Huelgas judiciales

La Justicia ha sido en nuestro país la hermana pobre de los servicios públicos. Y, como ha explicado Mora-Sanguinetti en su libro La factura de la injusticia, la lentitud del sistema judicial lastrado por las deficitarias inversiones y otras causas más estructurales merma el desarrollo económico del país y nos cuesta mucho dinero. Por ello, la justicia, junto a la seguridad, la sanidad y la educación, conforman los servicios públicos más esenciales que el Estado debe mimar para realizar el ideal no sólo como Estado social y democrático sino, en este caso también, de Derecho.

Pues bien, en los últimos meses estamos viendo una oleada de huelgas en el ámbito de la Justicia en España que van a dejar aún más lastrado este servicio público esencial con grave perjuicio de todos los ciudadanos. Primero fueron los letrados de la Administración de Justicia, ahora son los funcionarios de Justicia. Y los jueces, magistrados y fiscales, aunque anunciaron que también que irían a la huelga, parece que finalmente la terminarán desconvocando. Los motivos de todas estas huelgas son fundamentalmente salariales.
Sin embargo, sin entrar en la legitimidad de sus demandas, la especificidad de la posición constitucional de los jueces y magistrados obliga a planearnos una cuestión: ¿pueden ejercer un derecho a la huelga? La respuesta dista de ser pacífica, aunque yo me inclino por sostener que no.
Nuestra Constitución reconoce en su art. 28.2 el “derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses”. Pero, aunque está generalizada una comprensión amplia del mismo (hasta se habla del derecho de los alumnos a la huelga), lo cierto es que, jurídicamente, debe concebirse conforme a su sentido propio: el derecho al abandono de la actividad laboral del asalariado frente al empresario para defender sus condiciones laborales.
Así entendido, comprendemos que la posición de cualquier empleado o funcionario público es muy distinta a la que tienen los trabajadores por cuenta ajena. A diferencia de estos, que cuando se ponen en huelga boicotean a su empresario, en el caso de los trabajadores públicos los perjudicados son los ciudadanos. De ahí que, por ejemplo, aunque el legislador ha terminado reconociendo que los trabajadores públicos también tienen derecho a la huelga, ha sometido su ejercicio a límites como son la exigencia de que se respeten unos servicios mínimos. Incluso, el legislador ha excluido expresamente de este derecho a los miembros de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, “en aras de los intereses preeminentes que [les] corresponde proteger”, y al considerar que su función no admite interrupción.
Por el contrario, la Ley Orgánica del Poder Judicial ha guardado silencio sobre los jueces y magistrados, a diferencia de lo que sí que ha hecho para los funcionarios al servicio de la Administración de Justicia, a quienes les ha reconocido el derecho a la huelga (art. 496 LOPJ) y, consecuentemente, ha previsto como falta muy grave “el incumplimiento del deber de atender los servicios esenciales en caso de huelga” (art. 536 LOPJ). A los Letrados de la Administración de Justicia, por su parte, no se les ha reconocido tal derecho expresamente, pero sí que se ha contemplado esta misma infracción (art. 468) por lo que, a sensu contrario, puede concluirse que el legislador admite que pueden ir a la huelga. Sin embargo, ni a la hora de definir el estatuto de los jueces y magistrados, ni su régimen disciplinario se encuentra mención alguna al derecho a la huelga, al tiempo que sí que se prevé como infracción la ausencia injustificada a su trabajo.
De hecho, cuando en 2009 se planteó una posible huelga de jueces y magistrados, el Consejo General del Poder Judicial, por unanimidad, se negó a fijar servicios mínimos al no existir “cobertura legal” para la huelga. Y, a mi entender, no se le puede dar más valor que el de decisión política anecdótica, carente de base jurídica, al precedente de 2018 cuando el Ministerio descontó un día de sueldo a los jueces y fiscales que hicieron un paro.
Y es que, ante el silencio del legislador, hay sólidas razones para considerar que los jueces y magistrados no tienen derecho a la huelga, si tenemos en cuenta tanto la función que desempeñan como su particular posición y estatuto constitucional. Así, en primer lugar, los jueces y magistrados no son unos trabajadores públicos cualesquiera, porque la función jurisdiccional con la que cumplen no es sólo un servicio público, sino que supone la realización de una función primordial del Estado. En otras palabras, los jueces y magistrados en su quehacer ordinario ejercen un poder del Estado, siendo, además, individualmente considerados, integrantes de ese poder. Por lo que no tiene ningún sentido que un poder del Estado se ponga en huelga frente al propio Estado.
Y para salvar esta objeción no cabe recurrir a artificiosos desdobles de la posición de los jueces y magistrados, tratando de distinguir una suerte de cuerpo místico -cuando ejercen su función jurisdiccional-, de otro mortal como unos funcionarios más, con sus problemas laborales ordinarios. Los jueces y magistrados, en tanto que tales, son siempre y en todo caso, integrantes de un poder del Estado.
Precisamente por ello, en atención a esa singular función que desempeñan, debemos destacar, en segundo lugar, cómo la Constitución les ha dotado de un particular estatus tendente a salvaguardar el ideal de independencia que constituye su clave de bóveda, “sometidos únicamente al imperio de la ley”. Y, para preservarlo, no sólo ha contemplado garantías normativas (como la exigencia de que su estatuto venga determinado en una ley orgánica) o de tipo institucional (con un órgano propio, el CGPJ, para dilucidar las cuestiones más sensibles sobre su estatuto), sino que les ha sometido también a un severo régimen de incompatibilidades. A este respecto, la LOPJ, concretando la prohibición constitucional de que los jueces y magistrados desempeñen cargos públicos o militen en partidos y sindicatos, les ha prohibido específicamente “dirigir a los poderes, autoridades o funcionarios públicos o corporaciones oficiales felicitaciones o censuras por sus actos, invocando la condición de juez, o sirviéndose de esta condición” (art. 418.3 en relación con el art. 395.2º LOPJ). De igual forma, tampoco pueden “tomar en las elecciones legislativas o locales más parte que la de emitir su voto personal”.
Podrá pensarse que estas normas hay que interpretarlas restrictivamente al limitar derechos de los jueces (algo que no tengo tan claro, toda vez que está en juego la garantía de un valor fundamental); y es cierto que hay una cierta desuetudo (a mi juicio patológica) cuando vemos los continuos posicionamientos públicos de algunos jueces y magistrados en medios o redes sociales, y cómo las asociaciones profesionales en buena media se han convertido en una extensión de los partidos que participan abiertamente en política. Sin embargo, ello no es óbice para que reconozcamos (y reivindiquemos) la plena vigencia su sentido constitucional: que los jueces y magistrados permanezcan en público ajenos a conflictos y planteamientos políticos o sindicales para garantizar su total independencia, afirmando como correlato su deber de la más absoluta neutralidad en el espacio público.
De manera que no podemos ser ingenuos: una huelga (más aún en víspera de unas elecciones) es una intervención con un claro signo político, que supone además una crítica a un Gobierno al que se considera incumplidor de ciertos acuerdos.
Por todo ello, mi conclusión es que, como he señalado, los jueces y magistrados no tienen derecho a la huelga: la función jurisdiccional no permite interrupción y, sobre todo, la debida neutralidad que han de guardar los jueces y magistrados en tanto que titulares de un poder del Estado limita severamente el ejercicio de algunos de sus derechos fundamentales, entre otros, el de la huelga, disponiendo de cauces específicos para trasladar sus reivindicaciones. Unas conclusiones que, en cierto modo, extendería a fiscales y quizá también a Letrados, por su íntima conexión con la función jurisdiccional. En todo caso, convendría que el legislador tomara nota y lo prohibiera expresamente.

Mi vida sin mí

Siempre me ha resultado pasmosa la dificultad que tenemos para tomar algunas decisiones en las que se impone el llamado “sentido común” y, por contra, la sorprendente agilidad para tomar otras que nacen directamente de la ocurrencia y de la improvisación. Todos sabemos que deliberar partiendo de información y datos suficientes permite motivar mejor las decisiones, lo que garantiza, además, que estas también sean más razonables. Es una cadena que funciona casi como un reloj suizo. Y, sin embargo, seguimos asistiendo aún hoy en día a tediosos debates sobre la pertinencia o no de hacer públicos todos los documentos que integran los expedientes de elaboración de las normas que todos estamos llamados a cumplir. Increíble, sí. Increíble que esto suceda por esa razón elemental de que cualquiera de nosotros entendemos mejor lo que alguien es capaz de explicarnos, en especial, aquellas decisiones que más nos incomodan por suponernos un sacrificio, del tipo que sea. Quien avisa no es traidor, reza la sabiduría popular, que viene a ser algo así como “confía en quien nada tiene que ocultar” por mucho que discrepes de su discurso. Exponer abiertamente las razones que llevan a uno a tomar una decisión propicia el debate y ese es un mérito que no se le puede negar a quien se compromete a hacerlo, con independencia del respaldo o apoyo que pueda recabar.

Imaginen ustedes que un sanedrín va a deliberar sobre una decisión que concierne a su vida y que le ordenan que se ausente de la reunión. Díganme: ¿Lo asumirían sin replicar? ¿No considerarían que están en su pleno derecho de conocer las opiniones de sus miembros, de saber en base a qué información van a tomar su decisión y de poder defenderse, en su caso, frente a ellas? Pues algo así está sucediendo cada día con la elaboración y aprobación de normas y no parece esto inquietarnos mucho.

Algunos llevamos ya cierto tiempo clamando en algunos desiertos donde la transparencia escasea tanto como, hoy en día, el agua tan preciada. Uno de esos eriales es el de los proyectos de transparencia normativa, la llamada huella legislativa, en la que apenas hemos conseguido avanzar en nuestro país salvo en casos muy contados. Sí lo hemos hecho aceptablemente en la fase parlamentaria de aprobación de las iniciativas normativas, donde la experiencia comparada de otros países ha actuado sin duda como un potente motor de arrastre. Pero ¿qué hay de los trabajos previos, de la cocina gubernamental donde surgen y se gestan los proyectos?

La propia ley estatal de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno no es parca en esto. Es lo siguiente, como suele decirse. Apenas prevé la publicación de información de este tipo de expedientes y, en algunos casos, además, lo limita a momentos concretos, como si de información clasificada se tratara. Es del todo inaceptable que esto suceda hoy en día y que se permita a los gobiernos y a las administraciones que dirigen, fraguar sus decisiones normativas al margen del escrutinio público como si de una caja negra se tratase. La información existe y los medios para hacerla pública, también. Basta un gestor de contenidos “normalito”. Lo que sí falta es la voluntad de quien tiene que tomar la decisión de abrir ese hueco en la pared y dejar pasar la luz. Precisamente, la falta de ese elemento es lo inexcusable, y afianza la inmadurez, condescendencia y debilidad de nuestra sociedad en cuanto a los niveles de exigencia con respecto a quienes nos gobiernan.

Necesitamos urgentemente más luz y taquígrafos, que decía Antonio Maura, ahora con el foco puesto directamente en la génesis de los proyectos, en las instituciones consultadas que con su opinión van forjándolos gracias al acopio de las múltiples perspectivas que cada problema o reto suscitan y, sin duda, con la participación de la sociedad que será quien tenga que portar sobre sus hombros la carga de cumplir con las normas una vez aprobadas. Sin que esto suceda, sin que alguien lo decida, no podremos conocer si son nuestros intereses los que se toman en consideración o los de otros, no podremos anticiparnos o acomodar nuestra vida, nuestros proyectos, a lo que ha de suceder, no seremos capaces de monitorizar la actuación de quienes nos gobiernan para decidir si merecen nuestra confianza o decidimos cambiar de tercio. En suma, no seremos protagonistas de una película que, sin embargo, habla de nosotros. Mi vida sin mí, que diría Coixet.

Desde la consulta pública previa y las aportaciones hasta el último diario de sesiones. Desde la memoria de análisis de impacto normativo inicial hasta cada una de las enmiendas y su justificación. Desde una simple nota interior que acredite que cada uno expresa su posición cuando toca, hasta la identificación de los grupos de interés que intervienen y las ideas que cada uno defiende. Todo, absolutamente todo, es importante conocerlo cuando de la aprobación de normas tratamos, y hacerlo en condiciones de accesibilidad universal. Que nadie nos confunda tratando de convencernos de que publicar esto o lo otro es irrelevante, desproporcionado, absurdo, costoso o delicado. Y de que es más oportuno contarlo cuando la norma ya está publicada oficialmente, que a lo largo de la tramitación. Cuando hablamos del presupuesto es importante conocer la liquidación al finalizar el ejercicio, pero mucho más lo es, diría yo, saber día a día cómo lo estamos ejecutando, porque es entonces cuando podemos corregir o redirigir nuestra acción. Aquí sucede lo mismo.

Llevamos mucho retraso con esto, señores y señoras, y el tiempo sigue discurriendo sin que nada justifique esta desidia y silencio que impiden que la transparencia extienda sus dedos.

Campaña Electoral: Prometer algo para la foto

Iniciada la campaña electoral para las elecciones del 28M ha empezado, como parece ya inevitable, la lluvia de promesas electorales. Quizás lo más sorprendente es que las más relevantes se hacen con la plena conciencia de que serán imposibles de cumplir, al menos en el corto o medio plazo. Dicho de otra forma, se anuncian porque quedan bien y demuestran el compromiso del político de turno con las auténticas preocupaciones de los ciudadanos. Especialmente llamativo es cuando se hacen por quienes gobiernan dado que la pregunta obvia es ¿si tan importantes eran esas cuestiones por qué no se abordaron antes?. En la Fundación Hay Derecho llamamos “legislar para la foto” a promulgar leyes cosméticas para hacer como que se resuelven problemas muy complejos, aunque los expertos adviertan de que muy probablemente esas normas no tendrán los efectos deseados o incluso serán contraproducentes. Da igual, lo importante es que quedarán bien en un titular o en un mitin. Cuando se demuestre que la legislación para la foto ha sido un fiasco, o ya se habrán ganado las elecciones o ya se habrán perdido: en ninguno de los dos casos es probable que nadie haga una evaluación rigurosa de lo que ha ocurrido. Por otro lado, la oposición no suele ir a la zaga con sus promesas, aunque éstas se concentren más en derogar las normas que no les gustan sin explicar demasiado con qué piensan sustituirlas o cómo van a resolver los problemas que se pretenden resolver.

Un ejemplo perfecto es la nueva Ley de la vivienda nada menos que “la primera ley de vivienda de la democracia”, según algunos, que vendría a poner fin a un problema endémico, el de la falta de una vivienda digna de la que habla el art. 42 de la Constitución. Sin embargo, lo cierto es que sobre vivienda sí se ha legislado, y mucho. De hecho, las CCAA lo han hecho (algunas varias veces, y muchas con carácter de urgencia) entre otras cosas porque se han atribuido la competencia exclusiva en sus Estatutos de Autonomía, tal y como les permitía el 148.1.3ª CE al establecer que las Comunidades Autónomas podrían asumir como competencia exclusiva la ordenación del territorio, urbanismo y vivienda.

Y es que la existencia de un problema de acceso a la vivienda en España –aunque ciertamente hay importantes diferencias entre CCAA- está muy diagnosticado y no viene precisamente de ahora.  Según datos del Banco de España, los españoles dedican al alquiler una medida del 40% de sus ingresos, lo que supone el cuarto porcentaje más elevado de la Unión Europea (lo recomendable es no superar el 30%). Además, y como ocurre en tantos otros ámbitos en un país tan envejecido como es España donde el voto de los mayores pesa mucho, el problema lo tienen sobre todo los jóvenes, que viven mucho más de alquiler que sus padres y abuelos, por la sencilla razón de que con contratos precarios y sueldos bajos no pueden aspirar a una vivienda en propiedad.

Es interesante destacar que si hay algo que han podido hacer las Administraciones Públicas (todas) y no han hecho es construir viviendas públicas tanto para compra como para alquiler. Este tipo de políticas públicas no puede improvisarse, y tampoco da frutos inmediatamente. Quizás por eso nuestros políticos no suelen estar muy interesados: mucho mejor proponer medidas cortoplacistas y resultonas, como topar alquileres o conceder avales públicos para comprar casas a personas que carecen de solvencia. Total, si la cosa sale mal ya vendrán los contribuyentes al rescate. El caso es que disponemos de un paupérrimo número de viviendas públicas disponibles en alquiler (un 1,6% aproximadamente) lo que revela, insisto, la tradicional falta de planificación y de visión a medio plazo de nuestros gestores públicos. Si a esto le añadimos la presión de los pisos turísticos sobre todo en el centro de las grandes ciudades, la miope gestión de algunos Ayuntamientos como el de Madrid en tiempos de Ana Botella vendiendo viviendas sociales a “fondos buitre” o sencillamente la reducción de la oferta de viviendas disponibles después del crack inmobiliario tenemos un panorama bastante preocupante. Pero nada de esto ha ocurrido ahora.

En ese contexto, surge –y al final de la legislatura, no al principio- la ley estatal. Y no sólo la estatal; las CCAA también han visto la oportunidad de hacer electoralismo con la vivienda. Como ejemplo, podemos citar la ley 3/2023 de 13 de abril de viviendas colaborativas de la Comunitat Valenciana o la ley 4/2023 de 29 de marzo que modifica la Ley 11/2019 de 11 de abril de promoción y acceso a la vivienda de Extremadura (de paso crea el impuesto sobre las viviendas vacías a los grandes tenedores y el fondo de adquisición de vivienda de Extremadura). Se ve que la situación era tan urgente que ha habido que esperar casi hasta la campaña electoral para promulgar estas normas.

En todo caso, bienvenidas sean las leyes si van a resolver los graves problemas estructurales que tenemos en materia de vivienda, pero mucho me temo que estamos ante la enésima versión del incesante legislar para la foto, que amenaza con colapsar un ordenamiento jurídico con una hiperinflación normativa galopante lo que, conviene no olvidar, constituye un importante problema desde el punto de vista de la seguridad jurídica que tan ligada está al desarrollo económico e incluso a la libertad, como recordaba Segismundo Alvarez en su reciente artículo “España, Babel de leyes” y que ha producido ejemplos tan chuscos como la reciente publicación en el BOE de dos redacciones de un mismo artículo de una ley, al haber sido modificado de forma diferente por dos normas publicadas en el mismo día y no atreverse este organismo oficial a pronunciarse sobre la que debería quedar vigente.

Volviendo a la ley estatal,  podría discutirse la oportunidad o la conveniencia de tener una ley estatal al lado de toda esta legislación autonómica dictada en el ejercicio de una competencia exclusiva lo que supone, de entrada, que las CCAA no tienen por qué aplicarla. Pero de lo que no cabe dudar es de que lo razonable hubiera sido tomar nota de lo ocurrido con la regulación autonómica, o, dicho de otra forma, comprobar en qué medida las medidas de las distintas leyes de la vivienda han funcionado. Lo interesante es saber qué queda de declaraciones tan enfáticas como las recogidas, por ejemplo, en la ley 18/2007 de 28 de diciembre, del derecho a la vivienda de Cataluña, que proclama que: “Esta Ley del derecho a la vivienda, que con su título quiere mostrar un cambio de enfoque, pretende transformar el mercado de la vivienda del modo más estructural posible adaptándose a las nuevas realidades del mercado. La Ley apuesta por la creación de un parque específico de viviendas asequibles que permita atender las necesidades de la población que necesita un alojamiento”. Aclaro que con “el cambio de enfoque” se refiere a hablar del derecho a la vivienda, seguramente porque el político de turno entiende que el ciudadano que no es experto en Derecho se sentirá más protegido que si habla de políticas públicas.  Pero más allá de la nomenclatura lo importante es lo que ocurre en la realidad.

Y lo que ocurre es que la vivienda pública en alquiler en Cataluña -como ponen de relieve estudios como el de “state of Housing 2021, Catalunya i Barcelona” del Observatori Metroplitá de l´Habitatge de Barcelona” y el Observatori Desc- se reduce al 1,5% de las existentes. Por supuesto, esto no es exclusivo de Cataluña. Este mismo estudio pone de relieve la falta de inversión en políticas públicas de vivienda en España (0,06% del PIB en España frente a la media europea del 0,5%). Esto pese a que algunas CCAA como Madrid disponen de leyes de Protección Pública a la vivienda desde 1997.  Por lo demás, resulta sintomático que dos CCAA con enfoques políticos tan diferentes del problema de la vivienda tengan resultados tan parecidos, o más bien falta de resultados en cuanto al acceso a la vivienda.

Frente a este gran fracaso de las leyes autonómicas (con gobiernos de uno y otro signo) no hay recetas mágicas a sacar de la chistera electoral, ya se trate de los topes de alquileres, implantados en Cataluña en 2020 y cuya falta de efectividad en particular con respecto a las viviendas más baratas ponen de manifiesto los datos de un reciente estudio de Esade Pol de 2023. La conclusión es demoledora: “la norma actuaría aquí en sentido contrario al buscado”. Más o menos como la ley del sí es sí, para entendernos. Y es que la falta de evaluación de políticas públicas, las prisas electorales, la falta de acuerdos transversales y la cada vez menor calidad técnica de nuestras leyes no auguran grandes éxitos ni en esta ni en ninguna otra cuestión de las que de verdad preocupan a los ciudadanos.

 De ahí que haya que recomendar mucho escepticismo, máxime en cuestiones que tan directamente afectan al bienestar de los ciudadanos, especialmente de los más vulnerables.

Razonamientos primigenios (6): los laberintos telemáticos en nuestro derecho

Sigo con mis razonamientos primigenios esperando aportar claridad donde no la hay y, sobre todo, haciendo patente mi forma de pensar, ahora, sobre los múltiples problemas que plantea a nuestro Derecho la telemática.[1] Y lamento mucho no ofrecer aquí solución alguna, pero creo que el mejor camino para solucionar un problema consiste, precisamente, en entender los términos en los que se plant4ea. Nos llegó como un avance tecnológico para quitarnos trabajo de encima. Los denominados “programas inteligentes” podían suplir muchas tareas de tipo rutinario, de modo que pudiésemos maximizar nuestro rendimiento en el trabajo y en numerosas tareas, hasta entonces, encomendadas a los humanos. Entró en nuestras vidas, para quedarse, y ahí sigue, pero invadiendo demasiadas esferas de nuestro quehacer cotidiano y complicándonos la existencia. Es la telemática, entendida como la combinación de la informática y de la tecnología de la comunicación para el envío y la recepción de datos. Una noción que se asocia a diferentes técnicas, procesos, conocimientos y dispositivos propios de las telecomunicaciones y de la computación.[2] Para ejemplo y muestra baste con tener en cuenta a los Bancos con quienes ya no podemos tratar personalmente ni para las transacciones más sencillas (como sacar o ingresar dinero). Y también para desesperación de todos, las Administraciones públicas que es el tema en el que me quiero centrar ahora.

Tenemos más funcionarios que nunca pero también, y paradójicamente, menos atención personal y menos posibilidad de comunicar lo que realmente queremos a las diferentes Administraciones Públicas. Todo (o casi todo) se encuentra “normalizado” y, ay de ti, si tu caso no se encuentra en este conjunto de “cajones estandarizados”, porque corres el peligro de quedarte fuera de juego perdiendo tus derechos. Los escritos deben entrar, de forma prioritaria, en los portales telemáticos establecidos al efecto por las AAPP, pero el gran problema (no el único) es la insuficiente capacidad de dichos portales para poder remitir determinados escritos acompañados de documentación voluminosa. Eso … cuando el ciudadano no tropieza con la dificultad de encontrar la “ventana” adecuada para resolver sus dudas (en las consultas) o para que le sea suministrada determinada documentación. Porque ahora, en lugar de “ventanillas” tenemos las “ventanas” de los Portales informáticos, detrás de las cuales ni siquiera sabemos si hay alguien.

Se entremezclan y acumulan así los problemas derivados de las comunicaciones telemáticas con las Administraciones Públicas, con el intrincado entramado de esas Administraciones, sobre todo cuando se trata de actuaciones que debe iniciar el particular.[3] Tengo que solicitar o denunciar algo de la Administración, pero no sé bien ni de qué clase de Administración (estatal, autonómica o local) o de qué organismo de la misma se trata (suponiendo que tenga claro a qué Administración dirigirme). Hasta no hace mucho podía entregar cualquier clase de escrito dirigido a una Administración en cualquier Registro público, incluido el “cuartelillo” de la Guardia Civil. Era deber de la propia Administración dilucidar a quién correspondía resolver sobre el escrito presentado y el particular podía desentenderse de semejante problema. Pero, amigo, ahora ya no parecen existir las ventanillas y cada Administración pública es un mundo aislado de las restantes, de modo que allá se las apañe Ud. para encontrar el Portal telemático correcto, que de eso va la cosa. Ni siquiera es el “vuelva Ud. mañana” de Larra, sino el “vaya Ud. a saber qué diablos de Portal telemático es el correcto” para cada tipo de escrito y cuál es la “ventana” correcta para enviarlo (suponiendo que encuentre el dichoso Portal)

Mundo de laberintos para el ciudadano, que no tiene por qué entender de Derecho ni de informática y que, lejos de suponer un avance es todo un retroceso hasta le Edad Media, en donde el laberinto se encontraba relacionado con el duro camino de los creyentes hacia Dios.[4] Sin embargo, el modelo arquetípico del laberinto es mucho más antiguo y se remonta a Creta y su leyenda es conocida. El rey Minos fue castigado por Poseidón, haciendo que su esposa Pasifae deseara a un toro sagrado. De esa unión nació el Minotauro, que fue encerrado en un laberinto construido por Dédalo. El héroe Teseo, hijo de Egeo, fue el único capaz de derrotar al monstruo, aunque haciendo algo de trampa: Ariadna, la hija de Minos, le ayudó regalándole un ovillo de hilo (o una corona luminosa, en algunas versiones) para que se orientara en el laberinto.[5] Lamentablemente, las Administraciones públicas carecen de hilos de Ariadna, y entre su laberíntica estructura y ese maquiavélico invento de los Portales telemáticos nos van a acabar volviendo locos.

¿Dónde quedan -me pregunto- los derechos de los ciudadanos que reconoce nuestra Constitución? Porque el artículo 13 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, pone el centro de gravedad de estos derechos en las comunicaciones telemáticas, como se puede apreciar del tenor literal de sus dos primeros apartados que es el siguiente:

Quienes de conformidad con el artículo 3, tienen capacidad de obrar ante las Administraciones Públicas, son titulares, en sus relaciones con ellas, de los siguientes derechos:

  1. a) A comunicarse con las Administraciones Públicas a través de un Punto de Acceso General electrónico de la Administración.
  2. b) A ser asistidos en el uso de medios electrónicos en sus relaciones con las Administraciones Públicas.

../..

No voy a entrar ahora en el tenebroso mundo de las comunicaciones telemáticas, puesto que necesitaría más tiempo y espacio del que ahora dispongo, pero sí quiero destacar que el “ciudadano medio” (y, a veces, también quienes estamos especializados en el Derecho), se encuentra impotente frente a unas Administraciones que, además de sus privilegios tradicionales -como puedan ser la presunción de legalidad y veracidad o la ejecutividad y ejecutoriedad de sus actos- goza de la barrera defensiva de unos medios telemáticos que ella misma controla. Es decir, la Administración configura sus propios Portales electrónicos y determina tanto su capacidad como sus ventanas, mermando las posibilidades de acceso a los particulares. Laberintos de recorrido incierto en los que ni la entrada resulta clara.

Y otro tanto sucede con las notificaciones telemáticas, que ya no son “rara avis” en el contexto actual, a pesar de las previsiones del artículo 41 de la Ley 39/2015.[6] Porque aquí -en las notificaciones de la Administración- se llega ya a “rizar el rizo”, especialmente en el ámbito de la contratación pública. Aquí las Administraciones son poco menos que dioses, instalados en su Olimpo, y ordenando a los contratistas no solo lo que tienen que hacer, sino también lo que tienen que decir frente a sus propuestas. Es decir, se llega al absurdo (por ejemplo) de remitir al contratista una medición de la obra mediante una comunicación telemática en donde solo se permite la firma en conformidad, y ninguna otra clase de observación. Ni una palabra más puede añadirse donde se hace constar la conformidad: solo la firma. Flagrante abuso de Derecho y de las comunicaciones telemáticas que obligan al contratista a buscarse la vida por su cuenta. Esto es, a remitir -con carácter previo a la firma del documento en conformidad- un escrito en donde se deja clara la disconformidad, a pesar de la firma del documento remitido.

Todo un juego de despropósitos con el que acabaremos perdiendo nuestros derechos, a poco que nos descuidemos, porque cada vez es mayor la distancia entre los poderes públicos y los ciudadanos. Unos poderes públicos que marcan las reglas del juego barajan a su antojo y encima …hacen trampas en el juego. O, dicho de otro modo, están convirtiendo el Derecho en un puro juego de azar, en donde los poderes públicos hacen las veces de Casino y, ya se sabe, …el Casino siempre acaba ganando.

Reclamo, por tanto, que el particular (ya sea persona física o jurídica) pueda seguir teniendo el derecho a dirigirse a las AAPP en papel presentado ante los diferentes Registros públicos, como antaño, porque aunque pueda parecer una negación de los llamados “avances tecnológicos” -que, a veces, no son tales- por encima de eso se encuentran nuestros derechos como ciudadanos. Y dicho esto, me despido, deseando a todos, buenos días, buenas tardes y buenas noches …

—————————————————————

[1] La versión inicial de este post se titulaba LA MALDICIÓN TELEMÁTICA, LOS LABERINTOS Y EL DERECHO LA MALDICIÓN TELEMÁTICA, LOS LABERINTOS Y EL DERECHO, y  fue publicado el 25 de enero de 2022, pudiendo consultar en el siguiente link. https://www.linkedin.com/pulse/la-maldici%C3%B3n-telem%C3%A1tica-los-laberintos-y-el-derecho-villar-ezcurra/

[2] Lo que se entiende por telemática, por lo tanto, es muy amplio ya que abarca el diseño, el análisis y la aplicación de todos los servicios y de la infraestructura que permiten procesar, almacenar y transmitir información. Vid, al respecto el siguiente link entre otros muchos: https://definicion.de/telematica/

[3] Ya he indicado en otras ocasiones que me niego a llamar “administrados” a los ciudadanos o particulares (en el caso de que se trate de personas jurídicas) porque semejante denominación denota una relación de sumisión impropia del Estado de Derecho.

[4] Sobre los laberintos, en general, puede consultarse el siguiente link https://www.jotdown.es/2014/09/laberintos-el-arte-de-perderse/

[5] Hay muchas publicaciones en donde consultar el mito de Teseo y el Minotauro, y entre ellas, la del siguiente enlace: https://mitosyleyendascr.com/mitologia-griega/teseo-y-el-minotauro/

[6] Este precepto (referido a las condiciones generales para la práctica de notificaciones) establece lo siguiente:

  1. Las notificaciones se practicarán preferentemente por medios electrónicos y, en todo caso, cuando el interesado resulte obligado a recibirlas por esta vía.

No obstante lo anterior, las Administraciones podrán practicar las notificaciones por medios no electrónicos en los siguientes supuestos:

a) Cuando la notificación se realice con ocasión de la comparecencia espontánea del interesado o su representante en las oficinas de asistencia en materia de registro y solicite la comunicación o notificación personal en ese momento.

b) Cuando para asegurar la eficacia de la actuación administrativa resulte necesario practicar la notificación por entrega directa de un empleado público de la Administración notificante.

Con independencia del medio utilizado, las notificaciones serán válidas siempre que permitan tener constancia de su envío o puesta a disposición, de la recepción o acceso por el interesado o su representante, de sus fechas y horas, del contenido íntegro, y de la identidad fidedigna del remitente y destinatario de la misma. La acreditación de la notificación efectuada se incorporará al expediente.

 Los interesados que no estén obligados a recibir notificaciones electrónicas, podrán decidir y comunicar en cualquier momento a la Administración Pública, mediante los modelos normalizados que se establezcan al efecto, que las notificaciones sucesivas se practiquen o dejen de practicarse por medios electrónicos.

Reglamentariamente, las Administraciones podrán establecer la obligación de practicar electrónicamente las notificaciones para determinados procedimientos y para ciertos colectivos de personas físicas que por razón de su capacidad económica, técnica, dedicación profesional u otros motivos quede acreditado que tienen acceso y disponibilidad de los medios electrónicos necesarios.

Adicionalmente, el interesado podrá identificar un dispositivo electrónico y/o una dirección de correo electrónico que servirán para el envío de los avisos regulados en este artículo, pero no para la práctica de notificaciones.

    1. En ningún caso se efectuarán por medios electrónicos las siguientes notificaciones:

a) Aquellas en las que el acto a notificar vaya acompañado de elementos que no sean susceptibles de conversión en formato electrónico.

b) Las que contengan medios de pago a favor de los obligados, tales como cheques.

3. En los procedimientos iniciados a solicitud del interesado, la notificación se practicará por el medio señalado al efecto por aquel. Esta notificación será electrónica en los casos en los que exista obligación de relacionarse de esta forma con la Administración.

Cuando no fuera posible realizar la notificación de acuerdo con lo señalado en la solicitud, se practicará en cualquier lugar adecuado a tal fin, y por cualquier medio que permita tener constancia de la recepción por el interesado o su representante, así como de la fecha, la identidad y el contenido del acto notificado.

  1. En los procedimientos iniciados de oficio, a los solos efectos de su iniciación, las Administraciones Públicas podrán recabar, mediante consulta a las bases de datos del Instituto Nacional de Estadística, los datos sobre el domicilio del interesado recogidos en el Padrón Municipal, remitidos por las Entidades Locales en aplicación de lo previsto en la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases del Régimen Local.

Aspectos conflictivos del proyecto de ley de función pública: la creación, modificación o supresión de los cuerpos y escalas por real decreto

El gobierno ha impulsado una reforma sustancial de la ley de función pública que actualmente está en tramitación en el Parlamento. La reforma plantea bastantes cuestiones conflictivas, pero hoy nos vamos a centrar en la disposición adicional séptima.5 del proyecto de ley.

Dicha disposición establece que “se autoriza al gobierno a llevar a cabo, en el plazo de seis meses desde la entrada en vigor de esta ley, una sistematización de los cuerpos y escalas, atendiendo al principio de especialización, ordenándolos en subgrupos y pudiendo crear, modificar o suprimir los existentes. Transcurrido dicho plazo, la creación, modificación o supresión de los cuerpos y escalas sólo podrá realizarse con arreglo a lo dispuesto en el artículo 9.2 de esta ley”.

Mientras que el artículo 9.2 del proyecto de Ley es garantista y exige la aprobación por ley de dichas medidas, dada la relevancia que supone la creación, modificación y supresión de cuerpos y escalas de la Administración, esta disposición abre la puerta a dichos cambios por real decreto en un plazo de seis meses desde la entrada en vigor de la Ley, es decir, cambios que el Ministerio de Hacienda y Función Pública debe de tener ya diseñados (dado el escaso plazo que se establece) y que no se ha decidido a incluir en el proyecto de ley. Esta deslegalización temporal no está justificada ni en la exposición de motivos ni en el propio articulado del proyecto. Parece claro que no deben establecerse en una ley textos normativos contradictorios como los descritos.

En el pasado, ha habido cambios fundamentales en la configuración de los cuerpos administrativos, pero se han aprobado por ley. Un ejemplo lo tenemos en la histórica Ley 30/1984, de 2 de agosto, de medidas para la reforma de la Función Pública. En dicha ley, un 50 % de su contenido se refiere a la creación, modificación y supresión de cuerpos y escalas administrativas.

¿Por qué es una decisión muy importante la creación, modificación y supresión de cuerpos administrativos? Si centramos la atención en los cuerpos superiores de la Administración General del Estado, éstos ejercen potestades públicas y funciones básicas en el diseño e implementación de las políticas públicas y salvaguardan el interés general. Asimismo, son garantía de legalidad y seguridad jurídica para altos cargos y gestores de la Administración. Para que dichos cuerpos desarrollen adecuadamente sus funciones es necesario, en primer lugar, un sistema de acceso que respete principios como el mérito, la capacidad, la objetividad y la transparencia. Por ello, la política del Ministerio de Hacienda y Función Pública de favorecer la contratación de nuevos interinos (opositores que hayan aprobado, en muchos casos, sólo un examen del proceso selectivo), dado el incumplimiento reiterado en los plazos legales máximos de permanencia en esa situación provisional, es un ataque frontal a los mencionados principios.

Otras características de los cuerpos superiores que hay que preservar para el desarrollo de sus funciones son su inamovilidad, independencia y neutralidad política. La inamovilidad no debe ser contemplada como un privilegio corporativo, sino como una garantía de su capacidad e imparcialidad. La independencia y neutralidad política de los funcionarios son valores fundamentales para afrontar la problemática política, económica y social de nuestro país desde el rigor técnico y la eficacia. La existencia de unos cuerpos superiores de la Administración seleccionados respetando los principios de igualdad de oportunidades, mérito y transparencia es una condición necesaria para conseguir y mantener dicha independencia y neutralidad política y, por ende, para conseguir un funcionamiento eficaz del Estado. La disposición adicional que estamos comentando es un claro ataque a estas características básicas de la función pública al permitir que el gobierno, no el Parlamento, decida sobre la propia existencia de un cuerpo administrativo, que puede ejercer directa o indirectamente, por ley, potestades públicas.

Un buen funcionamiento de nuestras instituciones públicas es un motor de desarrollo económico, ya que garantiza a los agentes económicos la legalidad y la seguridad jurídica en sus transacciones, permite la libre competencia entre empresas, promueve la igualdad de oportunidades para empresas y personas, etcétera.  Al final, el progreso social tiene que ver con la continuidad de la acción pública, materializada en la estabilidad y la eficacia de la Administración Pública. Pues bien, la calidad de nuestras instituciones públicas depende principalmente de la calidad (y no sólo la cantidad) de sus cuerpos administrativos.

Por todos estos motivos, la futura ley de función pública no debe dejar que el gobierno tome, durante seis meses, decisiones básicas en la configuración de los cuerpos de la Administración General del Estado, especialmente de aquéllos que por ley desarrollan las actividades propias de dicho Estado. Ese tipo de decisiones deben adoptarse, con  rango de ley, por el Parlamento, idealmente con mayorías muy amplias.

La “Ley por el derecho de vivienda” como forma de promover la ocupación ilegal de viviendas ajenas por vía legislativa

El “Proyecto de ley por el derecho a la vivienda” ha sido aprobado definitivamente por las Cortes Generales el pasado 17 de mayo.

Esta norma ignora la conveniencia de no tocar las leyes sino con mano temblorosa (“d’une main tremblante”), como aconsejaba sabiamente MONTESQUIEU, e incluye modificaciones legislativas que conducen a dudar seriamente de la competencia del legislador.

Sin embargo, en este post no me refiero a la Ley por el derecho de vivienda en su conjunto, sino solo a algunas de las modificaciones introducidas por la Disposición final quinta en relación con los procesos civiles de desahucio.

En primer lugar, de acuerdo con la Ley, no se admitirán las demandas que pretendan la recuperación de la posesión de una finca si el propietario no especifica “si el inmueble objeto de las mismas constituye vivienda habitual de la persona ocupante”. El propietario al que han ocupado su vivienda tiene, por tanto, la carga de indagar y especificar si su vivienda ocupada es o va a ser la “vivienda habitual” del ocupante ilegal.

En segundo lugar, tampoco se admitirán las demandas si el demandante no acredita si tiene la condición de “gran tenedor de vivienda”. Con este fin, el propietario al que han ocupado su vivienda también tiene la carga de adjuntar con su demanda una certificación del Registro de la Propiedad en la que conste la relación de propiedades a su nombre.

En tercer lugar, si el demandante tiene la condición de “gran tenedor”, también tiene que especificar “si la parte demandada se encuentra o no en situación de vulnerabilidad económica”. Para acreditarlo, el propietario tendrá que contactar con “los servicios de las Administraciones autonómicas y locales competentes” para la emisión de un “documento acreditativo”. En este caso, además, la demanda tampoco se admitirá si el propietario no se somete a un “procedimiento de conciliación o intermediación” con el ocupante ilegal de su vivienda.

Si es cierto, como creo, lo sostenido por STOLL en el sentido de que cualquier norma jurídica contiene “mediatamente un juicio de valor sobre los antagonismos de intereses a ella subyacentes”, el juicio de valor del legislador que se desprende de esta norma es inquietante y perturbador, y encierra una grave amenaza para la propiedad privada.

En particular, a continuación expongo que la Ley: (a) desprotege el derecho de propiedad al obstaculizar los procesos de desahucio; (b) asocia de forma peligrosa para la convivencia la defensa del derecho a la vivienda con la desprotección del derecho de propiedad; y (c) no desaprueba la ocupación ilegal de viviendas sino que la legitima como la simple manifestación de un problema social, convirtiéndola en un primer paso para la obtención de ayudas a conceder por las Administraciones Públicas.

(a) En primer lugar, la Ley obstaculiza la efectiva protección del derecho de propiedad al dificultar los procesos de desahucio, imponiendo a los propietarios cuyas viviendas han sido ocupadas la obligación de especificar si la vivienda ocupada por el ocupante ilegal va a ser la “vivienda habitual” del mismo y acreditar (en el caso de ser el propietario “gran tenedor”) si el ocupante ilegal se encuentra en situación de “vulnerabilidad económica”.

Exigir a los ciudadanos a los que les han ocupado ilegalmente su vivienda la carga de especificar o acreditar tales extremos para que se admita su demanda no solo implica trasladarles problemas cuya solución, en su caso, compete a los poderes públicos, sino que dificulta el ejercicio del derecho a la tutela judicial efectiva en caso de ocupación y genera una grave inseguridad jurídica.

¿Cómo va a saber el propietario al que le han despojado de su posesión ocupando su vivienda -si, por ejemplo, estuviéramos en el supuesto del artículo 250.1.4º de la Ley de Enjuiciamiento Civil- si la vivienda que le han ocupado “constituye la vivienda habitual de la persona ocupante”? Normalmente, ni lo sabe ni lo podrá saber. Sin embargo, según la Ley lo tiene que saber, porque es necesario que el propietario lo “especifique” en su demanda para -intentar- recuperar la posesión. ¿Qué es lo que este legislador quiere que haga el propietario? ¿Dirigirse a su vivienda ocupada, llamar a la puerta y pedir al ocupante ilegal que le confirme si, efectivamente, su intención es la de quedarse allí porque va a ser su “vivienda habitual”? ¿Se lo tiene que solicitar por escrito? ¿O pretende que contrate un detective o investigador privado para que vigile los movimientos del ocupante ilegal y, con base en los mismos, redacte un informe pericial para aportarlo después con la demanda?

En cualquiera de los casos, el propietario puede olvidarse de recuperar inmediatamente la posesión de su vivienda. El legislador ha decidido que tiene que someterse a un proceso kafkiano en el que hay que considerar el supuesto “derecho a la vivienda” de “la persona ocupante”, que ha decidido ocupar como su nueva “vivienda habitual” la vivienda que no le pertenece porque se encuentra en una supuesta “situación de vulnerabilidad económica”.

(b) En segundo lugar, el legislador asocia de forma peligrosa para la convivencia la defensa del derecho a disfrutar de una vivienda con la desprotección del derecho de propiedad. Solo así se entiende que en una norma cuya supuesta finalidad es facilitar el acceso a la vivienda se incluyan medidas que obstaculizan los procesos de desahucio en supuestos de ocupación ilegal.

Sin embargo, como ha explicado Ignacio GOMÁ en su post “Okupas y agenda pública”, esta forma de pensar es falsa, injusta y peligrosa. El derecho a “disfrutar de una vivienda digna y adecuada” reconocido en el artículo 47 de la Constitución no es un derecho subjetivo, sino un principio rector de la política social y económica (Capítulo Tercero del Título I de la Constitución). Por el contrario, el “derecho a la propiedad privada” reconocido en el artículo 33 sí es un auténtico derecho subjetivo, que al estar encuadrado en el Capítulo Segundo del Título I vincula a “todos los poderes públicos” (artículo 53.1 de la Constitución), aunque no sea un derecho fundamental.

Por tanto, conviene refutar de raíz esta asociación infantil y perezosa que parece haberse instalado en la mente del legislador entre la defensa del derecho a disfrutar de una vivienda y la desprotección del derecho de propiedad. El derecho a la vivienda se defiende con la adopción por los poderes públicos de las medidas pertinentes para facilitar el acceso de los ciudadanos a la misma, pero nunca a costa de desproteger la propiedad privada, que como explicó HAYEK es la más importante garantía de la libertad individual y una condición esencial de resistencia frente a cualquier tipo de coacción. Quien no la defienda está preparando el terreno para nuevas formas de barbarie y totalitarismo, presentes y futuras. En palabras de MAINE, nadie tiene libertad para atacar la propiedad privada y decir al mismo tiempo que aprecia la civilización, porque la historia de ambas es inseparable.

Merece la pena comparar el desprecio a la propiedad privada de esta Ley con su firme defensa en otros ordenamientos jurídicos, al considerarla uno de los fundamentos de la libertad individual.

A título de ejemplo, en el common law inglés resultan interesantes los casos McPhail v. persons, names unknown and Bristol Corporation v Ross and another y Southwark London Borough Council v. Williams. En ellos se expuso que, si la necesidad se admitiera como una defensa válida frente a la pretensión de recuperación posesoria del propietario, nadie estaría libre de que su propia casa fuera ocupada (“[i]f homelessness were once admitted as a defence to trespass, no one’s house could be safe”). Por ello, Lord DENNING concluyó que, en casos de ocupación, los tribunales no pueden suspender una orden judicial dirigida a la recuperación de la posesión por parte del propietario. De hecho, el propietario ni siquiera está obligado a acudir a los tribunales, teniendo el derecho de recurrir a la autotutela (“remedy of self-help”) para echar al ocupante ilegal mediante el uso de la fuerza que sea razonablemente necesaria (“[t]he owner, being entitled to possession, was entitled forcibly to turn them out”).

No sorprende que estas sencillas conclusiones aparezcan expuestas de modo tan claro y didáctico en el common law, que fue concebido desde su origen como una garantía de la libertad personal y “una barrera frente todo poder”, en palabras de HAYEK, y que se revuelve con razón contra la petulancia de un legislador que pretende adelantarse a todos los acontecimientos con regulaciones poco meditadas.

(c) En tercer lugar, la Ley no desaprueba la ocupación ilegal, sino que la legitima como la simple manifestación de un problema social. Es importante ser consciente de los riesgos que este planteamiento inmoral implica para cualquier forma civilizada de convivencia. Como critica HENRY, “[e]n la medida en que el robo, el asesinato se explican sociológicamente por sus condiciones objetivas, ni el ladrón ni el asesino son responsables, dejan de existir en el plano de la ética”. Con mayor motivo, para este legislador, la “persona ocupante” en situación de “vulnerabilidad económica” parece no ser merecedora de reproche alguno precisamente porque se encuentra en situación de “vulnerabilidad económica” y, por tanto, es solo la manifestación individual de un problema social.

Sin embargo; ¿Quién valora la “vulnerabilidad” de la persona cuya vivienda ha sido ocupada ilegalmente, cuyo Derecho ha sido vulnerado, y cuya dignidad ha sido pisoteada? ¿Y si nos atracan, también debemos tener en cuenta la situación de “la persona atracadora”? Ante tanta confusión, hay que volver a IHERING: “[…] el criminal es, en la mayor parte de los casos, protegido en detrimento del atacado, que queda sin defensa”.

La grave amenaza que esta Ley plantea al derecho de propiedad privada se revela al convertir a cualquier propietario en corresponsable de la satisfacción del derecho de vivienda del ocupante ilegal. Por eso, cuando “la persona ocupante” pueda ser considerada en “situación de vulnerabilidad”, el propietario cuya posesión ha sido ilegalmente despojada podrá tener la obligación de tolerar una suspensión del proceso de desahucio con la consiguiente continuación en la posesión y el disfrute de su vivienda por parte del ocupante ilegal.

La realidad, además, es que esta Ley constituye un poderoso incentivo para la ocupación ilegal de viviendas, en la medida en la que esta se configura legalmente como el primer paso necesario de un proceso de desahucio que podrá conducir a cualquier persona en supuesta “situación de vulnerabilidad” a la obtención de una “vivienda digna en alquiler social” y “posibles ayudas económicas y subvenciones”.

De esta forma, la Ley sitúa en una situación mucho más ventajosa -de cara al posible acceso a una vivienda y a la percepción de ayudas sociales- a la persona que ocupa ilegalmente una vivienda frente a aquella que se limita a cumplir la ley y no ocupa ilegalmente viviendas ajenas. ¿Ha pensado en esto el legislador?

A la vista de lo anterior, hay que recordar lo obvio; ocupar una vivienda que no nos pertenece no está bien, y no debe ser promovido por vía legislativa. Se puede recordar un escolio de GÓMEZ DÁVILA: “El tonto no se contenta con violar una regla ética: pretende que su transgresión se convierta en regla nueva”.

Cuando el legislador, crecido en un ambiente de positivismo, constructivismo e ingeniería social, se cree imbuido de un poder omnímodo que ataca valores básicos de la civilización, como el derecho a la propiedad privada, es momento de reaccionar. Termina IHERING su gran obra “La lucha por el Derecho” con una cita de GOETHE que bien aplica al caso y al futuro que nos espera, y que es un magnífico antídoto contra el relativismo, el derrotismo y la pereza: “Es la última palabra de la sabiduría que solo merece la libertad y la vida el que cada día sabe conquistarlas”.

Una reseña de “Virus y votos” de Enrique Cebrián

Enrique Cebrián ha escrito un libro que a mí me habría gustado escribir. A principios de 2021, comencé a desarrollar un proyecto en el que investigaba cómo estaba afectando la pandemia al modo de organizar y celebrar elecciones en todo el mundo. Sin embargo, circunstancias que no vienen al caso me llevaron a interrumpir la tarea, dejando inconclusos mis objetivos investigadores. Por suerte, Enrique Cebrián, en Virus y votos: procesos electorales autonómicos bajo la pandemia del covid-19 (Tirant lo Blanch, 2023), ha completado parte de la tarea que me había propuesto y, tras su lectura, puedo asegurar que lo ha hecho con admirable rigor.

En este libro, el autor ofrece una panorámica sobre los problemas jurídico-constitucionales que emergieron en las elecciones autonómicas celebradas entre 2020 y 2022 –los años que, aunque de forma desigual, estuvieron marcados por la pandemia del COVID-19–, en un total de seis comunidades autónomas: País Vasco, Galicia, Cataluña, Comunidad de Madrid, Castilla y León y Andalucía. La lectura del libro nos transporta, aun sin quererlo, a aquellas fechas aciagas. Fue una época extraña, muy complicada para todos; y creo que lo fue especialmente para algunas de las personas que estuvieron en puestos de responsabilidad y de gestión clave. Del mismo modo que hemos reconocido el valor y el esfuerzo de profesionales en otros ámbitos, considero que, como ciudadanos y como demócratas, deberíamos reivindicar el papel de todas aquellas personas que trabajaron con esfuerzo para que los procesos electorales pudieran desarrollarse, a pesar de las dificultades, con las debidas garantías y cumpliendo con unos estándares apropiados de integridad electoral. Debemos reconocer la labor de aquellos que, durante la pandemia, en distintos lugares del planeta, desde distintas instituciones (parlamentos, gobiernos, tribunales, etc.), trabajaron para que la democracia siguiese funcionando. Máxime cuando los valores democráticos están cada día más amenazados y cuando, en muchas ocasiones, las situaciones excepcionales están siendo aprovechadas por las autoridades gubernativas para reforzar sus poderes, laminar el pluralismo, perseguir opositores, hostigar a medios de comunicación críticos y, en definitiva, para perpetuarse en el poder.

Me centraré en algunas de las decisiones más controvertidas relacionadas con las elecciones, que el autor va diseccionando con destreza y perspicacia a lo largo del libro. La primera de ellas es la que consistió en suspender las elecciones vascas y gallegas, previstas inicialmente para abril de 2020, pero celebradas finalmente en julio de ese año. Esta decisión, adoptada según IDEA International en al menos 80 países entre febrero de 2020 y el mismo mes de 2022, resulta problemática, en la medida en que uno de los rasgos definitorios de los regímenes democráticos consiste en la celebración regular de elecciones, es decir, su carácter periódico. La decisión, además, no encontraba cobertura normativa ni en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, ni en las respectivas leyes electorales autonómicas, por lo que finalmente se adoptó por sendos Decretos de los presidentes de las respectivas comunidades autónomas. El autor del libro se hace eco de las críticas al respecto, pero defiende la decisión en el contexto en que se adoptaron, por razones de fuerza mayor e imprevisibilidad. Entre los argumentos a favor de la decisión se encontraban la necesaria protección del derecho a la vida e integridad física (art. 15 CE) y del derecho a la salud de las personas (art. 43 CE), así como la imposibilidad de garantizar la integridad del proceso electoral y los derechos de sufragio activo y pasivo (arts. 23.1 y 23.2 CE), debido a las limitaciones (de movimiento, reunión, etc.) derivadas del estado de alarma. De cara a eventuales situaciones futuras similares, no obstante, convendría recordar algunos estándares de soft law que ha ido elaborando la Comisión de Venecia (órgano consultivo perteneciente al Consejo de Europa). Un criterio importante es que las normas específicas sobre el aplazamiento de las elecciones no deben ser adoptadas por el poder ejecutivo, sino que deben establecerse en la constitución o en una ley que requiera para su aprobación de una mayoría cualificada. Además, la decisión del aplazamiento y la de los plazos y condiciones con las que tienen que volver a ser convocadas deben adoptarse con consenso partidista amplio, es decir, debe reducirse todo lo posible la posibilidad de oportunismo político. También sostiene la Comisión de Venecia que, cuanto más se vea afectado el normal funcionamiento de las instituciones del Estado, menos aceptable será el aplazamiento y éste deberá ser más breve, siendo la situación particularmente delicada cuando el parlamento ya se encuentra disuelto. Y concluye afirmando que el principio de proporcionalidad es la clave: el aplazamiento de las elecciones debe ponderarse con el riesgo de celebrarlas durante una situación de emergencia.

En País Vasco y Galicia se produjeron otras actuaciones polémicas. Como bien recoge el autor del libro, a unos pocos días de las elecciones, las autoridades gallegas y vascas manifestaron públicamente que a las personas contagiadas por coronavirus les estaba prohibido votar e, incluso, advirtieron de que, si no cumplían con dicha prohibición, podrían estar cometiendo un delito contra la salud pública. Esas decisiones de dejar a los enfermos de COVID-19 sin poder ejercer su derecho de sufragio activo fueron avaladas por las juntas electorales y por los tribunales en distintos recursos presentados. Concuerdo con Enrique Cebrián en que se trata de decisiones jurídicamente muy cuestionables, por más que se persiguiese el objetivo legítimo de evitar la propagación del virus y, por tanto, se estuviese intentando proteger los derechos de los ciudadanos a la vida y a la integridad física. Como han señalado distintos autores, resulta discutible que las medidas respetasen el juicio de razonabilidad y proporcionalidad en las limitaciones a un derecho fundamental, en la medida en que cabía imaginar restricciones alternativas menos lesivas para el derecho de sufragio activo que la simple privación del derecho al voto de las personas contagiadas o en cuarentena. Algo que, por cierto, se hizo en otros países de nuestro entorno occidental en las mismas fechas, a través de modalidades de votación alternativas como las urnas móviles. Coincido plenamente con el autor en su crítica: “la actitud de los poderes públicos habría debido ir encaminada a la garantía del ejercicio del derecho por parte de todo el electorado, y nunca a evitar que una parte de éste lo pudiera ejercer” (p. 87).

Nuestro juicio sobre los errores que pudieron cometerse en los peores meses de la pandemia debe ser necesariamente indulgente. Sería ventajista criticar algunas decisiones con el conocimiento y la información de los que disponemos en la actualidad. Pero esa indulgencia no debe llevarnos a anular nuestro sentido crítico. Con cierta perspectiva de lo acontecido en aquellas fechas, podemos afirmar que, en nuestro país, la gestión de la pandemia, desde un punto de vista jurídico, fue muy deficiente en algunos aspectos. La indolencia de gran parte de los parlamentos españoles, especialmente en lo que se refiere a la función legislativa, resultó evidente. Y una de las materias donde quedó patente la inacción legislativa, a pesar de las reivindicaciones de los expertos en la materia, fue la adaptación de la regulación de las elecciones a situaciones excepcionales. El aplazamiento de las elecciones vascas y gallegas no contó con una cobertura jurídica clara, pero puede entenderse que fue razonable dadas las circunstancias. Lo que no resultó aceptable, en opinión de Enrique Cebrián que comparto plenamente, fue la falta de reformas legislativas, tanto a nivel nacional como autonómico, para habilitar una posible suspensión de un proceso electoral ya convocado si concurrían determinadas circunstancias y con las correspondientes cautelas y garantías. La falta de reformas legales generó inseguridad jurídica, hasta el punto de que la fecha de celebración de las elecciones catalanas terminó dependiendo de una decisión judicial, algo poco deseable.

El libro también ofrece datos interesantes en cuanto a la participación electoral, evidenciando abultadas tasas de abstención. En el período 2020-2022, registraron el peor dato en términos de participación de la serie de elecciones autonómicas tres comunidades autónomas –País Vasco (50,8%), Cataluña (51,3%) y Castilla y León (58,8%)– y el segundo peor dato otras dos –Galicia (49%) y Andalucía (56,1%)­–. Como caso absolutamente desviado encontramos el de la Comunidad de Madrid, donde se registró un 71,7% de participación, la más elevada de todas las elecciones autonómicas madrileñas. Estos últimos datos probablemente se expliquen por la expectación que suscitaron esas elecciones, con una campaña electoral desarrollada en clave nacional, y en la que casi todos los principales partidos, a mi juicio de forma absolutamente irresponsable, cebaron la polarización ideológica, llegando a emplear un lenguaje y unos mensajes cuasi gerracivilistas.

Me gustaría concluir, en fin, animando a la lectura de esta obra a quienes estén interesados en asuntos jurídicos, constitucionales y, especialmente, electorales. Decía al inicio que Enrique ha escrito un libro que a mí me habría gustado escribir; espero no haber escrito una reseña que a él no le habría gustado leer.

Tributación efectiva de las multinacionales y tributación mínima global

Durante los últimos años gran parte el debate público se ha centrado en si las grandes empresas pagan pocos o muchos impuestos. Se mencionan datos de lo más diversos en relación con la tributación efectiva de las multinacionales y es habitual oír que, gracias a una complicada estrategia fiscal, a la que solo las grandes tienen acceso, estas compañías “no pagan su parte justa de impuestos”. No es un debate restringido a España y está en la base de los trabajos sobre la tributación mínima global, recién acordada, a la que luego nos referiremos.

Volviendo a España merece la pena analizar los datos disponibles y explicar como se calculan los tipos efectivos de tributación para comprender las estadísticas publicadas. En este sentido, la AEAT publica anualmente dos estadísticas: el informe anual de recaudación tributaria y la estadística país por país. El informe de recaudación tributaria ofrece estadísticas sobre la recaudación de todos los impuestos en España mientras que, la estadística país por país muestra datos relativos a la tributación por el impuesto sobre sociedades, de las mayores multinacionales españolas, en los países en los que operan.

Cálculo de los tipos efectivos de tributación

Como es bien sabido, el impuesto sobre sociedades en España tiene un tipo nominal, aplicable con carácter general, del 25% (las entidades financieras y de hidrocarburos están sometidas al tipo del 30%). El tipo de gravamen se aplica sobre el la base imponible que se obtiene ajustando el resultado contable.

El principal ajuste es la exención para evitar la doble imposición, aplicable a los dividendos o a las plusvalías en acciones, que no se gravan en la empresa que los recibe porque ya han tributado en sede de la filial. Se trata de una exención que el impuesto español recoge para aquellos supuestos en los que se considere que la filial ha estado suficientemente gravada, y que, por lo tanto, se debe evitar la doble imposición. En estos casos, la norma española exime de tributación el 95% del dividendo (o plusvalía). Se trata de una exención de buena técnica tributaria y general aplicación en aras a lograr una tributación justa, y que está también presente, de forma muy generosa, en las nuevas normas que regularán la tributación mínima global.

Por otro lado, se permite la compensación de pérdidas de ejercicios anteriores, para ajustar la vida de la empresa al ciclo impositivo, no gravando únicamente los ejercicios con beneficios. También se trata de una medida existente en todas las regulaciones, siendo la española la más estricta de la UE, ya que solo permite que las grandes multinacionales compensen el 25% de las perdidas.

Pues bien, el informe de recaudación tributaria muestra la tributación de los distintos impuestos, dando para el impuesto sobre sociedades dos tasas de tributación efectiva: una sobre el resultado contable y otra sobre la base imponible. Como no puede ser de otra manera, la primera es considerablemente inferior a la segunda. Por ejemplo, según el último informe publicado, la tasa efectiva sobre el resultado contable es del 10,07% mientras que sobre la base imponible es del 22%. Lógicamente, la primera indica poco o nada, ya que compara la renta mundial con los impuestos pagados solo en España, al incluir las rentas de fuente extranjera por las que no se tributa porque ya se ha gravado a las filiales fuera de España. También lógicamente, cuanto “más multinacional” sea el grupo, más baja será esta tasa al ser mayor el umbral de beneficios procedentes de otros países, por lo que aquellos grupos que hayan tenido una estrategia exitosa de internacionalización serán las que tengan una tasa efectiva sobre el resultado contable más baja.

Pese a la poca representatividad de esta cifra, es en la que de manera insistente se basa el discurso que sirve para afirmar, por activa y por pasiva, que “las grandes multinacionales no pagan impuestos”. Esta cifra es el origen del manido tipo efectivo del 7%. Habría que preguntarse porque nadie menciona el tipo del 22%.

La otra estadística, la relativa a la información país por país, muestra la tributación global, en España y en los distintos países en los que operan, de las multinacionales con una cifra de negocios consolidada superior a 750 millones de euros. Según la última publicada, el tipo efectivo mundial de los grandes grupos españoles asciende al 24,8% (por encima del 16,7% en 2019, el 18,3% en 2018 y el 17,0% en 2017). Es decir, ha subido considerablemente respecto a los años anteriores, ¿será por esto por lo que la publicación ha hecho menos ruido que otros años e incluso, por primera vez, no ha parecido necesario publicar una nota de prensa del Ministerio?

Por algún motivo, no se quiere dar relevancia a las cifras que muestran que la tributación del impuesto no es baja y parece más rentable el discurso sobre la baja tributación, que claramente ha calado en la opinión pública.

La tributación mínima global

Esta creencia sobre la baja tributación ha sido la base para los trabajos sobre la tributación mínima global, el conocido como Pilar 2. Durante los últimos años, las administraciones, primero lideradas por la OCDE y posteriormente en el ámbito comunitario, han trabajado en las reglas, que se acaban de aprobar. El Pilar 2 supone un cambio en los principios básicos de la fiscalidad internacional. Hasta el momento, se trataba de gravar los beneficios allí donde se generaran, dejando a los estados libertad para que en un ejercicio de soberanía fiscal determinasen los niveles de imposición. Por el contrario, el Pilar 2 requiere un mínimo de tributación en cada país sobre la actividad real, exista o no una erosión artificial de las bases imponibles.

Se trata de exigir un 15% de tributación efectiva en el impuesto sobre sociedades en cada uno de los países en los que opere el grupo, y en el supuesto de que no se alcance dicho tipo efectivo, la diferencia se deberá pagar a la hacienda pública del país en el que se sitúe la cabecera del mismo.

Al tipo efectivo mínimo exigible del 15% se llega comparando los impuestos pagados con el resultado contable ajustado, fundamentalmente, descontando los dividendos y plusvalías en acciones (para eliminar la doble imposición). Por el contrario, no se permite consideran otros beneficios fiscales tales como las deducciones que suelen tender a favorecer determinados comportamientos empresariales: el fomento del I+D, inversiones ambientales, la creación de empleo… Es decir, los ajustes para eliminar la doble imposición no harán bajar el tipo efectivo de gravamen aceptable, al haberse descontado previamente, pero si cualquier otro beneficio fiscal, por lo que la tributación mínima aceptable será más cercana a nuestra tasa efectiva sobre base imponible (el 22% en el año 2023).

Se limita de esta manera la posibilidad de los países de optar por una política fiscal que trate de atraer la inversión con beneficios fiscales o tipos de gravamen más bajos, pero también la posibilidad de favorecer determinados comportamientos empresarial tales como el I+D o la transición energética. Además, en el caso de que un país opte por establecer este tipo de beneficios, y la tributación baje del 15%, la diferencia se deberá abonar en el país de la matriz del grupo. Es este uno de los motivos que ha generado más críticas de los países en vías de desarrollo, ya que, si optan por una política fiscal que trate de favorecer la inversión, no tendrá efecto ya que lo que no se pague en sus países se paga en el de la matriz, que suelen ser los países ricos.

Probablemente a todo lo anterior habrá una excepción, EE.UU., que no va a aplicar el Pilar 2 sino sus propias reglas que exigen una tributación mínima, pero permiten muchos beneficios para favorecer las inversiones ambientales y en infraestructuras.

Finalmente, cabe preguntarse si en España se va a recaudar mucho por el Pilar 2. Todo parece indicar que no, que la recaudación no será elevada, tanto por las tasas de tributación de nuestras multinacionales en el mundo (un 24,8% muy superior al 15%) como porque los países no permitirán que lo que ellos no recauden lo recauden otros, eliminando el efecto del beneficio concedido, por lo que centrarán en otras formas de atraer la inversión. Por dar la foto completa, sí que pudiese haber un incremento indirecto de la recaudación porque las empresas no se deslocalicen a otros territorios. No obstante, tampoco parece que el efecto indirecto vaya a ser muy grande ya que no se debe olvidar que se trata de desplazar actividad real, para cuya localización (o deslocalización) pesan una multiplicidad de factores no solo fiscales. Aún queda tiempo para que conozcamos las cifras de recaudación y la explicación de estas en el caso de que no sean elevadas.

Solo cabe concluir que sería hora de cambiar el discurso, dejar de afirmar que las multinacionales no pagan porque pagan y mucho e insistir en lo anterior solo menoscaba la credibilidad del sistema. Esperemos que la adopción del Pilar 2 sirva para cambiar el discurso y sobre todo la opinión del público general.

 

12 de junio | Save the date: La profesionalización de la dirección del Sector Público: El Dedómetro

hayderechoHay Derecho es una fundación sin ánimo de lucro que promueve la regeneración institucional, la lucha contra la corrupción y la defensa del Estado de Derecho.

Sobre si la enfermedad parlamentaria es crónica o terminal

Si este blog ha decidido publicar una serie de entradas bajo el título “El Parlamento en el foco” dedicadas a analizar el mal funcionamiento de la institución (abuso del Decreto-Ley, de las mociones de censura, del procedimiento legislativo, banalización del control al Gobierno, desnaturalización de las comisiones de investigación, mala técnica normativa, etc.) es porque cabe presumir que nos encontramos ante síntomas persistentes reveladores de una enfermedad de fondo. Enfermedad que no puede ser pasajera o transitoria, porque la padecemos desde hace demasiado tiempo (y no somos los únicos). La cuestión, entonces, es ver si se trata de una dolencia crónica –por lo que con ciertas adaptaciones y mejores hábitos de vida podríamos seguir tirando, mal que bien- o hemos llegado ya a un punto irreversible cuyo desenlace solo puede ser la muerte del paciente, a medio o corto plazo.

Los Parlamentos han disfrutado de una mala salud de hierro desde hace aproximadamente un siglo. El primero que detectó la enfermedad, entonces incipiente, fue Carl Schmitt. Pero para comprender de manera adecuada su gestación es necesario remontarse a los principios básicos sobre los que está construida la democracia representativa. La idea fundamental es que los diputados no representan intereses individuales (como ocurría con el sistema estamental del mandato imperativo) sino el interés supremo de la nación, que es algo más, pues aúna la voluntad de las generaciones pasadas y el interés de las generaciones venideras, de los muertos, de los vivos y de los no nacidos: una voluntad y un interés permanentes. La forma ante la que se articula ese interés superior es, al menos teóricamente, a través de la deliberación y del debate, de ahí que se hable de democracia deliberativa. Solo por la trascendencia de la discusión puede justificarse la existencia de un órgano colegiado en el que los representantes son independientes de los representados, pues en otro caso tal cosa perdería gran parte de su sentido. Es esa independencia la que permite persuadir y ser persuadido, a través de un cruce de argumentos y de opiniones que faciliten determinar con mayor acierto dónde reside el interés general de la nación.

En cuanto en qué consiste concretamente ese interés existía una diferencia entre una minoría de liberales “doctrinarios” que consideraban que a través del debate era posible alcanzar una verdad compartida, y una mayoría de liberales individualistas que lo entendían más como una negociación para transar intereses individuales opuestos, sujeta a la decisión final de la mayoría de turno. Pero, en cualquier caso, no existía una diferencia práctica sustancial entre unos y otros porque el sistema estaba montado sobre una pequeña trampa: el sistema censitario limitado. Solo votaban los propietarios, es decir, la clase burguesa, que se consideraba la única competente para interpretar adecuadamente el interés de la nación, lo que, dada esa comunidad de intereses, facilitaba el debate y/o la negociación en sede parlamentaria.

Pero cuando, como consecuencia de la evolución social y económica de la sociedad capitalista, se  amplía la base democrática y se llega al sufragio universal y a la democracia de masas, surge entonces un conjunto de partidos políticos que se alinean perfectamente con los intereses de clase. El político profesional comprende ahora que más que a los intereses generales de la nación, ante quién debe responder de manera inmediata es a los intereses de su clase de electores, y si no lo comprende bien (quizás porque todavía pueda pensar que existe algo así como el bien común), ahí está el partido político para recordárselo por si fuera necesario. El mandato sigue siendo representativo, pero por vías informales los partidos se las apañan con bastante éxito para fortalecer la vinculación con sus electores particulares característica del mandato imperativo imponiendo disciplina interna a sus diputados (listas electorales cerradas bajo control del partido, multas en caso de desobediencia, pactos antitransfuguistas, etc.).

El debate, entendido como medio idóneo para determinar la verdad o el interés general de la nación, es definitivamente abandonada por unos y por otros. Tanto desde la perspectiva liberal como socialista, lo que existen son intereses, en plural, y la responsabilidad de unos y de otros es sacar adelante los propios por la vía más expeditiva posible, normalmente por la de la mayoría, si es aritméticamente factible, desplazando sin contemplaciones a las opciones competidoras. Solo si no hay más remedio procederá transigir sobre ellos, como ocurre en cualquier negociación. Pero esa transacción se hará por los jefes de partido de manera reservada y al margen del Parlamento, que queda limitado a una mera función de ratificación de lo acordado. Los diputados no pueden cambiar de opinión como consecuencia del debate parlamentario, que queda relegado a un mero expediente formal, de tipo casi publicitario para difundir la línea del partido entre los propios, sin ninguna pretensión de persuadir a los representantes de otros partidos. La decisión de la mayoría no se entiende como un mero recurso práctico para poner término a la discusión cuando se ha contemplado el asunto desde todas las perspectivas y se ha dicho todo, sino, conforme al principio del consentimiento, como la legítima voluntad del Estado (auctoritas, non veritas facit legem).

Este es precisamente el meollo de la crítica que realiza Carl Schmitt al parlamentarismo de su época[1]: carece de sentido un parlamentarismo basado en el mandato representativo, pero donde no hay debate dada la incompatibilidad de intereses particulares, lo que aboca a la dictadura de la mayoría de turno, que solo se va a preocupar de sacar adelante los propios. Para eso es mejor un líder fuerte que sepa captar y representar el interés general de la nación. El que la alternativa que proponía terminase resultando mucho peor no desmerece la agudeza de la crítica.

El problema es que, con el advenimiento de la última fase de la representación política, en la que ahora nos encontramos, la cosa se agrava todavía más. Por el propio desarrollo del sistema capitalista y su posterior globalización, ese alineamiento de intereses entre electores y representantes, aunque fuese mediado a través del partido, empieza a resquebrajarse. El binomio trabajadores/burgueses, que tan cómodo había resultado a los partidos en un momento histórico, se transforma en una creciente constelación que incorpora incesantemente nuevas categorías: trabajadores urbanos/rurales, indefinidos/temporales/parados, nacionales/inmigrantes, hombres/mujeres, funcionarios/autónomos, activos/jubilados, jóvenes/mayores, propietarios/alquilados, etc. La consecuencia es una grave desorientación en el seno de los partidos. Amenazados en sus cuotas de poder y en la propia subsistencia de su actividad profesional, los políticos necesitan urgentemente algo que recupere un poco del orden perdido, que permita identificar con mayor claridad a los representados, pero ahora en beneficio exclusivo de los representantes, que se juegan en eso el ser o no ser, su propia existencia de “representantes” profesionales. El paradigma de la representación de intereses se mantiene, pero donde no los hay claros y definidos es necesario incentivarlos o incluso crearlos, aunque sea artificialmente. Y eso lo proporciona la política de la identidad y el populismo.

La demanda en política casi nunca ha sido exógena, sino que depende en gran medida de las acciones de los políticos, pero en esta última fase del capitalismo dicha circunstancia es todavía más acusada. Ya no estamos en el antiguo paradigma de ciudadanos en busca de representantes, sino de representantes en busca de representados. De ahí que los políticos necesitan elegir una serie de cuestiones o posicionamientos que singularicen la política de cada partido y lo diferencien así de los demás en el mercado electoral, ya sea en relación al nacionalismo en cualquiera de sus variedades (autorregulación, secesionismo, centralismo, aislacionismo, etc.), o a las llamadas guerras culturales (política de género, aborto, revisionismo histórico, libertad religiosa, etc.) o a cualquier tema social especialmente sensible (inmigración, vivienda).

La selección y agrandamiento de fracturas en el electorado deviene la tarea prioritaria. Una vez seleccionado el correspondiente menú, se insiste machaconamente en él para manifestar su relevancia y preminencia frente a cualquier otra cuestión respecto a la cual la política del partido sea menos nítida o necesariamente más compleja, radicalizando además las posturas para que no sean posibles componendas de ningún tipo que enturbien la necesaria delimitación entre “nosotros” y “ellos”. De esta manera, se fideliza al votante, evitando desafecciones y minimizando la rendición de cuentas por las gestiones ineficientes, pero se complica todavía más la posibilidad de desarrollar cualquier proceso de discusión que permita persuadir o ser persuadido. Más bien se huye de ello, porque un cambio de política en este tipo de cuestiones no haría otra cosa que desorientar al electorado, por mucho que pudiera estar justificado desde el punto de vista de los intereses generales. De lo que se trata es de construir una mayoría para sacar adelante los “mensajes” oportunos, más que las normas (aunque se disfracen bajo su forma) cuyo impacto real en la sociedad pasa a ser secundario. Es lo que hemos denominado en este blog “legislar para la foto”. No es extraño que ni su corrección técnica ni el procedimiento necesario para sacarlas adelante tengan especial interés. Tampoco, lógicamente, si han resultado útiles para lograr la finalidad formalmente pretendida (porque, en el fondo, esa no era la real).

La cuestión principal, como anunciábamos al principio de este post, es si esta enfermedad es mínimamente reconducible, o hemos llegado ya a un punto en que el advenimiento del líder fuerte -aunque en esta ocasión no sea bajo la forma del fascismo, sino sobre la más light de la llamada democracia iliberal- constituye la evolución inevitable del sistema (como consecuencia de inevitable proceso de desconfianza, desafección, hartazgo, y frustración acumulada, detectable desde hace tiempo en muchos países). Es una cuestión que merece mucho más espacio del que ahora tengo a mi disposición, pero sí me gustaría adelantar algunas ideas.

La principal es que debemos ser tener en todo momento presente las razones por las que el parlamento funciona mal. No se debe a que los diputados sean menos competentes o peores personas que el ciudadano medio. Tampoco a su diseño. No es un simple problema de que el Reglamento del Congreso esté desfasado. Es un problema derivado de los incentivos profesionales de los políticos en un determinado marco social y económico. Pero sentado esto, lo que verdaderamente importa es ser conscientes de que nosotros somos sus incentivos profesionales. Es verdad que la demanda en política no es exógena, pero quizás no deberíamos ser presas tan fáciles. Los estudios nos dicen que la sociedad está mucho menos polarizada que la política (aquí), aunque esa polarización ha ido creciendo con el tiempo, lo que casa perfectamente con la explicación que venimos ofreciendo. Por eso, lo que debemos hacer es ofrecer un poquito más de resistencia. Es verdad que casi todos los partidos incurren en vicios parecidos, pero hay diferencias (de hecho, los hay que querían presentar directamente en sus listas a condenados por asesinato). Pero me interesan más ahora las diferencias entre los políticos de los mismos partidos. Lo que resulta peligrosísimo es que prefiramos votar masivamente a los más vocingleros, divisivos y cañeros (o cañeras) frente a los más serenos y aburridos. Nos pone, sin duda, pero por esa vía la enfermedad es terminal.

Además, y esta es otra idea a tener muy en cuenta, aunque es verdad que los incentivos de los políticos tienden a fomentar la polarización, no ocurre lo mismo con los de los ciudadanos. Nuestra lealtad incondicional al partido de turno está mucho menos justificada que en la época clásica de la democracia de masas, cuando los intereses sociales estaban bastante más marcados, “y no había nadie más tonto que un trabajador que votase a la derecha”. No niego que en la actualidad existan graves conflictos de intereses, por supuesto, pero en muchas ocasiones esos conflictos los vivimos en persona y son mucho menos proclives a la dialéctica amigo-enemigo. Los jubilados quieren mantener el poder adquisitivo de sus pensiones, sin duda, y los propietarios una fiscalidad baja, pero también son los abuelos de los jóvenes en paro o sin posibilidad de acceder a una vivienda perjudicados por esas políticas. Esta circunstancia permitiría, al menos en teoría, generar auténticos debates de políticas públicas -y no solo meras negociaciones- en busca de las soluciones que más se aproximen al interés general.

Por último, no basta solo con resistirse a la hora de votar. Debemos seguir denunciando las ineficiencias del sistema. Especialmente, debemos seguir defendiendo los principios básicos sobre los que está construido el parlamentarismo: la representación de los intereses generales, el debate como medio para alcanzarlos, el escrupulosos respeto al procedimiento y a los derechos de la minoría para que ese debate sea posible, la fiscalización del impacto de las normas para comprobar quién tenía razón, etc. Sobre todo eso llevamos mucho tiempo trabajando en nuestra Fundación. Hay que seguir insistiendo y machacando sobre los principios, porque cuando no haya nadie que lo haga, quizás porque reconozcamos que ya no tienen importancia para nadie, entonces es cuando habremos transitado definitivamente a otra vida, seguramente peor.

 

[1] C. Schmitt, Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual, 1926. Hay edición española, Tecnos, 2008, pp. 151 y ss.