¿Pero de verdad que el Tribunal Constitucional tiene que decidir sobre el aborto?
Este post no va sobre el aborto, cuyo recurso empieza a debatirse hoy en el seno del TC, tras más de doce años de espera, sino sobre el constitucionalismo, una ideología que hemos asumido con total naturalidad.[1] Una de las cosas que más debería llamar la atención, y que apenas lo hace, es que se discuta vehementemente la competencia del TC para paralizar la tramitación de una ley en la que no se han seguido los procedimientos establecidos y, sin embargo, se acepte sin mayor objeción que el mismo Tribunal decida sin apelación sobre el fondo de cuestiones sociales y políticas altamente conflictivas. Si pensamos un momento, veremos que resulta totalmente incongruente.
Cuando el Tribunal decidió paralizar el pasado mes de diciembre la tramitación parlamentaria de los preceptos que modificaban la LOPJ y la LOTC por la introducción de enmiendas por parte de la mayoría a una Proposición de Ley Orgánica que no guardaban conexión de homogeneidad con el texto enmendado, vulnerando así el derecho de los diputados a participar en los asuntos públicos, se armó un gran escándalo por su supuesta intromisión en la competencia del Parlamento, que es donde verdaderamente reside la soberanía popular. Pero nadie discute su legitimidad para decidir la constitucionalidad de la ley de plazos del aborto, impugnada en su día por el PP (con independencia de que el resultado de la deliberación guste o no, claro, pero ese es otro tema). Y, sin embargo, es verdaderamente en este caso, y no en el otro, donde se pone en cuestión la democracia y la soberanía del pueblo.
En el primer supuesto esa soberanía no solo no se niega, sino que se defiende. Una ley es expresión de la voluntad popular cuando se aprueba conforme a los procedimientos establecidos y no a través de atajos que hurtan el debate y la discusión. La mayoría decide, sí, pero después de haber escuchado a la oposición y de haber debatido en forma. Esa es la esencia de la democracia deliberativa. Y esta debería ser la competencia principal del Tribunal: vigilar el escrupulosos cumplimiento de los procedimientos que permiten la formación de una verdadera voluntad democrática, labor, por cierto, que es la propiamente jurídica. Se supone que un Tribunal Constitucional decide en Derecho y por eso debe estar integrado por “juristas de reconocida competencia”. Sin embargo, llamar jurídica a la función de dilucidar si la ley de plazos es o no constitucional, es casi un sarcasmo.
En una reciente entrevista a la ex magistrada Encarna Roca publicada hace unas semanas por Hay Derecho (aquí), afirmaba que debemos de tener en cuenta que el Tribunal Constitucional es un Tribunal político. La asunción pacífica de esta condición sin apenas matices –no solo en España sino en prácticamente todas las democracias constitucionales del mundo- es uno de los perversos efectos de la ideología del constitucionalismo. Para comprenderlo adecuadamente deberíamos recordar el famoso debate acaecido hace casi un siglo entre Carl Schmitt y Hans Kelsen sobre quién debe ser el guardián de la Constitución. Kelsen defendía, en contra de la opinión de Schmitt, que el guardián debería ser un Tribunal que resolviese en Derecho, conforme a su teoría (perdonen por la simplificación) de la pirámide normativa. Es decir, todas las normas son expresión de la voluntad popular, desde la Constitución hasta las órdenes ministeriales, pero eso solo es posible siempre que exista una dependencia interna de las inferiores respecto de las superiores. Luego al final del todo debe haber un control jurídico de las leyes aprobadas por el Parlamento respecto de la Constitución.
Kelsen ganó el debate y por eso tenemos hoy decenas de Tribunales Constitucionales por todo el mundo. Pero, como afirma M. Loughlin, los contrargumentos de Schmitt se han demostrado premonitorios con el paso de los años. Alegaba que la construcción de Kelsen podía tener sentido en el Estado típico del siglo XIX: un Estado liberal y neutral que apenas interviene más que para defender los presupuestos de la libre competencia, básicamente del derecho de propiedad. Pero que carecía completamente de sentido en el Estado total del siglo XX, que él ya vislumbraba y que este siglo en el que estamos no ha hecho más que confirmar. En un Estado total, que no solo garantiza derechos formales sino también materiales y que tiene una presencia absoluta en todas las esferas de la vida social, todos los conflictos sociales que se suscitan, tanto horizontales entre ciudadanos como verticales con el Estado, terminan siendo conflictos políticos en los que están en juego los fundamentos del orden social. Máxime si tenemos en cuenta la constitucionalización de esos derechos formales y materiales. Si al final los conflictos terminan remitiéndose a un Tribunal, este no solo acabará colapsado, sino totalmente politizado. No se producirá la juridificación de la política, sino la politización de la correspondiente adjudicación. Los Tribunales Constitucionales terminarán siendo así Tribunales políticos: una tercera cámara legislativa, definitiva e inapelable, situada al margen del control popular directo.
El resultado no es solo que esas cuestiones las decidan un puñado de magistrados, por muy ilustres que sean, sin encomendarse más que a su propia conciencia (en el mejor de lo casos) o a los intereses partitocráticos de su mandante (en el peor), sino que encima lo hacen, supuestamente, interpretando un texto, que en ocasiones puede tener siglos de antigüedad y ser de reforma imposible (al menos en la práctica, cuando no en teoría en los casos de las cláusulas de eternidad). Supuestamente digo, porque los textos a su vez, frutos de compromisos imprecisos, son cualquier cosa menos claros, al margen de referirse a situaciones muchas veces desbordadas por el transcurso del tiempo, por lo que al final no tienen más remedio que decidir como si fueran efectivamente la tercera y definitiva cámara legislativa. ¿A alguien le puede parecer medianamente normal que la legislación democrática sobre el control de armas en EEUU dependa de la interpretación que hacen nueve jueces de una cláusula redactada hace dos siglos y medio en una situación política y social absolutamente diferente?
Es verdad que la propuesta alternativa del Carl Schmitt (un Presidente de la República que solo actuase en casos muy excepcionales cuando el sistema estuviese en peligro) no parece hoy ni adecuada ni factible. Pero lo que sí se podría exigir es que los Tribunales Constitucionales ejerciesen sus funciones con muchísima mayor contención sobre el fondo de los asuntos (insisto, no cuando recaen sobre la forma). Deben asumir que no procede aplicar el razonamiento jurídico del encaje normativo de una ley respecto a la Constitución con la misma intensidad de la que se predica de una orden ministerial o de un acto administrativo respecto de una ley. Porque en una democracia es la ley es la máxima expresión de la voluntad popular y la llamada a decidir en primer término sobre el conflicto social de fondo. Y asumirlo de verdad, no solo de boquilla.
En el año 2015, en un artículo publicado en prensa con el título “Los jueces filósofos y legisladores” – (aquí) comenté una sentencia del TC resolviendo un recurso de amparo interpuesto por un farmacéutico sevillano contra una sanción confirmada por los tribunales de instancia por no disponer en su farmacia de la píldora del día después (ni tampoco de preservativos) por razones de conciencia. En su sentencia, el Tribunal señala que el derecho a la objeción de conciencia está amparado en nuestro Ordenamiento por la vía del derecho fundamental a la libertad ideológica reconocido en el artículo 16.1 de la Constitución Española, aunque lo cierto es que la Ley sólo reconoce tal derecho para el personal sanitario con relación a la práctica de la interrupción del embarazo. Pues bien, pese a admitir que las diferencias entre ambos supuestos son muchas (lo que impediría una aplicación analógica) considera que existe una base conflictual semejante, “toda vez que en este caso se plantea, asimismo, una colisión con la concepción que profesa el demandante sobre el derecho a la vida”.
Quizás pueda existir tal conflicto, quién lo duda, pero la valoración de su relevancia para generar un verdadero derecho de objeción de conciencia no puede quedar al arbitrio de los jueces filósofos, sino de los ciudadanos. Y lo cierto es que si después de ponderar los intereses en juego, los ciudadanos han dicho que sólo deben tenerlo los médicos cuando practican abortos, entonces los jueces en esta sentencia están promulgando lo que en su opinión debe ser Derecho (y no limitándose a declarar lo que realmente lo es).
Se trata, sin duda alguna, de una manifestación más de la dolencia del constitucionalismo, que constituye, en el fondo, una indiscutible amenaza para la democracia y, por ello, una de las fuentes principales de deslegitimación del sistema.
[1] En este sentido resulta muy relevante el libro de M. Loughlin “Against Constitutionalism” que reseñaremos próximamente en el blog, esperemos que acompañado de una entrevista al autor.
Rodrigo Tena Arregui es Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Notario de Madrid por oposición (OEN 1995). Ha sido profesor en las Universidades de Zaragoza, Complutense de Madrid y Juan Carlos I de Madrid. Es miembro del consejo de redacción de la revista El Notario del siglo XXI.
Sin duda una magnífica observación y análisis del Constitucionalismo y las ventajas de resolver un conflicto entre varios sabios, frente a la del superior político en la estructura del Estado.
Por lo que se refiere a la crisis institucional del máximo intérprete de la Constitución, quizá fuera oportuno añadir algunas cuestiones que el ciudadano observa desde fuera, pero implicado en el mejor desarrollo de la convivencia social. Resulta paradójico que el TC haya tardado años en analizar la constitucionalidad de la Ley del aborto, sin que se sepa bien las causas de la demora en cumplir adecuadamente su función constitucional. O llamar la atención sobre la falta de enjuiciamiento (en el momento oportuno para impedir la contravención del Derecho) de Constitucionalidad de las múltiples oportunidades en que el Legislativo incurrió en defectos de forma al tramitar Leyes con idénticos problemas de forma, como el criticado en el presente caso, impecablemente abordado por Rodrigo Tena Arregui.
“se armó un gran escándalo por su supuesta intromisión en la competencia del Parlamento” Lo armaron los corifeos del gobierno porque no conseguían meter de matute sus enmiendas. Los que veían claramente las aviesas intenciones lo encontraron de los más natural. El Art. 161 de la CE establece el recurso de amparo y el recurso de inconstitucionalidad.
Sobre el TC como Tribunal Político: es en lo que lo han convertido políticos sin escrúpulos que nombran a miembros del TC que se prestan a lo que haga falta. Ejemplo es el rechazo a inhibirse cuando se ha tenido relación con el asunto con que se trata. En el caso de Juan Carlos Campo, era Secretario de Estado de Justicia cuando La ley del Aborto y ahora no se inhibe para juzgar la ley con la que tuvo relación. Es peor aún, en un acto de cinismo le niegan a María Concepción Espejel que se inhiba para que no se vea que ellos están incumpliendo la ley. Esa sentencia esta viciada. El TC se debería declarar incompetente para dilucidar la contradicción que son el derecho a la vida y el aborto. Igual lo que se necesita es un referendum pero mujeres habrá que no estén de acuerdo con un referendum porque solo a ellas les atañe su situación. Un caso feo, la propia palabra ya lo es: Aborto. El entorno cultural no es favorable a la vida y sí al hedonismo. Lo terminaremos pagando, la naturaleza se lo cobrará.
Estimado Rodrigo, discrepo cordialmente. Volver a las Constituciones que eran meras orientaciones políticas o no se aplicaban, es dejar ya, definitivamente en manos de los partidos, todos los aspectos de la vida personal,patrimonial, etc.
Me apunto resueltamente a Kelsen, no a Carl Schmitt, quien en su odio también al parlamentarismo, algo que podrías añadir a tu reflexión, logró que la pobre Constitución de Weimar se fuera a tomar viento.
Al contrario, hay que lograr juridificar ese Tribunal, partiendo de que la Constitución SÍ es una NORMA. Y una NORMA JURÍDICA. A partir de ahí, medidas previas de fiscalización de ésta como de otras instituciones, se pueden lograr para mejorar. Con Schmitt sí que vamos para atrás, a los tiempos, supuestamente magníficos en esa línea de Donoso Cortés. Si no vemos claro que estamos en un Estado de Partidos y que solo con contrapesos se logra algo de respeto y aceptación de los derechos individuales (y eventualmente, medidos, de los colectivos) nos vamos también a la situación a que propenden quienes patrocinan dejar la Constitución en mero hueso formal sin tuétano y nervios. La apelatio ad populum tiene que ser muy, pero que muy restringida. Y si hay fórmulas para lograr una cierta despolitización (jubilación solo cuando corresponda, examen previo de incompatibilidades ex ante, caducidad inmediata del mandato con posible sustituto, etc. etc.etc)
Estimado Rodrigo, me temo que estoy en desacuerdo con usted. En el deshonroso sistema de partidos que tenemos, la legislación, a menudo, no es necesariamente representación de la soberanía popular y del sentir de la mayoría de la población; y aun si así lo fuere siempre, no tendría por qué permitirse cualquier cosa que se legisle variando la interpretación constitucional.
Las leyes, y lo estamos observando con más evidencia estos últimos años, son la voluntad del político impuesta a los ciudadanos, pues una vez obtenido el apoyo de estos hace lo que desea, aunque vaya radicalmente en contra de lo prometido, las últimas dos legislaturas son escandalosa demostración de lo dicho (¿Cómo podemos hablar entonces de que representa a la soberanía popular? Más bien el engaño y la mentira, en un sistema que no deja alternativas a sus ciudadanos, más que los principales partidos políticos, que al fin y al cabo y más allá de sus supuestas diferencias, todos defienden el modelo que les sostiene en el poder, sin estar dispuestos a hacer grandes cambios).
El sistema de partidos es solo uno de los vicios que afectan a nuestro sistema constitucional. No obstante, dentro de sus graves imperfecciones, se debe mantener un orden y respeto en las funciones de cada órgano constitucional. El Tribunal Constitucional es el máximo intérprete de la Constitución, y como tal su labor incluye también deliberaciones de carácter sustantivo sobre las leyes, pues es el único límite que queda a la legislación por parte de los políticos
Es importante señalar que la Constitución ha sido objeto de referéndum -democracia directa-, no así las leyes, que son creadas por las Cortes Generales -democracia representativa, y con todas las distorsiones señaladas-. Por lo tanto, respecto a la Constitución hay un acto de ejercicio de la soberanía popular mucho más directo y significativo que sobre las leyes. Las leyes deben, por tanto, respetar el marco constitucional. Y, en todo caso, si la Constitución quedare desfasada o el sentir popular respecto a determinados asuntos cambiare, debería promoverse una reforma constitucional, no una reinterpretación que la desnaturalice.
El gran problema del Tribunal Constitucional es que está completamente politizado. Ahí coincido con usted en que aceptar que el Tribunal Constitucional es un tribunal político es una perversión indeseable consecuencia del constitucionalismo. Las leyes se interpretan y las sentencias se dictan en función de qué partido político ha conseguido imponer a sus partidarios en el Tribunal Constitucional. Esta politización se pudo observar cuando el Gobierno trató de reformar la LOPJ mediante enmiendas a leyes que nada tenían que ver con el objetivo de burlar el procedimiento ordinario que abría permitido un debate parlamentario sobre el asunto. Solo el hecho de que hubiese mayoría conservadora permitió que se dictasen las medidas cautelares y se frenase la reforma. De haber sido otro gobierno, alineado con la mayoría del Tribunal Constitucional, o de haber habido mayoría progresista, el Tribunal Constitucional probablemente no habría actuado con esa celeridad evitando una clara actuación inconstitucional en lo formal.
En conclusión, hay una contradicción originaria en el Tribunal Constitucional: es el máximo garante de la Constitución y tiene el deber de interpretarla, siendo un límite para el poder político legislativo, sin embargo, es un Tribunal tremendamente politizado, lo cual impide su correcto funcionamiento de manera imparcial. Esta realidad es cada vez más evidente en el caso español, lo cual nos lleva a plantearnos la necesidad de reformar el sistema constitucional español, dado que sus vicios e imperfecciones cada vez más patentes hacen que se desgaste y pierda fuerza cohesionadora.
Sin embargo, el funcionamiento del Tribunal Constitucional no es el único peligro del constitucionalismo. Un problema fundamental, a mi modo de ver, porque afecta a la esencia del constitucionalismo, es su radical positivismo. En contraposición con el derecho natural, no entiende que existan límites a la autorregulación del hombre. Los ciudadanos se dan a sí mismos la Constitución y recogen ahí los Derechos Fundamentales que tienen, protegidos solo por estar ahí y según cómo se la interprete.
Hay derechos fundamentales de las personas que, más allá de que la Constitución los recoja o no, son y deben ser. No hace falta que la Constitución reconozca el derecho a la vida, el más importante de todos, para que este se deba respetar de forma absoluta. Si cualquier ciudadano español visita o vive en un país sin Constitución o lo hiciese en uno cuya Constitución no reconociese el derecho a la vida, ¿estaría bien que no lo respetase? No, porque no hace falta que lo ponga en un papel para que sea así. El hecho de recogerlo en la Constitución de alguna manera nos hace pensar que lo hemos elegido nosotros y nosotros podemos limitarlo y reinterpretarlo al albur de la mentalidad actual. No imponer ningún límite a la autorregulación humana puede llevar a la degeneración moral, y recoger los derechos fundamentales, pero no imponer límites a su interpretación conlleva el mismo peligro.
Desde la pura racionalidad tengo que suscribir totalmente su comentario basado en la realidad, no en la teoría de lo que suponemos que es. En todo caso voy a dejar algunas reflexiones sobre el artículo.
En primer lugar la representación política de la soberanía nacional, adulterada por el sistema electoral vigente que discrimina incostitucionalmente el valor del voto de cada elector. Tal sistema ya está tocado en su base al no “representar” legítimamente (otra cosa es “legalmente” ya que el BOE se traga todo) a los ciudadanos, sino a los partidos que presentan listas cerradas y ejercen mandato imperativo (incostitucional) sobre sus diputados.
En segundo lugar la Constitución como norma suprema es la más violentada, modificada y prostituida al ser sustituida por el “según las leyes” que… ¿quien las impone? Pues eso…. Una reciente mesa redonda en el CEU-SAN PABLO organizada por Tiempo Liberal y el Centro Covarrubias, abordaba la cuestión: ¿se están produciendo y -lo que es peor- aplicando leyes inconstitucionales sin que salten las alarmas institucionales? Pues parece ser que sí. Ninguna norma puede ni debe ser contraria al texto constitucional por mucho que su texto diga una cosa y lo contrario. Y es que su parto entre el Sr. Guerra y el Sr. Abril Martorell, arropado por los “constituyentes” obedientes a quienes otorgaron la paternidad.
Tampoco podemos olvidar que las leyes se sancionan por el rey en su función constitucional de Jefe del Estado, lo que debería ser una criba depurativa de su posible inconstitucionalidad antes de ser sancionadas y publicadas.
En fin, el tema reclama un debate serio y riguroso en un marco de mayor amplitud que éste.
Un saludo.