La permanencia en funciones del Gobierno

El pasado 23 de julio se celebraron elecciones generales en España. Si bien quedaban todavía unos meses para el término de la Legislatura, el presidente del Gobierno Pedro Sánchez consideró oportuno anticipar la disolución de las cámaras y proceder a la convocatoria de elecciones tras los resultados de las elecciones autonómicas y municipales de 28 de mayo, que alteraron profundamente el mapa del poder territorial.

La celebración de elecciones generales es una de las causas de cese del Gobierno. La más habitual de todas. Pero también se produce este cese por el triunfo de una moción de censura (la única triunfante hasta la fecha, de las seis presentadas, ha sido la de 2018 que llevó a la presidencia del Gobierno al propio Pedro Sánchez), la pérdida de una cuestión de confianza (se han presentado dos, por Adolfo Suárez en 1980 y Felipe González en 1990, y ninguna se ha perdido), la dimisión del presidente del Gobierno (la del presidente Adolfo Suárez en 1981) o su fallecimiento (afortunadamente no se ha producido ninguno).

Cesado el gobierno por cualquiera de estas causas este debe continuar “en funciones” hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno.

Así lo previó el artículo 101 del texto constitucional sin añadir ninguna cuestión adicional al respecto. Cabe señalar que fue un artículo que tuvo una pacífica tramitación parlamentaria y que, de hecho, sufrió muy escasas alteraciones, aunque alguna sí revistió cierta entidad. Nos referimos a la eliminación de la incapacidad del presidente como supuesto de cese (que supuso una clara extralimitación de las funciones de la Comisión Mixta), y a la extensión del mandato de continuidad al conjunto de miembros del órgano gubernamental sin excluir al presidente en los supuestos de dimisión o pérdida de la confianza parlamentaria, como así se establecía inicialmente.

La razón de que el Gobierno se mantenga activo tras su cese, a la espera de la conformación de un nuevo Gobierno, parece clara. Quizá no sea necesario un legislador que se encuentre siempre disponible para aprobar nuevas normas, pero sí se antoja inimaginable que transcurra siquiera un segundo sin Gobierno. Aunque sean momentos y situaciones completamente diferentes, no está de más recordar que ya Locke, en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, al hilo de reflexiones sobre la continuidad del Poder Legislativo, señalaba precisamente esta idea: si bien no es necesario, y ni siquiera conveniente, añadía, que el Poder Legislativo se encuentre siempre en funcionamiento, sí es absolutamente necesario que el Poder Ejecutivo lo esté.

Esto es así evidentemente en circunstancias absolutamente extraordinarias, como la que pudimos vivir, por ejemplo, durante la crisis del COVID-19, pero también en situaciones completamente ordinarias, cuando la labor de los gobiernos sigue siendo indispensable.

El constituyente no limitó las facultades del gobierno en funciones. Simplemente se limitó a prescribir esa permanencia “en funciones” hasta un momento futuro (toma de posesión del nuevo gobierno) que podía dilatarse más o menos en el tiempo. El momento había de llegar, pero no se podía anticipar cuando lo haría: certus an incertus quando.

Esta ausencia de previsión constitucional sobre el ámbito competencial de un gobierno en este estado llevó a que la doctrina ofreciera distintas interpretaciones sobre el alcance de sus competencias. Hubo que esperar mucho tiempo, casi veinte años, hasta 1997, cuando se aprobó la Ley del Gobierno, en la que sí se prescribieron específicas limitaciones para su actividad a partir de dos ejes.

Por un lado, se establecieron pautas genéricas de actuación mediante conceptos jurídicos indeterminados que acotarían su actuación: despacho ordinario de los asuntos públicos, urgencia o interés general.

Por otro, se señalaron competencias específicas (bien del Gobierno, bien del Presidente) que quedaban en suspenso durante estos períodos de interinidad: se prohibió así expresamente que un presidente “en funciones” propusiera la disolución tanto de las Cortes Generales como de alguna cámara separadamente, la convocatoria de un referéndum consultivo o planteara la cuestión de confianza; junto a ello se prohibió igualmente, en este caso al Gobierno “en funciones”, la aprobación del proyecto de ley de Presupuestos Generales del Estado, la presentación de proyectos de ley al Congreso de los Diputados o al Senado; y, asimismo, el ejercicio de delegaciones legislativas, esto último únicamente para el caso de que el cese del Gobierno se hubiera debido a la celebración de elecciones generales (única limitación asociada a un concreto supuesto de cese).

Si bien la limitación de la presentación de proyectos de ley puede ser suplida por la iniciativa de otros sujetos legitimados (incluido el grupo parlamentario que sostiene al gobierno), en el caso de los Presupuestos se bloquea totalmente la tramitación, como así está sucediendo en el momento actual. Y ello puede ser en algunos momentos problemático, al poder derivar en el incumplimiento de las exigencias que en esta materia provienen de la Unión Europea respecto del seguimiento y evaluación de los proyectos de planes presupuestarios y el establecimiento de un calendario presupuestario común, exigencias que pueden terminar por no poder cumplirse en estos períodos. Esto provocó la reforma en 2016 de la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Estabilidad Financiera, con el objetivo de revisar los objetivos de estabilidad presupuestaria y deuda pública para adaptarlos a las decisiones del Consejo de la Unión Europea. A partir de la reforma, si como consecuencia de una decisión de la Unión Europea pudiera resultar necesaria la revisión de los objetivos ya fijados, y el Gobierno se encontrara en esta situación de interinidad, se habilita que puedan establecerse, aunque sin incluir el límite de gasto no financiero del Presupuesto.

Estos períodos de permanencia en funciones de los Gobiernos tras su cese, no habían planteado, en general, problemas destacados hasta épocas recientes. En particular, porque eran períodos habitualmente breves. Hasta 2015/2016 la media era de apenas unos cuarenta días, y con transiciones bastante pacíficas. Si bien es cierto que siempre había alguna decisión concreta que podía ser criticada por el gobierno entrante, en general eran bastante poco polémicas.

Esto cambió tras las elecciones generales de 2015, siendo presidente Mariano Rajoy, cuando se pasó de un bipartidismo imperfecto, abisagrado con partidos nacionalistas, a un “multipartidismo exasperado” (en la conocida expresión de Elia) que complicó la formación del gobierno y llevó incluso a una repetición de elecciones generales en 2016. La repetición electoral ex art. 99.5 CE estaba hasta entonces inédita, pero volvió a producirse muy poco tiempo después, en 2019.

Más de trescientos días permaneció “en funciones” aquel gobierno, e incluso se negó a someterse al control parlamentario, derivando la situación en un conflicto de atribuciones Congreso-Gobierno, resuelto por el Tribunal Constitucional mediante la STC 124/2018. El alto tribunal falló, como no podía ser de otra forma, que el criterio del Gobierno de no someterse a control parlamentario vulneraba el art. 66.2 CE, donde se establece con carácter general que “Las Cortes Generales (…) controlan la acción del Gobierno”. El que está “en funciones” tras su cese es el Gobierno, no el Parlamento.

En cualquier caso, han sido muchas las decisiones tomadas por gobiernos “en funciones” que han sido recurridas a los tribunales a lo largo de estos años. Pero muy pocas han conectado ese recurso con su limitación competencial, alegando que excedían el ámbito de actuación dibujado con los conceptos jurídicos indeterminados antes apuntados.

Ha ocurrido así, por ejemplo, con relación a la concesión de extradiciones, denegación de peticiones de indulto, acuerdos de exclusión del trámite de evaluación de impacto ambiental para determinados proyectos, aprobación de normas reglamentarias sobre muy diferentes cuestiones (dopaje, metrología, por citar alguna), aprobación o revisión de planes hidrológicos o de la red de parques nacionales, asignación de destinos de personal, imposición de sanciones disciplinarias, etc.

Sólo en una ocasión (Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de septiembre de 2005, Sección 6ª de la Sala 3ª) se ha llegado a anular una decisión tomada por un Gobierno “en funciones” (concesión de una extradición) por extralimitarse en su ámbito de actuación en tal condición; y, no obstante, el Tribunal se apartó tempranamente de esta interpretación más restrictiva (al hilo de la denegación de un indulto) en una segunda sentencia muy cercana a la primera (Sentencia de 2 de diciembre de 2005, Sala 3ª).

La doctrina establecida por la jurisprudencia del Tribunal Supremo respecto del Gobierno “en funciones” puede resumirse de la siguiente forma: no puede tomar decisiones que impliquen nuevas orientaciones políticas ni condicionar, comprometer o impedir las orientaciones que el nuevo Gobierno quiera fijar.

Este análisis habrá de hacerse caso por caso, teniendo en cuenta las circunstancias concretas y el contexto en que se realizan.

La delimitación deriva del hecho de que “el cese priva a este Gobierno de la capacidad de dirección de la política interior y exterior a través de cualquiera de los actos válidos a ese fin” y conduce al necesario análisis casuístico cuando surja controversia sobre si un determinado acto “tiene o no esa idoneidad en función de la decisión de que se trate, de sus consecuencias y de las circunstancias en que se deba tomar”. Ahora bien, la presencia de una motivación o juicio político no provocará per se que una decisión quede extramuros de la gestión ordinaria de los asuntos públicos, ya que “en pocos actos gubernamentales están ausentes las motivaciones políticas o un margen de apreciación”; y, de igual, forma, “trazar la línea divisoria entre despacho ordinario e iniciativas políticas no es siempre fácil”, debiendo hacerse a la vista de las circunstancias específicas de cada caso y su contexto. El Tribunal ha llegado a apuntar incluso en alguna de sus sentencias la diferencia entre prorrogatios formales o materiales, hablando de la constancia política de la continuidad del presidente del Gobierno como otro elemento a tener en cuenta en esa valoración (Sentencias del Tribunal Supremo de 27 de diciembre de 2017 o de 24 de enero de 2018, Sala 3ª). No es lo mismo, por ejemplo, un cese por elecciones generales en las que el partido en el gobierno revalida su mayoría, pudiendo haber obtenido incluso una mayoría absoluta (elecciones generales de 2000 por citar alguna), que otro escenario donde haya sido el partido de la oposición el que haya obtenido esos resultados (elecciones generales de 1982).

También la duración temporal del Gobierno en funciones es un elemento relevante que debe tenerse en consideración; si bien estos periodos de interinidad no suelen ser dilatados, no puede descartarse una prolongada dilación por la imposibilidad de alcanzar las mayorías necesarias, como así hemos podido ver en estos últimos años, de igual forma en el momento actual tras las elecciones de 2023, en un contexto de gran fragmentación parlamentaria y una alta polarización política. Y lo cierto es que, a mayor duración de un gobierno en este estado, más numerosas serán las cuestiones a las que debería hacer frente. Y alguna decisión que en un primer momento podía resultar prudente postergar, puede devenir en necesaria según se prolongue esa situación de interinidad.

El propio Tribunal Supremo ha destacado en diferentes sentencias esta circunstancia de la prolongación de la permanencia “en funciones” como elemento modulador de la valoración de una decisión tomada durante este tiempo; una evaluación que debe apreciarse en el caso concreto, atendiendo además a su naturaleza, al contexto en que se toma y a las consecuencias de la decisión.

Asimismo, puede ser relevante, en fin, la propia causa de la decisión, ya que puede provenir de fuentes externas, como sucede, por ejemplo, en el caso de la necesaria trasposición en plazo de una Directiva. Como ha señalado el Tribunal Supremo en diferentes resoluciones, una adaptación de ese tipo no puede catalogarse en modo alguno como un “acto de nueva orientación política”, sino que se integra en el “proceso complejo de aproximación legislativa” de los Estados de la Unión Europea y constituye una exigencia para los mismos, “pues la omisión de transponer o el retraso o la transposición incorrecta de una directiva pueden suponer una infracción del ordenamiento comunitario”.

Para terminar, debemos señalar también que, si bien los problemas de un gobierno “en funciones” suelen abordarse desde la perspectiva de su posible extralimitación, en no pocas ocasiones la situación se invierte, ya que a veces los gobiernos en este estado invocan su situación de interinidad para no abordar cuestiones incómodas en las que no desea entrar, lo que Bouyssou calificó tiempo atrás como “excusas para la inacción”. Eso puede ocurrir tanto cuando estamos hablando de una prorogatio material en la que está claro el cambio de color político en el gobierno y el Gobierno saliente prefiere dejar al entrante la toma de algunas decisiones comprometidas o que pueden resultar poco gratas frente al electorado, o cuando, desconociéndose qué ocurrirá finalmente, haya negociaciones para una eventual investidura que no quieran entorpecerse.

27 de octubre | Acto de “revelación pública” de un denunciante de corrupción. 

En una nueva edición de nuestro Club de Debate, estaremos conversando con Rafael Jiménez Asensio sobre su libro El legado de Galdós, una obra que indaga en la idea que Benito Pérez Galdós tiene de España, de su política y sus actores principales.

VIII PREMIO HAY DERECHO

Evento 23 de octubre. Impunidad, justicia y Estado de derecho. Una visión desde la Unión Europea

La palabra del Derecho arropa a los que democrática y pacíficamente salen a la calle en contra de la amnistía

La anunciada ley de amnistía, que tendrá una denominación eufemística, estará huérfana de relevantes informes jurídicos, como los del Consejo de Estado y del Consejo General del Poder Judicial ¿por qué será?  Incluso, según información de Ketty Garat “los servicios jurídicos del Estado han sido orillados por el Gobierno en el desempeño de sus competencias en lo relativo a la elaboración del armazón jurídico de la futura ley de amnistía ¿Por qué? Las fuentes gubernamentales consultadas por The Objective desvelan tres motivos. El primero: evitar las filtraciones; el segundo y relacionado con lo anterior, que en la Abogacía del Estado «no son de fiar», como evidenció su posición previa a la concesión de los indultos a los condenados por el 1-O, evitando pronunciarse a favor de la pertinencia de la medida de gracia”. De hecho, estamos asistiendo al ridículo de que una parte del Gobierno ha convocado a su propio equipo de juristas externos que ha elaborado ya su dictamen (que la otra parte del Gobierno dice que no lo hace suyo); y a infundios tales como que el Tribunal Constitucional se ha pronunciado sobre la viabilidad de la amnistía nada menos que en veintidós (22) ocasiones, cuestión está que han desmontado Quintero Olivares, Catedrático de Derecho Penal y Ollero Tassara, Catedrático de Filosofía del Derecho y exmagistrado del Constitucional.

Y como estamos en el relato de la mentira, es posible que lleguemos a asistir, incluso a informaciones del tipo “fuentes cercanas a von der Leyen han manifestado que la presidenta de la Comisión está deseosa de que Sánchez sea investido para que se apruebe cuanto antes la amnistía deseada por todos y se ponga ya a trabajar en el referéndum”. Lo que sí sabemos es que el comisario de Justicia, señor Reynders ha declarado en sede parlamentaria europea que necesita un documento formal para poder valorarlo, sobre todo en lo que afecte al delito de malversación, es decir, el dinero que los golpistas distrajeron del erario público para financiera el golpe, que estas cosas en Europa se ven con malos ojos.

Según los mentideros, uno de los aspectos “fundamentales” en los que se están centrando los redactores de la ley es en el relato, es decir, su preámbulo o exposición de motivos, con el que se tratará de convencer al incauto de la bondad de este engendro jurídico. Pero la exposición de motivos será una añagaza, una auténtica patraña, pues por todos es sabido que esta ley se pergeña, exclusivamente, para satisfacer las ansias de poder de un candidato a la presidencia del Gobierno y lograr así su investidura, con el imprescindible placet del prófugo Puigdemont. En palabras de Teresa Freixes, Catedrática de Derecho Constitucional: «La única justificación que tiene la amnistía son siete votos a favor de una investidura». Y, entre otros muchos, así lo ha expresado también el que fuera fiscal general del Estado, Eligio Hernández: «El único motivo de la amnistía es obtener los votos de Puigdemont para investir a Sánchez». Y para concluir y no aburrir con más citas sobre esta gran e irrefutable verdad, hemos de citar las elocuentes palabras de Juan Luis Cebrián, el primero y más importante director del diario El País: «Una amnistía rindiendo pleitesía a un delincuente fugado con el solo fin de colmar las aspiraciones personales de un derrotado en las urnas sería una renuncia a los valores éticos y democráticos del socialismo». Esta es la verdadera y apretada exposición de motivos.

El relato verdadero consiste en explicar lo que pasó en España (un país democrático de la Unión Europea) en el año 2017 y que venía preparándose desde años antes en Cataluña, pues la norma va dirigida a favorecer a un grupo de personas que cometieron gravísimos delitos (y que han declarado que volverán a hacerlo), consistentes en un auténtico golpe de estado, tratando de alterar el orden constitucional. Hechos todos que constan pormenorizados tanto en las sentencias penales condenatorias de nuestro Tribunal Supremo como en las sentencias del Tribunal Constitucional, el mismo que tendrá que enjuiciar la inconstitucionalidad de una ley que pretende borrar tales hechos y evidenciar que España es un país opresor, no democrático y carente de libertades.

En su Sentencia de 8 de noviembre de 2017, mediante la que anuló la Declaración de Independencia de Cataluña, el Tribunal Constitucional (TC) afirmó que la actuación del Parlamento constituye un “grave atentado” contra el Estado de Derecho y conculca “con pareja intensidad, el principio democrático”. En este punto, el Tribunal recuerda una vez más que “en el Estado constitucional no puede desvincularse el principio democrático de la primacía incondicional de la Constitución”.

Para el Tribunal Constitucional, la sucesión de hechos, desde que la STC 259/2015 anulara por inconstitucional la Resolución 1/XI, de 9 de noviembre de 2015, del Parlamento de Cataluña, “evidencian la inadmisible pretensión de una parte de la Cámara autonómica de no respetar ‘el orden constitucional que sustenta su propia autoridad’ y de incumplir las resoluciones del Tribunal Constitucional, obviando que es a la propia Cámara autonómica a la que corresponde velar porque su actuación se desarrolle en el marco de la Constitución”.

Dada la contumaz afrenta al Estado de Derecho por las instituciones políticas de Cataluña, en su Sentencia del 8 de mayo de 2018, el Tribunal Constitucional, ante una decisión de la Mesa del Parlamento de Cataluña, en el ámbito del procés, que constituye un incumplimiento manifiesto de lo resuelto por el Tribunal Constitucional, señala que todos los poderes públicos, incluidas las Cámaras Legislativas, están obligados a lo que este tribunal resuelva (artículo 87.1 de la LOTC). Por tanto, el incumplimiento patente de este deber es lo que determina que la Mesa del Parlament, al admitir la propuesta, incurra en las referidas vulneraciones constitucionales, no el contenido material de la iniciativa, subraya la sentencia. Por tanto, lo determinante a estos efectos es que la Mesa tramite la iniciativa a sabiendas de que existe una resolución de este Tribunal que le impide darle curso. El Pleno del TC considera que en el presente caso concurren circunstancias excepcionales para apreciar que dicho órgano del Parlament incumplió el deber de respetar la suspensión declarada por sendas providencias de 7 de septiembre de 2017 de la eficacia de la Ley de Referéndum de Autodeterminación y la del Decreto de convocatoria de ese Referéndum. El TC concluye afirmando que la vulneración de este derecho fundamental determina, en efecto, la de los derechos de los ciudadanos de Cataluña a participar, mediante la representación política, en los asuntos públicos (art. 23.1 CE) y afecta a la función propia del Parlamento de Cataluña, que ostenta la representación del pueblo de Cataluña (art. 55.1 EAC) y no la de determinadas fuerzas políticas, aunque sean mayoritarias.

Pues, como dijo el Tribunal Constitucional, las leyes de desconexión y la declaración de independencia pusieron “en riesgo máximo, para todos los ciudadanos de Cataluña, la vigencia y efectividad de cuantas garantías y derechos preservan para ellos tanto la Constitución como el mismo Estatuto. Los deja[ron] así a merced de un poder que dice no reconocer límite alguno”.

Un documentado relato del “golpe de estado” se encuentra en el artículo de Vidal-Folch y Fabra: “El golpe a las instituciones” (https://politica.elpais.com/politica/2018/02/17/actualidad/1518895924_749358.html ), quienes entonces opinaron que “El ‘procés’ secesionista catalán ha erosionado la base de la democracia: las leyes, los órganos de representación de la soberanía y los tribunales, que dirimen sobre la legalidad… La principal institución de una sociedad moderna es su legalidad democrática. Es exactamente eso lo que fue sometido al golpe parlamentario del 6, 7 y 8 de septiembre mediante las leyes de “desconexión” o ruptura que abrogaron la vigencia del Estatut, la Constitución y el entero acervo jurídico del ordenamiento democrático catalán y español”.

Como han recordado los editores de Hay Derecho,Frente a tan grave ataque a nuestra democracia, las instituciones defendieron el orden constitucional como corresponde en un Estado de Derecho: el Tribunal Constitucional anuló las leyes de ruptura; se aplicó el art. 155 como mecanismo previsto constitucionalmente para la coerción federal para reaccionar ante incumplimientos legales y graves atentados contra el interés general por parte de las CCAA; y se abrieron procesos penales frente a los líderes de los movimientos tumultuarios que fueron sentenciados y condenados por graves delitos tras el correspondiente proceso judicial celebrado con todas las garantías.

Recordamos esto ahora porque, seis años después de aquellos acontecimientos, sus principales responsables, especialmente el Sr. Puigdemont, prófugo de la Justicia española desde entonces, reclaman una amnistía como condición para apoyar la investidura del presidente Pedro Sánchez.

Una pretensión que desde Hay Derecho consideramos que no debe de asumirse en ningún caso. Por un lado, parecen existir sólidos argumentos técnicos para defender la inconstitucionalidad de una amnistía de estas características de acuerdo con nuestro actual marco constitucional…”

También se está recordando en la prensa que el Gobierno presidido por el señor Sánchez y siendo ministro de Justicia el actual magistrado del Tribunal Constitucional, señor Campo, dejó escrito en papel timbrado oficial que la amnistía es inconstitucional (“Persistencia que en caso de reiteración delictiva llevaría consigo la apreciación de los antecedentes penales. A diferencia de la amnistía, claramente inconstitucional, que se reclama desde algunos sectores independentistas, el indulto no hace desaparecer el delito”). Habiéndose pronunciado también sobre la inconstitucionalidad de la amnistía, en el año 2021, los servicios jurídicos del Congreso de los Diputados, al dictaminar sobre una proposición de ley orgánica que finalmente fue inadmitida a trámite: “… la proposición de ley de referencia parece entrar en una contradicción palmaria y evidente con lo dispuesto en el artículo 62 i) de la Constitución».

Pues bien, una pléyade de ilustres y solventes juristas, la mayoría de ellos profesores y catedráticos de Universidad, exmagistrados del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo, miembros del Ministerio Fiscal y de la Abogacía del Estado (entre otros, Aragón Reyes, Bal, Conde Martín de Hijas, Cruz Villalón,  Fernandes Romero, Freixes Sanjuán, Gimbernat, Quintero Olivares, Recuerda Girela, Ruiz Robledo, Silva Sánchez, Tapia, Tejadura Tejada  Viada Bardají) ha venido manifestado, en los últimos meses y en los medios de comunicación, solventes y fundamentadas opiniones jurídicas que concluyen en que, con independencia del nomen iuris, “se la llame amnistía o se busque al final otro término para disfrazarla”, la ley es contraria a los artículos 1 (Estado de Derecho), 9.1 (sujeción de los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico), 9.3 (seguridad jurídica), 14 (igualdad de todos los españoles), 62.i (prohibición de indultos generales) y 117 (independencia y exclusividad judicial), de la Constitución Española. Ello sin descartar la posible y deseable intervención de la Unión Europea, por vulneración del principio de Estado de Derecho establecido en el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea, como ya ha denunciado ante la Comisión Europea la Asociación de Fiscales.

Han de tenerse necesariamente en cuenta las palabras pronunciadas el 7 de octubre de 2023 por Jesús María Barrientos, presidente del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, dichas en el acto de apertura del año judicial: «La ley, o es general o no es ley. Las leyes son aprobadas, pueden ser reformadas y también derogadas por quien únicamente tiene autoridad para hacerlo, el Poder Legislativo. Pero durante su vigencia, las leyes obligan por igual a todos los que se hallen en territorio español, incluidos los jueces… nadie puede colocarse por encima de ella, o pretender eludir las consecuencias de su vulneración»; la Constitución «atribuye en exclusiva a los jueces integrantes del Poder Judicial la potestad de juzgar y ejecutar lo juzgado»,  «Ninguno de los otros poderes, fuera de los cauces legales, puede interferir en el efectivo cumplimiento de esta potestad constitucionalmente reconocida. Cualquier intento de interferencia en su ejercicio efectivo ni es legítima ni es democrática».

Sobre el nombramiento de los vocales del CGPJ y el deber del TC de impedir la degradación de la independencia judicial con “leyes a la baja”

La LOPJ fue modificada por Ley Orgánica 4/2021 para el establecimiento del régimen jurídico aplicable al CGPJ en funciones. Esta modificación ha sido validada por STC 128/2023. Se trata de una Ley Orgánica tramitada como proposición de ley y sin haber escuchado al propio CGPJ, algo que es inaudito, pero constitucional, según la Sentencia. No entraré a valorar los argumentos del TC; tampoco los del voto particular. Quiero detenerme en un inciso de la Sentencia que ha generado bastante polémica.

La Sentencia incluye un obiter dicta bastante llamativo (FJ 4.B)a): “En cuanto al sistema de nombramiento de los vocales y su renovación tras el cumplimiento del mandato de cinco años (art. 122.3 CE), hemos de destacar que: (i) No existe una definición constitucional excluyente del sistema de nombramiento de los vocales del CGPJ, siendo posible, dentro del marco constitucional, que la propuesta para su nombramiento proceda en todo o en parte del Congreso o del Senado”. Desde el CGPJ se ha denunciado que con ello se estaría abriendo la puerta a que los doce vocales del Consejo de procedencia judicial (art. 122.3 CE) pudieran ser renovados por una sola de las Cámaras -fuente: El Mundo día 16 de octubre de 2023-. Esto facilitaría el camino, se añade, para que el PSOE -previa nueva modificación legal- pudiera forzar la renovación del CGPJ prescindiendo del Senado, donde el PP mantiene la mayoría absoluta.

Es aquí donde ha tenido lugar un acontecimiento sorprendente. El día 20 de octubre de 2023 fue publicada una nota informativa (nº 83/2023) por la Oficina de Prensa del Gabinete del Presidente del TC saliendo al paso de las informaciones publicadas. La nota tiene por finalidad aclarar que: “El TC no ha dicho nada sobre la futura renovación del Consejo”. La nota añade un párrafo que parecería constituirse en la interpretación auténtica de la doctrina constitucional: “… la Constitución no establece límite al legislador en este punto -y lo afirmaba la STC 108/1986 en un recurso de inconstitucionalidad contra la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial-, por lo que el legislador puede optar que todos los miembros del Consejo sean designados por las Cortes Generales, el llamado modelo parlamentario, o porque los doce de procedencia judicial sean propuestos por los propios jueces. De esta manera la sentencia, con base en la doctrina del TC, describía el marco constitucional y el campo de acción del legislador”. Lo que no se dice es que dentro de ese modelo parlamentario pudiera ser posible que, como ahora aclara la nota, “las Cortes Generales” intervengan en la propuesta de nombramientos -es decir, ambas Cámaras como hasta ahora-, o bien que sólo lo haga una de las Cámaras -“del Congreso o del Senado”, como se deriva del discutido obiter dicta, al recurrir a la conjunción disyuntiva “o”-. En fin, la nota lejos de aclarar algo, a mi juicio genera más sospechas.

Es obvio que la Constitución no dice, y no tiene por qué hacerlo, cómo tienen que hacerse ciertos nombramientos. En el caso del nombramiento de los vocales del CGPJ podría optarse porque los doce vocales elegidos entre jueces y magistrados (ex art. 122.3 CE) fueran elegidos o bien con base en un modelo parlamentario, o bien con base en otro judicial. La decisión en sí misma de elegir entre uno u otro modelo implica asumir una relación de prevalencia ponderada entre principios como el democrático, la separación de poderes y la independencia judicial. Simplificando mucho, a priori el modelo parlamentario haría primar la legitimidad democrática de los vocales del CGPJ, mientras que en el modelo judicial imperaría la separación de poderes y la garantía de la independencia judicial.

Imaginemos que el legislador se decidiera por reformar el modelo parlamentario en la línea de las noticias publicadas. No existen razones que permitan entender por qué limitar las funciones de propuesta de nombramiento a una sola Cámara favorece al principio democrático y al equilibrio institucional en el seno de las Cortes Generales. Algo parecido podría argumentarse si, como fue planteado en su momento, se pretendieran reducir las mayorías necesarias para realizar tales nombramientos. El 13 de octubre de 2020 los grupos parlamentarios del PSOE y Unidas Podemos registraron una propuesta de modificación de la LOPJ, según la cual las mayorías para hacer las propuestas de nombramientos pasaban de tres quintos a mayoría absoluta. Este intento de reformar la LOPJ fue criticado por el Comisario de Justicia de la UE advirtiendo que esa reforma legal, lejos de avanzar en la despolitización del CGPJ, profundizaba en ella. Conclusión: limitar la responsabilidad a una cámara o reducir las mayorías necesarias para realizar los nombramientos es exactamente lo contrario a fomentar la legitimidad democrática que teóricamente se debería fortalecer, pues sospechosamente potencia la dependencia política de los nombramientos.

Desde luego que habrá quienes defiendan que las propuestas discutidas en nada afectan a la imparcialidad y a la independencia judicial: el origen del nombramiento no conlleva mandato imperativo alguno. Faltaría más. De lo que se trata es de eliminar cualquier sospecha de “lealtades” políticas bajo el halo de la legitimidad democrática.

A mi juicio, sólo deben ser constitucionales aquellas decisiones del legislador que optimizan los pilares básicos de la justicia y no aquellas que los debiliten. El TC, como máximo garante de la Constitución, tiene el deber de perfeccionar los principios, valores y derechos constitucionales y, por ello mismo, evitar su degradación con leyes que ponderan a la baja principios fundamentales como la independencia e imparcialidad del poder judicial. Si no lo hiciera, podríamos iniciar un peligroso recorrido en la búsqueda del minimum minimorum, lo que, no hace falta decirlo, sólo dañaría la eficacia de la Constitución y la credibilidad del TC. Todo ello, sin menospreciar que este debate tiene lugar sin considerar seriamente que el Tribunal de Justicia de la UE insiste incisivamente en la necesidad de preservar la independencia del poder judicial, incluyendo el modo en que se pueda ver afectado dicho principio por la composición y la forma de elección de los miembros de los órganos de gobierno de los jueces -STJUE (Gran Sala) de 19 de noviembre de 2019 (C-585/18, 24/18 y 625/18, A.K.)-.

En fin, el legislador puede optar por el modelo de nombramiento que considere oportuno, pero no lo puede hacer perturbando la independencia del poder judicial. Algunas propuestas al respecto. Cuando la Constitución impone que sean las Cortes quienes realicen las propuestas de nombramiento -último inciso del art. 122.3 CE-, cabría impedir que fueran candidatos personas significadas políticamente por sus anteriores cargos. Cuando no sea así, y corresponda al legislador establecer el proceso de elección de los doce vocales de origen judicial –ex art. 122.3 CE primer inciso-, se podrían establecer límites diferentes según el modelo asumido. Si el legislador optara por un modelo parlamentario, lo más razonable debería ser mantener la intervención de las dos Cámaras y siempre con mayorías cualificadas similares a las que la propia Constitución prevé para casos semejantes -tres quintos-; si, por el contrario, se optara por un modelo judicial, sería fundamental evitar cualquier interferencia política en la elección -cuotas por asociaciones judiciales, avales a los candidatos por esas mismas asociaciones…-.

Concluyo. No se pueden aceptar maniobras legislativas cuya finalidad sea poner al CGPJ a disposición de los intereses políticos. Son intolerables en una democracia avanzada. Aceptar la constitucionalidad de “leyes a la baja” sería la peor expresión de la degradación institucional y democrática.

 

Amnistía, que algo queda

Hay una frase del escritor Mark Twain que me parece clarividente: “La historia no se repite, pero rima”. Tampoco está mal el clásico “nihil novum sub sole”. Hasta lo de la amnistía ha ocurrido ya. En 1936, el Frente Popular, en el que se unían nacionalistas, socialistas y comunistas, la concedió a los condenados tras los acontecimientos de 1934, que incluían la revolución socialista de Asturias y la microdeclaración de independencia de Cataluña “dentro de la República Federal española”. Aquel día, según cifras oficiales, salieron unos 30.000 presos, unos 3.000 políticos y unos 27.000 presos comunes. Entre todos ellos estaba el depuesto presidente de la Generalidad Lluís Companys, que recuperó al poco su cargo. Y también al poco se produjo una cruenta Guerra civil que se extendió durante tres años.

Pero, como digo, la historia no se repite. En 1936 las circunstancias eran otras. La casi inexistencia de una clase media moderada y las diferencias sociales extremadas dificultaban la búsqueda de soluciones razonables. El encarcelamiento de muchas personas que no eran los cabecillas de las operaciones revolucionarias creaba un extenso problema social del que hizo bandera la izquierda. La derecha también tenía mucho que ocultar porque utilizó, para liberar a los responsables de la Sanjurjada de 1932, la vía de la amnistía, por otro lado contemplada en la Constitución de 1931, si se acordaba por el Parlamento, aunque prohibiera los “indultos generales”. La aplicación de la normativa militar a estos delitos hacía muy difícil encontrar soluciones más matizadas. El Frente Popular ya había anunciado en su programa que uno de sus objetivos era la amnistía y había movilización en las calles y revueltas en las cárceles. Y de hecho, se aprobó por la Diputación permanente por unanimidad, incluso con los votos a favor de la CEDA. Situación complicada que, evidentemente, poco tenía que ver con las amnistías de 1931 y 1977, que respondían a un cambio de régimen político desde uno autoritario a otro democrático.

Ahora bien, aunque no se repita, la historia rima. Entre los acontecimientos pasados y los actuales se pueden encontrar ondas parecidas, coherencias razonables o ritmos paralelos, porque subyacen incentivos similares. Lo malo es que, como decía Karl Marx al comienzo de El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, la historia ocurre dos veces: la primera vez como tragedia y la segunda como farsa. Y una farsa es precisamente lo que está ocurriendo en 2023. Todo el drama que envolvía la situación en 1936 es hoy postureo y disimulo. No hay obreros encarcelados ni divisiones sociales que sea preciso remediar, y ni siquiera el problema catalán, que tiene ya indultados a sus cabecillas, mejorará ya que han dicho paladinamente que “lo volverán a hacer”: sólo cuenta la necesidad de conseguir el voto de unos cuantos diputados que pudieran haber sido otros pero, qué casualidad, son precisamente esos.

Y para conseguirlo parece que se les dará lo que piden y se intentará que el resto de la nación acepte los argumentos falaces con que se aderezará el trago –ya se está haciendo- y que, como no puede ser de otra manera, irán salpimentados con cínicas alusiones al interés general del Estado que, por muy increíble que pueda parecer, muchos creerán, incluso una pequeña parte ellos de buena fe. La enorme capacidad propagandística de los Estados del siglo XXI, dotados de tentáculos en medios de comunicación y enredados en muchos intereses cruzados, hace relativamente fácil convencer a quien quiere ser convencido (todos aquellos a quienes conviene o agradaba que se invista al candidato) de que la amnistía no es una felonía que se comete contra España para mantener el poder sino una saludable muestra de clemencia, un cívico acto de transacción destinado a promover la paz social que, por otro lado, no se opone realmente a ninguna ley, porque serán capaces de encontrar precedentes y analogías hasta para justificar la muerte de Abel a manos de Caín. Y no van a faltar los “juristas complacientes” o los “periodistas agradaores” que encontraran la manera de que el sufrido votante socialista pueda comulgar con ruedas de molino sin apenas abrasiones bucales, aunque, a diferencia de 1936, la amnistía no estaba en el programa electoral e incluso se rechazaba en declaraciones públicas y en los informes de los indultos como “claramente inconstitucional”. Por eso, esta amnistía a modo de farsa es de alguna manera más dañina que la dramática de 1936 porque, a falta de razones profundas, la frivolidad de su desenlace tendrá consecuencias a largo plazo, en las que florecerán, como dice la definición de farsa “los aspectos ridículos y grotescos de ciertos comportamientos humanos”.

Por un lado, desgastará las instituciones: el poder judicial, que resultará que ha sentenciado mal, condenando por delitos que no deberían haber existido; el legislativo, que se mostrará incapaz de deliberar y votar de una manera que no sea al dictado del partido gobernante; las fuerzas policiales, que resultarán desautorizadas, y en grado sumo si se atiende a la petición de Aragonés de que a ellas no se les amnistíe; el Tribunal constitucional, que si valida la amnistía quedará como un órgano partidista más y si no lo hace, su esfuerzo resultará inoperante porque, como decía la constitucionalista Alicia Gil en un debate de la Fundación Hay Derecho, conforme al artículo 40.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, la declaración de inconstitucionalidad de una amnistía ya aprobada no permitiría revisar procesos ya fenecidos, con lo cual dicha declaración sería una simple advertencia al ser irreversible la amnistía. Además, será la apertura de la puerta para que lo hagan los que vengan después y no hay que excluir que la dificultad de hacer una adecuada definición de los delitos amnistiables llevara a un nuevo fiasco del tipo de ley Si es Si, en el que salieran a la calle individuos no computados, sobre todo si se quiere hacer encaje de bolillos para incluir a unos sí y a otros no.

Por otro, esta frivolidad e injusticia generará en la sociedad difuminación ética al recibir el mensaje de que cualquier cosa es posible, en un ambiente generalizado de incumplimiento. Y ese ambiente  preparará el más difícil todavía del referéndum o de lo que luego toque, que será cada vez más intragable porque cada vez será menor la fuerza del gobierno. Un declive moral y democrático, en definitiva.

Debemos denunciarlo e intentar impedirlo. Ahora, a diferencia de en 1936, se movilizan y manifiestan no los que la piden, sino los que están en contra de la amnistía. Quizá no está todo perdido.

Este artículo fue publicado en VozPopuli el 11 de octubre de 2023.

La amnistía en el marco de la Unión Europea

Cabría pensar que la Unión Europea no tiene nada que decir sobre un posible acuerdo de investidura de Pedro Sánchez a cambio de una ley de amnistía para obtener los necesarios votos de Junts, el partido de Puigdemont, cuya situación procesal puede complicarse (aún más) cuando termine su mandato como parlamentario europeo. Sin embargo, no estoy tan segura de que esto sea así. ¿Es la situación del Estado de Derecho en cada país miembro un problema estrictamente nacional? Pues cada vez menos: si el Estado de Derecho está en riesgo en uno o varios países lo que peligra es la propia Unión Europea.

En este sentido, hay algunas consideraciones que son relevantes. Lo que se daba por supuesto, es decir, que los Estados miembros respetarían los valores fundamentales de libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y derechos humanos del art. 2 del Tratado de la Unión Europea ya no está garantizado. Si pensamos que estos valores constituyen su ADN, deben de existir mecanismos que permitan reaccionar a la Unión cuando se vulneran. Contamos en primer lugar con el art. 7 del Tratado (que probablemente nadie pensó que tuviera que aplicarse un día) que es una especie de “cláusula de cierre” del sistema en casos de especial gravedad. Dicha norma permite el inicio de un procedimiento contra un Estado miembro cuando se constata la existencia de un riesgo claro de violación grave de alguno de los valores fundamentales de la Unión y puede finalizar con una suspensión de los derechos de voto.

La Comisión Europea ya ha activado el procedimiento del art. 7 en 2014 contra Polonia, por considerar que sus reformas en el ámbito del Poder Judicial vulneraban el Estado de Derecho, y también contra Hungría, además de por este motivo por violación de otros valores fundamentales recogidos en el mismo artículo 2.  Porque todos los derechos que reconoce el ordenamiento jurídico europeo, pueden convertirse en papel mojado si no hay tribunales independientes, profesionales e inamovibles que lo puedan aplicar. Son procedimientos enormemente complejos que presentan muchas singularidades, pero no podemos dar por sentado que un alumno aplicado, como ha sido España hasta ahora, no pueda convertirse en uno de los peores mediante un proceso de deterioro institucional constante, que puede acelerarse muy rápidamente cuando la necesidad política acucia como estamos viendo.

Además, la Comisión cuenta con otras opciones jurídicas: puede iniciar un procedimiento de infracción para obligar al Estado a cambiar sus normas por incumplimiento de las reglas del Estado de Derecho. Ese tipo de procedimiento puede iniciarlo la Comisión de oficio o en virtud de denuncia, y la decisión final será jurídicamente vinculante para el Estado, siempre que el Tribunal Superior de Justicia de la Unión Europea lo confirme (lo que suele hacer). Finalmente, está prevista la condicionalidad de los fondos europeos al cumplimiento de los valores del Estado de Derecho, pudiendo retirarse fondos siempre que se considere que exista esa vulneración. Ya hay precedentes.

Pese a ello, hay Estados europeos que desafían estos valores en general y el Estado de Derecho en particular. Es cierto que hasta ahora estos Estados, muy destacadamente Hungría y Polonia, han sido gobernados por partidos de derechas con un discurso claramente antieuropeísta e iliberal. Pero ¿es tan impensable que un gobierno de izquierdas pueda encontrarse en una situación similar? ¿Es posible algo así como un “Orban de izquierdas”? El ejemplo del primer ministro de Eslovaquia, Robert Fico, apunta a que puede ocurrir.

Claro está que no es agradable reconocer que España pueda ser objeto de una advertencia o incluso de un procedimiento jurídico por infracción de los valores del Estado de Derecho, pero no estamos tan lejos de esa posibilidad como nos gustaría pensar. La situación de bloqueo y falta de renovación y reforma del órgano de gobierno de los jueces en España, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) -situación denunciada en los sucesivos informes sobre el Estado de Derecho de la Comisión Europea-, y los ataques a la separación de poderes que supone su politización ya han sido puestos de manifiesto por los políticos polacos como muestra de una supuesta “doble vara de medir” ya que según ellos la Comisión sería más tolerante con los gobiernos de izquierdas y europeístas. Según estas críticas, la situación en cuanto a los intentos de control del Poder Judicial por parte de los políticos a través de los nombramientos de las más altas magistraturas no es tan diferente en España y en Polonia.

En todo caso, y sin ánimo de entrar en ese debate ahora, recordemos que el intento de reformar la ley para que los miembros del CGPJ se eligieran por mayoría absoluta y no por las tres cuartas partes del Congreso y del Senado (precisamente para eludir el bloqueo actual) fue desaconsejado desde la Unión Europea por considerar, con razón, que lejos de avanzar en la despolitización del órgano se profundizaba en su politización. Y recientemente el comisario de Justicia de la Unión Europea ha reiterado su advertencia sobre la posibilidad de iniciar un procedimiento de infracción por este motivo. En suma, la Comisión Europea monitoriza de cerca las reformas que los Estados realizan en el ámbito nacional siempre que puedan poner en riesgo los valores europeos. Todo incumplimiento sistémico de estos principios y que afecte en especial a la separación de poderes puede entenderse que pone en riesgo el Estado de Derecho en el ámbito de la Unión Europea.

¿Podemos estar ante uno de estos casos con la amnistía que se está negociando a cambio de la investidura del presidente en funciones? Por lo menos, hay motivos para pensar que la Unión Europea debería prestar atención a este tipo de acuerdos, como ya ha hecho en el pasado con amnistías problemáticas, como la que se intentó aprobar en Rumanía para eludir las responsabilidades penales del principal dirigente del partido gobernante por casos de corrupción.

El argumentario oficialista pretende convencernos de que una medida como una amnistía, que carece de cualquier justificación que no sea la pura aritmética electoral (y que no se sometió a debate público alguno en la campaña electoral), va a suponer un “borrón y cuenta nueva”, una nueva etapa para facilitar la convivencia entre Cataluña y España -nunca se reconoce que la fractura está dentro de Cataluña- y una medida para facilitar la paz, el pluralismo, la diversidad y la tolerancia para muchos años. Pero para dinamitarlo ahí están los independentistas, por no hablar del sentido común y de la lógica misma. Tantas bondades no se percibieran con nitidez hasta la noche electoral: es lógico que muchos votantes socialistas se sientan engañados por la sencilla razón de que lo fueron. Hace apenas cuatro meses se les dijo exactamente lo contrario, que jamás se daría una amnistía en estas condiciones.

Pero lo más relevante a los efectos de los valores de la Unión Europea, estamos ante una amnistía que los independentistas no ven como un punto final, sino como un punto de partida para su movimiento secesionista, que exige, ineludiblemente, violar el Estado democrático de Derecho, por la sencilla razón de que no pueden acceder a sus objetivos respetando las reglas del juego constitucionales al carecer de las mayorías suficientes. Por eso es esencial que estas reglas se desmonten desde dentro, o al menos dejen de aplicarse en los casos que les interesan, garantizándoles la impunidad. Por tanto, si el PSOE por razones coyunturales se ofrece a hacerles el trabajo sucio convirtiendo la Constitución en una cáscara formal -y de paso, laminando las posibilidades electorales del PSC, hoy el partido líder del constitucionalismo en Cataluña-, no creo que lo rechacen. Que lo haga además un partido de cuyo sentido de Estado desde la Transición ha dependido en gran parte la estabilidad de la propia democracia española (recordemos la abstención para facilitar una investidura del PP para evitar terceras elecciones o el apoyo para la aplicación del art. 155 gobernando Mariano Rajoy) debe de producirles especial satisfacción.

En definitiva, una amnistía en estas condiciones es un triunfo para los separatistas y un desastre para el Estado democrático de Derecho, se mire como se mire. Deslegitima la respuesta institucional y jurídica que el Estado español dio en su momento, la estrategia internacional para poner de relieve el verdadero carácter antidemocrático e iliberal del ‘procés’ (perfectamente recogido en las leyes del Parlament de Cataluña de desconexión y del referéndum, de los días 6 y 7 de septiembre de 2017), compromete la separación de poderes, el principio de igualdad ante la ley y deja en entredicho hasta el discurso del Rey en defensa de la Constitución española el 3 de octubre de 2017. No hay quien dé más a cambio de nada.

Ciertamente la Unión Europea debería de tomar nota.

Suspensión de procesos concursales por planteamiento de cuestión prejudicial en otro procedimiento

Recientemente se ha cumplido un año de la reforma del Texto refundido de la Ley Concursal (TRLC) de septiembre de 2022 que transpone la Directiva de reestructuración e insolvencia (DRI). Como he explicado en varias ocasiones en este blog (aquí, aquí y aquí), esta reforma conllevó un cambio de paradigma en lo que se refiere al régimen de segunda oportunidad o exoneración del pasivo insatisfecho (EPI). En muchos aspectos ha supuesto un avance y buena prueba de ello es la cifra de concursos de persona física que no para de crecer. Ahora ya nuestro país se acerca a los modernos sistemas de insolvencia en los que de siempre las cifras de concurso de persona física han superado con creces a las de sociedades. Afortunadamente ha evolucionado la regulación del concurso de persona física gracias a la EPI que tantas segundas oportunidades está ofreciendo a las víctimas de la mala suerte.

Pero no todo son luces, también hay sombras y algunas de ellas son tan severas que privan a la EPI de su función. A algunas ya me he referido en otros posts a los que me remito y ahora me voy a centrar en un problema que no he abordado anteriormente y que se está planteando en los juzgados con respuestas contradictorias.

Uno de los problemas más graves que plantea la regulación de la EPI tras la reforma y que viene arrastrando de regulaciones anteriores es la limitada exoneración del crédito público. El tema lo he tratado aquí y aquí. Si queremos dar una segunda oportunidad a los empresarios (colectivo que discrimina positivamente la DRI) es necesario ser generoso con la exoneración del crédito público que es el que más peso tiene en el pasivo de muchos empresarios. El legislador español se ha resistido a admitir esta exoneración concediéndola de manera limitada a los empresarios que abonaban un umbral de pasivo mínimo al amparo de la regulación anterior y que el TS (sentencia de 2 de julio de 2019) extendió a los que se acogían al plan de pagos, a mi juicio, sin suficiente amparo legal, tal y como expresé aquí.

Esta resolución judicial se siguió aplicando por muchos juzgados incluso tras la aprobación del TRLC en 2020, a pesar de que contradecía claramente el tenor de la ley que con meridiana claridad excluía de la exoneración al crédito público (art. 491 TRLC antes reforma 2022). Ello se justificada en que entendían que había exceso ultra vires y que el legislador delegado no podía contradecir la doctrina emanada del TS. Es decir, la interpretación del TS debía prevalecer sobre la del legislador delegado que se veía así “vinculado” por el TS.

Esto lo acaba de reconocer el propio TS en el reciente Auto de 20 de septiembre de 2023 de inadmisión a trámite de un recurso en el que se reclamaba por la Agencia Tributaria la aplicación del TRLC, anterior a la reforma de 2022 que impedía la exoneración del crédito público. El TS no entra en el tema y directamente dice que prevalece su doctrina expresada en la sentencia de 2 de julio de 2019. Yo discrepo de tal planteamiento, tal y como he señalado aquí, pero lo cierto es que es la que se mantiene tras este auto de inadmisión del TS que parece tener la última palabra en este asunto.

Si lo que prevalece es la doctrina del TS emanada de la sentencia de 2 de julio de 2019 entonces la disposición transitoria primera de la Ley 16/2022 que reforma el TRLC que permite la aplicación del texto reformado a las solicitudes de exoneración realizadas tras su entrada en vigor, aunque la declaración de concurso se haya efectuado antes, podría discriminar negativamente a estos deudores en tanto que la nueva regulación es menos favorable que la emanada de la sentencia del TS. De ahí que se haya considerado tal doctrina del TS como si de una ley se tratara sustentando la cuestión de inconstitucionalidad presentada por el titular del Juzgado de lo mercantil nº 7 de Barcelona.

Pues bien, aprobada la reforma concursal, el legislador ha admitido una limitada exoneración del crédito público en el art. 489.1. 5ª TRLC diseñada de forma compleja y que genera no pocos problemas de interpretación. Se distingue entre:

  • Deudas tributarias cuya gestión recaudatoria corresponda a la Agencia Estatal de Administración tributaria: límite de 10.000 euros por deudor. Los primeros 5.000 euros se exoneran íntegramente y a partir de esta cifra la exoneración alcanza el 50% de la deuda hasta llegar al máximo de 10.000 euros[1].
  • También son exonerables las deudas con la Seguridad Social: límite 10.000 euros, en las mismas condiciones que las previstas en el apartado anterior.

Dispone el precepto que para los primeros 5.000 euros la exoneración será íntegra y a partir de esa cifra la exoneración alcanzará el 50% de la deuda hasta el máximo indicado. Por ejemplo, si el deudor tiene una deuda por IRPF de 7.000 euros, sólo se exonerará 6.000 euros. Si tuviera una deuda de 15.000 euros, sólo se exonerará 10.000 euros.

Pero no sólo existe esta complejidad cuantitativa, sino que en el último inciso del precepto se dispone que, si hay varias deudas por créditos de Derecho público, el importe exonerado se aplicará en orden inverso al de prelación legalmente establecido y, dentro de cada clase, en función de su antigüedad. Por tanto, si el deudor tiene deudas por créditos de Derecho público privilegiado, ordinario y subordinado. Los límites cuantitativos se aplican primero a los créditos subordinados, luego al ordinario y finalmente al privilegiado.

Si a esta limitada exoneración del crédito público le añadimos la regla contenida en el art. 487.1.2ª TRLC que impide al deudor exonerarse de cualquier deuda cuando en los 10 años anteriores a la solicitud de la exoneración hubiera sido sancionado por resolución administrativa firme por infracciones tributarias muy graves, de seguridad social o del orden social (…)[2], el resultado no puede ser más demencial. Esta regla sí me parece absolutamente contraria a la DRI porque veta al deudor de obtener la exoneración de cualquier deuda porque se le considera de mala fe por haber dejado de pagar determinadas deudas públicas. La puerta a la exoneración se abre si se satisface dicho pasivo que en muchas ocasiones puede obedecer a deudas ya prescritas. Esta regla como digo es demencial y no debía haber entrado en el texto legal y solo se justifica con la miopía propia de un legislador cortoplacista que no quiere ver afectado el balance de las cuentas públicas, aunque con ello se lleve literalmente por delante a muchos empresarios y acabe por ello percibiendo menos ingresos.

Pues bien, estas consideraciones y muchas otras han animado a varios jueces españoles a plantear sendas cuestiones prejudiciales[3] ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) con objeto de que dilucide si la Ley 16/2022 violenta la DRI y realmente perjudica sobremanera a los colectivos que la norma europea pretende beneficiar que son específicamente los empresarios. Ello son los que tienen en sus balances más crédito público.

A raíz de esta situación ¿puede suspenderse la resolución del procedimiento concursal sobre la exoneración del crédito público a la espera de que el TJUE se pronuncie?

El art. 23 del Estatuto del TJUE determina la suspensión del proceso en el que ha sido planteada, sin que se diga nada sobre la posibilidad de extender dicha suspensión a otros procesos pendientes que se puedan ver afectados por la decisión que el TJUE pueda adoptar respecto a dicha cuestión. Tampoco está prevista esta suspensión en el art. 43 LEC. Teóricamente, si se quiere la suspensión, deberá plantearse otra cuestión prejudicial y si hay varias sobre el mismo tema, se acumularán (art. 55 Estatuto del TJUE).

Esta es la solución que deriva de la ley, si bien podría justificarse tal suspensión si se considera que hay dudas razonables en la interpretación del Derecho nacional, algo que me parece evidente en el caso que nos ocupa respecto del que se han planteado ya varias cuestiones prejudiciales. Además, no hay que olvidar que la resolución que dicte el TJUE no sólo afectará al proceso en cuyo seno se planteó la cuestión, sino que vinculará a todos los jueces nacionales y, por supuesto, al legislador nacional. Esta especie de efecto ultra partes justifica la suspensión.

De hecho, para otro asunto la sala de lo civil del TS acordó suspender la tramitación de los recursos que tenía pendientes contra sentencias relativas a reclamaciones de accionistas del Banco Popular hasta que el TJUE dictara sentencia sobre la materia al resolver una cuestión prejudicial que había planteado la Audiencia provincial de La Coruña

Y es que, si no se suspende el procedimiento afectado directamente por la cuestión prejudicial, tras la sentencia estimatoria del TJUE no cabría recurso de revisión de la sentencia firme (así lo ha mantenido la sentencia TS 81/2016, de 18 de febrero de 2016). Por tal razón, aunque la ley no lo contemple, no me parece improcedente acordar la suspensión de los procedimientos concursales cuando la exoneración no se extienda a todo el crédito público.

De hecho, así cabe deducirlo de la instrucción nº 25 del documento elaborado por el TJUE (“Recomendaciones a los órganos jurisdiccionales nacionales, relativas al planteamiento de cuestiones prejudiciales”): “Aunque el órgano jurisdiccional nacional sigue siendo competente para adoptar medidas cautelares, especialmente cuando la cuestión planteada se refiera a la validez de un acto o disposición, la presentación de una petición de decisión prejudicial entraña sin embargo la suspensión del procedimiento nacional hasta que el Tribunal de Justicia se pronuncie”.

Y es que no acordar la suspensión puede comprometer derechos fundamentales como es el derecho a la tutela judicial efectiva. Así lo ha señalado el TS (sala de lo contencioso-administrativo) cuando admitió a trámite un recurso de casación sobre esta cuestión por interés casacional por la necesidad de “esclarecer si vulnera el derecho a la tutela judicial efectiva, en su vertiente de derecho a un proceso sin dilaciones indebidas, la decisión de un órgano judicial de no suspender el proceso hasta que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea resuelva un recurso, ya admitido, en el que se cuestiona la legalidad de la norma aplicable para resolver la controversia suscitada en el propio proceso[4]“. 

La sentencia del TS que procedía de dicho auto de 16 de marzo de 2023 resuelve el asunto estimando el recurso de casación planteado cuando ya se había dictado por el TJUE la cuestión prejudicial planteada que declaró contrario al Derecho europeo la normativa impugnada. Aunque no es muy clara la resolución respecto de la cuestión de la posible suspensión, parece admitir que es una facultad discrecional del juez nacional en tanto explícitamente recuerda que la primacía del Derecho de la UE y que el carácter declarativo de las sentencias del TJUE que resuelven recursos por incumplimiento no afecta a su fuerza ejecutiva (derivada del art. 280 del Tratado de funcionamiento de la UC) ni obstaculiza sus efectos ex tunc. Los derechos que corresponden a los particulares no derivan de la sentencia que declara el incumplimiento sino de las disposiciones mismas del Derecho comunitario que tienen efecto directo sobre el ordenamiento interno.

En suma, el derecho a la tutela judicial efectiva puede requerir, atendiendo las circunstancias del caso concreto de la suspensión del proceso hasta el pronunciamiento por parte del TJUE. Creo que esto sucede en el caso que nos ocupa en el que son varios los jueces que han considerado pertinente el planteamiento de la cuestión prejudicial. De hecho, ya se ha decretado dicha suspensión en sentencia dictada por el Juzgado Mercantil nº4 de Alicante de 11 de septiembre de 2023. Por el contrario, no se ha admitido esta suspensión en la providencia dictada por la titular del Juzgado de lo mercantil nº 2 de Pamplona alegándose “razones de seguridad jurídica dado que este Juzgado ya ha dictado resoluciones en las que se aplica la no exoneración de parte del crédito público”. Por otro lado, también se señala en la providencia citada, debe tenerse en cuenta que las excepciones que recoge el art. 23.4 DRI resulta de aplicación al empresario no siendo aplicable este régimen a los no empresarios respecto de los cuales la DRI es una mera recomendación.

Efectivamente no parece que la suspensión deba decretarse respecto de los deudores no empresarios a los que la aplicación de la DRI no es imperativa. Lo cierto es que en la práctica este problema se plantea precisamente con los empresarios que son los que más cuentan con crédito público en su pasivo.

En resumidas cuentas, la polémica está servida y por las razones citadas  me parece razonable que el juez nacional pueda decretar la suspensión del proceso concursal nacional respecto de la exoneración del crédito público. El resto de los créditos se verían afectados sin demora alguna.

[1] Hay que tener en cuenta que la Disposición adicional primera de la Ley 16/2022 que extiende la norma a las Haciendas Forales de los territorios forales.

[2] Art. 487.1.2º TRLC: Cuando, en los diez años anteriores a la solicitud de la exoneración, hubiera sido sancionado por resolución administrativa firme por infracciones tributarias muy graves, de seguridad social o del orden social, o cuando en el mismo plazo se hubiera dictado acuerdo firme de derivación de responsabilidad, salvo que en la fecha de presentación de la solicitud de exoneración hubiera satisfecho íntegramente su responsabilidad.

En el caso de infracciones graves, no podrán obtener la exoneración aquellos deudores que hubiesen sido sancionados por un importe que exceda del cincuenta por ciento de la cuantía susceptible de exoneración por la Agencia Estatal de Administración Tributaria a la que se refiere el artículo 489.1.5.º, salvo que en la fecha de presentación de la solicitud de exoneración hubieran satisfecho íntegramente su responsabilidad.

[3] Auto de la Audiencia provincial de Alicante de 11 de octubre de 2022 y auto del mismo tribunal que ha de 31 de enero de 2023Auto del Juzgado Mercantil n.º 1de Alicante por auto de 25 de abril de 2023, Auto Juzgado Mercantil nº 10 de Barcelona de 2 de mayo de 2023, Auto del Juzgado Mercantil nº19 de Madrid de 4 de septiembre de 2023.

[4] Auto TS 3305/2022 de 2 de marzo de 2022. Id, Cendoj: 28079130012022200460.

 

Amnistía, discordia y rigor

En no pocas ocasiones la política marca los tiempos del debate jurídico, y este caso no va a ser distinto. Hemos conocido en las últimas semanas la voluntad del Gobierno de que se apruebe por el legislador una Ley de Amnistía que suponga la extinción de la responsabilidad criminal de quienes figuraron como encausados y acusados en la causa especial 20907/2017 seguida ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo y, quién sabe, de algún otro investigado en las causas penales del mal llamado “Procés”. No conocemos aún el alcance personal de la norma de gracia pretendida, pero puede intuirse.

Quien suscribe estas líneas ni puede ni debe entrar en el plano político, Es evidente que todos tenemos derecho a sustentar y defender nuestra propia ideología y a no manifestarla, como establece el artículo 16 de la Constitución Española (CE), pero no es el objeto de este artículo. Su finalidad reside en la necesidad de que los juristas combatamos argumentos legales de dudosa solidez que se están multiplicando por doquier en favor de esta amnistía. Me refiero, por supuesto, al texto publicado por el Diario El País de fecha 5 de octubre del año en curso, cuyo autor es Xavier Vidal-Folch.

En algo coincido con el señor Vidal-Folch. La última palabra sobre la adecuación de la futurible Ley de Amnistía a la Carta Magna le corresponde al Tribunal Constitucional, de conformidad con los artículos 1.1 y 2.1.a) de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, y con el artículo 161 CE. No existe un intérprete y garante mayor que él, sin perjuicio de que son los Tribunales ordinarios los que velarán en primer lugar por el respeto a las disposiciones constitucionales al interpretar y aplicar la ley. En lo demás, no puedo sino disentir.

Se dice que la amnistía “la ampara expresamente el Consejo de Europa”, que “el Convenio sobre traslado de personas condenadas del Consejo de Europa permite a las partes conceder el indulto, la amnistía o la conmutación de penas de conformidad con la Constitución o sus demás normas jurídicas (artículo 12). Pues bien, precisamente en la cita del artículo 12 del Convenio está la clave. En la medida que los textos constitucionales o el ordenamiento interno de un Estado parte lo posibilite, podrá concederse la amnistía. Se trata de un condicional hipotético, porque primero hemos de establecer si nuestro Derecho permite la medida de gracia o no. Después, si fuera así el caso, este texto como instrumento de cooperación judicial internacional en materia penal la constituye como un límite para el traslado de personas condenadas. No es una fuente directa, o un argumento principal si se quiere, para avalarla.

En el mismo bloque se dice que “incorporan directamente la amnistía varias normas jurídicas […], entre ellas destaca la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que incluye el término en el artículo 666.4”. El precepto al que se alude es sin duda correcto, y ahí se incluye como artículo de previo pronunciamiento la amnistía junto al indulto. Se configuran ambos como óbices u obstáculos al proceso penal que, de ser estimados por el Tribunal en virtud de auto motivado (artículo 674 LECrim), dará lugar al sobreseimiento libre, con efecto de cosa juzgada (artículo 675 LECrim), impidiendo cualquier proceso penal frente al encausado que la hubiese alegado.

No obstante, hemos de señalar algo evidente: La Ley de Enjuiciamiento Criminal es de 1882, y es un texto legal que se ha venido reformando a base de parches. Aquí hay que hacer una cierta labor de análisis histórico-jurídico de la norma procesal penal. Piénsese en que aún se contempla, sin que se haya derogado, la figura del Juez Municipal (artículo 28 y concordantes LECrim), la comunicación vía telégrafo cuando un representante diplomático deniega su autorización para una entrada y registro (artículo 560 LECrim), o el ingreso en presidio de enajenados mentales una vez que se hubiese dictado sentencia condenatoria (artículos 991 y 992 LECrim). Siendo como es un texto antiguo, aunque de gran calidad técnica en su conjunto, es normal que prevea una figura histórica como la amnistía.

Como normas constitucionales anteriores a la LECrim, las Cartas Magnas de 1812 o la de 1869 ya preveían la amnistía. Particularmente llamativo resulta el caso del texto de 1869, donde se exigía la aprobación de una ley especial para autorizar al Rey a conceder la amnistía (artículo 74). En el Proyecto de Constitución de la República Federal Española de 1872 se permitía al Presidente la concesión de los indultos (artículo 82.9º). Incluso en un Decreto Real de 15 de octubre de 1833 la Reina Isabel II, a través de la Regente María Cristina, promulgó una amplia amnistía en favor (entre otros) de participantes en delitos políticos y los partícipes en la insurrección militar de las Américas. Huelga decir que los delitos enjuiciados por el Tribunal Supremo no son delitos políticos, sino delitos contra la Administración Pública (malversación de caudales) y contra el orden público (sedición, derogada).

Parece lógico que una ley posterior a todos los textos jurídicos anteriormente citados contemple la amnistía. El hecho de que esté prevista en la LECrim no implica per se que sea constitucionalmente admisible, pues son los textos legales los que tienen que interpretarse de acuerdo con la Constitución española de 1978 y no a la inversa. Incluso de admitirse esto, que ya sería una auténtica barrabasada jurídica, el Código Penal de 1995 (el vigente, sin perjuicio de sus ulteriores modificaciones) curiosamente no contempla como causa de extinción de la responsabilidad criminal la amnistía.

Dice también el Sr. Vidal-Folch que “el artículo 62 la abarca como derecho de gracia […] y en la STC 147/1986 los magistrados refuerzan los razonamientos diferenciadores del indulto y la amnistía, incluyen a ambos en el amplio marco de la gracia: reconocido por la Constitución en sus distintos institutos, excepto el del indulto general.” Vayamos por partes, como diría aquel tristemente afamado asesino en serie londinense.

El artículo 62 CE expresamente prohíbe los indultos generales. Un indulto, conceptualmente, supone el perdón de las consecuencias penales por un hecho cometido que está castigado como delito. Si es individual, se predica de un condenado en firme (no cabe indultar a alguien sin sentencia condenatoria firme conforme al artículo 2º de la Ley del Indulto). Si es general, se beneficiará un innumerable número de condenados, de ahí que con el fin de salvaguardar el principio de legalidad, de igualdad y la función constitucional del Poder Judicial estén proscritos. Indulto individual, sí. General no.

La Constitución es cierto que no veda la amnistía. Tampoco la permite. Por sus efectos, alcance, y motivación, es la figura más próxima a un indulto general. De hecho, sus consecuencias son más beneficiosas para el reo, dado que la amnistía es el “borrón y cuenta nueva”, un paso más allá del indulto.

Es aquí donde notables juristas en el campo del Derecho Constitucional como Manuel Aragón, Teresa Freixes Xavier Arbós o Miguel Presno Linera consideran que la amnistía conculca el principio de separación de poderes (en cuanto a la actuación del Poder Judicial) y el principio de igualdad ante la ley, y que si no se quiso incluir en la Carta Magna fue porque el Constituyente no lo quiso así. Construir un perdón y olvido de un procedimiento penal por delitos graves para un número muy concreto de penados quebranta asimismo la seguridad jurídica, y el artículo 117 CE (la ya referida potestad jurisdiccional).

En el informe de indulto emitido por la Sala Segunda del Tribunal Supremo en la causa especial anteriormente referida, resulta sumamente ilustrativo este párrafo:

La amnistía se presentaría así -a diferencia del indulto- como un instrumento jurídico de sanación de sentencias injustas. Esta Sala entiende que abordar el debate sobre la constitucionalidad de la amnistía como fórmula de extinción generalizada de la responsabilidad criminal declarada por los jueces y tribunales desbordaría los términos que son propios de este informe. Pero esa preferencia por la amnistía -justificada en momentos políticos de la transición de un sistema totalitario a un régimen democrático- prescinde de una enseñanza histórica que, en no pocos casos, las leyes de amnistía han sido el medio hecho valer por regímenes dictatoriales para borrar gravísimos delitos contra las personas y sus derechos fundamentales. De la memoria colectiva forman parte decisiones políticas de amnistía que sirvieron para ocultar delitos cuyo perdón y consiguiente impunidad pretendieron disfrazar mediante leyes de punto final, y que fueron neutralizadas precisamente por los Tribunales”.

Este informe, rubricado por los Excmos. Sres. Magistrados Manuel Marchena Gómez, Andrés Martínez Arrieta, Juan Ramón Berdugo Gómez de la Torre, Antonio del Moral García, Andrés Palomo del Arco, y Ana María Ferrer, parece que alude a leyes como las aprobadas en la Argentina de Raúl Alfonsín, o al Decreto Ley nº 2191 de 18 de abril de 1978 en el Chile de Augusto Pinochet. A pesar de la disparidad de escenarios, hay un patrón común en este razonamiento de la Sala: usar la amnistía no como un elemento vertebrador de un cambio de régimen, sino como un medio para lograr la impunidad de quienes delinquen.

Por otro lado, la STC 147/1986 citada en la noticia de El País, que trae causa de la STC 63/1983 en lo que al argumentario de la amnistía se refiere, señala precisamente que ésta “es una operación jurídica que, fundamentándose en un ideal de justicia, pretende eliminar, en el presente, las consecuencias de la aplicación de una determinada normativa -en sentido amplio- que se rechaza hoy por contraria a los principios inspiradores de un nuevo orden político.” Es decir, que en el supuesto de autos supondría rechazar una normativa que ha emanado de un Parlamento plenamente democrático y que tiene por objeto la tutela de los caudales públicos de las distintas Administraciones Públicas y de la seguridad y la confianza legítima de los ciudadanos en el normal desenvolvimiento de aquéllas.

Como el mismo artículo reconoce, parece que el principio de igualdad de todos los españoles ante la ley, que está previsto como valor superior del ordenamiento jurídico (artículo 1.1 CE) y como principio, derecho y pórtico introductorio a los derechos fundamentales y libertades públicas (artículo 14 CE), sería difícilmente salvable en la amnistía, pues sus fines no están inspirados en principios de equidad o de política criminal, mas en fines políticos netamente.

Amnistía, ¿enfermedad o síntoma?

Probablemente ya se ha dicho todo (o casi todo) lo que había que decir sobre una eventual amnistía desde un punto del derecho penal y constitucional. En las decenas de opiniones publicadas durante las últimas semanas se está produciendo un acalorado debate sobre si una eventual amnistía tendría cabida en la Constitución de 1978. Cada cual sabrá qué defiende, cuáles son sus motivos y si lo hace en conciencia o en interés propio. Particularmente, yo estoy con la tesis que defendían hasta antes de ayer muchos de los miembros del Gobierno en funciones, con el Presidente a la cabeza. La amnistía será o no será, pero qué duda cabe de que no debería ser.

Pero más allá del debate sobre si es procedente una eventual amnistía, quiero reflexionar sobre un fenómeno en auge que me preocupa porque afecta a algo mucho más profundo: la confianza de los ciudadanos en la democracia. Me refiero la progresiva normalización de la arbitrariedad como forma de hacer política. Lo que últimamente hemos venido a denominar “cambios de opinión”, cuando lo hacen los nuestros, o “mentir”, cuando lo hacen los otros.

Que un dirigente político defienda hoy una posición y mañana la contraria no es ni mucho menos una novedad, salvo para alguien recién llegado del planeta Marte. Por supuesto, cambiar de opinión es sano y las personas inteligentes lo hacen a menudo. Como dice el refranero, rectificar es de sabios. Solo los necios se pasan toda su vida pensando lo mismo. Sin embargo, lo que resulta insólito es que los cambios de opinión no vengan acompañados de una justificación, siquiera mínima. Más aún cuando esos cambios de opinión se producen en un brevísimo lapso, siendo humano y razonable pensar que hay ahora (o había entonces) una mentira, o peor aún, un posible interés espurio.

En su archiconocida novela 1984, Orwell definía doblepensar como “la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente”. Y más adelante continúa explicando el modo en que funciona esta herramienta de ingeniería social: “decir mentiras a la vez que se cree sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar, y luego, cuando vuelva a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negar la existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber que existe esa realidad que se niega […]. En definitiva, gracias al doblepensar ha sido capaz el Partido —y seguirá siéndolo durante miles de años— de parar el curso de la Historia”.

¿Se parece en algo esa distopía a lo que está sucediendo en el espacio público? No soy amigo de las tesis apocalípticas y francamente creo que estamos aún muy lejos de vivir en ese mundo orwelliano, por mucho que ciertos acontecimientos nos hagan escuchar ecos lejanos de tiranía. Pero entonces la pregunta es obligada: ¿por qué tantos ciudadanos empiezan a ver como algo normal que el gobernante actúe de manera caprichosa?

Sin duda, asistimos a un peligroso proceso de banalización de la mentira. Esa verdad que otrora constituía un valor a preservar (en mayor o menor medida) ha pasado a un segundo plano. La prioridad ahora no es servir a unos ideales, sino servirse de los mismos en pos del interés particular. Sin duda, es perfectamente posible que hace dos años pensasen que una eventual amnistía rompería las reglas de convivencia y hoy piensen, por el contrario, que dicha medida constituye la quintaesencia de la democracia. Pero para operar ese cambio de opinión, deben explicarnos qué cambio de circunstancias ha habido o qué poderosas razones les han llevado a dar un giro de ciento ochenta grados. Obviamente, si no se ofrece explicación alguna al respecto, es legítimo y razonable pensar que nos están tomando el pelo.

En nuestra vida privada, los cambios de opinión sobre cuestiones cotidianas no requieren de excesivas dosis de motivación. A veces incluso ciertas personas veleidosas que pululan a nuestro alrededor pueden llegar a tener un punto divertido. Por supuesto, si queremos que nos tomen en serio y nos consideren personas equilibradas y razonables, lo suyo es dar alguna razón cuando afirmamos hoy que algo es negro y ayer decíamos que era blanco. Pero en el espacio público la cosa cambia, al menos en democracia. Si el que manda dice cada día una cosa y los que obedecen no piden justificación alguna, entonces estamos ante un ejercicio del poder caprichoso. Se impone entonces el mero antojo del gobernante y caemos en la pendiente resbaladiza del autoritarismo.

En un interesantísimo ensayo publicado recientemente, Natalia Velilla reflexiona desde varios ángulos sobre el concepto de autoridad y señala: “cada vez recurrimos más a la potestas como forma fácil de gobierno, sin que una masa crítica eficaz se rebele contra los excesos del poder”. (La crisis de la autoridad, 2023). Algo de esto hay, sin duda. Al ciudadano deja de interesarle la auctoritas y se conforma con que el elegido ejerza su poder formal (el que manda es de los míos, y con eso me basta). En última instancia, si terminamos reduciendo el concepto de democracia a la idea infantiloide de “votar cada cuatro años”, no hay obstáculo para que el gobernante de turno adopte decisiones de manera arbitraria.

En relación con lo anterior, también empiezan a oírse peligrosos discursos que contraponen ley y democracia, asumiendo implícitamente que la democracia estaría por encima de la ley. Sobre esta cuestión trata el artículo de Segismundo Álvarez, publicado hace unas semanas bajo el elocuente título “Sin ley no hay democracia” (22/9/2023, The Objective). Como ya apuntaba Ortega al definir la democracia liberal, “el poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a sí mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría” (La rebelión de las masas, 1930). El sometimiento de la voluntad mayoritaria a las leyes es, por tanto, consustancial a la idea misma de democracia.

Puede que también haya una cierta indiferencia respecto de cuestiones políticas aparentemente ajenas a la vida cotidiana. Un buen amigo argumentaba el otro día que nada de lo que ocurriese respecto de la amnistía iba a influir en su día a día y que sus preocupaciones estaban centradas en cobrar a final de mes y pagar el alquiler. La indiferencia respecto de lo público no es nueva ni algo original de nuestro país. Y esta apatía suele venir acompañada de frases como todos los políticos son iguales o “da igual lo que votes porque todo seguirá igual”. El peligro de este tipo de planteamientos es evidente: si el ciudadano se desentiende de la política, es previsible que los políticos, tarde o temprano, terminen desentendiéndose de los problemas del ciudadano.

Por último, en un escenario de extrema polarización, creo que está jugando un papel importante el miedo a los otros. Hace unos días, otro un buen amigo votante del PSOE en las últimas elecciones me decía que lo de la amnistía es una auténtica barbaridad pero que mucho mejor tragar con eso que con Vox en un hipotético gobierno de derechas. Este modo de pensar entraña también un riesgo muy relevante. Si permitimos que los nuestros traspasen todas las líneas rojas, ¿Qué impedirá que los otros hagan lo mismo cuando gobiernen?

Podría seguir teorizando por toda la eternidad sobre por qué hemos llegado a esta situación, porque estoy seguro de que las causas son complejas y muy variadas. Pero el propósito inicial de esta reflexión era mucho más modesto y lo dicho hasta aquí me permite concluir. Respondiendo a la pregunta planteada en el título, creo que el actual debate sobre la amnistía no es más que un síntoma (quizás el más visible en este momento) de una enfermedad que pone en serio riesgo la democracia. Los ciudadanos podemos aceptar que nuestros gobernantes cambien de opinión las veces que sea necesario, siempre y cuando se nos expongan motivos razonables que justifiquen ese cambio. Pero lo que jamás podemos aceptar, bajo ningún concepto, es el ejercicio arbitrario del poder por quienes nos gobiernan.