Extrañados

Con independencia del crédito que se le quiera conceder a las informaciones contradictorias según las cuales el rey emérito Juan Carlos I no sólo no habría pedido autorización para viajar a España la semana pasada, sino que ni siquiera habría informado de ello a Zarzuela, frente a otras que sostienen que la Casa Real estuvo informada al minuto de ese regreso, lo cierto es que todo lo que rodea a este exilio regio se asemeja cada vez más, como tragedia, a la farsa que supuso aquel otro protagonizado por su tatarabuela a partir de 1868.

Parece indiscutible que ambos Borbones comparten el disgusto de hallarse fuera de España por razones ajenas a su deseo y podría decirse también de los dos monarcas lo que Antonio Rubio, marqués de Valdeflores, refería de Isabel II, al describir a la reina extrañada como «española, españolísima, no acierta a estar, no diré fuera del Trono, sino fuera de España».

Ahora bien, en las dos figuras y, en particular, en sus análogas coyunturas vitales, concurre asimismo el indisimulado deseo de muchos de mantenerlos alejados de España. El mismísimo general Serrano, durante tantos años favorito de la Reina, ofreció a los Borbones radicados en el parisino Palacio de Castilla la posibilidad de regresar a España cuando el nuevo rey fuese elegido por las Cortes Constituyentes en 1869… «menos a uno». Antonio Cánovas, arquitecto del proyecto restaurador, nunca ocultó que la presencia de la Reina en España constituía un obstáculo para su propósito político, dejándolo por escrito en una célebre carta dirigida a la propia Isabel. Ni la aristocracia veía con buenos ojos la vuelta de la soberana, con sonoros inconvenientes de personajes tan significados como los marqueses de Salamanca o Bedmar.

En paralelo, cada vez que se anuncia un viaje del rey Juan Carlos I a España, la incomodidad, cuando no el expreso rechazo brota por doquier en medios, opinión pública y clase política, en una gradación trasunto de las divergencias entre los moderados y progresistas decimonónicos y, en ambos siglos, arguyendo como motivo fundamental un estilo de vida personal que habría afrentado el prestigio de la institución. Resulta sensacional advertir como las analogías incluso se extienden en el desfavorable efecto que una repatriación supondría para los titulares de la corona, esforzándose Cánovas en proteger la imagen del nuevo rey «liberal, culto, saludable, católico y soldado», un perfil acentuadamente parecido al de un Felipe VI, primer interesado en desvincularse de las taras del reinado anterior.

En cualquier caso, como Juan Carlos la pasada primavera, Isabel II volvió España en julio de 1876, y la experiencia fue, en primer lugar, dolorosa para la desterrada, a quien no se le permitió residir en Madrid (como hogaño a su tataranieto), debiendo trasladarse a los Reales Alcázares sevillanos, donde tuvo que someterse a una malencarada y humillante supervisión a cargo de los Montpensier. Al año siguiente intentó viajar a Cádiz para tomar los baños, resultando igualmente degradante la indisimulada incomodidad de las autoridades gaditanas con la anunciada presencia regia. Después de aquel primer viaje, la Reina Madre disfrutó de estíos en La Granja, Comillas, Ontaneda, San Sebastián y Azcoitia, y aún volvió alguna otra vez a Madrid, no sin maliciar alguna travesura tan propia de su personalidad, como cuando le confesó al embajador francés en Madrid que le entraban ganas, entonces que estaba en la capital de España, de quedarse: «sería una mala pasada, y no lo haré mas que en el caso de que no me traten bien». En segundo término, fue una experiencia perturbadora para el ecosistema político y la que se pretendía fuera la restaurada institución monárquica y, finalmente, inane, pues en nada importó su oposición al enlace del Rey con Maria de las Mercedes, la hija de su enemistada hermana, como tampoco fue tenida en cuenta en las gestiones para el nuevo matrimonio con María Cristina tras la temprana muerte de la joven Orleans.

Sería muy deseable que las evidentes identidades de Juan Carlos I con sus predecesores exiliados no se extendieran también a sus finales. A diferencia de Carlos IV, Isabel II y Alfonso XIII, el saldo vital del rey emérito es abrumadoramente favorable en lo que respecta a su gestión política, a diferencia de los muy nocivos reinados de los tres citados y, consecuentemente, es razonable pensar que se ha ganado el derecho a elegir el lugar en el que pasar sus últimos días, como las autoridades españolas la obligación de remover los obstáculos para que así sea.

2 comentarios
  1. O'farrill
    O'farrill Dice:

    Para muchos ciudadanos no acaba de quedar claro el historial del designado como “rey emérito”, al igual que no les quedan claros las funciones confundidas de Jefe del Estado con sus atribuciones dinásticas.
    En este aspecto la Constitución, en vez de separar y concretar ambas cuestiones, las une y provoca un total desconcierto entre la “soberanía nacional de la que emanan los poderes del Estado” (todos).
    El texto constitucional de una forma arbitraria, atribuye al “rey” funciones de Estado (por ejemplo la Administración de Justicia “en nombre del Rey”. En otros casos con funciones de la Jefatura del Estado,…
    El rey “emérito” surge del régimen anterior por la voluntad de Franco y la aprobación de las Cortes, con los juramentos correspondiente, como sucesor en la Jefatura del Estado. No olvidemos la ingeniería jurídica de D. Torcuato Fernández Miranda (“de la ley a la ley”) para lograr los resultados de la Transición.
    En todo caso, creo que es cuestión de que el propio rey “emérito” aclarase todo de una forma concreta.
    Un saludo.

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