Una lectura entre líneas de la STS de 23-1-2023 sobre comprobación de valores… ¿Afecta también al valor de referencia de Catastro?

Recientemente hemos conocido una sentencia del Tribunal Supremo de 23-1-2023 (recurso 1381/2021), que ha generado un gran revuelo mediático, desde el momento en que se ha interpretado, a mi juicio erróneamente, como un ataque del Alto Tribunal al nuevo valor de referencia de Catastro. Como pretendo explicar en estas líneas, no es éste el caso. Sin embargo, lo anterior no obsta a que, leyendo entre líneas la sentencia del Supremo, sí puedan extraerse algunas aseveraciones o conclusiones que, los que nos dedicamos a la litigación tributaria, podremos utilizar en su día frente al valor de referencia.

La STS de 23-1-2023 no se refiere expresamente al valor de referencia de Catastro

Lo primero que debe quedar claro, como ya se ha anticipado, es que la STS de 23-1-2023 no cuestiona directamente el valor de referencia de Catastro. Y ello, por la sencilla razón que el supuesto de hecho enjuiciado es una comprobación de valores realizada conforme al método del dictamen de peritos (57.1.e, de la Ley 58/2003, General Tributaria – LGT), y no una impugnación del valor de referencia.

Así, la sentencia ahonda en la extensa y profusa doctrina que, sobre los requisitos que deben cumplir las comprobaciones de valores, ha generado el Supremo en los últimos años. Por tanto, nos movemos en el régimen de valoración de inmuebles anterior a la aprobación de la Ley 11/2021, de medidas de prevención y lucha contra el fraude, que fue la que introdujo, con efectos desde el 1-1-2022, el valor de referencia de Catastro como nueva base imponible del Impuesto de Transmisiones Patrimoniales (ITPAJD) y del de Sucesiones y Donaciones (ISyD), en las transmisiones inmobiliarias.

Cabe recordar que, antes de la referida modificación legal, la base imponible de tales impuestos era el valor real del inmueble. Y que era la Administración la que, si no estaba de acuerdo con el valor declarado por el contribuyente, podía iniciar una comprobación de valores. En ese caso, además, era la Administración la que tenía que demostrar, basándose en alguno de los métodos del artículo 57.1 de la LGT, que el valor declarado por el contribuyente no se correspondía con el real del inmueble.

En esta tesitura, lo que analiza el Tribunal Supremo en su sentencia de 23-1-2023 son los requisitos que deben cumplir dichas comprobaciones de valores. Y, en concreto, si es exigible que, al iniciar una de estas comprobaciones, la Administración justifique los motivos por los que no se fía del valor declarado por el contribuyente, y considera necesaria su comprobación.

Y, en este punto, la doctrina fijada, heredera de las consideraciones que ya hizo el Tribunal Supremo en la sentencia de 23-5-2018 (recurso 4202/2017) es muy clara, y afecta a todos y cada uno de los métodos de comprobación del artículo 57.1, LGT: “La respuesta a la cuestión, conforme a lo que hemos razonado, debe ser que la Administración debe motivar en la comunicación de inicio de un procedimiento de comprobación de valores, cualquiera que sea la forma en que se inicie conforme al artículo 134.1 de la LGT y el medio de comprobación utilizado, las razones que justifican su realización y, en particular, la causa de la discrepancia con el valor declarado en la autoliquidación y los indicios de una falta de concordancia entre el mismo y el valor real.”

Estamos ante una sentencia importante, y que tiene una aplicación práctica inmediata, como a continuación referiré. Ello, sin perjuicio de que pueda hacerse una lectura de la misma, entre líneas, y en clave de “valor de referencia”, cuestión esta última que trataré al final del presente artículo.

Los importantes efectos de la STS de 23-1-2023 sobre los procedimientos de comprobación de valores pasados y futuros

La STS de 23-1-2023, como he indicado, tiene efectos muy importantes sobre las comprobaciones de valores que realice la Administración. Y es que exige a la Administración que motive el inicio del procedimiento de comprobación de valores, algo que en la práctica casi nunca se hacía. Es decir, la mera discrepancia con el valor oficial de la Administración, o con el valor de la tasación hipotecaria incluido en el préstamo con el que se financió el inmueble, bastaba para activar el inicio del procedimiento de comprobación de valores, sin solución de continuidad, y sin motivación de ningún tipo.

Esto ya no será así, y los contribuyentes podrán alegar en sus recursos esta ausencia de motivación del inicio de la comprobación. Ello, cuando ésta no obre en la comunicación de inicio del procedimiento, o en la propuesta de liquidación, si ésta supone la primera noticia de la comprobación.

No estamos, en todo caso, ante una alegación que vaya a tener éxito en todos y cada uno de los casos. Y es que los Tribunales controlarán si dicha falta de motivación ha generado una verdadera indefensión al contribuyente, o se mueve simplemente en el plano puramente formal, pero sin más consecuencias.

La prueba de ello es que el Tribunal Supremo, aunque fija la doctrina antes trascrita, favorable a los contribuyentes, confirma la desestimación del recurso contencioso que en su día éste interpuso. Y ello, declarando que “la consecuencia que dicha omisión conlleva no puede ser, sin más, la estimación del recurso contencioso administrativo y la anulación de la liquidación practicada, como sin mayor razonamiento solicita la recurrente en su escrito de interposición del recurso de casación, pues ello dependerá también de la actuación que haya desplegado en la instancia a fin de justificar que la omisión denunciada no se ha situado en un plano puramente formal.”

Y echa en cara que “la parte recurrente en la instancia no propuso la práctica de ninguna prueba en el proceso, solicitando expresamente que el recurso se fallara sin necesidad de recibimiento a prueba, todo lo cual nos lleva a colegir que la omisión denunciada se ha situado en un plano puramente formal, lo que nos ha de conducir a la desestimación del recurso contencioso-administrativo.”

Resulta por tanto evidente, que, tratándose de una omisión, una falta de motivación no puede alegarse ésta sin más, sin acreditar la indefensión que la misma ha generado al contribuyente.

Por lo demás, estamos ante una doctrina que desplegará sus efectos tanto hacia el pasado, como hacia el futuro. Así, los contribuyentes que tengan alguna comprobación de valores recurrida, o que reciban ahora alguna comprobación en relación con hechos imponibles producidos antes de la entrada en vigor del valor de referencia (1-1-2022), podrán alegar la necesidad de que la Administración motive el inicio del procedimiento de comprobación de valores. Y ello permitirá, sin duda, que muchas de las comprobaciones de valores ya dictadas, y que están pendientes de resolución, se acaben anulando.

Pero también podrán beneficiarse de esta doctrina los contribuyentes que reciban una comprobación de valores en relación con hechos imponibles producidos tras la introducción del valor de referencia de Catastro (es decir, a partir del 1-1-2022). Y es que hay que tener en cuenta que hay inmuebles que no tienen asignado un valor de referencia de Catastro. Y para comprobar el valor de estos inmuebles, la Administración tiene que acudir sí o sí a la comprobación de valores. Por tanto, en ese caso, será plenamente aplicable la doctrina fijada por el Tribunal Supremo en su sentencia de 23-1-2023, y la necesidad de motivación del inicio del procedimiento.

Leyendo entre líneas la STS de 23-1-2023… ¿Da esperanzas para combatir el valor de referencia de Catastro?

Leyendo la sentencia en clave de valor de referencia, lo que llama inmediatamente la atención es la defensa a ultranza que el Tribunal Supremo lleva a cabo de la presunción de veracidad de las autoliquidaciones tributarias, contemplada en el artículo 108.4 de la LGT. Ello, con remisión a sus sentencias de 23 de mayo de 2018, dictadas en los recursos de casación números 1880/2017 y 4202/2017, a las que le han seguido las sentencias de 5 de junio de 2018, dictadas en los recursos de casación números 1881/2017 y 2867/2017, y la sentencia de 13 de junio de 2018, dictada en el recurso de casación número 2232/2017.

Así, declara el Tribunal Supremo que dicha presunción de veracidad de las autoliquidaciones impide al contribuyente desdecirse de lo autoliquidado, en virtud del principio de buena fe, y de la vinculación de los actos propios.

Pero, además, y esto es lo importante, afirma el Alto Tribunal que “no cabe desdeñar que tales autoliquidaciones contengan también una verdad presuntiva de lo que en ellas se declara o afirma, incluso en lo favorable, en tanto no podemos desconocer que, en un sistema fiscal como el nuestro que descansa ampliamente en la autoliquidación como forma preponderante de gestión, sólo reconociendo tal valor de presunción, respaldado por la ley, un acto puramente privado puede desplegar sus efectos en el seno de una relación jurídico fiscal de Derecho público sin que intervenga para ello, de un modo formal y explícito, la Administración. Esto es, una autoliquidación que contenga un ingreso se equipara en sus efectos, por la ley tributaria, a un acto de ejercicio de potestad en que se obtuviera el mismo resultado, lo que sucede cuando lo declarado por el obligado a ello no se comprueba, investiga o revisa.”

Por tanto, el Tribunal equipara la veracidad de una autoliquidación con ingreso, a la que tendría una liquidación dictada por la Administración tributaria, con el mismo resultado a ingresar.

Teniendo en cuenta lo anterior, debemos diferenciar la situación existente antes y después de la introducción del valor de referencia de Catastro. Así, vemos que antes de la introducción de tal valor, que es el escenario al que alude el Tribunal Supremo en su sentencia, la presunción de veracidad desplegaba todos sus efectos. Y es que, como se ha explicado, en dicho escenario la autoliquidación del contribuyente se presumía cierta, y era la Administración la que, si no estaba de acuerdo con el valor declarado, tenía que acreditarlo y justificarlo, asumiendo la carga de la prueba.

Sin embargo, tras la introducción del valor de referencia vemos cómo la presunción de veracidad de las autoliquidaciones tributarias entra a mi juicio, en clara colisión, con la nueva presunción legal que identifica el valor de los inmuebles con el valor de referencia. Dicha presunción se encuentra en las actuales normativas del ITPAJD y del ISyD.

Así, si un contribuyente incluye en su autoliquidación el valor por el que ha escriturado un inmueble (inferior al de referencia de Catastro), la presunción de veracidad de dicha autoliquidación se considera inexistente, y la Administración puede imponerle el valor de referencia de Catastro sin necesidad de motivación de ningún tipo, que justifique por qué se considera que el inmueble no vale el precio que el contribuyente ha pagado por él.

A lo anterior podría objetarse que la presunción de veracidad de las autoliquidaciones del ITPAJD o del ISyD solo tenía sentido antes, cuando el contribuyente estaba obligado a declarar conforme a un concepto indeterminado como el de “valor real”. En ese caso, se daba credibilidad a lo autoliquidado por el contribuyente, sin perjuicio de la posibilidad de iniciar una comprobación. Sin embargo, dicha credibilidad de lo autoliquidado ya no tendría razón de ser, desde el momento en que ahora ya no existen dudas, y la base imponible ya es un valor concreto y determinado, como el de referencia de Catastro.

Tal interpretación parte, sin embargo, de la consideración de que la presunción de veracidad de la autoliquidación del ITPAJD, o del ISyD, tenía su razón de ser en la propia indeterminación de la base imponible a declarar. Es decir, como nadie sabía muy bien qué era exactamente el valor real de un inmueble, lo que el contribuyente declarase en su autoliquidación se presumía cierto.

Sin embargo, si la presunción de veracidad de la autoliquidación dependiera del concepto impositivo a declarar, habría que analizar en cada caso, y para cada concepto impositivo, si lo autoliquidado se presume o no veraz.

Por este motivo, el Tribunal Supremo, en las sentencias antes referidas, no fundamenta la veracidad de la autoliquidación del contribuyente en el hecho de que el concepto autoliquidado genere dudas, o tenga cierta indeterminación, sino en el necesario reconocimiento al valor y fiabilidad de lo autodeclarado. Especialmente, en un sistema fiscal como el nuestro, que descansa en la autoliquidación como forma preponderante de gestión, sin que necesariamente tenga que intervenir en cada caso la Administración.

A mayor abundamiento, hay que tener en cuenta que, aunque, ciertamente el contribuyente que autoliquida conforme al valor de escritura (caso de que sea inferior al de referencia de Catastro), está declarando una base imponible menor a la legalmente prevista, no es éste, sin más, motivo alguno para negar veracidad a lo autoliquidado. Y más, en casos de ITPAJD como el que nos ocupa, en los que el valor autoliquidado coincide con el precio o contraprestación pagado para adquirir el inmueble, magnitud que a priori representa, o en buena lógica, debiera representar, su valor de mercado.

Todo lo anterior me lleva a expresar mis dudas sobre si, tras la introducción del valor de referencia de Catastro, es posible negar toda veracidad a la autoliquidación del contribuyente. Ello, especialmente, cuando el valor declarado coincida con la contraprestación abonada por la adquisición del inmueble. Y si lo anterior justifica que se pueda imponer al contribuyente el valor de referencia sin más, y sin justificación ni motivación de ningún tipo que aclare por qué el valor del inmueble no es el precio pagado, sino otro inventado por Catastro.

O si, como ha afirmado el Tribunal Supremo respecto a las comprobaciones de valores, sería necesario también en estos casos motivar y justificar la imposición del valor de referencia de Catastro al contribuyente, explicándole por qué éste se corresponde con el valor del inmueble, y es más ajustado a mercado que el valor de escritura. Ello, particularmente en el ámbito del ITP, en el que existe un precio o contraprestación documentado.

Por tanto, la STS de 23-1-2023 abre en mi opinión un interesante debate sobre el futuro de la presunción de veracidad de las autoliquidaciones tributarias, prevista en el artículo 108.4, LGT, y ensalzada por el Tribunal Supremo como pilar y fundamento de nuestro sistema fiscal.

Y, en concreto, sobre si la irrupción del nuevo valor de referencia de Catastro ha dejado sin credibilidad alguna las autoliquidaciones del ITPAJD o ISyD, que se permitan el lujo de discrepar de dicho valor de referencia. El tiempo dirá…

1 de marzo – Club de Debate con Lluis Orriols

Evento exclusivo para Amigos Hay Derecho. Imprescindible inscripción

 

Este 1 de marzo a las 19:00 realizaremos nuestro Club de debate donde podremos escuchar y charlar libremente con Lluís Orriols sobre su libro “Democracia de trincheras”. Con él conversaremos en torno a si la política se ha convertido en una guerra entre bandos, así como las ventajas e inconvenientes que puede tener este fenómeno.

En esta ocasión Rodrigo Tena, patrono de Hay Derecho, conducirá la conversación.

LLUÍS ORRIOLS

Lluís Orriols es doctor en ciencia política por la Universidad de Oxford (Nuffield College). Actuamente profesor en la Universidad Carlos III de Madrid. Sus campos de interés son: opinión pública, comportamiento político y electoral. Sus investigaciones se han publicado en revistas académicas como European Union PoliticsJournal of ElectionsPublic Opinion & PartiesElectoral Studies y European Journal of Political Research. Escribe de forma habitual en El País y en el blog “Piedras de papel” en eldiario.es. Se puede seguir su actividad académica e investigadora en su cuenta de twitter @LluisOrriols

 

¿Cuándo y dónde?

1 de marzo a las 19:00h

Lugar: La Cantina del Ateneo. C/ de Santa Catalina, 10, 28014, Madrid
(metros Sol, Banco de España o Antón Martín).

Para confirmar asistencia puedes enviar un email a: 

inscripciones@hayderecho.com

¿La intrepidez de las nuevas oposiciones? Los inspectores de Hacienda alertan sobre los cambios en los procesos selectivos

En estos tiempos que vivimos, hablar de educación o de formación en España es como hablar de qué ingredientes tiene que llevar una paella para que sea perfecta. Unos dicen que la auténtica es la de carne y verdura, otros, que la verdadera tiene que llevar marisco y, por fin, están los muy intrépidos y originales, quienes utilizan cebolla o chorizo en su elaboración, algo que se considera más que un sacrilegio para cualquier valenciano que se precie.

En el plano de  la educación ocurre lo mismo y así los intrépidos y más originales buscan aventurarse con fórmulas que desprecian lo aprendido durante siglos, tachando todo lo que no está en su línea como rancio y anquilosado en el pasado.

En el ámbito de la formación de los funcionarios defender la formación y preparación tradicional equivale, para los poseedores de la verdad, a estar desfasado, desacompasado a los tiempos actuales y, en definitiva, no estar a la altura de la “modernidad” que se busca en España y que, dicen, Europa nos demanda.

Que Europa diga que hay que modernizar la Administración no significa que tengamos que aceptar técnicas trasgresoras aplicables en el ámbito de lo privado. Nadie en su sano juicio que trabaje en la Administración pública desprecia la importancia de la negociación, del trabajo en equipo o de la empatía con el ciudadano pero todos sabemos que la Administración no es una empresa privada ni debe utilizarse por los políticos a su antojo, por lo que cuanto más subjetiva sea la técnica de selección, más peligro entrañará desde el punto de vista de la politización del funcionario.

El funcionario público tiene que seleccionarse por criterios objetivos y de alta cualificación. Justo lo contrario de lo que se plantea en el Acuerdo firmado el 3 de noviembre de 2022 entre el Ministerio de Hacienda y Función pública, y algunos sindicatos, en el que aparece una prueba piloto que ya ha visto la luz en el BOE por el que se ofertan las plazas de promoción interna del cuerpo superior de funcionarios de la Escala técnica de los Organismos autónomos del Estado. Los antecedentes de esta intrepidez están en el entonces Ministerio de Función pública, dirigido por el Sr. Iceta, quien planteó, en el año 2020, basándose en las “demandas” europeas, una modernización de dicha función pública que tuvo como base, (mal comienzo), el desprestigio de nuestros sistemas de oposición, tan alabados en el extranjero, pero tan despreciados entre nuestros propios compatriotas, como suele ocurrir en nuestro país con casi cualquier cosa.

Sobre esa base de la modernización, el Ministerio planteó unos grupos de trabajo que debatieron el futuro de los procesos de selección, y donde, como era de esperar, no tuvieron cabida las asociaciones de cuerpos superiores de la Administración General del Estado (AGE), a los que curiosamente no se les consideró lo suficientemente expertos en este campo. Sin embargo, en estos debates sí se dio voz a otras personas, representantes del mundo académico, de la Administración local y, excepcionalmente, con algún elegido (a dedo) de la AGE, quienes llegaron a la conclusión de que España no estaba a la altura de las circunstancias y que había que modificar, radicalmente, el proceso de selección, sobre la base de dos nuevos criterios nunca vistos anteriormente en España: la subjetividad y la baja cualificación.

Un paso más se ha dado con el Anteproyecto de Ley de Función Pública que vuelve a tocar el asunto, llegando a poner en entredicho, por mucho que se repita hasta la saciedad (dime de qué presumes y te diré de qué careces), los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad en la selección de funcionarios.

En el caso particular de las oposiciones a Inspector de Hacienda del Estado, como ocurre con otros cuerpos superiores de la AGE, el peligro está en que no existe ninguna normativa que especifique, con detalle, los tipos de ejercicios que tienen que incluirse en el proceso de selección y que actualmente se concentran en cinco exámenes, tres teóricos  (un escrito y dos orales) y dos prácticos (dictamen y matemáticas y contabilidad), así como una prueba de idiomas. A estas pruebas de oposición se añade un curso selectivo de 10 meses que constituye una prueba práctica fundamental para el aprendizaje de la profesión que va a desarrollarse en el futuro.

Estos ejercicios podrían modificarse o eliminarse a placer sin estar incumpliendo ningún tipo de norma porque, sencillamente, ésta no existe. Y la tendencia a la que venimos refiriéndonos, ya plasmada de facto en la “prueba piloto”, elimina este tipo de ejercicios orales y escritos que se sustituyen por  pruebas que demuestran, como afirmamos, que se produce claramente una rebaja de nivel y una introducción de criterios subjetivos en la selección del funcionario.

En primer lugar, se plantea en la fase de oposición un único examen tipo test y unas preguntas adicionales, a modo de “reserva”, para el caso de que se anule alguna o varias de las planteadas en el examen de oposición.  En segundo lugar, un curso selectivo en el que los alumnos deben demostrar conocimientos prácticos y habilidades competenciales, refiriéndose expresamente la convocatoria a términos tan inconcretos y difusos como el “equilibrio emocional” y la “proactividad” o “el aprendizaje competencial”, conceptos todos ellos que ya constituyen el mantra de todo aquél que quiera hablar de modernización de la Administración pública sin ser despreciado.

En definitiva, y dicho en román paladino, una rebaja de nivel en toda regla que ha provocado una avalancha de opositores, como nunca antes se había visto, deseosos de lograr lógicamente la tan ansiada plaza de este cuerpo superior.  A eso sí que se le llama “captar talento”.

Las originalidades, como ocurre con la paella, suelen tener consecuencias no deseadas. Las reflexiones y debates son importantes, sobre todo, son positivos cuando éstos se abren a TODOS, y no sólo a unos cuantos. Y, lamentablemente, el desprecio a lo que ya funciona demuestra una ignorancia supina que tendrá unas consecuencias indeseadas en el buen funcionamiento de nuestros servicios públicos. La conclusión de todo esto ya se atisba a lo lejos, y es que España y sus ciudadanos pagarán muy cara esta intrepidez si nuestros responsables, políticos, y quienes pecan por omisión mirando para otro lado sin hacer absolutamente nada por evitarlo, siguen por esta senda.

Conflicto entre el ministerio de Justicia y los letrados de la Administración de Justicia: razones de la huelga

La Ley 13/2009, de 3 de noviembre, llevó a cabo una redistribución de funciones entre los jueces y los letrados de la Administración de Justicia (en lo sucesivo LAJ), debido a que los jueces estaban sobrecargados de funciones y se colapsaban los asuntos en sus mesas.

Para solucionarlo, la mencionada Ley atribuyó multitud de funciones que antes tenían los jueces a los LAJ (ejemplo la admisión de demandas, la tramitación de todos los asuntos, la ejecución de sentencias, resolución de recursos de reposición, de impugnación de costas, etc.), de esta forma los jueces concentraban sus esfuerzos en celebrar un mayor número de juicios y dictar más sentencias. Todo ello, redundó en una indudable mejora en el servicio público de la justicia, al agilizarse los tiempos de respuesta frente a las demandas y peticiones de los ciudadanos.

Esta reforma significó un considerable aumento de funciones para los LAJ y la consiguiente reclamación de una adecuación salarial en atención a las nuevas funciones y responsabilidades atribuidas. (No confundir con aumento de sueldo).

Debido a la profunda y larga crisis económica del año 2008 y siguientes, por el Ministerio de Justicia (en adelante MJ) se manifestó que no era el momento, sin perjuicio de llevarse a cabo una vez superada la crisis. Por las asociaciones de los LAJ, por un sentido de lealtad se comprendió que efectivamente no era el momento, pero que más adelante se materializaría dicha adecuación salarial.

Además, la atribución de numerosas competencias y responsabilidades no fue un hecho puntual y aislado de aquella lejana Ley, ya que posteriormente se han promulgado otras muchas leyes y reformas legislativas en las que se han cargado sobre las espaldas de los LAJ nuevas funciones, como por ejemplo liderar las nuevas tecnologías o la Ley 15/2015, de 2 de julio, de la Jurisdicción Voluntaria.

La Ley 11/2020, de 30 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para el año 2021, en su Disposición adicional 157ª se recogía en el párrafo 2º la tan ansiada y justa reclamación y establecía la obligación del MJ de negociar la adecuación salarial.

El Ministerio negoció durante el año 2021 la adecuación salarial con los Sindicatos generalistas, es decir, a CCOO, UGT, CSIF, etc., sin conocimiento de las asociaciones de LAJ, lo cual puede considerarse un fraude de ley, pero sobre todo resultó indignante porque es una realidad pública y notoria que no hay ni un LAJ afiliado a dichos Sindicatos, ya que tenemos nuestras propias asociaciones que son UPSJ, COLEGIO y AINLA (de forma similar a los jueces y fiscales).

Como consecuencia de dicho engaño perpetrado entre el MJ y los sindicatos generalistas se valoró la adecuación salarial en 195 € mensuales. Esta cantidad es considerada irrisoria en proporción a todas las funciones, competencias y responsabilidades asignadas a los LAJ durante todos estos largos 14 años.

En este sentido es importante resaltar el informe emitido por el CGPJ y aprobado, por unanimidad de todos los Vocales, el día 24-03-2022, en el que se propone establecer para los LAJ un nuevo sistema retributivo materializado en su incorporación o asimilación a las previsiones de la Ley 15/2003, de 26 de mayo, reguladora del régimen retributivo de las carreras judicial y fiscal (conocida como cláusula de enganche).

A lo largo del año 2022 el conflicto se agravó, desembocando en diversas huelgas en enero y marzo. Finalmente, en abril de 2022 se alcanzó un acuerdo entre el MJ y las asociaciones de LAJ, consistente en el compromiso del MJ sobre diversas cuestiones, destacando por su relevancia las dos siguientes:

 

a.- Las retribuciones del Cuerpo de LAJ se referencien a las correspondientes a la carrera judicial, en la proporción de mejora que se considere adecuada a las responsabilidades inherentes a este colectivo (cláusula de enganche).

b.- Asimilar los complementos vinculados a grupos de población a los establecidos para los médicos forenses en el RD 1033/2007, reduciendo los cinco grupos actuales a tres.

El MJ incumplió el compromiso adquirido, lo que llevó a las tres asociaciones del Cuerpo, la conservadora, la progresista y la independiente a iniciar medidas de conflictividad laboral.

Estas medidas se iniciaron con unos paros parciales en noviembre y diciembre pasado, sin que el MJ hiciera nada por resolver el conflicto. De hecho, la última reunión con las asociaciones de LAJ fue el día 16-09-2022.

Ante la dejación de funciones del MJ para resolver la crisis, se convocó por todas las asociaciones de LAJ huelga indefinida a partir del 24-01-2023. Desde entonces los Juzgados y Tribunales se encuentran paralizados en un 60% aproximadamente, lo que significa miles de demandas que no se incoan, de escritos que no se proveen, de procedimientos que no se tramitan, de juicios, vistas y actuaciones procesales que no se celebran, de sentencias que no se ejecutan y unos 350 millones de euros que no se han entregado a los beneficiarios.

En cuanto a gestiones para evitar o resolver el conflicto laboral, por parte de las Asociaciones de LAJ, se han pedido reuniones al MJ que no han sido atendidas; se han propuesto varios vocales del CGPJ como mediadores, así como el Decano del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid, pero el MJ ha rechazado dicha posible solución; se ha remitido una carta al Presidente del Gobierno que ha sido contestada por el Director del Gabinete de la Presidencia del Gobierno, don Oscar López Águeda manifestando que toman nota y su deseo de que las negociaciones puedan concluir en un acuerdo razonable y satisfactorio.

Mientra tanto las gestiones para evitar o resolver el conflicto realizadas por el MJ, han sido celebrar una reunión con los Secretarios de Gobierno el día 08-02-2023 los cuales no son los representantes de los LAJ puesto que son cargos de libre designación y destitución por el MJ; y, por fin, el jueves 9 de febrero, se convocó al comité de huelga a una reunión para el jueves16-02-2023, a sabiendas de que durante esta semana se volverán a suspender miles de actuaciones procesales.

 

La “solución” a las rebajas de penas de la Ley del “solo sí es sí”

No hay nada que genere mayor revuelo que la idea de que sujetos condenados sufren una rebaja de las penas impuestas. Y mucho más cuando esa rebaja tiene que ver con una recién estrenada norma. La conocida ley del “solo sí es sí” nació bajo la proclama de mejorar la tutela de las víctimas, que ante un caso muy mediático (el llamado de la Manada), reclamaban para los delitos contra la libertad sexual una denominación genérica, rotunda, negando la diferencia entre abuso y agresión sexual, como si el cambio de nombre llevara a una sanción más contundente de acciones dispares.

Ni hablar de “violencia” o “agresión” hace que cambie la naturaleza de las acciones delictivas, ni estar más o menos tiempo en la cárcel lleva a una mejor prevención del delito.

El primer problema es de origen: no se debe castigar igual lo que afecta a diferentes bienes, ni tampoco cuando el ataque posee distinta intensidad: no se debe castigar igual a quien viola con un cuchillo en el cuello, que a quién lo hace aprovechando que la víctima está inconsciente, porque no se causa el mismo “daño”. Y eso no significa que quién lesiona la libertad sexual sin violencia no esté cometiendo un delito grave. No se protege mejor por igualar las penas. Se protege mejor si las penas son proporcionadas.

Esto es lo que llevó a que la Ley realizara un reajuste -mínimo- de las penas, para que a la hora de su aplicación se pudiera valorar mejor qué sanción resulta más adecuada al hecho cometido, que abarca una variedad de comportamientos no deseados que van desde un tocamiento hasta una violación. El problema es que dicho reajuste se realizó sin tomar en consideración la distinción entre los casos donde el consentimiento, siempre eje central de estos delitos (antes y ahora), se obtiene con medios que ponen en peligro o lesionan la vida y la salud (la violencia y la intimidación grave) de aquellos en los que la falta de consentimiento obedece a otras razones (prevalimiento -esto es, aprovecharse de una situación de superioridad por cualquier motivo-, falta de capacidad de consentir, etc.).

Lógicamente, si las penas son menores para algunos casos es necesario traer la aplicación del principio de retroactividad favorable de las normas penales, esencial en un Estado de Derecho: si una norma posterior despenaliza una conducta o entiende que merece una pena inferior, no sería razonable que quien fue condenado por una sanción más grave no fuera destinatario de esta nueva previsión (así lo dispone el art. 2.2 del Código penal).

En sentido contrario, una nueva ley que estableciera una pena nueva para una acción no castigada, o una pena mayor, no sería de aplicación de manera retroactiva, pues se vulneraría el principio de seguridad jurídica vinculado al de legalidad, reconocido constitucionalmente (arts. 9 y 25 de la Constitución Española).

Imaginen qué ocurriría si hoy se dictara una norma que castigara a todos los que maten una mosca (ejemplo clásico) y se aplicara, retroactivamente, a todo el que lo hizo con anterioridad. Desde luego que no sería posible, pues por un mínimo sentido de la certeza, nadie puede ser condenado con una pena que no estaba en vigor en el momento de la realización del hecho. Lo que obedece a la lógica de la mínima seguridad exigible en un Estado de Derecho.

Si la ley hoy vigente tiene penas diferentes ello permite revisar las condenas. Es lo que un Estado de derecho hace, porque es consustancial a su propia esencia. Y, además, lo hace tomando en consideración las directrices de la ley, y esto obliga en algunos casos, a aplicar los mínimos de la nueva norma, pues ha unificado acciones de diferente gravedad con un marco penal muy amplio. Si antes se diferenciaba entre abuso y agresión y cada acción tenía una pena, ahora al aglutinar todas las conductas bajo un mismo arco penal, las que entonces se castigaron en el mínimo, ahora deben recibir ese mínimo (que es menor, entre otras cosas, porque se castigan acciones de distinta gravedad).

Varias cuestiones surgen entonces: a pesar de la rebaja de penas, recomendada por el principio de proporcionalidad ¿se podía haber evitado la aplicación retroactiva de las normas favorables? ¿por qué se genera esta exaltación social y política, si estamos imponiendo los límites al poder de castigar del Estado? ¿todos los condenados van a poder revisar sus penas y todos quedarán absueltos o con rebajas sustanciales en sus condenas? ¿qué se puede hacer para remediarlo?

En relación con la primera cuestión, no es posible evitar la aplicación retroactiva de las normas penales más favorables estableciendo un régimen de revisión en las Disposiciones transitorias, como se ha dicho. Estas pueden establecer reglas para ordenar el proceso de revisión (como ocurrió con la aprobación del Código Penal de 1995), pero nunca prohibir el principio general. Y esto hay que tomarlo en consideración en relación con lo que se ha de hacer en la reforma de la reforma que está en marcha.

En cuanto a la segunda, la ciudadanía se siente defraudada por el ambiente que envuelve a las sociedades globalizadas en los últimos años en materia penal. Se nos dice que hay que castigar mucho porque eso es lo que nos traerá paz y seguridad y después, cuando se aplican las reglas del Estado democrático, los ciudadanos y ciudadanas sienten sus expectativas frustradas, cuando no debería ser así. Y la responsabilidad no es de la ciudadanía.

Por lo que hace a la tercera, no hay una oleada de revisión de sentencias que vayan a llenar las calles de delincuentes. Cada caso es distinto, y hay que analizarlo atendiendo a todas las circunstancias que lo rodearon, para determinar qué ley resulta más favorable. Lo que implica un proceso complejo. Tampoco tenemos datos de cuántas se han revisado sin producirse la rebaja.

Y, para finalizar, no parece una buena decisión volver a cambiar una ley que lleva en vigor tan poco tiempo, pues la seguridad jurídica se vería empañada.

Sin embargo, no parece ser esta la idea. A tenor de las noticias que estamos recibiendo, se va a producir un cambio en la reciente normativa, con la finalidad de “solucionar” los problemas que la nueva Ley ha traído.

Si por “problemas” se entiende la aplicación del principio de retroactividad, ya he dicho que esto no va a cambiar, pues siempre se aplicará la ley más favorable a los casos anteriores y coetáneos a la misma. Si, además, se quiere un cambio en la norma que limite el arbitrio del juez, lo aconsejable sería volver al sistema de doble parámetro de la gravedad, diferenciando entre el medio comisivo empleado para obtener el consentimiento invalido (violencia/intimidación o abuso) y el resultado producido (con o sin penetración). De este modo, me sumo a la opinión de ilustres colegas que entienden que es el mejor modo de acotar la arbitrariedad judicial y de establecer sanciones proporcionadas en atención a los bienes jurídicos comprometidos (la libertad sexual y la vida y la integridad física, en su caso).

En todo caso, no creo necesaria una subida de las penas. La rebaja está justifica en razones de proporcionalidad, y se puede mantener si se separan claramente los supuestos. No se debe olvidar que las penas contempladas en la norma vigente pueden superar, en sus tipos agravados, las previstas como mínimo para el homicidio y solaparse con las que se establecen para el asesinato. Y, como ya dije en otro momento, creo que resulta evidente que la vida ha de protegerse con una pena mayor que la libertad sexual.

Por otro lado, regresar al sistema de diferenciación entre agresiones y abusos (que, si se quiere por razones ideológicas puede seguir denominándose agresiones con violencia o sin violencia, a pesar de la incongruencia desde el punto de vista gramatical y del trasfondo de confusión ya señalado), no supone ningún obstáculo en relación con la consideración del consentimiento como eje vertebrador de los delitos contra la libertad sexual. La falta de consentimiento siempre ha sido objeto de atención penal, por lo que nada ha aportado, en mi opinión, la inclusión de una definición (consentimiento comunicativo) que puede traer más confusión que claridad.

El verdadero problema a la hora de dictar una sentencia, en los delitos donde el bien jurídico es disponible, y la libertad sexual lo es sin el menor género de duda,  es la demostración de que los hechos que ocurrieron lo fueron sin la voluntad de la víctima. Y en los delitos sexuales es especialmente compleja, en la medida en que se trata de delitos que se producen generalmente en la intimidad y dependen, básicamente, de la credibilidad del testimonio de la víctima.

La solución, creo que se ha puesto de manifiesto, no pasa por modificar el texto punitivo, ni en establecer inversiones de la carga de la prueba que vulneren el principio de presunción de inocencia. La cuestión radica en el cuerpo jurisprudencial, por cierto bastante consolidado en materia de credibilidad, y en una correcta actuación previa al proceso penal por parte de todos los implicados en la detección y acompañamiento a la víctima.

Una interpretación rápida y adecuada de todos los signos que rodean a las declaraciones (o la imposibilidad de hacerlas por la situación psicológica en la que se encuentra) de la denunciante acelera el proceso de identificación y detención del inculpado, reduce la revictimización y facilita la prueba, lo que también parece evidente a la vista de algún mediático caso en situación de investigación todavía. Y eso no se consigue subiendo penas. Se consigue con la otra parte de la Ley de la que nos hemos olvidado. Con esa parte de la Ley que implica invertir en formación en las escuelas, en las empresas y en la ciudadanía; la de las campañas; la de la obligatoriedad de los protocolos de prevención. La de los planes de igualdad. La parte de la Ley no penal, menos llamativa desde los titulares, pero más efectiva. La parte que, por lo visto, no interesa porque igual está bien hecha.

¿Pero de verdad que el Tribunal Constitucional tiene que decidir sobre el aborto?

Este post no va sobre el aborto, cuyo recurso empieza a debatirse hoy en el seno del TC, tras más de doce años de espera, sino sobre el constitucionalismo, una ideología que hemos asumido con total naturalidad.[1] Una de las cosas que más debería llamar la atención, y que apenas lo hace, es que se discuta vehementemente la competencia del TC para paralizar la tramitación de una ley en la que no se han seguido los procedimientos establecidos y, sin embargo, se acepte sin mayor objeción que el mismo Tribunal decida sin apelación sobre el fondo de cuestiones sociales y políticas altamente conflictivas. Si pensamos un momento, veremos que resulta totalmente incongruente.

Cuando el Tribunal decidió paralizar el pasado mes de diciembre la tramitación parlamentaria de los preceptos que modificaban la LOPJ y la LOTC por la introducción de enmiendas por parte de la mayoría a una Proposición de Ley Orgánica que no guardaban conexión de homogeneidad con el texto enmendado, vulnerando así el derecho de los diputados a participar en los asuntos públicos, se armó un gran escándalo por su supuesta intromisión en la competencia del Parlamento, que es donde verdaderamente reside la soberanía popular. Pero nadie discute su legitimidad para decidir la constitucionalidad de la ley de plazos del aborto, impugnada en su día por el PP  (con independencia de que el resultado de la deliberación guste o no, claro, pero ese es otro tema). Y, sin embargo, es verdaderamente en este caso, y no en el otro, donde se pone en cuestión la democracia y la soberanía del pueblo.

En el primer supuesto esa soberanía no solo no se niega, sino que se defiende. Una ley es expresión de la voluntad popular cuando se aprueba conforme a los procedimientos establecidos y no a través de atajos que hurtan el debate y la discusión. La mayoría decide, sí, pero después de haber escuchado a la oposición y de haber debatido en forma. Esa es la esencia de la democracia deliberativa. Y esta debería ser la competencia principal del Tribunal: vigilar el escrupulosos cumplimiento de los procedimientos que permiten la formación de una verdadera voluntad democrática, labor, por cierto, que es la propiamente jurídica. Se supone que un Tribunal Constitucional decide en Derecho y por eso debe estar integrado por “juristas de reconocida competencia”.  Sin embargo, llamar jurídica a la función de dilucidar si la ley de plazos es o no constitucional, es casi un sarcasmo.

En una reciente entrevista a la ex magistrada Encarna Roca publicada hace unas semanas por Hay Derecho (aquí), afirmaba que debemos de tener en cuenta que el Tribunal Constitucional es un Tribunal político. La asunción pacífica de esta condición sin apenas matices –no solo en España sino en prácticamente todas las democracias constitucionales del mundo- es uno de los perversos efectos de la ideología del constitucionalismo. Para comprenderlo adecuadamente deberíamos recordar el famoso debate acaecido hace casi un siglo entre Carl Schmitt y Hans Kelsen sobre quién debe ser el guardián de la Constitución. Kelsen defendía, en contra de la opinión de Schmitt, que el guardián debería ser un Tribunal que resolviese en Derecho, conforme a su teoría (perdonen por la simplificación) de la pirámide normativa. Es decir, todas las normas son expresión de la voluntad popular, desde la Constitución hasta las órdenes ministeriales, pero eso solo es posible siempre que exista una dependencia interna de las inferiores respecto de las superiores. Luego al final del todo debe haber un control jurídico de las leyes aprobadas por el Parlamento respecto de la Constitución.

Kelsen ganó el debate y por eso tenemos hoy decenas de Tribunales Constitucionales por todo el mundo. Pero, como afirma M. Loughlin, los contrargumentos de Schmitt se han demostrado premonitorios con el paso de los años. Alegaba que la construcción de Kelsen podía tener sentido en el Estado típico del siglo XIX: un Estado liberal y neutral que apenas interviene más que para defender los presupuestos de la libre competencia, básicamente del derecho de propiedad. Pero que carecía completamente de sentido en el Estado total del siglo XX, que él ya vislumbraba y que este siglo en el que estamos no ha hecho más que confirmar. En un Estado total, que no solo garantiza derechos formales sino también materiales y que tiene una presencia absoluta en todas las esferas de la vida social, todos los conflictos sociales que se suscitan, tanto horizontales entre ciudadanos como verticales con el Estado, terminan siendo conflictos políticos en los que están en juego los fundamentos del orden social. Máxime si tenemos en cuenta la constitucionalización de esos derechos formales y materiales. Si al final los conflictos terminan remitiéndose a un Tribunal, este no solo acabará colapsado, sino totalmente politizado. No se producirá la juridificación de la política, sino la politización de la correspondiente adjudicación. Los Tribunales Constitucionales terminarán siendo así Tribunales políticos: una tercera cámara legislativa, definitiva e inapelable, situada al margen del control popular directo.

El resultado no es solo que esas cuestiones las decidan un puñado de magistrados, por muy ilustres que sean, sin encomendarse más que a su propia conciencia (en el mejor de lo casos) o a los intereses partitocráticos de su mandante (en el peor), sino que encima lo hacen, supuestamente, interpretando un texto, que en ocasiones puede tener siglos de antigüedad y ser de reforma imposible (al menos en la práctica, cuando no en teoría en los casos de las cláusulas de eternidad). Supuestamente digo, porque los textos a su vez, frutos de compromisos imprecisos, son cualquier cosa menos claros, al margen de referirse a situaciones muchas veces desbordadas por el transcurso del tiempo, por lo que al final no tienen más remedio que decidir como si fueran efectivamente la tercera y definitiva cámara legislativa. ¿A alguien le puede parecer medianamente normal que la legislación democrática sobre el control de armas en EEUU dependa de la interpretación que hacen nueve jueces de una cláusula redactada hace dos siglos y medio en una situación política y social absolutamente diferente?

Es verdad que la propuesta alternativa del Carl Schmitt (un Presidente de la República que solo actuase en casos muy excepcionales cuando el sistema estuviese en peligro) no parece hoy ni adecuada ni factible. Pero lo que sí se podría exigir es que los Tribunales Constitucionales ejerciesen sus funciones con muchísima mayor contención sobre el fondo de los asuntos (insisto, no cuando recaen sobre la forma). Deben asumir que no procede aplicar el razonamiento jurídico del encaje normativo de una ley respecto a la Constitución con la misma intensidad  de la que se predica de una orden ministerial o de un acto administrativo respecto de una ley. Porque en una democracia es la ley es la máxima expresión de la voluntad popular y la llamada a decidir en primer término sobre el conflicto social de fondo. Y asumirlo de verdad, no solo de boquilla.

En el año 2015, en un artículo publicado en prensa con el título “Los jueces filósofos y legisladores” – (aquí) comenté una sentencia del TC resolviendo un recurso de amparo interpuesto por un farmacéutico sevillano contra una sanción confirmada por los tribunales de instancia por no disponer en su farmacia de la píldora del día después (ni tampoco de preservativos) por razones de conciencia. En su sentencia, el Tribunal señala que el derecho a la objeción de conciencia está amparado en nuestro Ordenamiento por la vía del derecho fundamental a la libertad ideológica reconocido en el artículo 16.1 de la Constitución Española, aunque lo cierto es que la Ley sólo reconoce tal derecho para el personal sanitario con relación a la práctica de la interrupción del embarazo. Pues bien, pese a admitir que las diferencias entre ambos supuestos son muchas (lo que impediría una aplicación analógica) considera que existe una base conflictual semejante, “toda vez que en este caso se plantea, asimismo, una colisión con la concepción que profesa el demandante sobre el derecho a la vida”.

Quizás pueda existir tal conflicto, quién lo duda, pero la valoración de su relevancia para generar un verdadero derecho de objeción de conciencia no puede quedar al arbitrio de los jueces filósofos, sino de los ciudadanos. Y lo cierto es que si después de ponderar los intereses en juego, los ciudadanos han dicho que sólo deben tenerlo los médicos cuando practican abortos, entonces los jueces en esta sentencia están promulgando lo que en su opinión debe ser Derecho (y no limitándose a declarar lo que realmente lo es).

Se trata, sin duda alguna, de una manifestación más de la dolencia del constitucionalismo, que constituye, en el fondo, una indiscutible amenaza para la democracia y, por ello, una de las fuentes principales de deslegitimación del sistema.

 

 

[1] En este sentido resulta muy relevante el libro de M. Loughlin “Against Constitutionalism” que reseñaremos próximamente en el blog, esperemos que acompañado de una entrevista al autor.

La ludopatía y el derecho penal español

El DSM-5 es la quinta edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (por sus siglas en inglés, Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), y actualmente opera como un referente mundial en la clasificación y descripción de trastornos mentales.  El DSM-5 incorporó por primera vez el juego patológico o ludopatía (F63.0) como un trastorno adictivo, diferenciando entre los trastornos adictivos relacionados con sustancias y los no relacionados con sustancias, siendo la ludopatía el único trastorno de esta última categoría (312.31). Hasta la publicación del referido DSM-V (el 18 de mayo de 2013), el DSM-IV-TR lo incluía como un trastorno por falta de control de los impulsos (F63.0), en la misma categoría que otros trastornos como la cleptomanía o la piromanía.

Este cambio de clasificación, va a resultar muy interesante a efectos penales, tal y como concretaremos más adelante en este artículo. Ello se debe a que, como el propio DSM-V explica,  el reconocimiento de la ludopatía como un trastorno adictivo “refleja la prueba de que los comportamientos del juego activan sistemas de recompensa similares a los activados por las drogas, pues producen algunos síntomas comportamentales similares a los trastornos relacionados con el consumo de sustancias”.

El DSM-5 recoge nueve criterios, de los cuales deben concurrir al menos cuatro durante un periodo continuado de doce meses. En el caso de que se cumplan 4 o 5 criterios, el trastorno se considerará leve; si se cumplen 6-7 criterios, moderado; y si se cumplen 8-9 criterios, grave. Estos criterios, de forma resumida son: (1) la necesidad de apostar cantidades cada vez mayores; (2) nerviosismo cuando se intenta reducir o abandonar el juego; (3) esfuerzos infructuosos para reducir o abandonar el juego; (4) las apuestas ocupan gran parte del tiempo en su pensamiento; (5) sentimiento de desasosiego como impulsor para apostar; (6) impulso de intentar recuperar las apuestas perdidas; (7) mentiras para ocultar a terceros su grado de implicación en el juego; (8) puesta en peligro de una relación o un empleo a causa del juego; (9) cuenta con los demás para que le den dinero para aliviar la situación financiera provocada por el juego.

En el Informe sobre Adicciones Comportamentales de 2020 del Observatorio Español de las Drogas y las Adicciones del Ministerio de Sanidad, se ha estimado que el 2,2% de la población presenta un trastorno del juego (Tabla nº 26), por tanto una cifra que se acerca al millón de personas de nuestro país.

La ludopatía como circunstancia modificativa de la responsabilidad

Para el presente estudio jurisprudencial, traeremos a colación tres sentencias de la Excma. Sala Segunda del Tribunal Supremo y una sentencia de la Ilma. Audiencia Provincial de Madrid.

La resolución más reciente del Excmo. Tribunal Supremo en la que se examina la cuestión de la ludopatía en el marco de la comisión de un hecho delictivo, es la STS nº 311/2021 de 13 de abril. En este caso, el recurrente intentaba que se reconociese su adicción al juego (tragaperras) y una consiguiente atenuación de la pena impuesta, pretensión analizada en el Fundamento Jurídico 7º.

Indica el Alto Tribunal que para la atenuación de la pena por adicción (art. 21.2 del Código Penal) hacen falta dos requisitos: el primero de ellos, que la adicción sea calificada como grave; y el segundo, que la actividad delictiva esté al servicio de esa adicción.

Respecto al primer requisito, la defensa había aportado informes que efectivamente constataban la existencia de una adicción al juego (así como al consumo de sustancias estupefacientes). El Alto Tribunal expresó que, “con una extremada generosidad”, podría llegar a calificarse la adicción como grave.

Sin embargo, el recurrente no alcanzó la exigencia necesaria para cumplir con el segundo requisito: debió probarse que la actividad delictiva fue un instrumento para aplacar la adicción, es decir, que nos encontrábamos ante un supuesto de “delincuencia funcional”.

La incidencia de la ludopatía en la pena

En el caso examinado en la STS nº 78/2017 de 9 de febrero, la cuestión de la incidencia de la ludopatía en la pena se valoró en el Fundamento Jurídico Cuarto.

El requisito que falló en esa ocasión fue el primero (acreditar una adicción al juego que además se califique como grave). El Alto Tribunal consideró que no existía una prueba fehaciente del grado de afectación de la ludopatía del condenado, debido a que no se había presentado un informe pericial, ni informes médicos que acreditasen el diagnóstico o tratamiento seguido precisamente en el tiempo de comisión del delito (que fue un delito de apropiación indebida continuado, cometido durante tres años).

Consideró necesario que se hubiesen acreditado “las circunstancias concretas del acusado durante ese tiempo, tales como lugares, tiempos, modos de juego, preexistencia de deudas de juego, o constancia de que el destino del producto del delito haya sido, exclusivamente, la obtención de recursos para el juego”.

Por ello, el Alto Tribunal concluyó que el vacío probatorio en este sentido era total, siendo por tanto improcedente apreciar cualquier atenuación de la pena en base al art. 21.2 CP.

La relación entre ludopatía y Derecho penal

En la STS 932/2013 de 4 de diciembre, en su Fundamento Jurírico Primero, recogió de manera sistematizada las bases generales sobre la relación entre la ludopatía y el Derecho penal.

Señala en primer lugar, que la ludopatía no afecta al discernimiento sino a la voluntad del individuo, y tal afectación que se bifurca en dos vertientes: por un lado, “la compulsión del ludópata actúa en el momento en que la oportunidad del juego se le presenta y domina su voluntad”; y por otro, actúa “en otros actos más lejanos, como impulso organizado para lograr el futuro placer del juego”. Si bien, en una sentencia anterior (STS 659/2003, de 9 de mayo), se realiza la precisión de que la acreditación de esa segunda vertiente por sí sola, no permite apreciar la eventual eximente completa o incompleta.

En segundo lugar, recuerda que en el marco de la Teoría del Delito, la ludopatía afecta a la capacidad de culpabilidad, anulando o disminuyendo la imputabilidad y traduciéndose en eximente completa, eximente incompleta o atenuante ordinaria.

En tercer lugar, incide en la necesaria prueba sobre la relación de causalidad entre el trastorno y la comisión del delito, que se conoce como “delincuencia funcional”. No basta con probar la realidad del trastorno en el momento de comisión del delito, sino que además, debe constatarse la existencia de una relación de dependencia entre ambos elementos; es decir, que el trastorno ha tenido relevancia o incidencia en el hecho.

Y en último lugar, realiza al lector la advertencia de que “la jurisprudencia de esta Sala suele ser muy restrictiva en la apreciación de esta neurosis de ludopatía”, lo cual hemos podido corroborar en las sentencias examinadas en los apartados 2.-A y 2.-B de este estudio.

Por su parte, la Sección nº 23 de la Audiencia Provincial de Madrid en la Sentencia nº 230/2020 de 30 de marzo, es un gran ejemplo de esa la línea restrictiva que propone el Tribunal Supremo.

El médico-forense adscrito había expuesto que la conducta del acusado se vio condicionada parcialmente por su adicción al juego, al igual que el perito de parte traído por la defensa; pero la Sección concluye que no se probó que dicha patología condicionase su comportamiento en el caso concreto.

Esto se debe a que la defensa cometió un grave error: afirmó en su recurso que “el objetivo final de sus actos en aquél momento (…) era el de solucionar las consecuencias del juego, es decir, ganar alguna apuesta para intentar paliar las cuantiosas pérdidas que había sufrido” en anteriores apuestas. Recordemos que esa conducta, es precisamente la que se recoge como criterio 6 para el diagnóstico de la ludopatía en el DSM-V. Sin embargo, a efectos penales, el criterio relevante era distinto: se requería que la conducta tuviese como finalidad proveerse de dinero para satisfacer su ludopatía, no otra diferente como es la de tratar de paliar pérdidas anteriores.

De lege ferenda: suspensión extraordinaria por adicción

Explicábamos en el primer punto de este estudio, que en el año 2013 con la publicación del DSM-V se reconoció por los expertos de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría que la ludopatía tiene mucho más en común con la adicción a sustancias estupefacientes, que con otros trastornos de falta de control de impulsos como la piromanía o la cleptomanía, realizando en consecuencia un cambio en la clasificación de este trastorno. Se insiste por dichos expertos en que los comportamientos de juego patológico provocan comportamientos muy similares a los relacionados con el consumo de sustancias estupefacientes, caracterizados por el “sistema de recompensa”.

Nuestro legislador no fue ajeno a la particularidad que supone cometer un delito a causa de la drogadicción, y por ello el artículo 80.5 del Código Penal contempla para tales casos, la suspensión extraordinaria de las penas hasta cinco años de privación de libertad. Sin embargo, deja fuera aquellos casos en que la comisión del delito se realiza a consecuencia de conductas adictivas no relacionadas con sustancias estupefacientes.

En la Sentencia del Excmo. Tribunal Constitucional nº 110/2003 de 16 de junio, al FJ 4º, se reseña cuál es la finalidad de la suspensión extraordinaria por drogadicción: “propiciar que quienes han cometido un delito no grave por motivo de su adicción a las drogas -caso habitual del llamado traficante/consumidor- reciban un tratamiento que les permita emanciparse de dicha adicción con carácter preferente a un ingreso en prisión que, lejos de favorecer su rehabilitación, pudiera resultar contraproducente para ella. Esa y no otra fue la razón por la que, ya en el anterior Código penal de 1973, se introdujo una norma especial (el art. 93 bis) en la que se contemplaba específicamente este supuesto.” Esa misma finalidad, podría amparar la existencia de una suspensión por adicción, no solo por drogadicción.

Como propuesta de lege ferenda, el legislador penal debería reconocer la autoridad de los expertos en Psiquiatría, quienes desde el año 2013, ya han asimilado el juego patológico a las conductas adictivas relacionadas con sustancias estupefacientes. Si la prioridad en el art. 80.5 CP es rehabilitar al delincuente que actuó por su adicción a las drogas, propiciando que no ingrese en prisión en favor de que reciba un tratamiento, ¿no debería ser también prioritario evitar el ingreso en prisión del ludópata que cometió un delito por su adicción al juego, para asegurar su deshabituación?

El legislador contempla en el art. 83.1.7º CP la posibilidad de condicionar la suspensión de penas inferiores a dos años de prisión a la participación en programas de deshabituación “de otros comportamientos adictivos”, si bien recordemos que el juego patológico es la única conducta adictiva no relacionada con sustancias que reconoce el DSM-V. No obstante, debido a la íntima similitud entre los trastornos de adicción a sustancias y de adicción al juego, entendemos que no está justificado que los drogadictos puedan ver suspendidas penas de hasta cinco años y los ludópatas solo de hasta dos años. El ludópata que delinque por su adicción al juego, debería poder tener acceso a la suspensión extraordinaria del art. 80.5 CP de penas de hasta cinco años de privación de libertad, vinculando siempre por supuesto tal suspensión a un tratamiento deshabituador.

El tenor literal de dicho artículo, obviamente, no da cabida la suspensión por una adicción no relacionada con el consumo de sustancias. Sería por tanto necesario realizar en nuestro Código Penal una actualización paralela a la realizada en el DSM-V, contemplando la posibilidad de que aquellas personas que cometen conductas delictivas a consecuencia de una adicción (ya sea a estupefacientes o al juego), puedan acceder a la suspensión extraordinaria de penas de hasta cinco años de prisión.

 

El fracaso de la justicia mediática

Dos llamativas noticias del ámbito judicial han sacudido recientemente la opinión pública de las Islas Baleares, trascendiendo también a las televisiones y diarios de ámbito nacional.

La primera se produjo el pasado mes de diciembre, y fue la absolución por la Audiencia de Palma de todos los acusados por el llamado “Caso Cursach”, un macroproceso de corrupción que afectaba al principal empresario de la noche en Baleares, y en el que estaban también involucrados políticos, policías locales de Palma y un buen número de otros profesionales y empresarios.

La instrucción del caso, retransmitida en los medios de comunicación desde el minuto uno, produjo múltiples detenidos y encarcelados (el propio Bartolomé Cursach fue enviado en régimen de aislamiento a una prisión de máxima seguridad) y una demoledora condena pública de todos los acusados, con un constante protagonismo mediático del grupo de investigadores.

Pero la cosa se empezó a torcer cuando el diario mallorquín “Última Hora” comenzó a publicar las conversaciones de un grupo de whats app creado en 2016 por el Instructor, el Fiscal y algunos Policías, en las que insultaban gravemente a los investigados, se confabulaban para teledirigir declaraciones de testigos falsos, acordaban detenciones de familiares para presionar a los acusados, o exigían a otros implicados -bajo amenazas de cárcel- la delación de conocidos políticos.

Tras conocer dichas publicaciones, las defensas pidieron al Tribunal que proyectara en la sala el vídeo de algunas declaraciones efectuadas en la fase de instrucción, en las que se ponían de manifiesto las amenazas reiteradas sufridas por parte de algunos Policías, se relataban las innumerables mentiras relatadas por testigos cuyas falsedades ya se estaban desmontando -y a los que el Juez y el Fiscal dieron plena credibilidad, teledirigiendo incluso por mensajes sus declaraciones- y se terminaba acusando al Juez de “estar contaminado”.

A raíz de todo lo que fue aflorando durante el juicio, se fueron desmontando las declaraciones de los testigos y los argumentos de las acusaciones, hasta el punto de que el informe final del Fiscal Tomás Herranz acabó con un emotivo alegato -entre aplausos de los presentes- poniendo de manifiesto el “fracaso absoluto de la Justicia”. Aunque hizo también mucho más. Por un lado, pedir que se investigaran las irregularidades cometidas por el Magistrado Manuel Penalva y el Fiscal Anticorrupción Miguel Ángel Subirán, junto a algunos Policías Nacionales del Grupo de Blanqueo de Capitales de Palma. Y por otro, condenar de forma contundente las constantes filtraciones a la prensa que generaron un relato atroz contra los acusados, quienes fueron “calumniados, humillados y pisoteados”. Dijo literalmente Herranz: “no sé si lo peor, pero cerca de lo peor, es que todo esto se publicara continuada e inmediatamente. Y no se hiciera nada para impedirlo si no es que se alentara. Con ello se consiguió la muerte civil de los acusados”. El proceso acabó con la absolución de todos los enjuiciados.

La segunda importante noticia acaba de aparecer en los medios, y es la consecuencia lógica de todo lo anterior. El diario “El País” del pasado 16 de enero publicaba que la Fiscalía reclama en total casi 600 años de prisión para el Magistrado Manuel Penalva, el Fiscal Anticorrupción Miguel Ángel Subirán, y cuatro Policías Nacionales del Grupo de Blanqueo de Capitales palmesano por los presuntos delitos de revelación de secretos, detención ilegal, obstrucción a la Justicia y prevaricación judicial cometidos durante la instrucción del ”Caso Cursach”. El escrito de acusación está firmado por los Fiscales Tomás Herranz y Fernando Bermejo, designados por la Fiscalía General del Estado para dirigir la investigación sobre su ex colega y el resto de investigadores. Mientras tanto, Penalva y Subirán fueron convenientemente “prejubilados” hace unos meses por el Ministerio de Justicia, y hoy se encuentran a la espera de juicio en el Tribunal Superior de Justicia de Baleares.

Pero en un post con espíritu Hay Derecho no podemos sólo quedarnos en el relato de lo anterior. Siendo absolutamente encomiable que la Justicia sancione las irregularidades -incluso penales- cometidas por sus funcionarios, incurriríamos en un grave error considerando esta película de terror como una esporádica anomalía en el sistema. La lucha contra la corrupción en Baleares, que ofreció en su momento resultados espectaculares como la condena de un ex Presidente autonómico o de un miembro de la Familia Real, se ha basado durante demasiado tiempo en una anormal connivencia con algún medio de comunicación, cuya simbiosis de muchos años con funcionarios encargados de investigaciones (filtrando informaciones sesgadas y haciéndoles de caja de resonancia social -sin contrastar con las versiones de los imputados ni aplicar ninguna lógica elemental-) consiguió trasladar a la opinión pública infinidad de acusaciones falsas o de imposible credibilidad.

Encarcelar a políticos o empresarios corruptos comenzó siendo en Baleares una medida higiénica y esperada de regeneración pública, pero pronto se fue convirtiendo -para sus protagonistas con menos escrúpulos- en una peculiar manera de obtener notoriedad y promoción profesional. Todos esperamos que una previsible condena acabe con un método que dura ya dos décadas, y ha sembrado el camino de víctimas inocentes. Porque mucho más grave que la delincuencia particular -elemento consustancial a la especie humana- es la infracción de la Ley ejercida con reiteración por alguna Autoridad pública, en especial si pertenece al mundo judicial, fiscal o policial. Ya que la primera se corrige castigándola, pero la segunda socava la confianza que los ciudadanos tienen que sentir hacia las instituciones que deben protegerles.

 

Lunes 30 de enero – Webinar: ¿Tenemos el Tribunal Constitucional que necesitamos o el que nos merecemos?

El día 30 de enero realizamos el webinar: ¿Tenemos el Tribunal Constitucional que necesitamos o el que nos merecemos?

Nuestros expositores Carlos Fernándes Esquer, profesor de Derecho Constitucional de la UNED, Ana Carmona, catedrática de Derecho Constitucional de la Univ. de Sevilla y Elisa de la Nuez, secretaria general de Hay Derecho reflexionaron sobre la composición y funciones del Tribunal Constitucional en un debate moderado por Safira Cantos, directora general de Hay Derecho.

Si te perdiste del evento, recuerdas que puedes visualizarlo aquí.

 

Polvareda institucional

En un contexto general proceloso, donde en lo particular concurren circunstancias poco favorables para la estabilidad debido al sesgo de esta XIV legislatura en nuestro país, en un escenario de polarización política creciente, donde se cuenta con un gobierno sostenido por una de las mayorías más entecas de nuestra historia constitucional reciente, asistimos a una nueva prueba que somete a escrutinio las instituciones y pulsa la entereza del Estado de Derecho en España.

Por ello dedicaré unas líneas al concreto asunto de la escandalera institucional montada al hilo del reciente pronunciamiento del Tribunal Constitucional (TC) sobre frenar la tramitación en el Senado de la votación de la reforma aprobada en el Congreso el pasado 15 de diciembre de 2022. Reforma que venía precedida de prisas, tensión, acusaciones cruzadas y que, quizá por ello, se pretendía operar por sus promotores de forma –digamos- precipitada.

Como el asunto tiene su enjundia, me limitaré hoy a marcar solo las encrucijadas de esta polémica que -desde mi óptica- no es tal, si no fuera por los muchos interesados en levantar polvareda entorno a lo acontecido. Diré desde ya que no nos detendremos en el contenido de la reforma, en si es o no constitucional, que de eso ya habrá tiempo cuando se tramite como manda el procedimiento legislativo. Por ahora nos quedaremos con los trazos procesuales a los que el TC ha puesto coto al concluir que se estaba incurriendo en yerro, pues los diputados recurrentes en amparo (recurso de amparo, insisto, no recurso de inconstitucionalidad) alegan vulneración de su derecho a ejercer el cargo representativo que ostentan conforme a la ley, y en relación con el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos por medio de sus representantes del art. 23.1 y 2 de la Constitución, ni más ni menos; y ello como consecuencia de la introducción de enmiendas por parte de la mayoría parlamentaria propulsora de la referida Proposición de Ley Orgánica, que no guardan conexión de homogeneidad con el texto enmendado.

De manera que el Pleno del Tribunal de garantías, en la decisión comentada, acordó el lunes 19 de diciembre admitir a trámite el amparo planteado por diputados del PP, recurso frente a dos enmiendas que introducían reformas a la Ley Orgánica del TC y de la Ley Orgánica del Poder Judicial, relativas a la designación de los magistrados del propio TC, incorporadas a la Proposición de Ley Orgánica de transposición de directivas europeas y otras disposiciones para la adaptación de la legislación penal al ordenamiento de la Unión Europea (sedición y malversación), y reforma de los delitos contra la integridad moral, desórdenes públicos y contrabando de armas de doble uso. Es decir, en la reforma se mezclan no ya churras con merinas, sino abejas con avispas.

El estruendo no lo levanta el TC, que no hace otra cosa que su trabajo (nos haga más o menos gracia lo que decida), sino quienes no encajan su decisión, aunque dicen acatarla. La polvareda surge entre aquellos que por distintos motivos entienden que no hubo vulneración de derechos fundamentales, o sea, los contrarios a la verosimilitud del recurso de amparo planteado.

En este asunto el TC ha considerado que la cuestión planteada por los recurrentes tiene especial trascendencia constitucional. Tanto es así que estima que el tema suscitado trasciende del caso concreto porque suscita una cuestión jurídica de “relevante y general repercusión social”, que, además, tiene “unas consecuencias políticas generales” y, del mismo modo, el TC estima la solicitud de medidas cautelarísimas formulada por los recurrentes. En consecuencia, se acordó suspender la tramitación parlamentaria de esa precipitada reforma que –de rondón- modifica dos leyes orgánicas (del TC y del PJ), en sendas reformas introducidas en la referida Proposición de Ley Orgánica y que derivan de las dos enmiendas presentadas por los grupos parlamentarios Socialista y Confederal de Unidas Podemos-En Comú Podem-Galicia en Común, e incorporadas -como quien no quiere la cosa- al texto de la Proposición de Ley Orgánica original, propuesta que resultó aprobada por el Pleno del Congreso en sesión del día 15 de diciembre.

La decisión del TC se adoptó en Pleno, en una votación muy ceñida de 6 votos a 5, fruto una vez más de la dinámica de bloques a la que las fuerzas políticas han abocado el funcionamiento institucional, y que evidentemente está produciendo un notable y persistente deterioro de nuestro Estado de Derecho, cuyas averías institucionales están afectando al correcto funcionamiento del mismo, como ha puesto de manifiesto el Primer Informe sobre la situación del Estado de Derecho en España 2018-2022 de la Fundación Hay Derecho, realizado bajo los auspicios de la Cátedra de Buen Gobierno e Integridad Pública de la Universidad de Murcia. Dinámica de bloques que considero perniciosa haciéndome eco del verso de Antonio Machado, en su poema LIII perteneciente a su obra Proverbios y cantares, sobre el tema de las dos Españas que helaban el corazón al gran poeta. Dinámica de bloques que, como digo, hace saltar las costuras del Estado de Derecho en España y quebranta a sus instituciones, algunas de ellas en paulatino declive debido a la necesidad de reformas estructurales. No en vano, como señala el Informe de Hay Derecho, la posición ocupada por España en los ránkings internacionales sobre calidad democrática en los últimos años ha descendido considerablemente, y pone de manifiesto que esa dinámica de bloques provoca serios perjuicios al marco jurídico constitucional que -dicho sea de paso-, postula abiertamente el control del poder mediante el sometimiento a la ley, la garantía de los derechos y libertades, la interdicción de la arbitrariedad y los abusos de poder, la rendición de cuentas y la separación de poderes.

De ahí la inquietud que cunde entre buena parte de la doctrina entorno al deterioro institucional, en esta ocasión generado por la indisimulada contienda entre el Poder Ejecutivo, el Legislativo y el TC, a propósito del Auto mediante el que se frenó la tramitación en el Senado de las dos enmiendas impulsados por el gobierno para facilitar la renovación del propio TC. En este sentido se han vertido groseros exabruptos sobre el Tribunal de garantías, descalificándolo bajo el alegato de que los magistrados del TC están “caducados”, como si de yogures se tratara. Sin aclarar que esa tacha no cabe de ningún modo, pues los mismos no solo no están “caducados”, sino que tienen prorrogado su mandato según lo dispuesto en el art. 17.2 de su propia Ley Orgánica, la del TC, es decir, que lejos de salir pitando del cargo cuando suena para ellos la sirena, están obligados a continuar en su puesto y no abandonar la función hasta tanto no hayan sido sustituidos en legal y debida forma. Prorroga obligatoria cuyo objeto es impedir que el TC quede paralizado por la desidia de los partidos que deben procurar la renovación del TC, como señala con acierto el profesor Flores Juberías (Universidad de Valencia); fórmula sin la cual, sencillamente, no habría TC si las formaciones políticas no quisieran que lo hubiera. De ahí que no quepa reproche a la actuación de los magistrados que, con o sin su anuencia, se ven prorrogados en el cargo y que, por cierto, tienen exactamente las mismas competencias y atribuciones que los demás, (en la actualidad no son dos, sino cuatro los prorrogados). Por eso no se entiende la recusación centrada solo en dos de ellos.

Al hilo de lo anterior, también se ha venido a poner mácula sobre la decisión que comentamos del TC, aduciendo que el TC debió admitir las recusaciones formuladas contra dos de ellos. Argumento que no tiene un pase, pues no es que se rechazaran las recusaciones, sino que el TC las inadmitió por falta de legitimación de quien planteaba la recusación dado que no eran parte procesal en el litigo. Partes en el pleito de amparo eran el Grupo Parlamentario Popular del Congreso y la Mesa del Congreso, de manera que solo ellos y no cualquiera que pasara por allí -por más interés que tuviera en el tema- podían recusar a nadie; insisto, por no ser parte en el litigio.

Y acabo con unas líneas sobre el argumento asaz tendencioso que se ha difundido sin pudor en distintos medios, que tacha al TC por haberse pronunciado sobre la constitucionalidad de la propuesta legislativa en trámite, cuando no hay tal, ya que los recurrentes lo son en amparo y no impugnan la inconstitucionalidad de su contenido, sino la validez constitucional del trámite seguido para impulsarla, trámite que entendían los recurrentes que vulneraba los derechos de los diputados al ejercicio de su cometido. Lo que no es bagatela, tratándose estos de apoderados de la ciudadanía en virtud de un mandato representativo, y de ahí la relevancia social y repercusión general que aprecia el TC en este caso.

En conclusión, la pretensión de embarrar el asunto es –digamos- imaginativa, pues el TC no impide con su decisión que el parlamento legisle. Lo que impide es que legisle saltándose normas de relevancia constitucional y básica. Es decir, el TC pone límite a que el parlamento utilice un procedimiento irregular en su acción legislativa que lesiona los derechos de las minorías parlamentarias.

En definitiva, detrás de todo esto no hay más que la voluntad injustificada de levantar una tempestad, una pretensión de emponzoñar la ya irrespirable atmósfera institucional, pues no hay tal colisión entre jueces y legisladores, sino la constatación por parte del intérprete supremo de la Constitución, el TC, de que se había producido un ataque –uno más- de la mayoría parlamentaria a la minoría, y como dice el profesor Flores Juberías, el TC ha sido llamado a mediar, ya que el parlamento no puede hacer de su capa un sayo a conveniencia de quien gobierne, sino que también está sujeto a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.