propuesto por el PP, partido con el que no tiene relación alguna, es una pésima noticia desde el punto de vista institucional.  Y lo es por varias razones.

La primera, por las razones de su dimisión, que es consecuencia de una información publicada por el periódico digital “The Objective” en el que se ponía de manifiesto que había firmado un manifiesto de apoyo a Clara Ponsatí, académica también. Al parecer, la sobreexposición mediática y las presiones recibidas a consecuencia de la valoración negativa de esta actuación son las que han llevado a la dimisión de un profesional que no quiere o más bien no tiene por qué soportar este tipo de situaciones que resultan muy desagradables para cualquiera que no se haya curtido en las luchas partidistas en los medios de comunicación (que suelen ser el terreno en el que desarrollan). 

La segunda razón es que difícilmente una biografía, la que sea, soporta un escrutinio mediático que no guarde ninguna relación con la trayectoria profesional o con los requisitos para acceder a un determinado puesto institucional, como es el caso. A mí en particular me parece un error la firma de esta carta de apoyo, pero también me parece que es fácilmente explicable tanto desde un punto de vista corporativo (fueron muchos los académicos que también firmaron) como por un cierto desconocimiento de las implicaciones jurídicas y políticas de su conducta. En todo caso, insisto en que esta información no está relacionada en absoluto con la capacidad del designado para desempeñar su función como Consejero del Banco de España, que es de lo que se trata, con independencia de que puede encuadrarse en el libre ejercicio de la libertad de expresión. 

La tercera razón es que este es un serio aviso para navegantes. En primer lugar para el PP que, a diferencia del PSOE al menos en este caso, hizo un esfuerzo muy de agradecer por encontrar un perfil prestigioso, independiente del partido y adecuado al cargo. Era toda una declaración de intenciones que podía suscitar ciertas esperanzas en cuanto a terminar con el tradicional reparto de las instituciones como botín entre los afines, que practican con asiduidad todos los partidos cuando pueden hacerlo. La prueba la tenemos en las últimas renovaciones del Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas o el Consejo de Estado. Pero también lo es para todos los profesionales de prestigio que hayan podido pensar en que se abría por fin una oportunidad para acceder a las instituciones más importantes de este país sin tener que pagar el peaje del vasallaje al partido de turno sino en base a sus méritos, formación y experiencia.  

La conclusión es evidente: si tratamos a los expertos de prestigio como si fueran peones sacrificables en las luchas partidistas, no podemos extrañarnos de que a las instituciones sólo quieran ir los peones de los partidos. Lo que es un desastre se mire como se mire. 

Este articulo ha sido publicado en El Mundo

La publicidad de los dictámenes del Consejo de Estado (II)

En la cuenta de Twitter del Consejo de Estado, aparece este mensaje el 19 de enero:

 “Ante algunas informaciones aparecidas sobre el dictamen del Consejo de Estado relativo al R.D. de revisión de planes hidrológicos, insistimos: Se ha aprobado por unanimidad el dictamen (que no el contenido del Real Decreto)”.

Creo que para disipar equívocos o malas interpretaciones lo que procede es que el Consejo de Estado hiciera públicos sus dictámenes, una vez aprobados (pura transparencia).

Me remito a la primera parte de este artículo, que puede verse AQUÍ.

La Revista Registradores de España acaba de publicar, en su nº100, una entrevista a la nueva Presidenta del Consejo de EstadoMagdalena Valerio, de la que me gustaría destacar lo siguiente:

¿Qué objetivos se marca al frente del más importante órgano consultivo del Gobierno?

 Mis principales objetivos son seguir aumentando la transparencia del Consejo de Estado, así como su modernización. Transparencia, como camino hacia una mayor apertura a la sociedad, tanto a través de los medios de comunicación como a través de un contacto directo con la sociedad civil. Creo que el Consejo es una de las altas instituciones del Estado más desconocidas por la ciudadanía. Esta opacidad empezó a iluminarse gracias a las medidas que impulsó mi antecesora en el cargo, María Teresa Fernández de la Vega. Mi intención es profundizar en este camino…”

El principal y fundamental déficit de transparencia del Consejo de Estado es la tardía publicación de sus dictámenes. En general, no los publica (los relativos a los anteproyectos normativos) hasta que la norma no es aprobada y publicada en el Boletín Oficial del Estado. Se impide así que los dictámenes puedan tenerse en cuenta, en tiempo real y no a toro pasado, en el debate jurídico.

Pero hay ocasiones en los que, una vez aprobada y publicada la norma en el BOE, se niega a dar acceso a los mismos y remite al peticionario al Ministerio correspondiente, con lo que aquél debe iniciar, de nuevo, el peregrinar establecido en el Portal de la Transparencia.

Vamos a poner un ejemplo concreto, teniendo en cuenta, además, que el dictamen solicitado se refiere a una norma de ínfimo rango: una Orden Ministerial.

El 30 de diciembre de 2022 se solicita al Consejo de Estado el acceso a su dictamen referido a la Orden HFP/1314/2022, de 28 de diciembre, por la que se aprueban el modelo 592 “Impuesto especial sobre los envases de plástico no reutilizables. Autoliquidación” y el modelo A22 “Impuesto especial sobre los envases de plástico no reutilizables. Solicitud de devolución”, se determinan la forma y procedimiento para su presentación, y se regulan la inscripción en el Registro territorial, la llevanza de la contabilidad y la presentación del libro registro de existencias. Publicado en: «BOE» núm. 313, de 30 de diciembre de 2022, páginas 190606 a 190622 (17 págs.) Sección: I. Disposiciones generales.

El 13 de enero de 2023 contestan, con ausencia de motivación, lo siguiente: “Aunque la norma se ha publicado en el BOE con fecha 28 de diciembre, el dictamen del Consejo de Estado lo tiene que pedir al Ministerio correspondiente: HACIENDA Y FUNCIÓN PÚBLICA”.

Se solicita al Consejo que motive su denegación de acceso y contesta, sin ofrecer razón alguna: “Porque en este caso se lo tiene que pedir al Ministerio. Es el Ministerio quien tiene el expediente y es el Ministerio quien da la documentación del expediente para este asunto. No hay más razones”.

“El Ministerio tiene el expediente”. Podría deducirse que el Consejo de Estado no se queda con copia de sus dictámenes.

No debería tener que recordarse a todo un Consejo de Estado lo que dice el artículo 20. (Resolución) de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno: “2. Serán motivadas las resoluciones que denieguen el acceso…”

Respecto a otro tipo de dictámenes no referidos a la actividad normativa, pero de evidente interés público, también se deniega el acceso. Así, a título de ejemplo se solicita el acceso a los dictámenes:

“HACIENDA Y FUNCIÓN PÚBLICA. Reclamación de responsabilidad patrimonial del Estado legislador, con sustento en la sentencia del Tribunal Constitucional, en relación con el Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana. (Dictamen núm. 1718/2022).

HACIENDA Y FUNCIÓN PÚBLICA. Propuesta Acuerdo de Consejo de Ministros por el que se resuelven cincuenta y cinco solicitudes de responsabilidad patrimonial del Estado legislador, con sustento en la sentencia del Tribunal Constitucional, en relación con el Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana. (Dictamen núm. 1827/2022)”.

La respuesta es la siguiente: “Los dictámenes que nos pide no se refieren a normas, son actos administrativos, en este caso, reclamaciones de responsabilidad.

No obstante, se acaban de ver en Comisión Permanente y ahora tienen que resolver el Ministerio estos asuntos. El Ministerio nos tiene que mandar la resolución del expediente para poderlo poner en nuestra base de dictámenes pública de nuestra página web, vía BOE”.

En la Memoria del Consejo de Estado del año 2021, presentada públicamente el 28 de noviembre de 2022, se incluye una ponencia del Consejero Permanente Fernando Ledesma Bartret, bajo el título “El acceso a los dictámenes del Consejo de Estado”, no muy proclive a la transparencia inmediata: “… considero que la autoridad consultante (el Gobierno en la mayoría de los casos) necesita disponer del tiempo preciso para decidir. Durante ese tiempo es conforme a Derecho que no se reconozca el derecho de acceso al dictamen. Lo mismo entiendo respecto del acceso después de que la autoridad consultante haya decidido. No me parece contrario a derecho que la ley –incluso transcurrido ese tiempo– pueda determinar materias en las que no se reconozca el derecho de acceso. Pero quizá esta restricción debe establecerse mediante norma de rango legal (no siendo suficiente el reglamentario) y, con criterio restrictivo, es decir, sólo cuando el interés general de una sociedad democrática lo exija. No se olvide que la propia Ley de transparencia admite excepciones (arts. 14 a 16 Ley 19/2013, antes citada). El límite a la aplicabilidad de tales criterios restrictivos estaría en la arbitrariedad, que es susceptible de control por los tribunales. La norma regulatoria de esta materia debe determinar a quién corresponde la decisión de establecer o no la limitación al acceso, si a la autoridad consultante o al Consejo de Estado; y, finalmente, ante el silencio de la autoridad consultante, mantenido durante el tiempo que establezca la norma con el debido rango, convendría ponderar la posibilidad de que el Consejo de Estado pudiera acordar la accesibilidad al dictamen mediante su incorporación a la correspondiente página web del Consejo de Estado, cuyo acceso facilitaría a los interesados el conocimiento del dictamen”.

Aunque no estamos de acuerdo con estas apreciaciones restrictivas, si aplicamos lo postulado por el señor Ledesma Bartret a la solicitud de acceso a la Orden Ministerial referida y ya publicada en el BOE al tiempo de la solicitud de acceso, se colige fácilmente que:

  • No existe motivo razonable para la denegación del acceso, una vez publicada la norma en el BOE, pues la autoridad consultante ya ha decidido.
  • No existe base legal para tal denegación y la denegación por parte del Consejo de Estado es arbitraria, máxime ante la ausencia de motivación.

¿Hay gato encerrado en el referido dictamen sobre la Orden Ministerial? La única forma de despejar la duda es: transparencia.