Sobre si la enfermedad parlamentaria es crónica o terminal
Si este blog ha decidido publicar una serie de entradas bajo el título “El Parlamento en el foco” dedicadas a analizar el mal funcionamiento de la institución (abuso del Decreto-Ley, de las mociones de censura, del procedimiento legislativo, banalización del control al Gobierno, desnaturalización de las comisiones de investigación, mala técnica normativa, etc.) es porque cabe presumir que nos encontramos ante síntomas persistentes reveladores de una enfermedad de fondo. Enfermedad que no puede ser pasajera o transitoria, porque la padecemos desde hace demasiado tiempo (y no somos los únicos). La cuestión, entonces, es ver si se trata de una dolencia crónica –por lo que con ciertas adaptaciones y mejores hábitos de vida podríamos seguir tirando, mal que bien- o hemos llegado ya a un punto irreversible cuyo desenlace solo puede ser la muerte del paciente, a medio o corto plazo.
Los Parlamentos han disfrutado de una mala salud de hierro desde hace aproximadamente un siglo. El primero que detectó la enfermedad, entonces incipiente, fue Carl Schmitt. Pero para comprender de manera adecuada su gestación es necesario remontarse a los principios básicos sobre los que está construida la democracia representativa. La idea fundamental es que los diputados no representan intereses individuales (como ocurría con el sistema estamental del mandato imperativo) sino el interés supremo de la nación, que es algo más, pues aúna la voluntad de las generaciones pasadas y el interés de las generaciones venideras, de los muertos, de los vivos y de los no nacidos: una voluntad y un interés permanentes. La forma ante la que se articula ese interés superior es, al menos teóricamente, a través de la deliberación y del debate, de ahí que se hable de democracia deliberativa. Solo por la trascendencia de la discusión puede justificarse la existencia de un órgano colegiado en el que los representantes son independientes de los representados, pues en otro caso tal cosa perdería gran parte de su sentido. Es esa independencia la que permite persuadir y ser persuadido, a través de un cruce de argumentos y de opiniones que faciliten determinar con mayor acierto dónde reside el interés general de la nación.
En cuanto en qué consiste concretamente ese interés existía una diferencia entre una minoría de liberales “doctrinarios” que consideraban que a través del debate era posible alcanzar una verdad compartida, y una mayoría de liberales individualistas que lo entendían más como una negociación para transar intereses individuales opuestos, sujeta a la decisión final de la mayoría de turno. Pero, en cualquier caso, no existía una diferencia práctica sustancial entre unos y otros porque el sistema estaba montado sobre una pequeña trampa: el sistema censitario limitado. Solo votaban los propietarios, es decir, la clase burguesa, que se consideraba la única competente para interpretar adecuadamente el interés de la nación, lo que, dada esa comunidad de intereses, facilitaba el debate y/o la negociación en sede parlamentaria.
Pero cuando, como consecuencia de la evolución social y económica de la sociedad capitalista, se amplía la base democrática y se llega al sufragio universal y a la democracia de masas, surge entonces un conjunto de partidos políticos que se alinean perfectamente con los intereses de clase. El político profesional comprende ahora que más que a los intereses generales de la nación, ante quién debe responder de manera inmediata es a los intereses de su clase de electores, y si no lo comprende bien (quizás porque todavía pueda pensar que existe algo así como el bien común), ahí está el partido político para recordárselo por si fuera necesario. El mandato sigue siendo representativo, pero por vías informales los partidos se las apañan con bastante éxito para fortalecer la vinculación con sus electores particulares característica del mandato imperativo imponiendo disciplina interna a sus diputados (listas electorales cerradas bajo control del partido, multas en caso de desobediencia, pactos antitransfuguistas, etc.).
El debate, entendido como medio idóneo para determinar la verdad o el interés general de la nación, es definitivamente abandonada por unos y por otros. Tanto desde la perspectiva liberal como socialista, lo que existen son intereses, en plural, y la responsabilidad de unos y de otros es sacar adelante los propios por la vía más expeditiva posible, normalmente por la de la mayoría, si es aritméticamente factible, desplazando sin contemplaciones a las opciones competidoras. Solo si no hay más remedio procederá transigir sobre ellos, como ocurre en cualquier negociación. Pero esa transacción se hará por los jefes de partido de manera reservada y al margen del Parlamento, que queda limitado a una mera función de ratificación de lo acordado. Los diputados no pueden cambiar de opinión como consecuencia del debate parlamentario, que queda relegado a un mero expediente formal, de tipo casi publicitario para difundir la línea del partido entre los propios, sin ninguna pretensión de persuadir a los representantes de otros partidos. La decisión de la mayoría no se entiende como un mero recurso práctico para poner término a la discusión cuando se ha contemplado el asunto desde todas las perspectivas y se ha dicho todo, sino, conforme al principio del consentimiento, como la legítima voluntad del Estado (auctoritas, non veritas facit legem).
Este es precisamente el meollo de la crítica que realiza Carl Schmitt al parlamentarismo de su época[1]: carece de sentido un parlamentarismo basado en el mandato representativo, pero donde no hay debate dada la incompatibilidad de intereses particulares, lo que aboca a la dictadura de la mayoría de turno, que solo se va a preocupar de sacar adelante los propios. Para eso es mejor un líder fuerte que sepa captar y representar el interés general de la nación. El que la alternativa que proponía terminase resultando mucho peor no desmerece la agudeza de la crítica.
El problema es que, con el advenimiento de la última fase de la representación política, en la que ahora nos encontramos, la cosa se agrava todavía más. Por el propio desarrollo del sistema capitalista y su posterior globalización, ese alineamiento de intereses entre electores y representantes, aunque fuese mediado a través del partido, empieza a resquebrajarse. El binomio trabajadores/burgueses, que tan cómodo había resultado a los partidos en un momento histórico, se transforma en una creciente constelación que incorpora incesantemente nuevas categorías: trabajadores urbanos/rurales, indefinidos/temporales/parados, nacionales/inmigrantes, hombres/mujeres, funcionarios/autónomos, activos/jubilados, jóvenes/mayores, propietarios/alquilados, etc. La consecuencia es una grave desorientación en el seno de los partidos. Amenazados en sus cuotas de poder y en la propia subsistencia de su actividad profesional, los políticos necesitan urgentemente algo que recupere un poco del orden perdido, que permita identificar con mayor claridad a los representados, pero ahora en beneficio exclusivo de los representantes, que se juegan en eso el ser o no ser, su propia existencia de “representantes” profesionales. El paradigma de la representación de intereses se mantiene, pero donde no los hay claros y definidos es necesario incentivarlos o incluso crearlos, aunque sea artificialmente. Y eso lo proporciona la política de la identidad y el populismo.
La demanda en política casi nunca ha sido exógena, sino que depende en gran medida de las acciones de los políticos, pero en esta última fase del capitalismo dicha circunstancia es todavía más acusada. Ya no estamos en el antiguo paradigma de ciudadanos en busca de representantes, sino de representantes en busca de representados. De ahí que los políticos necesitan elegir una serie de cuestiones o posicionamientos que singularicen la política de cada partido y lo diferencien así de los demás en el mercado electoral, ya sea en relación al nacionalismo en cualquiera de sus variedades (autorregulación, secesionismo, centralismo, aislacionismo, etc.), o a las llamadas guerras culturales (política de género, aborto, revisionismo histórico, libertad religiosa, etc.) o a cualquier tema social especialmente sensible (inmigración, vivienda).
La selección y agrandamiento de fracturas en el electorado deviene la tarea prioritaria. Una vez seleccionado el correspondiente menú, se insiste machaconamente en él para manifestar su relevancia y preminencia frente a cualquier otra cuestión respecto a la cual la política del partido sea menos nítida o necesariamente más compleja, radicalizando además las posturas para que no sean posibles componendas de ningún tipo que enturbien la necesaria delimitación entre “nosotros” y “ellos”. De esta manera, se fideliza al votante, evitando desafecciones y minimizando la rendición de cuentas por las gestiones ineficientes, pero se complica todavía más la posibilidad de desarrollar cualquier proceso de discusión que permita persuadir o ser persuadido. Más bien se huye de ello, porque un cambio de política en este tipo de cuestiones no haría otra cosa que desorientar al electorado, por mucho que pudiera estar justificado desde el punto de vista de los intereses generales. De lo que se trata es de construir una mayoría para sacar adelante los “mensajes” oportunos, más que las normas (aunque se disfracen bajo su forma) cuyo impacto real en la sociedad pasa a ser secundario. Es lo que hemos denominado en este blog “legislar para la foto”. No es extraño que ni su corrección técnica ni el procedimiento necesario para sacarlas adelante tengan especial interés. Tampoco, lógicamente, si han resultado útiles para lograr la finalidad formalmente pretendida (porque, en el fondo, esa no era la real).
La cuestión principal, como anunciábamos al principio de este post, es si esta enfermedad es mínimamente reconducible, o hemos llegado ya a un punto en que el advenimiento del líder fuerte -aunque en esta ocasión no sea bajo la forma del fascismo, sino sobre la más light de la llamada democracia iliberal- constituye la evolución inevitable del sistema (como consecuencia de inevitable proceso de desconfianza, desafección, hartazgo, y frustración acumulada, detectable desde hace tiempo en muchos países). Es una cuestión que merece mucho más espacio del que ahora tengo a mi disposición, pero sí me gustaría adelantar algunas ideas.
La principal es que debemos ser tener en todo momento presente las razones por las que el parlamento funciona mal. No se debe a que los diputados sean menos competentes o peores personas que el ciudadano medio. Tampoco a su diseño. No es un simple problema de que el Reglamento del Congreso esté desfasado. Es un problema derivado de los incentivos profesionales de los políticos en un determinado marco social y económico. Pero sentado esto, lo que verdaderamente importa es ser conscientes de que nosotros somos sus incentivos profesionales. Es verdad que la demanda en política no es exógena, pero quizás no deberíamos ser presas tan fáciles. Los estudios nos dicen que la sociedad está mucho menos polarizada que la política (aquí), aunque esa polarización ha ido creciendo con el tiempo, lo que casa perfectamente con la explicación que venimos ofreciendo. Por eso, lo que debemos hacer es ofrecer un poquito más de resistencia. Es verdad que casi todos los partidos incurren en vicios parecidos, pero hay diferencias (de hecho, los hay que querían presentar directamente en sus listas a condenados por asesinato). Pero me interesan más ahora las diferencias entre los políticos de los mismos partidos. Lo que resulta peligrosísimo es que prefiramos votar masivamente a los más vocingleros, divisivos y cañeros (o cañeras) frente a los más serenos y aburridos. Nos pone, sin duda, pero por esa vía la enfermedad es terminal.
Además, y esta es otra idea a tener muy en cuenta, aunque es verdad que los incentivos de los políticos tienden a fomentar la polarización, no ocurre lo mismo con los de los ciudadanos. Nuestra lealtad incondicional al partido de turno está mucho menos justificada que en la época clásica de la democracia de masas, cuando los intereses sociales estaban bastante más marcados, “y no había nadie más tonto que un trabajador que votase a la derecha”. No niego que en la actualidad existan graves conflictos de intereses, por supuesto, pero en muchas ocasiones esos conflictos los vivimos en persona y son mucho menos proclives a la dialéctica amigo-enemigo. Los jubilados quieren mantener el poder adquisitivo de sus pensiones, sin duda, y los propietarios una fiscalidad baja, pero también son los abuelos de los jóvenes en paro o sin posibilidad de acceder a una vivienda perjudicados por esas políticas. Esta circunstancia permitiría, al menos en teoría, generar auténticos debates de políticas públicas -y no solo meras negociaciones- en busca de las soluciones que más se aproximen al interés general.
Por último, no basta solo con resistirse a la hora de votar. Debemos seguir denunciando las ineficiencias del sistema. Especialmente, debemos seguir defendiendo los principios básicos sobre los que está construido el parlamentarismo: la representación de los intereses generales, el debate como medio para alcanzarlos, el escrupulosos respeto al procedimiento y a los derechos de la minoría para que ese debate sea posible, la fiscalización del impacto de las normas para comprobar quién tenía razón, etc. Sobre todo eso llevamos mucho tiempo trabajando en nuestra Fundación. Hay que seguir insistiendo y machacando sobre los principios, porque cuando no haya nadie que lo haga, quizás porque reconozcamos que ya no tienen importancia para nadie, entonces es cuando habremos transitado definitivamente a otra vida, seguramente peor.
[1] C. Schmitt, Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual, 1926. Hay edición española, Tecnos, 2008, pp. 151 y ss.
Rodrigo Tena Arregui es Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Notario de Madrid por oposición (OEN 1995). Ha sido profesor en las Universidades de Zaragoza, Complutense de Madrid y Juan Carlos I de Madrid. Es miembro del consejo de redacción de la revista El Notario del siglo XXI.
Las aportaciones de la Fundación para analizar el Estado de Derecho en tiempo real, a través del desempeño de las instituciones definidas en la Constitución y con el fin de proponer perspectivas de mejoramiento, constituyen fuente de pedagogía política.
En la presente propuesta Sobre si la enfermedad parlamentaria es crónica o terminal, me parece oportuno destacar la frase: “La demanda en política casi nunca ha sido exógena, sino que depende en gran medida de las acciones de los políticos, pero en esta última fase del capitalismo dicha circunstancia es todavía más acusada”, que resume de manera destacada un problema grave de la Institución parlamentaria en España, al que hemos llegado sin apenas darnos cuenta: los intereses de la Tecnología en torno a la investigación y desarrollo de la nueva era de la evolución humana: La Inteligencia Artificial y las posibilidades reales de establecer normas eficaces desde las Cortes españolas para la defensa de la función normativa institucional.
Me ha gustado mucho el último párrafo.
Un par de apuntes al respecto: Primero creo que coincidimos en que el parlamentarismo se ha de basar en debatir para encontrar “la mejor solución”. Pero ¡no recuerdo haber leído ningún artículo de la Fundación contra que el TC impida hablar de ciertos temas en el Parlament de Catalunya!
El segundo es sobre debatir en un Blog de una Fundación: Es difícil. Por ello sugiero a la Fundación que cuando presenten una opinión sobre un tema “controvertido” (por ejemplo si los jueces tienen derecho a huelga: https://www.hayderecho.com/2023/05/14/el-discutido-pero-incuestionable-derecho-a-la-huelga-de-jueces-y-fiscales/ ), tras un tiempo prudencial (para leer comentarios y otros artículos al respecto (por ejemplo https://blogs.publico.es/dominiopublico/52526/pueden-los-poderes-del-estado-ir-a-la-huelga/), publiquen un nuevo artículo para reafirmarse o cambiar de opinión sobre el tema, demostrando que en la Fundación también puede haber “persuasión”.
Por último: Muchos de los males de los parlamentarios me temo que tienen que ver con la sobreexposición a los medios, que sólo están interesados en titulares lo más impactantes posibles / lucha en el barro. Habría que subir muchísimo el nivel de “periodistas” y “tertulianos” para cambiar esto… Claro que entonces habría que preguntarse ¿Quién escoge a los “periodistas”, “tertulianos” y los temas a debatir en los “programas de opinión”?
Interesante aportación sobre el concepto de representación política parlamentaria en lo que consideramos “democracias” (con un adjetivo u otro).
Se trata de la cesión de la soberanía popular de tal representación en personas que trabajen por el bien de la nación (en su conjunto, no en parcelasde cualquier índole).
En España sufrimos desde la Transición un sistema electoral inconstitucional (atº 14 C.E.) que discrimina el valor del voto según la circunscripción. Esto hace que exista una adulteración del resultado final del voto injusta y, como decíamos, ajena a la “igualdad” establecida en la Constitución.
Pues entonces empecemos por un sistema electoral más real donde el valor del voto sea el mismo, con una sola circunscripción.
Los partidos se han adueñado de la representación, estableciendo con sus listas cerradas inconstitucionales y su mandato imperativo igual, una representación de soberanía partidaria.
Pues entonces hagamos listas abiertas, con un sistema de contrato social entre representante y representado que pueda revocarse por éste último ante el incumplimiento de programa y respetemos la independencia de cada diputado proclamada en la Constitución e igualdad de condiciones para todos los actos electorales.
Que el reglamento de las Cortes haga posible la interpretación arbitraria o partidista del
acto parlamentario. Exíjase la total imparcialidad de las correspondientes presidencias en ambas cámaras por medio de alguien ajeno a los partidos con el apoyo de los cuerpos jurídicos (letrados).
Que la sociedad responde más a la exhibición publicitaria que a la lectura reflexiva de un programa. Demos prioridad al contenido del mismo sobre las imágenes más o menos reales de los candidatos en medios de comunicación.
Claro que se puede regenerar aún la democracia parlamentaria como el resto de las instituciones que la sustentan.La pregunta es: ¿de verdad queremos y tenemos voluntad para ello?
Un saludo.
“Si se puede”. Y no es difícil. Yo empezaría con el periodismo.
A mi siempre me enseñaron que tener un periodismo independiente, solvente y honesto es fundamental para la democracia, ya que la información veraz reduce y hasta evita, los abusos del poder político , la corrupción y la incompetencia .
Pero , en nuestro país.¿cómo van a denunciar la corrupción de los políticos si reciben de ellos las subvenciones?”
Si, después de tantos años de democracia, la opinión pública está cada vez mas desinformada e indefensa ante la manipulación en temas claves. y es la que decide el futuro del país, tenemos un problema grave con la deficiente información ( salvo excepciones) centrada principalmente en los medios de más influencia ciudadana.
Muchos han abandonado el interés general, unos porque están “contaminados” por la política y otros porque sólo les interesa su negocio, habiendo cambiado su compromiso con una información veraz por el entretenimiento, que es más rentable.
He pensado que la vía más eficaz para solucionar esta tara, es que su sección política se vaya pareciendo a las otras que nos informan a los consumidores en otros campos menos trascendentales.
Si te compras un vehículo, es una decisión habitual y acertada el recurrir a la revista del automóvil que consideras más competente e independiente y al contrario, parece imprudente creerte la publicidad de los productores de automóviles.
Comprobarás , como en el resto de secciones y revistas temáticas ( viajes, música, cine, gastronomía..) que no hay tertulianos sino que procuran utilizar gente mas preparada que los lectores, para asegurar su credibilidad.
Imaginaos si el periodismo político, antes de las elecciones, hiciera semejante valoración de los candidatos con un análisis de su capacitación técnica y sus propuestas de gestión pública: economía, educación, justicia, servicios públicos, pensiones …finalizando con un examen y una valoración sobre la calidad de los programas, sus deficiencias y sus costes.
Y ello, de una manera honesta e independiente, para evitar corruptelas que arruinen el prestigio de la publicación. Y que, en lugar de “candidatos televisivos” asesorados por especialistas en imagen, concurran a los debates con sus equipos respectivos para convencer a los expertos escogidos por la ciudadanía ( no por los medios) que hayan demostrado su competencia, su responsabilidad y su compromiso con el interés público en las áreas que mas afectan a los ciudadanos
Y que les pongamos estrellitas calificando su honestidad y solvencia y otorguemos premios anuales a los que denuncian la incompetencia, la corrupción y el abuso de poder.
Y que los lectores o seguidores, como hacen con las otras secciones, los abandonen cuando comprueben que les han engañado.
Rápido y sencillo.
Y también, ha de mejorar la cultura política “ democrática” de los votantes : De
https://www.notariosyregistradores.com/web/secciones/opinion/daniel-iborra-sobre-lo-que-he-aprendido-escribiendo-de-politica-y-economia/
¡Qué gran país seríamos, si escogiéramos mejor a los políticos!
Un pueblo que no ha sabido escoger, controlar ni corregir a sus dirigentes, no merece quejarse de los fracasos de su gestión.
Si sólo un uno por ciento de los que se indignan por los aeropuertos sin aviones y las autopistas sin coches, hubiera preguntado, antes de su inauguración, sobre el coste de las mismas y de su mantenimiento, qué utilidad tendrían para la población y cómo lo pagaríamos, seguramente tendríamos menos inversiones inútiles.
¿Por qué nos quejamos de la falta de competencia de tantos dirigentes políticos si aceptamos su nombramiento para desempeñar funciones en las que no estaban capacitados, sin hacer ninguna crítica?
Todos los sistemas políticos tienen defectos, no hay ninguno perfecto. Pero las democracias tienen la ventaja de que, como no encierran, apalean y eliminan a los que las intentan perfeccionar y permiten relevar a los políticos incompetentes, malversadores y corruptos, pueden reducirlos.
Aunque hay que reconocer que cuando los defectos benefician a un gran número de personas y con ello arriesgan la cuota de votos de los gestores, cuesta mas eliminarlos.
Se necesita menos dinero y es más rentable electoralmente controlar la información que hacer hospitales, carreteras o escuelas y mejorar los servicios públicos o las prestaciones sociales. Si ignoras lo primero durarás muy poco aunque seas un buen gestor, si lo tienes en cuenta estarás más tiempo aunque seas un inútil y un desastre para los ciudadanos.
La calidad de las democracias depende de la reacción ciudadana ante los abusos del poder, las actuaciones contrarias a la legislación, la incompetencia y la corrupción.
Es mas fácil hacer manifestaciones que resolver los problemas de los manifestantes.
Mientras cualquier novedad en otro campo que no sea el político se incorpora de inmediato en nuestra cultura de consumidores, en el ámbito político pueden pasar 100 años y continuamos con los mismos tópicos, mitos y dogmas. Solo se explica por “el perfil de creyentes” de muchos votantes. De ahí que venimos insistiendo en la “secularización de la política” en España para tener un Estado más eficiente.