¿Nuestra Constitución reconoce un derecho a morir? Sobre la STC 22/3/2023

Se acaba de publicar la sentencia del Tribunal Constitucional (en adelante TC) que rechaza la impugnación de la Ley 3/2021 que regula la eutanasia.

El recurso alegaba defectos formales (en particular la tramitación como proposición de Ley) y de fondo. En cuanto al fondo se hacía una impugnación general fundada en que el derecho a la vida “tiene naturaleza absoluta es indisponible y el Estado debe protegerlo incluso contra la voluntad de su titular”. Subsidiariamente se alegaba que la regulación incide de manera desproporcionada en el derecho a la vida, es decir que la regulación concreta no protege adecuadamente este derecho. Como la sentencia (con sus tres votos particulares) suma 187 páginas, me limito aquí a hace una aproximación a la cuestión general, que se centra básicamente en el conflicto entre autodeterminación personal y derecho a la vida. En todo caso, en cuanto al concreto procedimiento que la Ley establece, mi opinión es que es razonablemente garantista, aunque con defectos, sobre todo en cuanto a la protección de las personas con discapacidad y a las voluntades anticipadas (que traté aquí y con Lucas Braquehais aquí )

La conclusión de la sentencia es que “En conexión con los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE), el derecho a la integridad personal del art. 15 CE protege un ámbito de autodeterminación de la persona que ampara también la decisión individual libre y consciente de darse muerte por propia mano” y de requerir esa “prestación” por el Estado, en los supuestos de enfermedad grave e incurable o padecimiento grave, crónico e imposibilitante  que define la Ley (el “contexto eutanásico”). Señala que el artículo 15 reconoce el derecho a la vida y obliga al Estado a evitar “ataques de terceros”, pero que no atribuye a la vida un valor absoluto ni por tanto impide el reconocimiento de una facultad de decidir la propia muerte en un contexto eutanásico. Añade que la interpretación de la Constitución debe “atender al contexto histórico” y que “no aprecia diferencia valorativa desde la estricta perspectiva del alegado carácter absoluto del derecho al a vida” entre la eutanasia y el rechazo de tratamientos potencialmente salvadores o la solicitud de cuidados paliativos, actos admitidos como constitucionales en anteriores sentencias. Los votos particulares y el profesor Josu de Miguel en este artículo– entienden que esto supone reconocer que la de la Constitución se deriva un nuevo “derecho fundamental de autodeterminación de la propia muerte”.  La sentencia, si bien limita la autodeterminación personal a la propia muerte a contextos eutanásicos parece seguir la línea del constitucional alemán (sentencia de 26 de febrero de 2020) que, aunque no reconoce la existencia de un derecho prestacional al suicidio, sí reconoce que el libre desarrollo de la personalidad implica decidir cuando y como morir incluso fuera de contextos eutanásicos

Examinemos los argumentos del Tribunal. El principal que es que del derecho a la libertad y a la integridad física deriva un derecho de autodeterminación personal a la propia muerte en el supuesto de un contexto eutanásico

Creo que esta idea es discutible. El propio TC reconoce que no hay una primacía total de la autodeterminación  sino que el contexto eutanásico produce una “tensión entre derechos”: por un lado el derecho a la vida (art. 15 CE), y por otro y la integridad física (art. 15) CE, la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad por otro (art. 10 CE). El TC parece resolver esta tensión a favor de la autonomía porque el conflicto se produce “en la misma persona”, que por ello es la que debe decidir, estando el poder público obligado debe defender la vida solo “frente ataques de terceros”, sin que quepa hablar de “un paradójico deber de vivir”. A mi juicio esto no es así. En todos los países desarrollados se considera que el Estado está obligado a defender la vida, incluso contra la voluntad del titular: por eso existen programas para luchar contra el suicidio, se obliga a usar casco, o se puede llegar a internar contra su voluntad a las personas que por su situación psiquiátrica quieren atentar contra su vida.

Tampoco parece que fundar el derecho a morir en el de la integridad física del mismo artículo 15 sea conforme al espíritu de esta norma. Este derecho supone una extensión del derecho a la vida, pues no se protege solo la existencia, sino la integridad física/corporal y moral/mental. Por eso se concreta a continuación en la prohibición de “la tortura o tratos inhumanos o degradantes”. Sin embargo, en la interpretación del TC, en lugar de una ampliación se convierte en un condicionante: no disponer de esa integridad se convierte en algo que va contra la dignidad. Pero considerar que una vida en un contexto eutanásico supone no es digna de ser protegida por el Estado puede ir contra la igual dignidad de todos.

El TC, además, no tiene en cuenta que existen más intereses en juego, como reconoció el Tribunal Supremo de EE.UU en la sentencia Washington v. Glucksberg. La sentencia (de 1997) consideró que no cabía defender un derecho constitucional a la eutanasia, pues los Estados podían no reconocer ese derecho para proteger así otros objetivos lícitos de los poderes públicos, en concreto: prohibir la muerte intencional; preservar la vida; evitar el suicidio; proteger la integridad y la ética de la profesión médica y mantener su rol como persona que cura; y proteger a las personas vulnerables de presiones psicológicas. También el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en el caso Pretty c. Reino Unido y Mortier c. Bélgica concluyó que “el derecho a la vida no incluye, como contenido negativo del mismo, el derecho a la propia muerte”.

Esta complejidad de los intereses en juego resulta también de nuestra Constitución. El reconocimiento de la necesidad de especial protección a los mayores y personas con discapacidad (arts 50 y 51) deben orientar toda la legislación. La sentencia desecha estos argumentos porque la Ley no se refriere “de manera selectiva a estos colectivos”. Se trata de un argumento formalista pues cuando la ley define el contexto eutanásico como “limitaciones que inciden directamente sobre la autonomía física y actividades de la vida diaria, así como sobre la capacidad de expresión y relación”, está describiendo las discapacidades físicas y psíquicas muchos mayores y de todos los grandes dependientes. La Ley, además, no debe solo proteger los derechos sino que debe hacerlo de manera efectiva. En ese sentido el filósofo Sandel (aquí) plantea que el reconocimiento legal de un derecho a morir puede tener una influencia en la conciencia social de la vida, al aumentar el prestigio de las vidas independientes y devaluar la de las personas dependientes, pasando de ser algo excepcional a aplicarse de manera extensa. Aunque la Ley trata de establecer límites objetivos, la amplitud del concepto de “padecimiento grave, crónico e imposibilitante” y el acarácter subjetivo del sufrimiento abre la puerta a su aplicación a cualquier dependiente.  La experiencia de Bélgica y Holanda, en los que se aprobó la eutanasia hace 20 años, parece avalar la intuición de Sandel, pues se ha ido produciendo un aumento de casos y también de los supuestos en los que se aplica la eutanasia.

Tampoco la naturaleza prestacional del derecho (la obligación del Estado a proporcionar la eutanasia) se deriva automáticamente de la autonomía de la voluntad. Parecería más respetuoso con una voluntad genuina y con el rol de los médicos admitir solo el suicidio asistido (como hacen Suiza y Oregón). También existen otras alternativas. Por ejemplo, en el Reino Unido se ha adoptado un sistema que trata de evitar al mismo tiempo el procesamiento de personas que han actuado por una verdadera compasión y el mensaje de desvalorización de la vida que implica despenalizar la eutanasia. Esta posibilidad -defendida por el Comité de Bioética de España en su  informe sobre la Ley de Eutanasia- es conforme con la Carta Europea de los derecho humanos, como declaró el TEDH en el caso Pretty c. Reino Unido. En esta materia, además, la sentencia es incoherente: comienza diciendo que de la Constitución “no se deriva necesariamente un deber prestacional del Estado” para después reconocer que existe un derecho a esa prestación.

El argumento de la equiparación valorativa de la eutanasia al rechazo de tratamientos médicos y los cuidados paliativos no parece acertado. Entre la eutanasia  y los cuidados paliativos hay diferencias en la intención, el procedimiento y el resultado, como explican los expertos en la materia, en particular la Organización Médica Colegial aquí. Más clara aún es la diferencia con el rechazo de tratamientos potencialmente salvadores.

Finalmente, las reiteradas referencias a la interpretación con arreglo al contexto histórico son discutibles. Como ha señalado el profesor De Miguel, el reconocimiento de un “derecho a morir” es la excepción dentro de los Estados de nuestro entorno. En Europa solo tienen una Ley equiparable a la nuestra Países Bajos y Bélgica y en EE.UU apenas media docena de Estados de los 51 de la Unión.

Todo lo anterior no quiere decir que la Ley de Eutanasia sea inconstitucional. Lo que no parece es que nuestra Constitución imponga el reconocimiento de un “derecho a morir prestacional”, como concluye la sentencia. Tampoco lo hacen, como hemos visto, la de EE.UU ni la Carta Europea de Derechos Fundamentales., ni ninguna declaración de derechos de las Naciones Unidas (el comité de derechos humanos sólo considera que la ayuda a morir con dignidad no es contraria al art. 6 del pacto de derechos civiles y políticos (derecho a la vida), en caso de enfermos terminales con graves sufrimientos físicos o mentales.

En este análisis preliminar de la sentencia, cabría incluso dudar de si verdaderamente está reconociendo ese derecho, como concluyen los magistrados discrepantes. La propia sentencia resume las conclusiones del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre esta cuestión: (I) el derecho a la vida no incluye el derecho a morir; (ii) en el caso de que se reconozca debe sopesarse con otros intereses, y en especial con la protección de las personas vulnerables; (iii) los Estados disponen de un amplio margen para equilibrar estos derechos. No parece muy coherente con ese resumen que el TC descubra en nuestra Constitución un derecho a morir de tipo prestacional que parece restringir las opciones del legislador. Tampoco con la manifestación que para la creación de un derecho fundamental “esta prevista la reforma constitucional” y que el TC no puede sustituir al poder constituyente; ni con el hecho de que inicialmente diga “la norma fundamental ofrece cobertura a plurales opciones políticas” y que al TC “no le compete examinar si cabrían en el marco constitucional otras opciones legislativas”.

En cualquier caso, y a pesar de estas dudas, la conclusión de que de la Constitución se deriva necesariamente un derecho a morir de tipo prestacional derivado a su vez como señala la sentencia de “un fracaso de la ciencia médica en sanar al enfermo o aliviar su sufrimiento“ genera una preocupación que trasciende a este caso. Hace unos meses el profesor Germán Teruel se planteaba en este artículo si, tras la nueva composición y Presidencia del TC, este abandonaría una visión abierta de la Constitución y optaría por “identificarla con un programa alineado con los designios “progresistas” del legislador”, legislador siempre coyuntural en una sociedad democrática  Esta sentencia, al no limitarse a reconocer la constitucionalidad de la Ley, parece alentar este temor. Si esta línea de limitar la pluraridad de opciones políticas (art. 6 CE) se confirma, sus consecuencias para la seguridad jurídica (art. 9.3 CE), el orden político y la paz social (art. 10 CE) pueden ser gravísimas.

La nueva regulación en torno a la presentación de los recursos de amparo: lo urgente sobre lo importante

A mediados del mes de febrero se anunció por parte del Tribunal Constitucional un “plan de choque” (término utilizado en la nota de prensa difundida por el propio tribunal) para la agilización de la tramitación y resolución de los recursos de amparo. En el Boletín Oficial del Estado del pasado 23 de marzo se publicó el Acuerdo de 15 de marzo de 2023, del Pleno del Tribunal Constitucional, por el que se regula la presentación de los recursos de amparo a través de su sede electrónica. Entre las nuevas formalidades se halla la de cumplimentar un formulario, al que se accede desde la sede electrónica del Tribunal, donde se debe hacer una “exposición concisa” de las vulneraciones constitucionales denunciadas, una “breve justificación de la especial trascendencia constitucional del recurso”, así como una acreditación del modo en el que se ha producido el agotamiento de la vía judicial previa.

Lo anterior no sustituye a la demanda de amparo, pero se incorporan los siguientes requisitos:

1. El escrito de demanda tendrá una extensión máxima de 50.000 caracteres (no se especifica si con o sin espacios).
2. Se utilizará la fuente «Times New Roman», en tamaño de 12 puntos, y el interlineado en el texto será de 1,5.
3. Cada archivo PDF que acompañe a la demanda contendrá un solo documento, en formato editable y cuya denominación permita identificar su contenido.

Inmediatamente revisé los dos últimos recursos de amparo que he presentado como abogado ante el citado Tribunal. Uno contaba con 57.928 caracteres (sin espacios) y el otro con 52.953 (también sin espacios), lo cual determina que no pasarían el requisito formal.

Voy a comenzar resaltando los argumentos favorables a esta medida. El primero y más utilizado sostiene que se trata de una línea seguida por otros tribunales similares. Efectivamente, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y su Tribunal General, el Tribunal Supremo de Estados Unidos o, en España, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, ya han introducido alguna formalidad parecida a la que ahora impone el TC español. No constituye, por tanto, ni una rareza ni una medida insólita.

Continúo abordando el problema del enorme atasco generado en el Tribunal Constitucional a causa de la avalancha de recursos de amparo. En 2021 se presentaron 8.294, una carga objetivamente inasumible para un Tribunal con 12 magistrados. Sigo con la exposición de la genérica mala calidad de los escritos presentados por los profesionales a la hora de solicitar el amparo. Según la memoria del Tribunal relativa a 2022, el 53% de los escritos de demanda adolecen de una “absoluta falta o de una insuficiente justificación” de la denominada “especial trascendencia constitucional”.

A la luz de los datos anteriores, parecería razonable adoptar las medidas de referencia con el fin de agilizar la tramitación de los recursos y forzar de alguna manera el cumplimiento de los requisitos procesales su interposición.

Sin embargo, conviene ponerles algunos reparos que intentaré resumir del modo más objetivo y comprensible posible:

a) Afectación al servicio público esencial de la Administración de Justicia: Los abogados estamos acostumbrados a que el tiempo y la carga de trabajo afecte al derecho de defensa. En los juzgados y tribunales no es inusual que el juez limite el número de testigos propuestos por las partes o el tiempo de intervención de los alegatos orales, esgrimiendo problemas de tiempo. Las vistas se señalan en algunos casos cada cinco o diez minutos, cuando resulta evidente que no puede desarrollarse un juicio con diversas pruebas en ese lapso temporal. Ahora las limitaciones llegan a los escritos a presentar. Se exige resumir, ser esquemático y breve con el argumento, pero no una erradicación de la verborrea inútil o de los discursos innecesarios, sino de la urgencia a la hora de sacar el trabajo.

Puede que, en ocasiones, proceda acortar el uso de la palabra ante alegatos inútiles y se requiera brevedad frente a temas sencillos y concretos. Algunos asuntos se deben defender de forma elemental y concisa. Pero no es menos cierto que, a veces, existen controversias jurídicas complejas y múltiples quejas sobre vulneración de derechos fundamentales, por lo que esa exigencia de acortar y resumir puede afectar al derecho de defensa.
Sirva este ejemplo tan clarificador. El Auto del Tribunal Constitucional 119/2018, de 13 de noviembre, necesitó de casi cien páginas para decidir sobre la inadmisión de un recurso de amparo y para valorar la especial trascendencia constitucional y la existencia del derecho fundamental vulnerado (330.973 caracteres, sin contar los espacios). En un asunto similar, ¿es correcto exigir al abogado que se limite a 50.000 para abordar idénticas cuestiones?

Imponer estas limitaciones de tiempo y de extensión no es correcto, ya que existen diferencias entre un recurso de amparo que denuncia la vulneración de un solo derecho, imputando esa vulneración a un solo órgano, que otro que denuncie alternativa o acumulativamente dos, tres o hasta cuatro vulneraciones de derechos frente a varios órganos (pensemos en recursos contra la actuación de la Administración y, posteriormente, contra la actuación de los Tribunales). Limitar de forma indiscriminada todos los posibles recursos de amparo, como si todos tuviesen la misma complejidad, supone afectar directamente al derecho de defensa. Afectación que, por otro lado, no viene recogida precisamente en una ley, sino en un mero acuerdo del Pleno de un Tribunal.

Estas limitaciones se han asumido como normales en la Administración de Justicia, pero pensemos en su traslación a otros servicios públicos. ¿Veríamos con normalidad que los médicos exigiesen a los pacientes que contasen sus dolencias o síntomas en unos concretos minutos o a través de un determinado número de palabras? ¿Admitiríamos que los hospitales calculasen su carga de trabajo para, luego, establecer sistemas de inadmisión de pacientes si se sobrepasa ese umbral? La especial trascendencia constitucional de los recursos de amparo resulta similar a exigir características especiales en las enfermedades de los pacientes para optar a un tratamiento médico.

b) El fracaso de la nulidad de actuaciones: Se añade a lo anterior el estrepitoso fracaso que ha supuesto la nulidad de actuaciones como mecanismo para asegurar que el Poder Judicial cumpla con su labor de garante de los derechos fundamentales, y para que la opción de acudir ante el Tribunal Constitucional quede, no sólo como subsidiaria, sino incluso como residual. La disposición final primera de la Ley Orgánica 6/2007, de 24 de mayo, que reformó la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional e introdujo el requisito de la “especial trascendencia constitucional”, modificó la nulidad de actuaciones para potenciar la protección de los derechos fundamentales amparables en sede judicial y asegurar la subsidiariedad del recurso de amparo. Las cifras son rotundas. Se dijo que la pretendida “objetivación” del amparo quedaría compensada en la vertiente de la protección subjetiva de los derechos con esa reforma de la nulidad de actuaciones, pero, evidentemente, no ha sido así y no se ha compensado nada. La protección subjetiva del amparo se ha sacrificado sin establecer ningún mecanismo alternativo que atenúe ese efecto. Es decir, que a un ciudadano le hayan vulnerado sus derechos fundamentales no basta para que el Tribunal Constitucional decida intervenir, requiriendo ahora que el asunto trascienda al interés del recurrente y contenga algún asunto de relevancia objetiva o de interés general para que el amparo sea admitido. Sin embargo, semejante restricción no ha venido acompañada de vías alternativas para equilibrar los perjuicios que para la ciudadanía ha supuesto esta modificación.

c) Inseguridad jurídica y arbitrariedad en la “especial trascendencia constitucional”. El ejemplo del Auto 119/2018 sobre la inadmisión de un recurso de amparo constituye una excepción. De forma abrumadoramente mayoritaria, las inadmisiones del tribunal alegando el incumplimiento de este requisito no superan las tres líneas por la vía de una providencia. En ausencia de motivación o argumentación alguna, se afirma que no se ha cumplido con un requisito procesal, sin posibilidad de recurso para el ciudadano ni explicación comprensible. No y punto final. La manifestación más evidente y palmaria de la arbitrariedad proscrita en nuestra Constitución en el artículo 9.3 se desarrolla a diario en el Tribunal Constitucional a través de estas inadmisiones redactadas en apenas un par de líneas, lo que supone una completa distorsión o desnaturalización de la función de protección de los derechos fundamentales por parte del Tribunal Constitucional.

En consecuencia, si bien mis iniciales razones para justificar estas recientes medidas impuestas en los recursos de amparo pudieran darles cobijo, considero que los perjuicios que acarrean son superiores a sus supuestos beneficios dado que, centrándose en la urgencia de acelerar y desatascar la institución, relegan la importancia de una correcta protección y garantía de los derechos fundamentales.

 

El único pacto sucesorio del Código Civil: la promesa de mejorar o no mejorar del art. 826, y su utilidad práctica

Los más de 400 artículos que el Código Civil dedica al derecho de sucesiones contienen multitud de instituciones y posibilidades, y algunas de ellas se encuentran muy olvidadas, cuando quizá podrían tener una utilidad práctica interesante.  Tal ocurre con la llamada promesa de mejorar o no mejorar, regulada en el artículo 826:

Artículo 826. La promesa de mejorar o no mejorar, hecha por escritura pública en capitulaciones matrimoniales, será válida. La disposición del testador contraria a la promesa no producirá efecto.

Un artículo breve, en apariencia no demasiado trascendente, y que sin embargo contiene una excepción absolutamente extraordinaria y única a la regla general del artículo 1271.2, que prohíbe los pactos sucesorios: Sobre la herencia futura no se podrá, sin embargo, celebrar otros contratos que aquéllos cuyo objeto sea practicar entre vivos la división de un caudal y otras disposiciones particionales, conforme a lo dispuesto en el artículo 1056.

 Esta prohibición de pactar se insiste y remacha en otros artículos, como el 816 que dice que toda renuncia o transacción sobre la legítima futura entre el que la debe y sus herederos forzosos es nula, y éstos podrán reclamarla cuando muera aquél; pero deberán traer a colación lo que hubiesen recibido por la renuncia o transacción.

 O, en donaciones, cuando se impide a los legitimarios renunciar anticipadamente, en vida del donante,  a la computación de donaciones a efectos de calcular su legítima (655).

O con la prohibición expresa del testamento mancomunado, en la medida que supone un pacto sucesorio entre los cónyuges respecto de las cláusulas comunes (669).

Pero el artículo 826 sí recoge un verdadero pacto sucesorio, puesto que se refiere a cuestiones hereditarias que producen efecto en vida del causante, y que, además, éste no puede revocar por testamento, sino que tiene que estar a lo pactado.

Lo cierto es que este pacto puede decirse que en la práctica es inexistente, como si careciera por completo de utilidad. Y, sin embargo, puede serlo, y mucho, en la actualidad, puesto que del matrimonio inseparable con hijo comunes, propio de la época del Código Civil y en el que este tipo de promesas quizá no tuvieran tanta razón de ser, se ha pasado a una realidad en el siglo XXI en la que hay muy frecuentemente dos o más matrimonios, con hijos de varias relaciones que confluyen en un nuevo matrimonio de los respectivos padres.

Y ello tanto en situaciones de crisis matrimonial como en el caso contrario, que se vaya a contraer matrimonio y existan o puedan existir hijos comunes y no comunes.

Así, por ejemplo:

Matrimonio con hijos anteriores por parte de uno o de los dos contrayentes: Una pareja que se va a casar, o ya se ha casado, teniendo uno de ellos, o los dos hijos, de anteriores relaciones, y que pactan en capitulaciones matrimoniales que no van a mejorar a los hijos anteriores respecto de los que tengan comunes en su relación.  Es una forma de asegurarse de que los hijos comunes que tengan ya, o que puedan tener en el futuro, no vayan a ser de peor condición en la herencia que los hijos que proceden de otras relaciones respectivas.

En el mismo caso anterior, pueden pactar mejorar a los hijos comunes que tengan, o que puedan tener en el futuro, en el porcentaje de la herencia que se especifique, respetando obviamente los derechos legitimarios de los demás.

Matrimonio que se va a divorciar con hijos comunes:  pueden pactar, habitualmente como parte del convenio de divorcio aunque siempre en escritura de capitulaciones, que los hijos comunes queden mejorados respecto de los que puedan cada uno de los padres tener en el futuro con otras relaciones. Es, de nuevo, una forma de asegurarse para los hijos un porcentaje cierto en la herencia de uno, o los dos progenitores. En cierto sentido, comparte razón de ser con la pensión alimenticia que se pacta en el convenio de divorcio para los hijos, acordar para ellos determinadas prestaciones económicas.

Por su parte, el artículo 827 del Código, completa la regulación, diciendo: La mejora, aunque se haya verificado con entrega de bienes, será revocable, a menos que se haya hecho por capitulaciones matrimoniales o por contrato oneroso celebrado con un tercero.  Reitera que la mejora en capitulaciones no es revocable, es un pacto sucesorio, obligatorio y que se impone a lo dispuesto en el testamento de los que lo han otorgado.  Dentro del Código Civil es, desde luego, una rarísima avis, pero son artículos como todos los demás, y perfectamente aplicables y exigibles.

La mención al contrato oneroso celebrado con un tercero remite a un supuesto casi de laboratorio, la doctrina pone como ejemplo el muy improbable caso ejemplo de que dos consuegros (con hijos casados entre sí) pacten un negocio oneroso, en el que la prestación de uno de los dos fuera la promesa de ese padre de mejorar a su hijo, el cual está casado con el del otro contratante.

Existe muy escasa jurisprudencia y doctrina acerca de esta figura, en consonancia con su ausencia de utilización, pero sí podemos apuntar lo siguiente:

  • La promesa de mejorar o no mejorar solamente puede referirse a los que legalmente son aptos para recibir este beneficio, es  decir, los descendientes.
  • Este pacto solamente se puede modificar o anular conforme al artículo 1331 CC, es decir, con el concurso de sus otorgantes.
  • Si son otorgadas antes del matrimonio, quedan sin efecto si el matrimonio no se celebra dentro del años siguiente (1334 CC).
  • La promesa de mejorar puede referirse a hijos ya nacidos, concebidos e incluso concepturus.
  • La promesa de mejorar debe entenderse en sentido amplio, pudiendo incluir el tercio de libre disposición (STS 14 de noviembre de 1958).

En mi opinión, también debe considerarse una promesa de mejorar el establecer en capitulaciones matrimoniales que la donación que se haya hecho por parte de algún padre a un hijo común tenga el carácter irrevocable de no colacionable –es decir, mejora- sin que se pueda posteriormente alterar dicha condición por vía testamentaria.

Siendo una figura tan especial, será muy conveniente en las capitulaciones fijar exactamente todos los aspectos de la misma: porcentaje de mejora, transmisibilidad a descendientes del mejorado, causas de ineficacia o condiciones impuestas, en su caso, etc.

 

 

 

Nombramientos en el Consejo de Estado. Lo legal, lo moral y lo ideal

El pasado martes 29 de marzo el Boletín Oficial del Estado publicó el nombramiento de una nueva consejera permanente de estado y de cuatro nuevos consejeros electivos.

Hay que comenzar destacando que se trata de una buena noticia por partida triple: primero, porque se ha llevado a cabo la renovación parcial de quienes componen el Consejo de Estado de acuerdo con lo previsto en las normas que lo regulan; segundo, porque, a diferencia de lo que ha sucedido en otras instituciones, la renovación es fruto de un acuerdo entre los partidos mayoritarios (entre los nuevos consejeros electivos, dos son claramente afines al PSOE y los otros dos al PP); y, en tercer lugar, porque la renovación ha permitido al Consejo de Estado seguir funcionando con total normalidad, y no lo ha bloqueado.

Dicho lo anterior, consideramos necesario reflexionar sobre si el nombramiento ha recaído sobre las personas idóneas para desempeñar las funciones que los consejeros de estado tienen encomendadas, pues este es, a nuestro juicio, uno de los aspectos que contribuye, decisivamente, al fortalecimiento y a la mejora de la calidad de las instituciones.

Esta reflexión debe partir, necesariamente, de los rasgos que caracterizan al Consejo de Estado del Reino de España y de las funciones que tiene encomendadas según la Ley Orgánica 3/1980, de 22 de abril, del Consejo de Estado, y el Reglamento Orgánico del Consejo de Estado, aprobado por Real Decreto 1674/1980, de 18 de julio.

El Consejo de Estado es el supremo órgano consultivo del Gobierno, ejerce la función consultiva con autonomía orgánica y funcional para garantizar su objetividad e independencia y en el ejercicio de esta función debe velar por la observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico. Se compone del Presidente, los Consejeros de Estado, el Secretario General y los Letrados del Consejo de Estado.

Entre los consejeros de estado, se distinguen tres clases: consejeros permanentes de estado, consejeros electivos de estado y consejeros natos de estado. Adicionalmente, se regula la clase de consejeros natos de estado con carácter vitalicio, que está reservada a los expresidentes el Gobierno que manifiesten al presidente del Consejo de Estado su voluntad de incorporarse a la institución. Aunque todos ellos ostentan la condición de consejeros de estado, la clase a la que pertenecen conlleva importantes diferencias tanto en sus funciones, como en su régimen jurídico.

Los consejeros permanentes de estado son nombrados sin límite de tiempo y no se jubilan por edad. Son nombrados entre personas que estén o hayan estado comprendidas en algunas de las siguientes categorías: ministro; consejero de Estado; Letrado Mayor del Consejo de Estado; profesor numerario de disciplinas jurídicas, económicas o sociales en Facultad Universitaria, con quince años de ejercicio; oficial general de los Cuerpos Jurídicos de las Fuerzas Armadas; funcionarios del Estado con quince años de servicios al menos en Cuerpos o Escalas para cuyo ingreso se exija título universitario. Como puede observarse, el legislador está pensando en un perfil eminentemente jurídico.

Los consejeros electivos de estado son nombrados para un período de cuatro años. Son nombrados entre quienes hayan desempeñado determinados cargos: Diputado o Senador; Magistrado del Tribunal Constitucional, Juez o Abogado General del Tribunal de Justicia de la Unión Europea; Presidente o Vocal del Consejo General del Poder Judicial; Ministro o Secretario de Estado; entre otros. Como puede observarse, no todos los cargos exigen una sólida preparación jurídica.

Los consejeros natos de estado son quienes, en un determinado momento, ostentan determinados cargos, y cesan cuando dejan de ostentar dichos cargos (entre otros: el Presidente del Consejo Económico y Social; el Fiscal General del Estado; o el Jefe del Estado Mayor de la Defensa).

La función consultiva del Consejo de Estado se concreta, primordialmente, en la emisión de dictámenes sobre cuantos asuntos someten a su consulta el Gobierno o sus miembros, y en ellos se pronuncia, fundamentalmente, sobre aspectos eminentemente jurídicos, de legalidad y constitucionalidad, y, excepcionalmente, cuando así lo solicite expresamente la autoridad consultante o lo exija la índole del asunto o la mayor eficacia de la Administración en el cumplimiento de sus fines, sobre aspectos de oportunidad y de conveniencia, pero, en todo caso, con una gran prudencia. Los asuntos que se someten a consulta del Consejo pueden ser, y son, muy variados: desde proyectos normativos elaborados por los distintos departamentos ministeriales hasta reclamaciones de responsabilidad patrimonial de la Administración; solicitudes de declaración de nulidad de pleno derechos de actos administrativos; recursos extraordinarios de revisión; contratos administrativos; etc. Adicionalmente, la función consultiva se puede concretar en estudios, informes o memorias.

El Consejo de Estado actúa en Comisión Permanente, Pleno y Comisión de Estudios.

La Comisión Permanente está integrada por el Presidente, los consejeros permanentes y el Secretario General. Se reúne, prácticamente, todos los jueves y aprueba la gran mayoría de los dictámenes (por encima del 99%) emitidos cada año.

El Pleno está compuesto por el Presidente, los consejeros permanentes, los consejeros natos, los consejeros electivos y el Secretario General. Se reúne una vez al mes y aprueba entre ocho y doce dictámenes anualmente (menos del 1% del total).

La Comisión de Estudios está integrada por el Presidente y, al menos, dos consejeros permanentes, dos consejeros electivos, dos consejeros natos y el Secretario General. Le corresponde elaborar los informes y estudios que se le encarguen.

Una vez expuestos los rasgos fundamentales del Consejo de Estado, lo primero que hay que señalar en relación con el tema de este editorial es que, en el nombramiento de los nuevos consejeros, se han cumplido todos los requisitos exigidos por la LO del Consejo de Estado: todos los nombrados han ostentando alguno de los cargos previos exigidos para ser nombrados y, por tanto, no hay duda sobre la legalidad de los nombramientos.

Ahora bien, una cosa es que se cumplan los requisitos exigidos en la ley, y otra cosa es que las personas que hayan sido nombradas sean las más adecuadas para el desempeño de las funciones que, como consejeros de estado, tienen encomendadas. A nuestro juicio, quienes tienen reconocida la facultad de nombrar a los consejeros de estado no deberían limitarse a cumplir, estrictamente, la letra de la ley, sino que, de acuerdo con las exigencias de la lealtad institucional, deberían nombrar a las personas que mejor puedan desempeñar esos cargos.

Las personas que han sido nombradas consejeros de estado tienen en común dos rasgos importantes a los efectos que ahora interesan: por un lado, ninguno tiene estudios de Derecho, y, por otro, en todos los casos, sus carreras profesionales han estado vinculadas, desde muy pronto y forma inescindible, a la política, Desde que obtuvieron su primer cargo político (todos con menos de 30 años, a excepción de Pedro Sanz, con 35), han encadenado distintos cargos políticos hasta la actualidad, sin que hayan desarrollado ninguna carrera profesional al margen.

Como puede observarse, los perfiles someramente descritos son perfiles eminentemente políticos. Sin embargo, a nuestro juicio, no es este el perfil de consejero que más puede aportar al trabajo del Consejo y, por ello, se exponen algunas reflexiones sobre los aspectos que deberían tenerse en cuenta a la hora de nombrar a los consejeros de estado:

En primer lugar, debe tenerse presente que el Consejo de Estado no es -ni debe ser- un órgano político, sino un órgano jurídico y técnico y, por ello, sería deseable que los consejeros de estado tuvieran unos mínimos conocimientos jurídicos.

Los dictámenes del Consejo de Estado, al igual que los proyectos de dictamen que elaboran los Letrados y constituyen la base de todos los debates que se mantienen en el seno del Consejo, solo contienen consideraciones jurídicas, nunca de carácter político. Aunque es cierto que son los Letrados -y no los consejeros- quienes tienen encomendado el estudio, la preparación y la redacción de los proyectos de dictamen, es recomendable que los consejeros tengan cierta formación jurídica para poder entender, en toda su profundidad, las observaciones y razonamientos jurídicos contenidos en los proyectos de dictamen sometidos a su consideración; hacer sugerencias, de carácter jurídico, que puedan ser incorporadas a los proyectos de dictamen; y, finalmente, aprobar los dictámenes con conocimiento de causa. Puede admitirse que no es necesario que todos sean juristas de reconocido prestigio, pero no que no sea necesario que tengan unos sólidos conocimientos jurídicos para poder desempeñar de forma adecuada su función, especialmente por parte de quienes sean nombrados consejeros permanentes de estado.

Lo anterior, lejos de ser una disquisición teórica tiene, a nuestro juicio, importantes consecuencias prácticas. Los consejeros sin conocimientos jurídicos carecen de los conocimientos necesarios para hacer sugerencias que puedan ser incorporadas a los dictámenes y, como consecuencia de ello, sus intervenciones suelen ser escasas. Además, el nombramiento de este tipo de perfiles priva al Consejo de las aportaciones que hubieran podido realizar personas con los conocimientos adecuados.

En segundo lugar, aparte de los mencionados conocimientos jurídicos, las personas que sean nombradas consejeros de estado deberían contar con algunas características.

Por un lado, quienes fuesen nombrados deberían tener una noción, aunque fuera difusa, de lo que es y hace el Consejo de Estado (algo que, desafortunadamente, tras la visualización de sus discursos de toma de posesión en la web oficial de la institución no puede asegurarse). En sus discursos, glosaron sus trayectorias profesionales, mostraron su más admirable disposición de servicio, pero ninguno de ellos explicó qué va a aportar al Consejo de Estado.

Por otro, quienes fuesen nombrados deberían responder a perfiles y trayectorias profesionales diversas, y no redundantes, pues ello enriquecería el ejercicio de la función consultiva. Sin embargo, no es este el caso de quienes han sido nombrados.

Por último, los nombramientos deberían recaer en personas que aporten los conocimientos que, en ese momento, necesite el Consejo de Estado y, para ello, a la hora de realizar los nombramientos, debería tenerse presente el parecer del Consejo, que debería expresarlo a través de cauces formales.

En el caso de los consejeros electivos, la anterior exigencia debería llevar a tener presente su posible futura pertenencia a la Comisión de Estudios y el contenido de los estudios e informes que, en su caso, se proyecten elaborar. El Consejo de Estado, o el Gobierno, o ambos en conjunto, deberían tener un plan sobre los estudios o informes que es necesario que el Consejo de Estado elabore y, en función de dicho plan, deberían nombrarse esta clase de consejeros.

En el caso de los consejeros permanentes, a la hora de nombrarlos, debería tenerse en cuenta qué sección van a presidir, con objeto de nombrar a una persona con una trayectoria y unos conocimientos contrastados en los asuntos que despacha dicha sección. En el caso de la consejera permanente recién nombrada, el hecho de no tener conocimientos jurídicos podría haber estado justificado por ser quien presidiera, por su condición de médica, la Sección que despacha los asuntos provenientes del Ministerio de Sanidad. Sin embargo, tampoco será así, pues presidirá la que despacha los asuntos provenientes de los Ministerios de Trabajo y Economía Social; de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones; de Derechos Sociales y Agenda 2030; y de Igualdad.

A modo de conclusión, este editorial quiere dejar claro que no se trata de un ataque personal hacia los nombrados, nada más lejos de nuestra intención, sino únicamente de poner de manifiesto el desconocimiento que, de la institución, de su función y su funcionamiento, tienen quienes han propuesto sus nombramientos, los han nombrado e incluso, los han aceptado. Un honor de la magnitud como el de ser nombrado consejero de Estado del Reino de España, sólo puede ser aceptado si, razonablemente, se puede estar a la altura, por conocimientos y por experiencia. La experiencia en asuntos políticos, siendo muy valiosa en otros ámbitos, aporta muy poco a los razonamientos jurídicos que contienen los dictámenes del Consejo de Estado si no va acompañada de conocimientos jurídicos o, en su caso, económicos, filosóficos o sociológicos de un nivel contrastado. Por ello, consideramos que los nombramientos persiguen más premiar lealtades que mejorar la calidad del trabajo y el prestigio del Consejo de Estado. Se pueden y se deben hacer las cosas de otra forma. Si queremos unas instituciones de calidad y sólidas, que sirvan de la mejor manera posible los intereses generales de todos los españoles, lo primero es elegir a las personas que integran las instituciones en función de sus conocimientos y experiencias en aquello que realizan las instituciones, no en función de su lealtad a los partidos políticos.

 

 

Parlamento en el Foco: Ley o no ley, no se sabe qué es peor

El procedimiento legislativo, conjunto de trámites que sigue una iniciativa legislativa desde su presentación en el Parlamento hasta su publicación en el Boletín Oficial del Estado, se ha ido deteriorando progresivamente, descendiendo esta legislatura a sus cotas más bajas. Hay múltiples manifestaciones de este fenómeno que deteriora la función legislativa

Hacia el ocaso de la obra pública en España…

La reacción del Gobierno (con Sánchez a la cabeza) criticando duramente la salida de FERROVIAL hacia los Países Bajos, ha sido solo el preludio de una más que previsible “estampida” en el sector de la construcción pública que ya se encontraba seriamente “tocado” desde hace unos años. Recientemente, un diario ponía de manifiesto que “la obra pública se queda sin empresas: el 31% de los contratos se deciden ya sin competencia”. Y seguía diciendo que la Administración se está estrangulando; cada vez tiene menos aspirantes para sus encargos pero sus plazos para tramitar los concursos se alargan.

O sea, un auténtico desastre teniendo en cuenta, muy especialmente, que la contratación pública viene a representar, nada menos, que un 15 % del PIB, lo cual da una idea de la importancia que tiene para nuestra economía. Porque, para colmo, a finales del año 2022 un 80% del dinero consignado por la UE para esta actividad, seguía sin ser utilizado, sin que se haya tomado medida alguna por parte de nuestro Gobierno.

Y ante ese panorama (bastante desolador, por cierto) resulta que hoy ha expirado el plazo para que las empresas puedan acogerse a la revisión excepcional de precios instaurada por el Real Decreto Ley 3/2022, de 1 de marzo (posteriormente modificada por los Reales Decretos Leyes 6/2022 y 14/2022). Un mecanismo bastante deficiente pero que, al menos, servía para “paliar” los efectos del tremendo incremento de precios que padece nuestra economía desde mediados de 2021. Sin embargo, solo pueden acogerse a este sistema los contratos de obra “cuyo anuncio de adjudicación se publique en la plataforma de contratación del sector público en el periodo de un año desde la entrada en vigor” del Real Decreto Ley 3/2022, de 1 de marzo. Fecha que finalizó ayer mismo, 2 de marzo de 2023, realizando el cómputo de fecha a fecha, motivo por el que, a partir de ahora, ya no existirá la posibilidad de solicitar la revisión excepcional de precios.

A partir de ahora, por tanto, las empresas que acudan a licitación en contratos de obra pública tan solo podrán hacer frente a los incrementos de precios, mediante reclamaciones por “riesgo imprevisible”. Reclamaciones que, a la vista de la experiencia sufrida, raramente serán estimadas en vía administrativa  motivo por el cual, forzosamente será necesario acudir a la vía judicial (con la tremenda “ralentización” que esto supone hasta llegar a una sentencia firme estimatoria).

El gran problema que se le plantea, entonces, al Gobierno es el más que previsible incremento de licitaciones desiertas, ante el riesgo de no poder mitigar los incrementos de precios mediante el mecanismo de la revisión excepcional que acaba de extinguirse. Y es que (como anunciaba aqui la prensa): “El pasado ejercicio, las compañías dejaron desiertas 2.032 licitaciones de obras públicas por valor de más de 900 millones de euros al no ajustarse los presupuestos de las administraciones públicas a los costes reales de ejecución que calculaban las compañías. Recientemente, por ejemplo, ha quedado sin adjudicar el trasvase de la Cuenca del Pizarroso, en Cáceres, una obra de 62 millones de euros licitada por el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico.”

No llego a entender, por consiguiente, la “desidia” del Gobierno ante semejante panorama en la contratación pública, teniendo en cuenta, tanto el porcentaje que representa en nuestro PIB, la cuantía de los Fondos Europeos destinados a tal fin y, lo que no es menos importante, la gran cantidad de mano de obra que se utiliza en esta actividad. Factores, todos ellos, que hacen menos comprensibles las absurdas críticas que se están vertiendo por la salida de FERROVIAL de España. Críticas ante las que Marc Vidal respondía lo siguiente: “La empresa cotizada se debe a accionistas e inversores. Y esto es clave. Porque estos invierten en base a un plan de negocio fiable. Si estos perciben que cualquier momento un Gobierno puede cambiar las reglas porque, según ese Ejecutivo, la empresa está ganando demasiado, pues los inversores pueden retirarse. Y eso pone en riesgo el crecimiento de la empresa y la viabilidad competitiva. Y, por eso, tienen derecho a buscar esa estabilidad, ir donde sea. Menos acusaciones al aire y más mirar por qué se van“, lanzaba aquí el  analista económico.

De modo que, menos críticas al sector empresarial por parte de un Gobierno, que no hace más que poner en la picota a nuestros empresarios, cuando son ellos los principales (si no únicos) motores de nuestra economía y empleo. Y … a ver si espabilamos y ponemos en marcha, de forma urgente, algún mecanismo que sustituya a la revisión excepcional de precios, porque, de otro modo, aquí no van a quedar empresas con ánimo para acudir a las licitaciones públicas que corren el grave riesgo de quedar paralizadas por falta de licitadores.