Roald Dahl con sacarina o el supuesto poder de los herederos del autor para modificar su obra literaria

Afirmar que cada época tiene un contexto es una obviedad tan clara que no necesita que utilicemos tan siquiera dos líneas de este texto en divagar sobre ello. Sin embargo, últimamente (y no tan últimamente, llevemos la mente por un momento a esas hojas de parra que estratégicamente decoran algunos de los cuadros y frescos más famosos de la historia) estamos asistiendo a una, si no reescritura, si edulcoramiento o adaptación “a los tiempos que corren” de obras literarias que, de ser humanas, peinarían ya bastantes canas.

El último agraciado ha sido el escritor británico Roald Dahl, autor de obras tan imponentes como Matilda, Charlie y la fábrica de chocolate o Las brujas. Libros comúnmente denominados infantiles, ese género menor que en nada lo es. En sus textos, Dahl no moraliza, no adoctrina, no empalaga con realidades inexistentes. Al contrario, apuesta por la capacidad crítica de sus lectores.

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Pues bien, la noticia de estos días ha sido que la editorial Puffin Books, que forma parte del grupo Penguin Random House, ha decidido reeditar (con la connivencia de los herederos del escritor) parte de la obra de Dahl tomándose ciertas licencias con el texto. Licencias que van más allá de simples cambios mínimos. Licencias que modifican el texto original publicado. La cuestión ha suscitado una enorme polémica tanto en Reino Unido como fuera de sus fronteras, con intervenciones y tomas de posición de escritores, editoriales e incluso políticos.

Más allá de la opinión personal que la que suscribe pueda tener sobre esa edulcoración de las obras, la cuestión que jurídicamente se plantea es si los herederos del autor o quien ostente los derechos de explotación tienen derecho a modificar el texto. Un estudio de Derecho comparado excedería nuestro objetivo, por lo que vamos a suponer que la situación se hubiera dado en España ¿Se podría haber tomado alguna medida? ¿quién podría haberlo hecho?

Antes de entrar en materia resulta conveniente subrayar, aunque sea brevemente, una distinción fundamental en este asunto: la diferencia entre los derechos patrimoniales y los derechos morales de los autores. Estos últimos están recogidos en el art. 14 de la Ley de Propiedad Intelectual[1] (LPI). En él, se reconoce el derecho del autor a decidir si la obra ha de ser divulgada y cómo, si la publicación se realizará con su nombre o bajo pseudónimo, al propio reconocimiento de su condición de autor, a exigir la integridad de la obra, a modificarla, a retirarla del comercio por cambio de convicciones o a acceder al ejemplar único o raro de su obra. Insistimos, estos derechos corresponden a la persona considerada autora de una obra. La censura idiota contra Roald Dahl contada al estilo Roald Dahl

Para la cuestión que ahora nos interesa, nos centraremos en dos de los apartados de este artículo: el apartado cuarto[2], que reconoce el derecho del autor a exigir que no modifiquen la obra y el apartado quinto, que reconoce su derecho a modificarla.

Por otro lado, los derechos patrimoniales o derechos de explotación[3] están regulados en los arts. 17 y siguientes de la LPI: corresponden al autor los derechos de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de su obra. Estos derechos durarán toda la vida del autor y 70 años[4] después de su muerte (o declaración de fallecimiento)[5], siendo transmisibles en exclusiva o no, ya sea inter vivos (art. 43 LPI) ya sea mortis causa (art. 42 LPI) y pudiendo ser incluso hipotecables y embargables.

Debemos distinguir, pues, entre la modificación y la transformación de la obra. El derecho de transformación[6] es un derecho patrimonial del autor. El de modificación[7], un derecho moral. La modificación se refiere al contenido de la obra, no a la forma: no es modificación una traducción o una adaptación al cine. Se modifica la obra cuando, sin cambiar de género, hacemos una versión distinta a la primera[8].

La base del debate no debe centrarse en quién tiene los derechos de explotación de la obra tras la muerte del autor, si la editorial, los herederos o algún tercero. Tenga quien tenga esos derechos de explotación no ostentará los derechos morales: no porque no los haya adquirido, sencillamente porque no puede. Los derechos morales, insistimos, corresponden al autor única y exclusivamente. El algo tan meridianamente rotundo que son, incluso, irrenunciables e inalienables.

Bajo estas premisas, ¿sería posible que, tras morir el autor, sus herederos consintieran y/o promovieran una revisión de la obra que, en el fondo, supusiera una modificación de esta? A mi entender, no. El núcleo de la respuesta residiría en el artículo 15 de la LPI, que contempla los supuestos de legitimación mortis causa: tras la muerte del autor, el ejercicio de los derechos recogidos en los apartados tercero y cuarto del art. 14 corresponden, sin límite de tiempo, a la persona natural o jurídica a la que el autor se lo hubiera conferido expresamente por disposición de última voluntad[9]. Si no hubiera realizado una previsión de este tipo, el ejercicio de estos derechos corresponderá a los herederos.

Vemos como la previsión se realiza, y aquí está el punto fundamental, sólo para los casos de los apartados 3 y 4 del art. 14: reconocimiento de la condición de autor y derecho a exigir que no se modifique la obra. Podemos entender, entonces, que, a la muerte del autor, su obra no puede ser modificada ya que el art. 15 no extiende la legitimación mortis causa al apartado quinto del artículo 14. Quienes estén legitimados ex art. 15 lo estarán para exigir el reconocimiento de la condición de autor de quien lo es y para exigir el respeto a la integridad de su obra, pero en ningún caso para modificarla.

Casos como los de los cambios introducidos en los textos de Dahl serían una modificación de la obra, no una transformación ¿Qué sucede, pues? Que el derecho de modificación es un derecho moral que ostenta únicamente el autor, único legitimado para introducir cambios en su obra. Si el autor fallece, sus herederos podrán exigir el reconocimiento del llamado derecho de paternidad o el respeto a la integridad de la obra. Y nada más ¿Qué sucede, entonces, cuando son los propios herederos los que no velan por ese respeto a la integridad de la obra, sino que, más bien, lo vulneran? Si el autor hubiera designado expresamente a otra persona física o jurídica para salvaguardar esos derechos, estarían legitimados para actuar contra ese ataque a la integridad de la obra. Si fueran varios los herederos y uno promoviera esos cambios, pero los demás estuvieran en contra, podrían estos últimos ejercer su acción para exigir la integridad de la obra.

¿Y en casos como el que ha sucedido con los textos de Dahl, en el que herederos y editorial nadan por las mismas aguas? Ahí radica el problema mayor, y es que quien debería velar por el derecho moral del autor fallecido a la integridad de su obra no actúa e, incluso, a veces, es quien promueve los cambios.

Cabe preguntarse, como hacemos juristas[10] y no juristas[11], si, en estos casos, existiría un interés público en velar por la integridad de la obra tal y como fue compuesta por el autor ¿Podría arrogarse el Estado algún tipo de acción para impedir estas situaciones? ¿alguna entidad? No olvidemos que el art. 16 LPI prevé los casos de sustitución en la legitimación mortis causa: de no existir herederos o personas físicas o jurídicas en quien confió el autor, o se ignore su paradero, el Estado, las Comunidades Autónomas, las Corporaciones locales y las instituciones públicas de carácter cultural estarán legitimadas para ejercer los derechos del art. 14. 3 y 4 ¿Podría aplicarse por analogía este artículo en los supuestos en los que los llamados a proteger los derechos morales del autor fallecido no lo hicieran? El debate está abierto.

  1. de la A.: Con estos párrafos ya concluidos, se ha hecho público que la editorial Puffin, tras la multitud de críticas recibidas, ha decidido mantener ambas versiones de los textos de Dahl, las originales y las retocadas. No recula, pues, sino que, en el fondo, amplía su fuente de ingresos: la polémica como rentable estrategia de marketing. Nos queda el consuelo de pensar, a costa de, quizás, pecar de idealistas, que esta vez, al menos, se ha levantado colectivamente la voz para decir “dejad tranquilos a los libros”.

[1] Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, regularizando, aclarando y armonizando las disposiciones legales vigentes sobre la materia.

[2] El art. 14.4 LPI habla del derecho a “exigir el respeto a la integridad de la obra e impedir cualquier deformación, modificación, alteración o atentado contra ella que suponga perjuicio a sus legítimos intereses o menoscabo a su reputación“.

[3] Dentro de los derechos patrimoniales también encontraríamos los de simple remuneración, de gestión colectiva obligatoria.

[4] Para los casos de autores fallecidos antes del 7 de diciembre de 1987, la Disposición Transitoria 4ª de la LPI dispone que la duración será la prevista en la Ley de 10 de enero de 1879 sobre Propiedad Intelectual: 80 años.

[5] Art. 26 LPI.

[6] Art. 21 LPI.

[7] Art. 14.5 LPI.

[8] ALONSO PALMA, Ángel Luis: Propiedad intelectual y derecho audiovisual, Ediciones CEF, Madrid, 2020, pág. 64.

[9] Por su parte, el art. 16 prevé que, si no hay herederos o estos no aparecen, el Estado, las CCAA, las corporaciones locales o las instituciones públicas de carácter cultural gozarán de la misma legitimación.

[10] Abogados especialistas en propiedad intelectual como Carlos Sánchez Almeida y Andy Ramos han abordado en algún momento el tema.

[11] Véase, por ejemplo, las reflexiones del escritor y cineasta Rodrigo Cortés en la Tercera de ABC el 21 de enero de este año https://www.abc.es/opinion/mejorar-dahl-20230221010649-nt.html

2 comentarios
  1. Fernando Gomá Lanzón
    Fernando Gomá Lanzón Dice:

    El tema que trata este artículo es un síntoma de algo más grande que viene sucediendo y contra lo que hay que ponerse enfrente de manera decidida. Una ola de neopuritanismo en este caso proveniente de la izquierda, que pretende decirnos cómo tenemos que hablar y cómo es incorrecto, qué hay que comer, cómo han de ser las relaciones sexuales (hace undía, del ministerio de igualdad), qué podemos leer y qué no debemos, qué es cultura y qué no.

    Todo ello con una actitud de inflamación religiosa y paternalista, entendiendo que tienen que educarnos y protegernos de nosotros mismos. Son un peligro porque tienen una pulsión censora e inquisitorial.

  2. Jesús Lleonart Castro
    Jesús Lleonart Castro Dice:

    Ahora mismo estoy leyendo los ‘Cuentos completos’ de Roald Dahl (los que escribió para adultos). Y constaro que escribe como quiere, completamente deudor de su tiempo, que para eso es persona (y su circunstancia) y para eso es autor. Es decir, toda obra es una visión subjetiva de una realidad, ficticia o no, y la literaria, más que ninguna otra. Cualquier modificación ajena es una injerencia no solo en la obra, con la gravedad que supone y tan acertadamente explica Alicia, sino en el propio espacio de libertad personal del autor; casi podría verse como una invasión post-mortem del libre desarrollo de su personalidad. Si no te gusta como escribe, no compres su libro. Pero no te irrogues el papel de protector de las obras con la excusa de la conservación del patrimonio literario universal. Pensemos en un inmueble: si se cataloga como Conjunto Histórico es para que se conserve como se concibió, para que se proteja y se mantenga, no una excusa para que se adultere con la impronta de un tercero ajeno a su creación. Estará Roald Dahl en la tumba pensando “no me proteja usted tanto”.

    Y, por otro lado, este terrible revisionismo y “buenismo ideológico unilateral”, además de haber colmado el presente, parece ver en el pasado el filón idóneo de su escabechina. Empiezan a retocar el siglo XX, ¿se animarán con la Ilustración? ¿El Siglo de Oro?

    ¿Qué será lo próximo? ¿Ponerle hojas de parra a las esculturas o dibujar telas en los cuerpos de la Capilla Sixtina? Ah, no, espera… que eso ya lo hicieron “los otros”.

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