La permanencia en funciones del Gobierno
El pasado 23 de julio se celebraron elecciones generales en España. Si bien quedaban todavía unos meses para el término de la Legislatura, el presidente del Gobierno Pedro Sánchez consideró oportuno anticipar la disolución de las cámaras y proceder a la convocatoria de elecciones tras los resultados de las elecciones autonómicas y municipales de 28 de mayo, que alteraron profundamente el mapa del poder territorial.
La celebración de elecciones generales es una de las causas de cese del Gobierno. La más habitual de todas. Pero también se produce este cese por el triunfo de una moción de censura (la única triunfante hasta la fecha, de las seis presentadas, ha sido la de 2018 que llevó a la presidencia del Gobierno al propio Pedro Sánchez), la pérdida de una cuestión de confianza (se han presentado dos, por Adolfo Suárez en 1980 y Felipe González en 1990, y ninguna se ha perdido), la dimisión del presidente del Gobierno (la del presidente Adolfo Suárez en 1981) o su fallecimiento (afortunadamente no se ha producido ninguno).
Cesado el gobierno por cualquiera de estas causas este debe continuar “en funciones” hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno.
Así lo previó el artículo 101 del texto constitucional sin añadir ninguna cuestión adicional al respecto. Cabe señalar que fue un artículo que tuvo una pacífica tramitación parlamentaria y que, de hecho, sufrió muy escasas alteraciones, aunque alguna sí revistió cierta entidad. Nos referimos a la eliminación de la incapacidad del presidente como supuesto de cese (que supuso una clara extralimitación de las funciones de la Comisión Mixta), y a la extensión del mandato de continuidad al conjunto de miembros del órgano gubernamental sin excluir al presidente en los supuestos de dimisión o pérdida de la confianza parlamentaria, como así se establecía inicialmente.
La razón de que el Gobierno se mantenga activo tras su cese, a la espera de la conformación de un nuevo Gobierno, parece clara. Quizá no sea necesario un legislador que se encuentre siempre disponible para aprobar nuevas normas, pero sí se antoja inimaginable que transcurra siquiera un segundo sin Gobierno. Aunque sean momentos y situaciones completamente diferentes, no está de más recordar que ya Locke, en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, al hilo de reflexiones sobre la continuidad del Poder Legislativo, señalaba precisamente esta idea: si bien no es necesario, y ni siquiera conveniente, añadía, que el Poder Legislativo se encuentre siempre en funcionamiento, sí es absolutamente necesario que el Poder Ejecutivo lo esté.
Esto es así evidentemente en circunstancias absolutamente extraordinarias, como la que pudimos vivir, por ejemplo, durante la crisis del COVID-19, pero también en situaciones completamente ordinarias, cuando la labor de los gobiernos sigue siendo indispensable.
El constituyente no limitó las facultades del gobierno en funciones. Simplemente se limitó a prescribir esa permanencia “en funciones” hasta un momento futuro (toma de posesión del nuevo gobierno) que podía dilatarse más o menos en el tiempo. El momento había de llegar, pero no se podía anticipar cuando lo haría: certus an incertus quando.
Esta ausencia de previsión constitucional sobre el ámbito competencial de un gobierno en este estado llevó a que la doctrina ofreciera distintas interpretaciones sobre el alcance de sus competencias. Hubo que esperar mucho tiempo, casi veinte años, hasta 1997, cuando se aprobó la Ley del Gobierno, en la que sí se prescribieron específicas limitaciones para su actividad a partir de dos ejes.
Por un lado, se establecieron pautas genéricas de actuación mediante conceptos jurídicos indeterminados que acotarían su actuación: despacho ordinario de los asuntos públicos, urgencia o interés general.
Por otro, se señalaron competencias específicas (bien del Gobierno, bien del Presidente) que quedaban en suspenso durante estos períodos de interinidad: se prohibió así expresamente que un presidente “en funciones” propusiera la disolución tanto de las Cortes Generales como de alguna cámara separadamente, la convocatoria de un referéndum consultivo o planteara la cuestión de confianza; junto a ello se prohibió igualmente, en este caso al Gobierno “en funciones”, la aprobación del proyecto de ley de Presupuestos Generales del Estado, la presentación de proyectos de ley al Congreso de los Diputados o al Senado; y, asimismo, el ejercicio de delegaciones legislativas, esto último únicamente para el caso de que el cese del Gobierno se hubiera debido a la celebración de elecciones generales (única limitación asociada a un concreto supuesto de cese).
Si bien la limitación de la presentación de proyectos de ley puede ser suplida por la iniciativa de otros sujetos legitimados (incluido el grupo parlamentario que sostiene al gobierno), en el caso de los Presupuestos se bloquea totalmente la tramitación, como así está sucediendo en el momento actual. Y ello puede ser en algunos momentos problemático, al poder derivar en el incumplimiento de las exigencias que en esta materia provienen de la Unión Europea respecto del seguimiento y evaluación de los proyectos de planes presupuestarios y el establecimiento de un calendario presupuestario común, exigencias que pueden terminar por no poder cumplirse en estos períodos. Esto provocó la reforma en 2016 de la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Estabilidad Financiera, con el objetivo de revisar los objetivos de estabilidad presupuestaria y deuda pública para adaptarlos a las decisiones del Consejo de la Unión Europea. A partir de la reforma, si como consecuencia de una decisión de la Unión Europea pudiera resultar necesaria la revisión de los objetivos ya fijados, y el Gobierno se encontrara en esta situación de interinidad, se habilita que puedan establecerse, aunque sin incluir el límite de gasto no financiero del Presupuesto.
Estos períodos de permanencia en funciones de los Gobiernos tras su cese, no habían planteado, en general, problemas destacados hasta épocas recientes. En particular, porque eran períodos habitualmente breves. Hasta 2015/2016 la media era de apenas unos cuarenta días, y con transiciones bastante pacíficas. Si bien es cierto que siempre había alguna decisión concreta que podía ser criticada por el gobierno entrante, en general eran bastante poco polémicas.
Esto cambió tras las elecciones generales de 2015, siendo presidente Mariano Rajoy, cuando se pasó de un bipartidismo imperfecto, abisagrado con partidos nacionalistas, a un “multipartidismo exasperado” (en la conocida expresión de Elia) que complicó la formación del gobierno y llevó incluso a una repetición de elecciones generales en 2016. La repetición electoral ex art. 99.5 CE estaba hasta entonces inédita, pero volvió a producirse muy poco tiempo después, en 2019.
Más de trescientos días permaneció “en funciones” aquel gobierno, e incluso se negó a someterse al control parlamentario, derivando la situación en un conflicto de atribuciones Congreso-Gobierno, resuelto por el Tribunal Constitucional mediante la STC 124/2018. El alto tribunal falló, como no podía ser de otra forma, que el criterio del Gobierno de no someterse a control parlamentario vulneraba el art. 66.2 CE, donde se establece con carácter general que “Las Cortes Generales (…) controlan la acción del Gobierno”. El que está “en funciones” tras su cese es el Gobierno, no el Parlamento.
En cualquier caso, han sido muchas las decisiones tomadas por gobiernos “en funciones” que han sido recurridas a los tribunales a lo largo de estos años. Pero muy pocas han conectado ese recurso con su limitación competencial, alegando que excedían el ámbito de actuación dibujado con los conceptos jurídicos indeterminados antes apuntados.
Ha ocurrido así, por ejemplo, con relación a la concesión de extradiciones, denegación de peticiones de indulto, acuerdos de exclusión del trámite de evaluación de impacto ambiental para determinados proyectos, aprobación de normas reglamentarias sobre muy diferentes cuestiones (dopaje, metrología, por citar alguna), aprobación o revisión de planes hidrológicos o de la red de parques nacionales, asignación de destinos de personal, imposición de sanciones disciplinarias, etc.
Sólo en una ocasión (Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de septiembre de 2005, Sección 6ª de la Sala 3ª) se ha llegado a anular una decisión tomada por un Gobierno “en funciones” (concesión de una extradición) por extralimitarse en su ámbito de actuación en tal condición; y, no obstante, el Tribunal se apartó tempranamente de esta interpretación más restrictiva (al hilo de la denegación de un indulto) en una segunda sentencia muy cercana a la primera (Sentencia de 2 de diciembre de 2005, Sala 3ª).
La doctrina establecida por la jurisprudencia del Tribunal Supremo respecto del Gobierno “en funciones” puede resumirse de la siguiente forma: no puede tomar decisiones que impliquen nuevas orientaciones políticas ni condicionar, comprometer o impedir las orientaciones que el nuevo Gobierno quiera fijar.
Este análisis habrá de hacerse caso por caso, teniendo en cuenta las circunstancias concretas y el contexto en que se realizan.
La delimitación deriva del hecho de que “el cese priva a este Gobierno de la capacidad de dirección de la política interior y exterior a través de cualquiera de los actos válidos a ese fin” y conduce al necesario análisis casuístico cuando surja controversia sobre si un determinado acto “tiene o no esa idoneidad en función de la decisión de que se trate, de sus consecuencias y de las circunstancias en que se deba tomar”. Ahora bien, la presencia de una motivación o juicio político no provocará per se que una decisión quede extramuros de la gestión ordinaria de los asuntos públicos, ya que “en pocos actos gubernamentales están ausentes las motivaciones políticas o un margen de apreciación”; y, de igual, forma, “trazar la línea divisoria entre despacho ordinario e iniciativas políticas no es siempre fácil”, debiendo hacerse a la vista de las circunstancias específicas de cada caso y su contexto. El Tribunal ha llegado a apuntar incluso en alguna de sus sentencias la diferencia entre prorrogatios formales o materiales, hablando de la constancia política de la continuidad del presidente del Gobierno como otro elemento a tener en cuenta en esa valoración (Sentencias del Tribunal Supremo de 27 de diciembre de 2017 o de 24 de enero de 2018, Sala 3ª). No es lo mismo, por ejemplo, un cese por elecciones generales en las que el partido en el gobierno revalida su mayoría, pudiendo haber obtenido incluso una mayoría absoluta (elecciones generales de 2000 por citar alguna), que otro escenario donde haya sido el partido de la oposición el que haya obtenido esos resultados (elecciones generales de 1982).
También la duración temporal del Gobierno en funciones es un elemento relevante que debe tenerse en consideración; si bien estos periodos de interinidad no suelen ser dilatados, no puede descartarse una prolongada dilación por la imposibilidad de alcanzar las mayorías necesarias, como así hemos podido ver en estos últimos años, de igual forma en el momento actual tras las elecciones de 2023, en un contexto de gran fragmentación parlamentaria y una alta polarización política. Y lo cierto es que, a mayor duración de un gobierno en este estado, más numerosas serán las cuestiones a las que debería hacer frente. Y alguna decisión que en un primer momento podía resultar prudente postergar, puede devenir en necesaria según se prolongue esa situación de interinidad.
El propio Tribunal Supremo ha destacado en diferentes sentencias esta circunstancia de la prolongación de la permanencia “en funciones” como elemento modulador de la valoración de una decisión tomada durante este tiempo; una evaluación que debe apreciarse en el caso concreto, atendiendo además a su naturaleza, al contexto en que se toma y a las consecuencias de la decisión.
Asimismo, puede ser relevante, en fin, la propia causa de la decisión, ya que puede provenir de fuentes externas, como sucede, por ejemplo, en el caso de la necesaria trasposición en plazo de una Directiva. Como ha señalado el Tribunal Supremo en diferentes resoluciones, una adaptación de ese tipo no puede catalogarse en modo alguno como un “acto de nueva orientación política”, sino que se integra en el “proceso complejo de aproximación legislativa” de los Estados de la Unión Europea y constituye una exigencia para los mismos, “pues la omisión de transponer o el retraso o la transposición incorrecta de una directiva pueden suponer una infracción del ordenamiento comunitario”.
Para terminar, debemos señalar también que, si bien los problemas de un gobierno “en funciones” suelen abordarse desde la perspectiva de su posible extralimitación, en no pocas ocasiones la situación se invierte, ya que a veces los gobiernos en este estado invocan su situación de interinidad para no abordar cuestiones incómodas en las que no desea entrar, lo que Bouyssou calificó tiempo atrás como “excusas para la inacción”. Eso puede ocurrir tanto cuando estamos hablando de una prorogatio material en la que está claro el cambio de color político en el gobierno y el Gobierno saliente prefiere dejar al entrante la toma de algunas decisiones comprometidas o que pueden resultar poco gratas frente al electorado, o cuando, desconociéndose qué ocurrirá finalmente, haya negociaciones para una eventual investidura que no quieran entorpecerse.