Oda a la Cataluña que estorba

Estas semanas se ha consumado la última, entiéndase por ello la más reciente que no la final, “rectificación” del presidente Sánchez respecto de lo defendido hasta la fecha.

El presidente y candidato Sánchez, ya saben la particular dualidad que concurre en su persona, se hartó de repetir que no iba a pactar con los nacionalistas catalanes, que no iba a amnistiar al prófugo Puigdemont y, en definitiva, que no sería presidente a cualquier precio. Mintió. Como con tantas otras cosas antes, nos mintió.

La mentira de la amnistía sin embargo no puede equipararse con ninguna otra. Las recordaran: “no gobernaré con Podemos”, “no indultaré a los presos del procés”, “promoveré la reforma para la elección del CGPJ”, “despolitizaré las instituciones”, etc. Esta última es, por suponer un ataque directo a la separación de poderes, al estado de derecho y a los pilares y valores de cualquier democracia que se precie, la peor de todas.

Buena prueba de ello es el efecto que ha causado en una parte importante del país. No me refiero sólo a los miles de españoles que han salido a manifestarse estas semanas en distintos puntos de nuestra geografía, sino a la movilización y respuesta que ha generado en diferentes instituciones (instituciones del estado, personalidades del mundo de la cultura, empresas, asociaciones cívicas, etc.).

Una muestra lo suficiente grande, plural y transversal como para poder afirmar que existe un consenso amplio que se opone a una medida que a todas luces empobrece nuestra democracia, debilita gravemente nuestras instituciones, nos desautoriza ante la Unión Europea, y además no hace nada por mejorar la convivencia entre españoles.

La amnistía ha copado en estas semanas el foco de la actualidad informativa, y ha sido y será tratada desde todos los puntos de vista: jurídico, político, social, etc. Precisamente por ello, no es este el tema central de esta publicación.

Y es que además de ser la más reciente y grave mentira de Sánchez, la amnistía supone el enésimo abandono del Gobierno de la Nación a la Cataluña no nacionalista. Y de ellos, como de costumbre, parece no acordarse nadie.

Los catalanes que se sienten españoles, que es tanto como decir lo mismo, como recuerda asiduamente Albert Boadella, han vivido durante décadas bajo un sirimiri supremacista que surgía de los poderes públicos y de los medios a su servicio para imponer su dogma. Todo ello con la inestimable colaboración del Gobierno de España de turno.

Así, si bien es el más grave que se recuerda, la amnistía es sólo otro capítulo más del modus operandi propio de una clase política cortoplacista que ha hecho a España cautiva de los nacionalismos periféricos.

De forma sistemática tanto el Partido Popular como el Partido Socialista, han otorgado las llaves de la gobernabilidad de España a los diferentes nacionalismos y regionalismos representados en cortes.

Esta práctica no ha entendido de partidos ni de líderes en tanto en cuanto ha sido asumida de buen grado por todos quienes la han necesitado para procurarse una investidura o unos presupuestos.

Transferencia a transferencia todos los gobiernos nacionales han hecho desaparecer de forma sistemática al Estado en Cataluña al tiempo que dejaban a millones de conciudadanos desamparados, indefensos, y a merced de un nacionalismo que pisoteaba sus derechos mientras practicaba un apartheid de baja intensidad.

Esta política “de la transacción”, “de apaciguamiento” o de “la cesión continuada sin contrapartidas”, que denomina Juan Claudio de Ramón, no solo no resuelve nada, sino que lo empeora todo. Y en eso llevamos más de cuarenta años: intentando saciar a quienes son por naturaleza insaciables.

Cada parcela de poder, cada centímetro o competencia concedida al nacionalismo lo es en detrimento del Estado, puesto al servicio del proyecto nacionalista y utilizado para degradar la vida de quienes no participan de su modelo de sociedad.

Como decía, de ello han participado todos: PP y PSOE, González y Aznar, Zapatero y Rajoy. Todos los que lo han necesitado sin excepción.

Así, Aznar, quien estos últimos años se presenta como salva patrias de última hora no tuvo problema alguno en suscribir en el Pacte del Majestic que certificaba, entre otras, la desaparición de la guardia civil de Cataluña y creación de los Mossos d’Esquadra, el cese del líder del PP catalán, Alejo Vidal-Quadras, quien llevó al PP a su mejor resultado (17 escaños, quien los quisiera ahora), importantes cesiones en materia fiscal, etc.

Pues bien, durante todo ese tiempo, la Cataluña no nacionalista ha sido, por sistema, abandonada por los gobiernos de España.

¿Dónde estaban los Gobiernos cuando no se respetaban las sentencias en materia lingüística? ¿dónde estaban cuando desde la televisión pública se menospreciaba sistemáticamente a parte de la población? ¿dónde estaban cuando desde la Generalitat se amparaba a quienes en las universidades se dedicaban a agredir a estudiantes no nacionalistas? ¿qué hacían para que los catalanes pudiesen disfrutar de su selección campeona del mundo en su casa? ¿Qué hacían para defender a quienes eran multados por no rotular sus negocios en catalán? Nada.

Da la sensación, como apunta Juan López Alegre, que esta parte de la sociedad catalana se ha visto desde los distintos Gobiernos “más como una molestia para poder pactar con el poder nacionalista que como una población a la que defender de las aspiración del nacionalismo”. No anda desencaminado.

Por eso, es de un valor incalculable quienes en estas circunstancias y en el peor momento dieron la cara, alzaron la voz y a un elevado coste personal defendieron sus derechos, y por ende los nuestros.

Me refiero a los hoteleros que sufrieron represalias por hospedar a las fuerzas y cuerpos de seguridad desplazados a Cataluña, a los padres que pelearon porque se cumplieran las resoluciones judiciales y sus hijos pudieran estudiar en castellano, a quienes dieron la batalla por que la bandera de España no dejara de hondear en los balcones de los ayuntamientos de la Cataluña interior, al asociacionismo constitucional: Sociedad Civil Catalana, s’ha Acabat!, Barcelona con la selección y a los millones de ciudadanos anónimos que sin esperar nada a cambio dijeron basta.

Todos ellos son a los que una vez más se ha dejado en la estacada. No solo eso, si no que en esta ocasión se les ha privado de lo que era la victoria más importante: el poder decir que quienes habían liderado el procés eran con todas las de la ley unos delincuentes, unos corruptos y unos fugados de la justicia.

Por eso, en estos momentos duros, a todos vosotros mi agradecimiento, admiración y el recuerdo de las palabras de Felipe VI el 3 de octubre de 2017: no estáis solos, ni lo estaréis; tenéis todo el apoyo y la solidaridad del resto de los españoles.

Nombramientos político-gubernamentales

“¡Oh, qué hombre tan extraordinario y fascinador! ¡Qué elevación de miras, qué superioridad! Con decir que era capaz, si le dejaban, de organizar un sistema administrativo con ochenta y cuatro direcciones generales, está dicho lo que puede dar de sí aquella soberana cabeza”

(Benito Pérez Galdós, La de Bringas, Obras Completas, III, Aguilar, p. 671).

Esta pasada semana, durante un acto en Las Palmas de Gran Canaria con motivo de un coloquio sobre el libro El legado de Galdós. Los mimbres de la política y su ‘cuarto oscuro’ en España (Catarata. 2023), la presentadora y moderadora, la prestigiosa biógrafa de Don Benito, Yolanda Arencibia, al hilo de los cambios de Gobierno y su afectación a la Administración recordaba los magníficos pasajes que el autor canario había dedicado a lo largo de su obra a los nombramientos y cesantías, y con su buena memoria se refirió cuando el escritor canario hacía mención a la Gaceta (nuestro actual BOE) como repartidora de credenciales (esto es, de cargos públicos).

Y, en efecto, fue en el episodio nacional de O’Donnell donde se recogen dos extensos párrafos dedicados a esa risueña matrona de la vieja Gaceta que repartía sus destinos entre quienes nerviosos aspiraban a ellos. Merece la pena recoger alguno de estos pasajes, pues su descripción es sencillamente inigualable:

“Daba gusto ver la Gaceta de aquellos días, como risueña matrona, alta de pechos, exuberante de sangre y de leche, repartiendo mercedes, destinos, recompensas, que eran el pan, la honra y la alegría para todos los españoles o para una parte de tan gran familia (…) ¡Pues en lo civil no digamos! La Gaceta, con ser tan frescachona y de libras, no podía con el gran cuerno de Amaltea que llevaba en sus hombros, del cual iba sacando credenciales y arrojándolas sobre innumerables pretendientes, que se alzaban sobre las puntas de los pies y alargaban los brazos para alcanzar más pronto la felicidad. La Gaceta reía, reía siempre, y a todos consolaba, orgullosa de su papel de providencia en aquella venturosa ocasión (…) enseñando sus longanizas con que debían ser atados los perros en los años futuros”.

Ciertamente, en los próximos días y semanas nuestro BOE (aunque en este caso con la denominación masculinizada) se llenará de ceses y nombramientos en cadena de Ministros, Secretarías de Estado, Secretarías Generales, Subsecretarías, Direcciones Generales y Secretarías Generales Técnicas, por no hablar de asesores o miembros de Gabinetes de Ministros y Secretarios de Estado, o asimismo del personal directivo de máxima responsabilidad del extenso universo de las entidades del sector público institucional y empresarial dependiente de la Administración del Estado. Y ello sin hacer mención a las hipotéticas remociones y nombramientos que se puedan producir en puestos de la alta función pública reservados al sistema de libre designación (que se cuentan por miles). Sin contar estos últimos, solo con los primeros, aquellos ya superan con creces el número de mil. Este es el botín directo que tienen los partidos en el Gobierno para repartir entre sus acólitos y personal de confianza política, al margen de que en la AGE algunos de estos niveles directivos solo se puedan cubrir con personas que tengan la condición de funcionarios del subgrupo A1, lo que en este caso no impide que se despliegue la confianza política sino que la restringe en su proyección a un círculo acotado de personas (lo que el profesor Quermonne en 1991 ya denominó como un modelo de spoils system de circuito cerrado).

Aunque no ha habido alternancia política, y por tanto la continuidad podría ser la norma, no es menos cierto que en esto de la política de nombramientos entran en juego afinidades no solo partidistas sino también personales o profesionales. Quien llega de nuevo cargo público (más si es ministerial) quiere rodearse de personas de “su” confianza. Un error del que este país no ha sabido salir nunca, sometidos como estamos en un subdesarrollo institucional en esta materia sin parangón en las democracias avanzadas.

Todo esto es muy sabido, pues ya forma parte sustantiva de lo que nuestro Estado clientelar de partidos, trufado de prácticas de nepotismo y amiguismo, ejerce por doquier (también en todas las Comunidades Autónomas, con cifras en algunas de ellas muy cercanas a los grados de politización existente en el Gobierno central; así como en un buen número de entidades locales).

Mientras tanto hay países, algunos muy próximos geográfica o culturalmente (tales como Portugal o Chile), a quienes nos gusta mirar siempre por encima del hombro, que ya tienen implantado desde hace años sistema de Alta Dirección Pública Profesional. Aquí esa solución institucional se ve ajena e innecesaria: propia de «los bárbaros del norte» que tan solo algunos países despistados han incorporado: ¿para qué quiere un político de la vieja usanza, antes cacique y ahora valedor del clientelismo, directivos públicos profesionales?: Mejor un amigo político, pues «quien vive de la nómina no puede hacer un desaire al Poder Supremo» (Galdós, Tormento). El cinismo aquí existente hace que la política siga invocando razones de legitimidad democrática (el «dedo democrático», la fuente hispana de la legitimación directiva) para designar altos cargos directivos que, en no pocas ocasiones, carecen de las competencias y capacidades ejecutivas y de liderazgo necesarias para llevar a cabo una gestión exitosa en su área de responsabilidad del programa político impulsado por el Gobierno de turno. En estos casos no hay comprobación previa de capacidades ni competencias, aquí todo se presume. La credencial las otorga. Más si eres del partido o de sus aledaños. Eso es lo importante, lo demás accidental.

La política, la mala política, esa política menuda de la que hablaba Galdós, cree que llenando las estructuras ejecutivas de la alta Administración de amigos del poder o de los partidos en el poder, cierran filas y lograrán grandes resultados en su gestión. Lo cierto es que se equivocan de palmo a palmo, y cuando advierten su error ya es muy tarde. Pero en esas siguen, erre que erre. El corazón clientelar puede más que la razón política, pues esta apenas existe.

Con frecuencia se olvida que durante varias décadas la Seguridad Social ha sido un modelo de gestión de excelencia en España. La modernización que se llevó a cabo en ese ámbito y en otros fue importante. Hoy en día, sin embargo, abundan en la gestión que lleva a cabo la Administración del Estado verdaderos agujeros negros que denotan una pésima comprensión por parte de la política de la imprescindible acción ejecutiva o de gestión pública para proveer unos servicios y prestaciones públicas, que cada vez funcionan con peores estándares de resultados (sistema de pensiones, ingreso mínimo vital, servicio de empleo, inmigración, correos, etc.). La creciente politización de las estructuras de gestión en las Administraciones Públicas es síntoma evidente de un sistema en estado de descomposición.

Esos déficit de capacidad de gestión o –en palabras de la Comisión Europea- de déficit de capacidades administrativas, son clamorosos en lo que a la pésima y lenta digestión de fondos europeos respecta, con lo que se está poniendo en juego además la manoseada recuperación económica e, incluso, se pueden llegar a malgastar muchos de esos recursos y endeudar al país más de lo que está.

A ver si les entra en la cabeza a estos políticos de mirada estrecha y extraviada: nunca, jamás, habrá buena política donde no haya buena gestión. Lo expuso, como vengo reiterando en numerosas entradas, Hamilton hace más de 240 años en ese oráculo de Ciencia Política y de Gobierno que es El Federalista. Y conviene recordarlo: una política clientelar nunca hará otra cosa que beneficiar a los suyos, no al país. Nuestros partidos, de momento, esa es la única gramática política parda que aplican. Y así nos va.

Al fin y a la postre, como también describió con su particular mirada incisiva el autor canario, muchos de esos cargos públicos, por no desairar al poder más alto, practicarán “el fácil oficio de no hacer nada”. Es la mejor forma de sobrevivir políticamente en un mar de tempestades,  cada vez más crecientes. Y los grandes desafíos de futuro siguen esperando pacientemente a que la política, algún día, les haga caso. No creo que estemos precisamente para perder el tiempo. La discontinuidad y la rotación en niveles ejecutivos del sector público, vinculada siempre umbilicalmente a la política, es una pésima solución institucional. Algún día quizás alguien lo entienda. De momento, a esperar. Paciencia estoica.

 

Este post ha sido previamente publicado en el blog del autor.

Las tres líneas de defensa de la democracia

Las ultimas semanas hemos vivido una intensa discusión jurídica sobre la amnistía. Y su resultado ha sido muy claro.

Tras semanas de discusiones, artículos y mesas redondas en las que numerosos expertos han analizado la naturaleza jurídica la amnistía y su compatibilidad con el marco constitucional, la opinión mayoritaria de estos juristas es que esta norma no encaja en nuestra constitución, y supone un desafío grave al estado de derecho.

Junto a estas opiniones, dos elementos jurídicos nos ayudan a completar el análisis de la cuestión: de un lado, el informe del Ministro de Justicia sobre los indultos parciales indicó que la amnistía no tenía encaje constitucional;  de otro, la Mesa del Congreso inadmitió, por la misma razón, una proposición de ley presentada en 2021 por ERC y Junts. Es decir, tanto poder ejecutivo como legislativo han sido claros y contundentes sobre la cuestión: la amnistía no cabe en la Constitución.

Por ello, sin pretender sugerir que no exista absolutamente ninguna duda sobre la naturaleza de esta medida, si podemos concluir que junto al cuasiunánime consenso previo al 23J (excepción hecha de los propios beneficiarios de la misma y Sumar), sigue existiendo un gran consenso doctrinal, político y jurídico sobre la inconstitucionalidad de la amnistía.

A pesar de todo ello, los acuerdos alcanzados estos días han provocado la presentación por el PSOE de una proposición de ley a favor de conceder esa amnistía,  sobre la que se fundamentará, junto a otros acuerdos, la investidura de Pedro Sánchez. 

Ni los argumentos jurídicos, bastante endebles, ni las argumentaciones políticas, rayanas en lo infantil, han debilitado lo más mínimo esa evidencia de inconstitucionalidad sobre la que existía, y sigue existiendo, amplio consenso. Muchos tenemos la sensación de estar asistiendo a una burla de carnaval.

Al llegar a este punto, nos planteamos: ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? ¿Cómo un estado de derecho recorre un camino tan peligroso en semanas? ¿Cómo es posible que algo claro y meridiano,  sujeto a consenso de los constitucionalistas hace semanas, se haya  dado la vuelta de esta forma? ¿ Cómo un supuesto partido de estado como el PSOE se plantea impulsar una medida que socava el estado de derecho de forma tan flagrante?

La explicación es sencilla: estamos viviendo en España una involución democrática, la imposición de una deriva autocrática en la que el líder de un partido está dispuesto a pactar con partidos de ideología contraria a la que sus votantes defienden, algunos de ellos posicionados claramente contra el estado de derecho, sobre asuntos que no estaban en su programa y respecto a los que hasta el día de las elecciones defendía lo contrario. Una deriva autocrática, en definitiva, del líder del PSOE, con pactos contra natura sobre aspectos que deterioran gravemente el estado de derecho.

Son tan claros los rasgos de esta deriva que los encontramos magistralmente descritos hace décadas, en forma de fábula. En “Rebelión en la Granja”, escrito en 1945, George Orwell nos narra una escena clave en la deriva autocrática de la vida en la granja, cuando la nueva clase dirigente (los cerdos…), cambian el lema fundacional de la rebelión con la que se había expulsado a los humanos: del lema “ cuatro pies si, dos pies no”, vigente durante mucho tiempo, pasan de la noche a la mañana al “cuatro pies si, dos pies mejor”. Y al ser requeridos por otros animales (las ovejas) a explicar el cambio de opinión, los cerdos insisten en que la frase siempre fue así.

Hemos pasado del “Indulto si, amnistía no” al “Indulto si, amnistía mejor”, y aún estamos  perplejos ante la desfachatez política e intelectual.

Lo importante de esta situación es la lección que nos enseña en lo referente al funcionamiento de los sistemas institucionales: no existe ningún sistema democrático que, por más contrapoderes y mecanismos de control que establezca, pueda resistir al “hackeo” de un líder sin escrúpulos democráticos. Existen en la historia numerosos ejemplos de regímenes democráticos que, sin necesidad casi de modificar las leyes, se han deslizado por la pendiente del autoritarismo y han llegado a cometer todo tipo de vilezas apoyándose en el marco legal preexistente.

Para que esta situación de abuso ocurra deben darse varias circunstancias, y es en el análisis de las mismas donde podemos encontrar el antídoto contra la autocracia y sobre las que definir las líneas de defensa de la democracia.

La primera línea de defensa de una democracia y un estado de derecho es la existencia de un líder con principios y valores: son los principios y valores democráticos de la persona que gobierna un país los que pueden asegurar el correcto funcionamiento institucional del mismo. No es probablemente una condición suficiente, pero sin duda es necesaria.

La teoría política nos dice que un sistema institucional de controles y contrapoderes bien diseñado es capaz de controlar las pulsiones autoritarias de un líder. Pero la historia nos enseña que si el líder “se empeña”, con determinación, en pervertir el sistema, los contrapoderes son pocas veces capaces de controlar o evitar esa deriva autoritaria.

De ahí la importancia de unos principios y valores democráticos claramente asentados en el líder. Si importantes son los valores en la esfera personal, pues de ellos depende la salud moral del individuo, mucho más lo son en lo público, en la medida en que los hombres públicos, los políticos, administran, por mandato y en representación de sus ciudadanos, un sistema social, jurídico y económico que requiere la toma de decisiones complejas permanentemente. Para garantizar que las mismas se adoptan de forma equilibrada y atendiendo al bien común, se crea un proceso de toma de decisiones, dotado de controles y de contrapesos, y un sistema de instituciones que funciona como la columna vertebral de la seguridad jurídica del sistema.

En democracia, el político encuentra su legitimidad en el sistema que le permite ocupar el puesto para el que se le elige, el estado de derecho,  por lo que debe ser el primer garante, el primer cumplidor de ese sistema que le designa.

Lo contrario, demostraría que el político entiende el sistema, del que él es una pieza, no como algo al servicio de la sociedad,  sino como algo manipulable a su conveniencia, al servicio de su interés personal o de grupo, pervirtiendo así el estado de derecho.

Por ello, debe exigirse en el líder la sumisión absoluta al estado de derecho, que además funcionará como elemento de autocontrol ante las pulsiones autoritarias a las que cualquier persona que detenta poder puede verse expuesto. La época de Luis XIV,  y su “el Estado soy yo” han pasado. No vale todo y el fin no justifica los medios, y menos cuando los medios son públicos y el fin es un interés personal y egoísta.

Sin dirigentes con principios y valores democráticos, la democracia está en peligro, y la autocracia a las puertas.

Si esta primera línea fallara, contamos con una segunda línea de defensa. En su libro “El ocaso de la democracia”, Anne Applebaum analiza los procesos de avance del autoritarismo en países de nuestro entorno. La autora afirma que para que un régimen transite hacia lo que llama una democracia iliberal, una autocracia, es necesaria la complicidad de un conjunto de burócratas, intelectuales y medios de comunicación que validen los argumentos sobre los que se van destruyendo los elementos propios del estado de derecho.  El proceso de debilitamiento de las instituciones y de los controles y la justificación de la deriva autoritaria necesita de altos funcionarios que impulsen normas y firmen actos administrativos, de pensadores que retuerzan los argumentos jurídicos, de jueces que validen los abusos y de periodistas que construyan un estado de opinión propenso a aceptar que el fin justifica los medios y que la alternativa es peor.

Hemos oído últimamente mucho la frase de Burke, sobre que el mayor error es no hacer nada por pensar que solo se puede hacer un poco. Esos pocos de cada uno, sobre todo cuando se ocupa una posición privilegiada en la cadena de toma de decisiones o de influencia intelectual o mediática en la sociedad,  son la clave para evitar el ocaso de la democracia.

Y, por último, llegamos a la tercera línea de defensa: la sociedad. En otro magnífico libro, “ Los amnésicos”, la periodista franco-alemana Geraldine Schwarz analiza el comportamiento de la sociedad alemana en la décadas de los 30 y los 40. 

Tras el fin de la guerra, los vencedores exigieron responsabilidades penales al régimen nazi. Para distinguir el grado de responsabilidad, se establecieron cuatro niveles de implicación y/o conocimiento de la población en lo que había ocurrido. Los tres primeros niveles cubrían desde los jerarcas nazis, que fueron juzgados en los procesos de Nuremberg, hasta un cierto nivel ejecutivo, que fueron encausados de una u otra forma. Pero el cuarto nivel, al que denominaron los mitläufer, personas que sabían algo de lo que estaba pasando, que veían situaciones de abuso, que se aprovecharon incluso económicamente del expolio a los judíos, fueron considerados ajenos a toda responsabilidad. La autora, cuyo abuelo fue uno de esos mitläufer, se refiere a esta categoría como aquellas personas “ que seguían la corriente”, y los acusa de  “ … pequeñas cegueras y de pequeñas cobardías que, sumadas unas con otras, habrían creado las condiciones necesarias para el desarrollo de crímenes de estado….”.

En las últimas semanas, una parte importante de la sociedad española, que incluye probablemente a la práctica totalidad de los más de 11 millones de votantes de centro derecha y de derecha, pero también a un numero no despreciable de los casi 8 millones de votantes de centro izquierda (según diferentes encuestas en torno a un 40%, es decir, más de 3 millones) se debaten entre la sorpresa, la perplejidad, la preocupación y la indignación ante la disposición de Pedro Sánchez y su partido a conceder una amnistía vergonzante a un conjunto de delincuentes, que anuncian su intención de reincidir, a cambio de seguir en la Presidencia del gobierno.

Hay muchos millones de españoles que no quieren mirar para otro lado. Como recordaba hace unos días Jesús Cacho, citando a Jefferson, “Cuando la tiranía se convierte en ley, la rebelión se convierte en deber”.

La sociedad, el grupo, cada uno de nosotros, tenemos una responsabilidad en la defensa de un modelo de sociedad en nuestro país, que con sus defectos, es el resultado del esfuerzo, la determinación y la generosidad de nuestros padres y abuelos, y que ha funcionado bien durante muchos años. Nosotros, los españoles, somos, todos y cada uno, la tercera línea de defensa de la democracia, la última. 

Cada ciudadano, si se considera tal, debe militar a diario para defender el estado de derecho Esa es la forma de garantizar que no dejamos de ser ciudadanos para convertirnos en vasallos.

En el caso de nuestro país, en estos días, vemos que la primera línea ha fallado estrepitosamente. La segunda línea se debate actualmente entre muchos que intentan revertir la situación y otros que, mudos o voceando, han optado por un vasallaje vergonzante. Y la tercera línea ha comenzado a manifestarse: su resistencia serena pero firme será clave, y un elemento de refuerzo impagable para los que aún se afanan en la segunda línea por salvar el estado de derecho. No desfallezcamos.

 

La causa torpe de la amnistía.

“No prestarás falso testimonio ni mentirás”. De todos es conocido el octavo mandamiento de la Ley de Dios. Y por todos incumplido. ¿Quién no ha dicho en su vida alguna mentira, aunque sea, blanca, piadosa, o como eufemísticamente la queramos disfrazar? Afortunadamente la ley humana se emancipó de la divina y los pecadores dejaron de ser delincuentes.

Cuestión distinta, claro está, es que sea el propio Legislador quien mienta. La proposición de ley de Amnistía de 13 de noviembre de 2023, orientada a exculpar los delitos cometidos por los separatistas catalanes, anuncia en la Exposición de Motivos que su finalidad es “la normalización institucional”, así como “el diálogo”, “el entendimiento” y “la convivencia” (III, 6). Todos sabemos, empero, que en realidad persigue garantizar la permanencia en el Gobierno “a cambio de un puñado de votos”, como denuncia sin tapujos José María Macías, dreyfusiano vocal del Consejo General del Poder Judicial. Es un hecho notorio. Ahora bien, preguntémonos, ¿qué tiene reprobable? Los políticos, incluso demócratas como Pericles, se han aferrado desde siempre al poder. Fingir lo contrario sería hipócrita. Acaso ardan en el infierno por violar el octavo mandamiento, pero no colemos de matute en el mundo del Derecho lo que pertenece a la moral. ¿O sí? El asunto es un poco más complicado. Expliquémoslo.

El artículo 1306 del Código Civil habla de causa “torpe”, dicho de otro modo, “ilícita”. Y, según el artículo 1275 del mismo texto legal: “los contratos sin causa o con causa ilícita no producen efecto alguno. Es ilícita la causa cuando se opone a las leyes o a la moral”. Supongamos, entonces, que el τέλος, esto es, el fin, objetivo, propósito o meta últimos de la ley de amnistía fuese atentar contra la Constitución, digamos, proclamar la “República Catalana”. Ciertamente, no hay que suponer nada, los propios socios del Ejecutivo no tienen pelos en la lengua, jamás disimularon que esa fuese su intención; hasta con formas chulescas y desafiantes. Por ejemplo, cuando durante el debate de investidura, Miriam Nogueras, portavoz del grupo independentista Junts, osó retar al presidente del Gobierno al espetarle que quería “el supermercado entero”. Como si España fuese un bazar de cuyos estantes toma a placer los productos que le apetezcan.

Llegados a este punto es menester una precisión técnico jurídica: una cosa son los “motivos” del acto jurídico y otra la “causa”. Así, nada hay que objetar desde la legalidad a que los motivos de la proposición de amnistía sean la conveniencia política de partido mayoritario, aspecto éste subjetivo que es ajeno al mundo del Derecho. En cambio, la causa es “el propósito práctico perseguido por los sujetos”, como enseñan los autores Beltrán Pacheco y Campos García. Y este requisito sí que posee significación jurídica. Consideremos que aquí es un trueque: beneficiamos los enemigos de España a cambio de mantenernos en el poder. Entonces, según Vicente Torralba Soriano, de la mano de Diez Picazo, ese “resultado empírico” es “algo distinto de los motivos, pues ha sido elevado por ambas partes a la categoría de su negocio”. Es decir, han sido “causalizado”. Y al ser ilícito, su efecto es la nulidad, según rezan los preceptos antes invocados.

Más allá de la teoría del negocio jurídico, nos hallamos ante un principio general que se manifiesta igualmente en el ámbito administrativo a través de la denominada “desviación de poder”. El artículo 70.2 de la Ley reguladora de esa jurisdicción la define como “el ejercicio de potestades administrativas para fines distintos de los fijados por el ordenamiento jurídico”. El profesor Juan Manuel Trayler enseña que será “absoluta o tosca” cuando “se inspire en móviles personales que pueden ser de la más variada gama y naturaleza”, como “lucro personal, venganza, represalias”; o, muy atinadamente, prosigue, preferencias políticas. Ese principio no es otro sino que el Derecho no ampara los resultados contrarios a Derecho, ya sea el civil, el administrativo o el constitucional. Una norma que causaliza motivos ilícitos, al constituir su propósito práctico o resultado empírico el precio pagado para retribuir a los que se empecinan en desmembrar la monarquía hispánica, es inconstitucional. Simple y llanamente porque su espíritu, su τέλος, conculca los artículos uno y dos de la Carta Magna, a saber, los que consagran la forma política del Estado y la unidad de la nación.

Tecnicismos aparte, el lenguaje de nuestro venerable Código Civil capta la idea a la perfección cuando escoge el término “torpe” que, según el diccionario de la Real Academia quiere decir: “ignominioso, indecoroso, infame”. O, “inmoral”, si despojamos el concepto de cualquier connotación religiosa. Es más, otra acepción es “deshonesto, impúdico, lascivo”. Y es que hay algo obsceno, sucio, en traficar con la patria como si fuese una mercadería. La palabra latina turpis proviene de la raíz indoeuropea *terkʷ-‎ (girar”) -como hacen los subasteros que cambian de postura, cual veleta, en función de lo que les ofrezcan en la mesa de negociación. Ese contorsionismo moral de quien se retuerce para rendir sus favores al mejor postor evoca otro mandamiento, esta vez el sexto: “no cometerás actos impuros”. O, citando a Virgilio en la Eneida, turpia membra fimo, “miembros manchados por el fango”, o sea, los de aquellos que se arrastran a legislar para favorecer a los enemigos de su propio país.

BIBLIOGRAFÍA.

BELTRÁN PACHECO, Jorge y CAMPOS GARCÍA, Héctor Augusto (2009). Breves apuntes sobre los Presupuestos y Elementos del Negocio Jurídico. En: Revista Derecho & Sociedad. https://revistas.pucp.edu.pe/index.php/derechoysociedad/article/view/17426

MACÍAS, José María (2023). Soy vocal del CGPJ y yo acuso de este desastre a los jueces en el Gobierno. En: Revista de Prensa.  https://www.almendron.com/tribuna/soy-vocal-del-cgpj-y-yo-acuso-de-este-desastre-a-los-jueces-en-el-gobierno/

TRAYTER JIMÉNEZ, Juan Manuel (1994). La desviación de poder como técnica de control del ejercicio de la potestad reglamentaria. En: Cuadernos del Poder Judicial, ISSN 0211-8815, Nº 34, 1994, págs. 339-350.

TORRALBA SORIANO, Orencio V (1966). Causa ilícita: Exposición sistemática de la jurisprudencia del Tribunal Supremo. En: Anuario de Derecho Civil, fascículo 3. https://www.boe.es/biblioteca_juridica/anuarios_derecho/articulo.php?id=ANU-C-1966-3006610070

 

Sobre la posible ilegalidad de la huelga general convocada por la organización Solidaridad

Saltaba la noticia el pasado 13 de noviembre. Solidaridad, la organización vinculada al partido político Vox, convoca una huelga general para el próximo 24 de noviembre. La motivación de la misma, en palabras de la propia organización (ver manifiesto huelga general 24N) es: «nuestra Patria se encuentra en riesgo de ruptura por las cesiones del PSOE a todos los partidos separatistas, golpistas y filo- terroristas, enemigos declarados de España», para a continuación, indicar una serie de supuestas medidas laborales que se adoptaran por el nuevo gobierno, y que todo sea dicho, nadie ha anunciado ni ha planteado.

Pues bien. Antes de entrar en vereda jurídica, que puede resultar tediosa en cuanto a lo que el derecho de huelga se refiere, vayamos a lo mundano.

Define la Real Academia Española de la lengua, en adelante RAE, que la huelga es la «interrupción colectiva de la actividad laboral por parte de los trabajadores con el fin de reivindicar ciertas condiciones o manifestar una protesta».

Quedan por tanto ya definidos incluso a un nivel no jurídico ciertos conceptos y cierta condición de la huelga, que resultan; interrupción de la actividad laboral, por parte de trabajadores, para reivindicar condiciones (laborales) o incluso, manifestar protesta por dichas condiciones (laborales).

Y también contempla la RAE el concepto de huelga revolucionaria, lo que sería la huelga política, y la define como «huelga que responde a propósitos de subversión política, más que a reivindicaciones de carácter económico o social».

En esta segunda acepción falta el elemento o la condición laboral que sí recoge la primera.

Y esto enlaza con lo que son los motivos principales de la convocatoria de huelga por la organización vinculada a VOX para saber si la misma encaja o no en esta segunda acepción, habida cuenta del carácter no laboral de la principal motivación («riesgo de ruptura de la patria por los enemigos declarados de España»).

Todo ello teniendo en cuenta que acto seguido y en el propio manifiesto, desplieguen una batería de supuestos efectos laborales derivados del riesgo de ruptura de la patria”, que nadie ha anunciado ni contemplado, y que resultan según consta en el propio manifiesto, y por citar algunos: «Expolio fiscal, congelación de salarios y congelación de pensiones, incremento del paro, desaparición de la negociación colectiva a nivel nacional», entre otros. Por cierto, esto último relativo a la desaparición de la negociación colectiva puede servir para ver si realmente existe un interés o no de la organización en cuanto a la defensa de intereses de los trabajadores, lo cual tiene relevancia habida cuenta de la necesaria motivación laboral de la huelga general, con independencia de lo que es el ámbito de implantación y el porcentaje de representación de los trabajadores que pueda ostentar Solidaridad, que es otra de las cuestiones a determinar.

A partir de aquí, y ya con estos conceptos definidos, en los que ya asoman parte de los argumentos que se detallan a continuación, nos podemos meter ya en materia jurídica, y dar respuesta al “oiga, la huelga, sea política o laboral, la podremos convocar y hacer igual, ¿no?”

Y esa respuesta, desde el punto de vista legal, debe ser negativa, ni por según quien la convoca, ni por el motivo.

Bajemos ya al “barro” jurídico laboral. ¿Dónde se regula el derecho de huelga? Principalmente, tres son los textos donde mirar, o cuatro, si atendemos también a la Ley Orgánica 11/1985 de 2 de agosto de Libertad Sindical.

El primero, Real Decreto-ley 17/1977, de 4 de marzo, sobre relaciones de trabajo, cuya última actualización es de 25 de abril de 1981 (nada más y nada menos). Pero, pese a la antigüedad de la norma, si algo está más o menos bien, ¿para qué tocarlo? Pues eso. No toquemos el Real Decreto-Ley 17/1977, que se rompe.

Su artículo 11 dispone la huelga es ilegal: «a) Cuando se inicie o se sostenga por motivos políticos o con cualquier otra finalidad ajena al interés profesional de los trabajadores afectados».  

El segundo de los textos, la Constitución Española, en su artículo 28.2 dispone que  «se reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses».

Nótese a partir de estos dos textos:

  1. De quién es el derecho de huelga, y
  2. Qué motivación puede y debe tener la misma.

Forman algo que, de tan sencillo, parece que no ofrece dudas. Y es que solo los trabajadores tienen reconocido el derecho de huelga, y solo caben por tanto finalidades de la misma que no sean ajenas al interés profesional de estos mismos trabajadores.

¿Tan fácil? Pues parece que no. Y aquí llegamos al tercero de los textos, la Sentencia de 8 de abril de 1981 del Tribunal Constitucional, en recurso de Inconstitucionalidad 192/1980, que vino declarar la inconstitucionalidad de determinados preceptos del anterior Real Decreto-ley citado, y mantuvo igualmente la validez del resto.

¿Qué venía a decir esta sentencia? Dispuso que:

  1. La titularidad del derecho de huelga corresponde a los trabajadores y organizaciones sindicales con implantación en el ámbito laboral de la huelga.
  2. Los objetivos de la huelga constituyen el núcleo (junto con la legitimación indicada en el anterior punto) del régimen jurídico de la huelga general.

iii. Respecto el carácter político de la misma, y citando a Federico Durán Lopez respecto la sentencia del TC referida: «la huelga puede tener por objeto reivindicar mejoras en las condiciones económicas o, en general, en las condiciones de trabajo, y puede suponer también una protesta con repercusión en otras esferas o ámbitos».

¿Qué conclusiones se extraen de dichos hitos? Por partes.

  1. ¿Cabe que Solidaridad convoque la huelga? Hay que determinar primero si Solidaridad es un verdadero sindicato. No tiene implantación y no efectúa labor relativa a la negociación colectiva. Si salvase dicha duda, y si es realmente una organización sindical, seguramente sí tenga esa legitimación, pese a su escasa o nula implantación en el ámbito laboral al que se extiende la huelga (que no consta) dado que la respuesta de los juzgados y tribunales a esta legitimación no puede ser restrictiva, habida cuenta del derecho en juego. Véase, por ejemplo, Sentencia del Tribunal Supremo de fecha 15 de enero de 2020, donde consideró la legitimación del sindicato INTERSINDICAL-CSC, con un 0,488% de representatividad en el ámbito territorial del Sindicato, indicando en la propia sentencia que la facultad de convocatoria de huelga corresponde a las organizaciones sindicales, siendo suficiente con que tengan implantación en el ámbito laboral al que la huelga se extienda.

¿Tiene implantación Solidaridad en el ámbito laboral de referencia (no suficiente, simplemente implantación que es lo que viene a decir la sentencia citada)? Ahí está la clave que determinará su legitimación.

  1. Respecto a los fines lícitos o ilícitos de la huelga, recapitulando, el art. 11 del Real Decreto Ley citado disponía que la huelga era ilegal cuando tuviese motivos ajenos al interés profesional de los trabajadores afectados.

¿Qué propone realmente Solidaridad? ¿Constituye fraude de ley dirigido a salvar la prohibición del artículo 11 del Real Decreto-ley 17/1977, la oposición a las medidas laborales que nadie ha anunciado, cuando además algunas son rotundamente falsas?

A la vista de su propio manifiesto, el motivo principal es el riesgo de ruptura de la patria por los enemigos declarados de España”. E incluso, a la vista de sus propios simpatizantes, que a través de RRSS manifiestan al respecto “mala fecha. Es el Black Friday y muchos negocios están esperando ese día para que aumenten las ventas, ese día perjudica al pequeño empresario” (y esto resulta una tónica general), queda claro que el aspecto laboral relativo al trabajador parece que no es el relevante, ni para el convocante, ni para su público, cuya preocupación es que la huelga perjudique al pequeño empresario. Lo que es relevante, por tanto, es que no se rompa España”. Lo relativo a derechos de los trabajadores que alega el sindicato puede resultar un añadido a los efectos de salvar la motivación de la misma, habida cuenta de que nadie ha propuesto o anunciado dichas medidas.

Vamos a ver un ejemplo concreto de reivindicación laboral del manifiesto. «Desaparición de la negociación colectiva a nivel nacional, permitiendo que los convenios colectivos autonómicos se superpongan a los nacionales en algunas comunidades autónomas». Respecto esto, y siguiendo con el ejemplo, el acuerdo alcanzado entre el PSOE y el PNV respecto la prelación de convenios contempla la modificación del art. 84 del Estatuto de los Trabajadores, disponiendo que en el ámbito de una comunidad autónoma, los sindicatos y las asociaciones empresariales podrán negociar convenios colectivos y acuerdos interprofesionales que tendrán prioridad aplicativa sobre cualquier otro convenio sectorial o acuerdo de ámbito estatal, siempre que su regulación resulte más favorable para las personas trabajadoras que la fijada en los convenios o acuerdos estatales.

Es decir, ¿se está oponiendo Solidaridad a que un Convenio de ámbito inferior al estatal mejore las condiciones de los trabajadores? No puede constituir motivación laboral la oposición en tal sentido, porque no puede ser perjudicial para un trabajador el que un convenio de ámbito inferior al estatal mejore sus condiciones laborales. Por lo que, sin existir esa motivación real y adecuada en el plano laboral, no puede salvarse el requisito de que la huelga obedezca a motivos laborales.

En conclusión, Solidaridad ha convocado, con dudosa legitimación para ello en sentido estricto y jurídico, una huelga con una motivación claramente política, y puede que ajena al ámbito o sin el suficiente contenido laboral. A la espera de la repercusión o éxito real que pueda tener la huelga a la vista del número de reivindicaciones laborales reales que constan en el manifiesto de la misma, podrá determinarse si nos hallamos ante una huelga ilegal conforme a lo previsto en la legislación española.

 

29 de noviembre | Club de Debate con Pablo de Lora

En una nueva edición de nuestro Club de Debate, estaremos conversando con Rafael Jiménez Asensio sobre su libro El legado de Galdós, una obra que indaga en la idea que Benito Pérez Galdós tiene de España, de su política y sus actores principales.

Entrevista a Martin Loughlin

Siguiendo el precedente de nuestra entrevista a Adrian Vermeule con ocasión de la publicación de su libro “Common Good Constitutionalism” (aquí y aquí), en esta ocasión entrevistamos en Hay Derecho a otro destacado constitucionalista con una orientación ideológica muy diferente, pero también preocupado por el deterioro de nuestras democracias a la hora de perseguir intereses generales y por el auge del populismo.  Hablamos de Martin Loughlin (Profesor de Derecho Público y de Ciencia Política en la LSE) y de su provocador “Against Constitutionalism” (Harvard University Press, 2022).

Loughlin ha sido calificado como “quizás el teórico de Derecho público más destacado del Reino Unido” (aquí) y en el libro anteriormente citado somete a una fundamentada y contundente crítica la concepción hoy dominante sobre el papel de las constituciones en nuestras democracias, convertida casi en una ideología o religión civil, que ha terminado por producir una aberrante forma de gobierno que amenaza con eliminar la deliberación y la decisión democrática.

No podemos negar que en la actualidad la mayor parte de las cuestiones sociales controvertidas terminan siendo decididas en última instancia por los tribunales con referencia a valores y principios consagrados en el texto constitucional. Al fin y al cabo, en un Estado total como el actual, que no solo garantiza derechos formales sino también materiales y que tiene una presencia absoluta en todas las esferas de la vida social, todos los conflictos sociales que se suscitan, tanto horizontales entre ciudadanos como verticales con el Estado, acaban transformándose en conflictos jurídicos remitidos a la decisión de los tribunales y, en última instancia, del correspondiente Tribunal Constitucional. Es casi inevitable que su decisión inapelable se acepte como una confirmación cuasi religiosa que zanja la cuestión blindándola del alcance de la revisión democrática. Lo justo y lo constitucional pasan a convertirse así en términos sinónimos. El consiguiente malestar explica el gran componente de desafección ciudadana con la actual forma de gobierno que se vislumbra hoy en nuestros países.

La preocupación fundamental del autor es que tal deriva dificulta llevar a cabo políticas de progreso, pero lo cierto es que su crítica del constitucionalismo transciende de esta perspectiva hasta convertir en aberrante cualquier forma de gobierno que funciones con arreglo a estos parámetros, no solo conservadora, sino supuestamente progresista. Especialmente cuando la partitocracia de turno captura los órganos judiciales superiores para ponerlos a su servicio, desvirtuando completamente el sentido de estos términos, como estamos viendo hoy en la política española. El sentimiento de desafección alcanza así a las instituciones claves del Estado, que de instrumentos que deberían representar lo común pasan, por su deslegitimación, a convertirse en fulminantes de la polarización.

 

Reproducimos a continuación la entrevista con el profesor Martin Loughlin:

 

Se suele definir el constitucionalismo como una doctrina donde la autoridad gubernamental se basa en leyes y está limitada por estas, enfatizando la prevención del gobierno arbitrario. Sin embargo, usted lo define como una ideología y una teoría sobreponderante relacionada con la construcción del Estado, que se ha convertido rápidamente en la filosofía de gobierno contemporánea más influyente en el mundo. ¿Podría explicarnos esta perspectiva y la distinción que establece?

Mi principal motivación para escribir Contra el Constitucionalismo [Against Constitutionalism] fue una creciente sensación de frustración ante el hecho de que el constitucionalismo está muy de moda e invariablemente se considera con una connotación positiva, pero nunca se define con precisión. La definición ‘común’ que usted proporciona entra en esa categoría. Es tan útil como decir que un ecologista es alguien que expresa cierta preocupación general por el estado del medio ambiente. Esto es insatisfactorio precisamente porque, en todo el mundo, los regímenes políticos se están reordenando ahora bajo la influencia de esta ideología del constitucionalismo. Se emplea invariablemente como un “término celebratorio”: todos tenemos que estar a favor del constitucionalismo, pero principalmente porque es un término abstracto —de hecho, bastante vacuo— que se puede infundir con los valores liberales que se desee. Para comprender el significado de estos cambios en las prácticas de gobierno, se necesita una mayor precisión en el uso del lenguaje.

Si queremos explicar lo que sucede, se requiere una explicación más precisa de lo que ocurre cuando a un sustantivo como ‘constitución’ se le asigna este sufijo específico. Como el idealismo y el materialismo en filosofía, el impresionismo y el cubismo en arte, y el liberalismo y el socialismo en política, el sufijo intenta transmitir un conjunto de valores y principios que algún grupo acepta como representación de sus creencias fundamentales sobre lo que es bueno en moral, estética o política. El ‘ismo’ convierte un sustantivo en una ideología. Por tanto, mi principal objetivo era examinar qué implica la ideología del constitucionalismo y elaborar esa explicación con más detalle que lo que han hecho otros que emplean el término.

 

En su libro, usted diferencia entre democracia constitucional y constitucionalismo, afirmando que este último puede degenerar en una forma de gobierno aberrante que amenaza a la primera, en parte debido a que incentiva el populismo. ¿Podría ilustrarnos sobre cómo se manifiesta esta aberración e identificar qué elementos considera esenciales para preservar una democracia constitucional auténtica?

En primer lugar, es importante establecer que no existe una ‘verdadera’ democracia constitucional. Las democracias constitucionales varían considerablemente en su estructura institucional. Lo que tienen en común es simplemente la aceptación de la necesidad de conservar abiertos una pluralidad de lugares de deliberación, toma de decisiones y rendición de cuentas.

 En el libro explico esto por la vía de observar que los gobiernos obtienen legitimidad de dos fuentes principales: la primera, adhiriéndose a una constitución que ‘nosotros, el pueblo’, hemos autorizado; y la segunda, adoptando una constitución que protege los derechos básicos. Pero, ¿cuál tiene prioridad? Los demócratas dirían que la primera, los liberales que la segunda. La característica distintiva de la democracia constitucional es que reconoce que estas dos reivindicaciones no pueden reconciliarse, sino que sólo pueden ser objeto de negociación pragmática. Es decir, el desacuerdo y la deliberación sobre la importancia relativa de estos dos principios permanecen abiertos a negociación política continua. Esto sugiere como mínimo que hay limitaciones estructurales en el grado en que estas cuestiones pueden ser resueltas legítimamente por el poder judicial. Sin embargo, la resolución de esta tensión es precisamente lo que promueve la ideología del constitucionalismo. Trata la constitución no solo como un marco de gobierno, sino como la encarnación de los valores del régimen y asume que la judicatura es la mejor equipada para desarrollar esos valores y determinar sus prioridades relativas.

Las democracias constitucionales son regímenes variables, con fundamentos ideológicos diversos que se basan en particularidades culturales e históricas. En contraste, el constitucionalismo se erige como una ideología universal, que hoy pretende reordenar las prácticas diversas de las democracias constitucionales de acuerdo con su plantilla universal.

 

Sugiere que habitamos en una era del constitucionalismo, aunque éste se desvía del entendimiento clásico. Propone que, con la llegada de la segunda fase de la modernidad, la constitución cumple un doble papel: no solo regulando el sistema de gobierno sino también representando simbólicamente a la sociedad, evolucionando hacia una forma de religión civil.

 

Las constituciones establecen el marco del gobierno y comúnmente expresan los derechos básicos que los gobiernos deben respetar. En este sentido, desempeñan una función importante. No obstante, bajo la influencia de esta ideología del constitucionalismo, las constituciones se están convirtiendo en algo que ciertamente no son: esto es, en expresiones simbólicas de la identidad política colectiva del régimen.

 En la concepción clásica, el constitucionalismo expresaba una filosofía que abogaba por un gobierno limitado, a través de doctrinas como la separación de poderes y el estado de derecho. Sin embargo, ya hacia mediados del siglo XX, era ampliamente reconocido que esta comprensión clásica tenía una relevancia marginal frente a los desafíos contemporáneos. El gobierno moderno requería respuestas gubernamentales más decisivas de las que el constitucionalismo podía permitir. En este mundo de gobierno total, en el cual casi no hay ningún aspecto de la vida en el que el gobierno no tenga algún interés, el constitucionalismo se había convertido en una filosofía de gobernanza anacrónica.

 Sorprendentemente, esta situación ha cambiado ahora: se asume que el constitucionalismo tiene la clave para encontrar soluciones. Este cambio dramático exige una explicación, pero rara vez se ha proporcionado.

 En el libro ofrezco una explicación señalando la emergencia de una segunda fase de la modernidad. Aquí, sin embargo, debe destacarse que, desde 1989, se han adoptado constituciones nuevas a un ritmo sin precedentes, y que tanto en los regímenes constitucionales nuevos como en los consolidados, el estatus de la constitución en la vida política nacional se ha visto enormemente fortalecido. Esto se expresa en la expansión dramática en el alcance de la justicia constitucional. En todo el mundo, los jueces ahora revisan cuestiones de política pública que hace una generación atrás se asumía que excedían de su competencia. Impulsada por el estatus realzado de los derechos individuales, la revisión judicial se extiende ahora a disputas que afectan aspectos fundamentales de la identidad colectiva y el carácter nacional. En muchas partes del mundo, el tribunal constitucional se ha convertido en la institución clave para resolver las disputas políticas más controversiales del régimen.

 Estos eventos señalan el triunfo de la ideología del constitucionalismo. Pero también muestran hasta qué punto su carácter ha sido transformado. El constitucionalismo ya no se concibe según su imagen clásica como un conjunto de técnicas para limitar el gobierno y proteger los derechos establecidos. Más que una técnica para implantar la concepción del gobierno limitado, el constitucionalismo ha pasado a ser un vehículo para la promoción de la buena sociedad que vendrá. Y de la misma manera que en un mundo de gobierno total se puede politizar cada aspecto de la vida social, bajo una constitución total se puede constitucionalizar cada aspecto de la vida social.

 Bajo la constitución total, los derechos siguen ofreciendo garantías contra la acción gubernamental, pero además proveen los medios para constitucionalizar todas las disputas gubernamentales por la vía de establecer estándares normativos comprehensivos para su resolución. En esta nueva era del constitucionalismo, en consecuencia, la función instrumental de la constitución, que asegura que los poderes del gobierno estarán limitados a los prescritos por el texto, queda disminuida, y la función simbólica, que presenta a la constitución como la expresión simbólica de los valores del régimen, queda fortalecida. De ahora en adelante la constitución ya no puede ser interpretada simplemente como texto; ahora se asume que constituye la manifestación simbólica de la identidad colectiva.

En esta era totalizadora, las funciones instrumentales y simbólicas de la constitución sólo pueden ser reconciliadas a través del del desarrollo por la judicatura de una nueva concepción del derecho, un tipo de superlegalidad descontextualizada, abstracta y ahistórica. Bajo la constitución total, todo poder público emana de la constitución y está condicionado por ella. Sin embargo, por ‘constitución’ ya no nos referimos a un sistema de reglas autorizado por ‘el pueblo’, sino a un conjunto de principios abstractos que expresan los valores del orden social. Una vez roto el vínculo con el pueblo que adoptó el texto, la constitución se concibe como un orden de valores que evoluciona a medida que cambian las condiciones sociales.

 La concepción moderna del derecho como un sistema de normas jurídicas positivas continúa ejerciendo una función reguladora, pero ahora está subordinada a una nueva especie de derecho que le da forma al régimen en su totalidad. Mientras el derecho ordinario —es decir, la legislación— es un producto de la voluntad, la superlegalidad evoluciona mediante una elaboración de la racionalidad de esta constitución invisible. Toda acción gubernamental, incluida la legislación, se encuentra sujeta a revisión judicial de acuerdo con la razón constitucional.

Gobernar según la ley ya no significa únicamente hacerlo conforme a normas formales promulgadas independientemente. Significa gobernar en concordancia con principios de legalidad abstractos, cuya elaboración depende más del juicio político que del legal. El Estado de derecho ya no sólo exige conformidad con las normas; requiere de un juicio sobre si es posible conciliar los principios jurídicos de libertad e igualdad con las demandas políticas de necesidad y seguridad. La legalidad constitucional comporta un método de razonamiento que fusiona la racionalidad jurídica y la política.

Esto supone nada menos que un cambio revolucionario en el pensamiento constitucional. La base de la forma moderna de pensar las constituciones, en la que la soberanía popular se expresa mediante la atribución de poderes de gobierno a través de un documento autorizado por ‘nosotros, el pueblo’, ha quedado desplazada. Queda remplazada por un concepto de constitucionalismo que se presenta como un marco conceptual comprehensivo que establece las condiciones de la acción gubernamental legítima, tanto a nivel nacional como internacional. La autoridad constitucional depende de la adhesión a una concepción de la razón universal articulada en los principios abstractos de legalidad, racionalidad, debido proceso, proporcionalidad y subsidiariedad. Este cambio de paradigma reemplaza un sistema estatal de autoridad por un esquema cosmopolita de estatalidad abierta y gobernanza multinivel.

 

Usted destaca el debate de la época de Weimar entre Kelsen y Schmitt sobre el papel del tribunal constitucional como guardián de la constitución. Aunque las visiones de Kelsen predominaron en gran medida, usted apunta que las advertencias de Schmitt resultaron ser premonitorias. ¿Podría esclarecer el núcleo de este debate y los riesgos específicos que Schmitt anticipó?

El debate tiene ahora principalmente una importancia histórica. Es significativo porque vemos a Kelsen argumentar que, en la era moderna, el tribunal debe actuar como el guardián de la constitución. Esto se explica porque para Kelsen el derecho es un sistema de normas, cuya norma suprema es la constitución y el Estado no es más que la otra cara de ese orden jurídico. En contraste, para Schmitt, las disputas legales implican conflictos de intereses materiales; la constitución no es esencialmente el texto, sino la expresión de un orden político concreto, y el Estado es la unidad política de un pueblo. Kelsen afirmaba, lógicamente dadas sus premisas, que el tribunal debe actuar como guardián del orden normativo. Schmitt, por su parte, sostenía que el Estado y su constitución no son simplemente un orden normativo; sino un orden político y como tal requiere de alguna entidad con poder político para proteger dicho orden.

El normativismo de Kelsen sustenta una buena parte del pensamiento constitucionalista contemporáneo, pero Schmitt ciertamente tenía razón al observar que el tribunal constitucional ejerce una jurisdicción política. El riesgo que identificó es que, al sobrecargar al tribunal con esta tarea, lo ponemos en riesgo. Si un tribunal permanece dentro de los límites de la razón jurídica, puede ciertamente servir a la democracia constitucional. Si actúa de acuerdo con los preceptos del constitucionalismo y hace valer su autoridad, establece una estructura que restringe la democracia en nombre del liberalismo. Y si llega a ser percibido como una institución que toma decisiones que son esencialmente políticas, no solo pierde su propia autoridad, sino que además socava la del régimen.

 

Dado el tránsito hacia la segunda fase de la modernidad, el Estado adopta más roles en defensa del Estado de bienestar, conllevando a una juridificación inevitable de la vida social. ¿Es ineludible una tendencia hacia el constitucionalismo? ¿Podemos armonizar la democracia constitucional con el Estado de bienestar sin caer en el constitucionalismo?

No acepto del todo la premisa de esta pregunta. Durante el siglo XX, vemos la emergencia del ‘Estado total’, a menudo debido a que asumía el carácter de un Estado del bienestar. Pero en la década de 1970, muchos argumentaban que estas responsabilidades del bienestar estaban creando un gobierno sobreburocratizado, imponiendo una carga fiscal insostenible y que provocarían una crisis de legitimación en la que, como sostenía Habermas, el sistema político no estaba generando suficiente capacidad de resolución de problemas para garantizar su propia existencia continuada. La emergencia de la segunda fase de la modernidad se asocia con una serie de cambios sociales y económicos después de la década de 1970 que alteraron radicalmente las condiciones del gobierno constitucional. Durante esta fase, se desmantelaron o restringieron muchas de las instituciones colectivas de la vida moderna mediante la privatización, la introducción de disciplinas de mercado en la prestación de servicios públicos y el fortalecimiento de sistemas individualizados de rendición de cuentas. Concedo que durante este periodo se ha intensificado la juridificación de la vida social, pero esto, me parece, forma parte de un proceso de desmantelamiento o reestructuración y no, desde luego, una defensa del Estado del bienestar.

Durante este proceso el constitucionalismo se rejuvenece al volverse reflexivo. La constitución se reinterpreta desde la perspectiva de los derechos individuales en vez de desde la de los poderes institucionales, el foco de la acción se desplaza de las legislaturas a los tribunales, y emerge el concepto de ‘constitución total’, con el que se reimagina la constitución según principios universales como la racionalidad, la proporcionalidad y la subsidiariedad. Esto, sostengo, es impulsado principalmente por el neoliberalismo, un movimiento que tiende a exacerbar crecientes desigualdades en las economías avanzadas.

Estas son fuerzas poderosas. ¿Es posible resistirlas? ¿Pueden las democracias constitucionales proteger el Estado de bienestar sin sucumbir al constitucionalismo? No me considero especialmente capacitado para responder a esta pregunta. Ciertamente existen regímenes, como los de los países nórdicos, que a pesar de tensiones palpables, han mantenido elementos fundamentales del Estado del bienestar y no se han entregado al constitucionalismo. Pero en esta cuestión, simplemente adoptaría la frase del teórico brasileño-estadounidense Roberto Unger y destacaría los peligros de presuponer una ‘necesidad falsa’.

 

El profesor Hirschl sostiene que la constitucionalización de los derechos está influenciada por las élites políticas salvaguardando sus preferencias políticas, las élites económicas defendiendo sistemas de mercado y las élites judiciales aumentando su influencia. ¿Está usted de acuerdo? Además, ¿podría la tendencia de los políticos a eludir cuestiones polémicas pasando la responsabilidad al poder judicial fomentar esta dinámica? ¿Se está produciendo una difuminación entre lo que es justo y lo que es constitucional como resultado de estas estrategias políticas?

Ciertamente estaría de acuerdo en que la constitucionalización está ‘influenciada’ por esos factores, pero no estoy seguro de que la teoría de las élites ofrezca todas las respuestas. Asimismo, estoy de acuerdo en que los cambios estructurales en curso son tales que la constitucionalización no se puede explicar únicamente como una ‘apropiación de poder’ por parte de los jueces. En cuanto a la última pregunta, sobre la difuminación entre justicia y constitucionalidad, el punto esencial que intento desarrollar en el libro es que no deberíamos buscar en la constitución nuestros ideales colectivos de justicia. Su propósito fundamental es proveer un marco de gobierno a través del cual se puedan negociar los desacuerdos políticos acerca de lo que implica la justicia social. El constitucionalismo, en contraste, busca convertir la constitución en un medio por el cual el poder judicial obtiene la autoridad para decidir lo que la justicia constitucional exige.

 

Usted sostiene que la ausencia de un método interpretativo claro puede transformar a los jueces de guardianes en gobernantes de la constitución. Este cambio, junto con el papel cada vez más prominente de los tribunales en asuntos políticos, parece erosionar su legitimidad. ¿Podría elaborar más sobre esto? Además, ¿ve un riesgo paralelo de que los jueces sean cooptados por políticos, como se ha visto en países como Estados Unidos, Polonia, España, etc., poniendo en peligro así la separación de poderes y el Estado de derecho?

Este problema no surge simplemente por la falta de un método interpretativo dotado de autoridad como tal. Surge ante todo porque, bajo la influencia de la ideología del constitucionalismo, la gente recurre a la constitución, y específicamente a los jueces en tanto guardianes de la constitución, para resolver las principales preguntas que atañen a la identidad política colectiva. Recurrimos a los tribunales para determinar los asuntos de política pública más controversiales que anteriormente pensábamos que estaban más allá de su competencia. Y ya que los jueces deben fallar sobre materias para las cuales las técnicas tradicionales de razonamiento jurídico ofrecen poca orientación, la revisión constitucional se convierte en una jurisdicción inherentemente política.

Este problema ha alcanzado un punto crítico en Estados Unidos. Una Corte Suprema que ahora cuenta con una mayoría asegurada que le permite revertir sentencias de orientación liberal de décadas anteriores es percibida como desconectada de la opinión mayoritaria en numerosas cuestiones. Esto, como usted señala, amenaza con minar la legitimidad de la Corte.

En otros lugares, las dinámicas políticas son diferentes. En algunos regímenes poscomunistas de Europa Central y Oriental, por ejemplo, sus recién establecidos tribunales constitucionales adoptaron una agenda de derechos liberales que parecía no estar en sintonía con quienes tenían control de las ramas políticas del Estado. En Hungría y Polonia en particular, estas tensiones han desencadenado una contrarreacción, resultando en reformas al poder judicial que amenazan gravemente su independencia. Se percibe que la democracia constitucional está en peligro, aunque no se admite a menudo que estas reformas recientes también podrían interpretarse como respuestas a la manera en que los poderes judiciales de estas democracias recién establecidas han adoptado la ideología del constitucionalismo.

 

Usted refiere a la crítica que Norberto Bobbio realizó en 1980, donde resaltaba la erosión de los valores democráticos a causa de la expansiva influencia de un estado corporativo que funciona mediante métodos encubiertos, eludiendo así la supervisión democrática y la rendición de cuentas. Aunque mucho ha cambiado desde entonces, algunos ven en el constitucionalismo un medio para regular este ‘poder invisible’. No obstante, usted sostiene que, a pesar de las ventajas potenciales de la constitucionalización, finalmente legitima un sistema que ya no está impulsado ni controlado por la ciudadanía. ¿Podría explicar más sobre esta perspectiva?

No acepto la pretensión de que el constitucionalismo sea un medio eficaz para controlar estas nuevas formas de poder invisible. A veces, puede parecerlo cuando se mira desde un enfoque exclusivamente interno, especialmente cuando el régimen abraza la retórica del constitucionalismo aspiracional. Pero esto sería pasar por alto las dinámicas de poder implicadas en la globalización económica. Los cambios introducidos en esta segunda fase de la modernidad consolidan un proyecto neoliberal dominante que pretende consolidar un orden económico mundial aislado de interferencias políticas. Este proyecto impulsa un nuevo tipo de ‘poder invisible’, que se manifiesta en lo que comúnmente se llama el Consenso de Washington —el Banco Mundial, el FMI, los bancos regionales de desarrollo— y que actualmente permea en instituciones supranacionales como la Unión Europea. El giro reflexivo que se ha dado en respuesta ante estos cambios se materializa principalmente en lo que yo llamo ordo-constitucionalismo. El ordo-constitucionalismo propugna un esquema de instituciones de múltiples capas que promueve la estatalidad abierta, la libre circulación de bienes, servicios, mano de obra y capital, y los derechos cosmopolitas asociados. Y, crucialmente, suplanta la función legitimadora que el ‘nosotros, el pueblo’, desempeña en el orden constitucional moderno. El ordo-constitucionalismo sirve para legitimar los nuevos tipos de poder invisible que ahora están remodelando el mundo.

 

 

¿Por qué lo llaman “Consejo General del Poder Judicial en funciones”, cuando quieren decir sexo?

Nada es lo que parece, …

Somos protagonistas de un desarrollo exponencial del Estado de Derecho y, uno de sus preocupantes efectos es el ingente y desmedido “poder” que los jueces y magistrados (de cualquier poder judicial en el mundo actual) van atesorando. Poder, que también crece sin parar, como lógica consecuencia, en manos de los vocales del Consejo General del Poder Judicial (órgano de nombramientos discrecionales del poder judicial, art. 560 LOPJ y órgano de gobierno del mismo) y, de los magistrados del Tribunal Constitucional (máximo intérprete de la Constitución española, art. 1 LOTC).

Estos días hemos conocido la reciente sentencia del Tribunal constitucional STC 128/2023, de 2 de octubre (BOE, núm. 261, 1 noviembre 2023) en el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por diputados del Grupo parlamentario Vox respecto a la Ley orgánica 4/2021, de 29 de marzo por la que se modifica la LOPJ 6/1985, de 1 julio y se establece un nuevo régimen jurídico para la figura del denominado “Consejo general del poder judicial en funciones”. El fallo declara (en 44 páginas de sentencia) la plena constitucionalidad de la norma, habiendo sido ponente la magistrada Mª Luisa Balaguer Callejón y presenta, además, un voto particular discrepante de la fundamentación y del fallo (en 28 páginas) firmado por cuatro magistrados.

La pertinente, muy bien construida e hiperbólicamente documentada (se citan un muy considerable volumen de sentencias del TEDH y del TJUE, así como abundantes preceptos de soft law de entidades y organismos internacionales) argumentación jurídica de ambas partes (sentencia y voto particular) expone diversos argumentos sobre los que me detendré.

El contexto de este fallo del TC es sencillo de explicar. Desde noviembre de 2018 el CGPJ agotó su mandato de cinco años (art. 122.3 CE) y, desde entonces, pervive desatendiendo el poder-deber ex constitutione de su renovación establecida como: prescripción constitucional (STC 191/2016, FJ 8b) y como límite al legislador orgánico en su libre disponibilidad de regulación de este órgano constitucional. Lo que sí ha hecho tal legislador orgánico es crear en 2021 (LO 4/2021) un nuevo régimen para el “CGPJ en funciones” privando al mismo de la competencia de nombramientos discrecionales, de la posibilidad de nombrar al presidente del Tribunal Supremo y de la posibilidad de interponer conflictos competenciales de atribuciones entre órganos constitucionales (art. 59.1 c LOTC).

Pero si, inicialmente, también se le privaba del nombramiento de los dos magistrados del TC (art. 560.3 LOPJ), la nueva Ley orgánica 8/2022, de 27 julio, ante la inminente reforma del tercio de magistrados del TC (dos por el gobierno y dos por el CGPJ, art. 159.1 CE) que afectaban al Consejo, devolvió a éste tal competencia. Una devolución de competencia (vía nueva ley orgánica) a un órgano que seguía caducado pues nada había cambiado. Lo cierto era que había que nombrar además de dos magistrados propuestos por el CGPJ, otros dos propuestos por el Gobierno.

Elegiré diversos argumentos del fallo a mi juicio, determinantes y, dejaré plena libertad al lector para que decida (sólo faltaba…) dónde encuentra claras (o tímidas) muestras de amor y dónde estamos ante escenas de otro tipo…

La desnaturalización del Consejo en el nuevo régimen del órgano en funciones, privado de ciertas competencias, ¿cabe dentro de las prescripciones constitucionales del art. 122 CE o rompe las mismas según el voto particular?

El fallo señala que el nuevo régimen sí cabe dentro del margen que el legislador orgánico tiene dentro del respeto de la Constitución y del contenido material y formal definido por el bloque de constitucionalidad (STC 238/2012, FJ 8) por lo que no opera tal desnaturalización en ningún caso. Pero el voto particular entiende que la sustracción de las competencias (esenciales) referidas, le priva de su función vital como garante de la independencia judicial (de manera individual y de modo institucional). La legitimidad de un órgano constitucional, en un sistema democrático implica una estricta observancia de la Constitución, esto es cumplir con un mandato de cinco años y una dimensión dinámica de la legitimidad por cuanto observancia de la legalidad, que permite modificar el régimen de competencias del órgano, de manera coyuntural para dar respuesta a una grave “anomalía institucional” que sin duda no es más que un incumplimiento constitucional.

En el año 2013, la ley orgánica (LO 4/2013, de 28 de junio) ya introdujo la figura del Consejo en funciones explicando en su Exposición de Motivos que se justificaba en una indeseada situación de bloqueo y/o de prórroga del mandato demasiado larga. En esta ley se creó, además, por primera vez, la posibilidad de una renovación parcial del Consejo para evitar el bloqueo, permitiendo así su renovación a trozos (10 vocales), esto es, de los propuestos y votados por una sola de las dos cámaras legislativas. En aquel momento, basta consultar los datos, la cámara alta tenía mayoría absoluta lo que quizá pudo resultar decisivo.

Hoy, el fundamento jurídico cuarto de la sentencia que comentamos, (“…no siendo inconcebible algún sistema de renovación del órgano por partes…” STC 191/2016, FFJJ 7b y 8ª) ha generado un gran revuelo doctrinal hasta el punto de que el propio TC se ha visto obligado a publicar una nota de prensa (nota informativa nº 83/2023) en la que advertía de que el Tribunal no se había pronunciado sobre la renovación del Consejo en su fallo sino sólo sobre la constitucionalidad de la ley orgánica de 2021. Queridos justiciables, no piensen ustedes lo que yo no he dicho de modo expreso.

Entre tanta anormalidad institucional y tanta respuesta legal a la misma, la única certeza es la prescripción constitucional de un mandato de cinco años incumplido.

El argumento de auctoritas de estar del lado de Europa (a través de sus organismos internacionales y de la jurisprudencia de sus tribunales) así como de sus recomendaciones, aparece en la sentencia como arma arrojadiza tanto de quien cree enarbolar la bandera de la independencia judicial desde los fundamentos jurídicos del fallo, como desde las razones esgrimidas en el voto particular también a favor de aquélla. Una foto muy codiciada, la de portar todas las bendiciones de Europa siendo el valedor exclusivo de la independencia judicial. La vemos también en la declaración institucional del caducado CGPJ (6 de noviembre 2023). Un Consejo que hace una lectura (más que forzada) del art. 561.1. 8º de la LOPJ (se someterán a informe anteproyectos de ley o disposiciones generales…) ¿Encontrando tal vez su razón de ser en otra anomalía institucional? Bonito y útil palabro, que siga creciendo el Estado de Derecho.

El daño que se produce al Poder Judicial, la merma y déficits de magistrados que no son nombrados, la saturación de la administración de justicia, el descrédito de un presidente del Tribunal Supremo no nombrado por el Consejo, etc., se expresan de manera clara en la sentencia y en los votos particulares.

Pero terminamos con una de esas escenas, que a nuestro juicio, por sugerente, podría ayudar a entender este relato de un órgano constitucional con un volumen indecente de episodios y no sólo en una única temporada.

Dice el voto particular (punto 3, b, i)): “…aunque en este supuesto (refiriéndose a la LO 8/2022) de “devolución” de funciones no puede pasar desapercibido que la renovación parcial de este tribunal que estaba pendiente en ese momento correspondía al tercio compuesto por dos magistrados nombrados a propuesta del Gobierno y otros dos magistrados nombrados a propuesta del CGPJ por lo que era necesario que el consejo designase los dos magistrados que le correspondía, simplemente para que el gobierno pudiera a su vez designar a los dos suyos…”

Los ciudadanos y justiciables no tenemos más remedio que preguntarnos, ¿quiénes son los suyos? Y, a sensu contrario, ¿quiénes son entonces los nuestros?

La importancia de no fraccionar la AEAT: Una reflexión personal sobre el aspecto financiero de los acuerdos de investidura

En estos últimos días estamos asistiendo desde el patio de butacas de nuestra sociedad a un espectáculo representado en un escenario que proyecta la versión más triste de España. 

La obra se organiza en varios actos que reproducen escenas en las que los actores se separan en dos grandes bloques: por una parte, están los actores que conocen bien el papel que interpretan y que, por lo tanto, siguen al pie de la letra lo escrito por el creador porque son leales y fieles al papel original. 

Por otra parte, se encuentran el resto de actores que pretenden hacer una obra nueva, con un guion inventado, que poco o nada tiene que ver con la que el autor ha escrito. Las razones de esta desviación son diversas: su actuación, piensan en su foro interno, es demasiado brillante como para ponerla a la altura de aquellos que pretenden seguir lo que el literato ha dejado por escrito. Su originalidad supera con creces la del resto de los actores y su soberbia nubla su entendimiento de tal manera que, al final de la representación el patio de butacas emite conjuntamente carcajadas y llantos ante el lamentable espectáculo que allí se está ofreciendo. 

Pues bien, como si de una obra de teatro mal representada se tratara, en España estamos asistiendo en estos últimos tiempos a una triste exhibición que elimina todo atisbo de razón, dejando paso libre al atropello.  

El atropello al que quiero referirme para explicar cómo terminará esta obra si la actuación sigue adelante, tal como parece que se va a producir si ningún apagón de luces de escena lo impide, se centra en la separación, y en las consecuencias que dicha separación conlleva desde el punto de vista financiero, de una de las regiones que forma parte de la unidad nacional que es España. 

La llamada “cuota de la solidaridad” (absolutamente insolidaria), demandada por un sector de la política fuertemente conservador y que desea la separación de una parte de nuestra nación, de hacerse realidad, implicaría un paso atrás en el sistema de financiación de las 15 comunidades autónomas a las que se aplica el llamado “régimen común” y la conculcación de los principios tributarios fundamentales sobre los que se asienta nuestro actual sistema tributario español: generalidad, capacidad económica, igualdad, eficiencia y justicia tributarias se verán pisoteadas a cambio de unos pocos votos. 

La aplicación del sistema tributario en este territorio, hasta ahora encomendada en sus grandes figuras tributarias a la Administración General del Estado, se dividirá y quedará en manos exclusivas de la administración de esa región, quedando fraccionada y probablemente herida de muerte la Agencia tributaria que desempeña una labor importantísima de servicio a nuestros ciudadanos. Los inspectores de Hacienda somos plenamente conscientes de las consecuencias que todo esto implicará en materia de gestión y recaudación de impuestos, de comprobación y de lucha contra el fraude fiscal y de la función que tiene este organismo como eje vertebrador de determinadas ayudas sociales del Estado. 

La Agencia tributaria se asienta en tres grandes principios que cabe recordar de vez en cuando para no olvidar el importante papel que desempeña en nuestra sociedad: 

En primer lugar, la Agencia tributaria es la caja única que gestiona los impuestos más importantes del Estado (IRPF, IVA, IS) y tiene encomendada la gestión y el control de las retenciones y de los pagos fraccionados, por lo que en caso de dividirse los más afectados serán, sin duda alguna, los ciudadanos, que verán, entre otras cosas, retrasadas sus devoluciones en estos impuestos.  

En segundo lugar, la Agencia tributaria dispone de una magnífica y bien organizada base de datos única que, de romperse, provocaría problemas gravísimos a la hora de poder realizar las actuaciones de comprobación investigación que tiene encomendadas este organismo en la lucha contra el fraude. Sería del todo ineficiente actuar con varias bases de datos a las cuáles habría que solicitar la información pertinente, con lo que ello conlleva en materia de retrasos y de conocimiento de la realidad de las operaciones y falta de transparencia, en última instancia, en las actividades que se están investigando. 

En tercer lugar, esa lucha contra el fraude fiscal se verá gravemente dificultada. Estamos hartos de escuchar cómo nuestros políticos se enorgullecen de las altas cifras que se logran año a año en este ámbito y, sabiendo lo importante que es ser eficaz y actuar con una unidad de criterio, ¿Vamos a permitir que haya una fragmentación absolutamente infundada del órgano que logra todos estos éxitos? ¿en qué lugar queda la justicia tributaria?

Pero, además de todo lo anterior, no podemos olvidar que la Agencia tributaria también gestiona eficazmente otro tipo de prestaciones, ajenas al ámbito tributario, pero de gran relevancia para la economía y la sociedad, como son la deducciones en el IRPF, como las ayudas para las madres trabajadoras, las destinadas a las familias numerosas, o la gestión del mínimo vital que perciben determinados ciudadanos, las cuales han demandado para su aplicación de la estructura organizativa de la AEAT y de su capacidad de atención en toda España.

Así, de llevarse a la realidad todo lo que parece que se está demandando en este ámbito, se estarán traspasado unas líneas rojas que acabarán, sin duda alguna, generando desigualdades entre todos los españoles quienes vivirán entre lamentos y sollozos, una situación que difícilmente podrá revertirse. 

Resulta paradójico que en un mundo caracterizado por la globalización, la interdependencia y la universalización e integración de todos los aspectos de la vida del ser humano, tengamos que observar cómo un pequeño grupo de personas busca la diferenciación pero sin ánimo de pretender el enriquecimiento cultural, histórico o lingüístico que conlleva la belleza que representa la diversidad en la unidad, sino el enriquecimiento exclusivamente en lo económico, a costa de otras personas que, sin  haber sido consultadas (¿es eso democracia?), lo pagarán bien caro. 

Decía Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote (1914): “Yo aspiro a poner paz entre mis hombres interiores y los empujó hacia la colaboración”. 

Pues bien, el desenlace final de esta obra que estamos contemplando desde el patio de butacas de nuestra vida política de estos días, no parece que vaya a terminar con la paz y la colaboración que, entre españoles de bien, nuestra histórica y gran nación se merece. 

 

Ley de Amnistía: el juez español y la UE

1.- ¿Cuestión prejudicial europea o cuestión de inconstitucionalidad?

Si la ley de amnistía llega a aprobarse con el texto de la proposición presentada recientemente por el PSOE, los jueces que estén instruyendo causas contra imputados por el procés catalán tendrán que tomar una decisión, a instancia de parte o de oficio, tanto respecto de la continuación o archivo de la causa, como respecto de las órdenes de busca que estén en vigor, o, en su caso, de las prisiones preventivas que existan acordadas -aunque no conocemos que haya ninguna-.

Sin embargo, antes de tomar esa decisión, el juez instructor puede decidir plantear bien una cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional, bien  una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre la adecuación de la ley, respectivamente, a la Constitución o al Derecho europeo. Considero que en el supuesto que tenemos entre manos la segunda posibilidad sería la más acertada.

En primer lugar, porque la Ley va a ser objeto, sin duda, de recursos de inconstitucionalidad, de modo que el TC tendrá ya la oportunidad de pronunciarse por esa vía.

En segundo lugar, porque el TC -aunque a mi juicio sin justificación suficiente- ha rechazado la posibilidad de presentar a la vez una cuestión de inconstitucionalidad y una prejudicial europea (autos 183 y 185/2016, de 15 de noviembre), de modo que hay que optar, y hay que elegir bien. En cualquier caso, en el supuesto de que el TJUE desestimase la cuestión prejudicial, el juez español podría todavía, entonces, plantear la de inconstitucionalidad, de modo que nada se pierde con anticipar la de más probable éxito.

Y, en tercer lugar, porque es a mi juicio improbable que el TC abordase uno de los aspectos más escandalosos de la futura ley, algo que todos saben, tanto sus autores, como sus destinatarios, como el público en general, a saber: que encierra una monstruosa desviación de poder, presentando como su motivo de existir la voluntad de pacificación social, cuando en realidad se aprueba para conseguir el voto de siete diputados. En este caso no es necesario que ningún niño diga que el emperador está desnudo, pues las partes pudendas están bien a la vista desde el principio para todos, el primero el propio emperador. Sin embargo, y pese a lo evidente y escandaloso del caso, veo difícil que el TC fuese a entrar en semejante cuestión, que reclamaría confrontar lo que se dice, con frío cinismo, en la Exposición de Motivos, con manifestaciones anteriores de miembros del Gobierno en sede parlamentaria y extraparlamentaria. Lo probable es que el TC se vistiese de esa “impasibilidad” judicial, a la que se refería con sorna el gran Alejandro Nieto, recientemente fallecido, y se negase a entrar ese espinoso debate sobre la desviación de poder del legislador. Sin embargo, no es descartable en absoluto que el TJUE, no revestido, a diferencia del TC, de ningún temor reverencial por el legislador español, sí llegue a tener en consideración dicha desviación de poder flagrante y evidente si se le presenta bien argumentada, cosa que no es difícil, pues, como decimos, está a la vista de todos.

2.- El punto de conexión europeo.

Para plantear una cuestión prejudicial europea no basta con que una ley española no nos guste, y ni siquiera basta que la ley sea contraria a principios esenciales recogidos en normas europeas del máximo nivel. Hace falta que haya una conexión europea que catalice la posibilidad de acudir al TJUE. Esto es una sana regla que impide que la UE imponga a los Estados principios, valores o políticas más allá de lo que estrictamente se considera de interés europeo por una u otra razón.

La proposición de ley de amnistía perdona, entre otros, delitos de malversación de caudales públicos. En esta materia hay unas obligaciones mínimas derivadas de la  DIRECTIVA (UE) 2017/1371 (Directiva PIF), y puede plantearse si la amnistía de delitos de este tipo vulnera dicha Directiva. Ahora bien, para valorar tal cuestión es imprescindible tener en cuenta que la Directiva, aunque impone exigencias mínimas sobre el delito de malversación, no lo hace en abstracto o en general, sino, siempre, para la protección de los “intereses financieros de la Unión”, que se definen en el artículo 1 como los ligados al presupuesto de la Unión. De modo que si obliga a mínimos sobre estos delitos es porque esos delitos pueden afectar a los fondos europeos entregados al Estado.

En el mismo sentido, el Reglamento (UE, Euratom) 2020/2092 del Parlamento Europeo y del Consejo de 16 de diciembre de 2020 sobre un régimen general de condicionalidad para la protección del presupuesto de la Unión, establece el principio de “condicionalidad”, según el cual, para proteger el Presupuesto de la UE, la entrega de fondos debe ir condicionada al respeto a unos standards mínimos del Estado perceptor en materia de Estado de Derecho, sin los cuales tales fondos peligrarían. Repárese, de nuevo, en que no se pretende la exigencia de estándares de Estado de Derecho “porque sí”, ni para proteger los fondos de los Estados, sino para proteger los fondos de la Unión.

En este punto debe tenerse en cuenta que el artículo 2.e de la proposición de ley excluye de la amnistía “Los delitos que afectaran a los intereses financieros de la Unión Europea”. A primera vista pudiera pensarse que con esto está todo solucionado a nivel europeo: si en la instrucción de la causa aparece que fueron malversados fondos europeos, el caso no queda cubierto por la amnistía, y por tanto los fondos no peligran. Y si no aparece, los fondos tampoco peligran, porque no hay fondos implicados. La ley sería, por tanto, impecable. Estaríamos ante una ley coyuntural, no estructural, y que mira al pasado, no al futuro, y ello haría posible discriminar el efecto para los fondos de la UE respecto del efecto para fondos nacionales, frente a leyes estructurales que relajasen el castigo de la malversación y que pondrían en riesgo, por definición, todos los fondos para el futuro, también los europeos. En efecto, en las reformas legales que afectan estructuralmente al Estado de Derecho, y en particular a la organización judicial, el punto de conexión se da siempre, porque el juez nacional es siempre, también, un juez comunitario que tiene que aplicar el Derecho de la Unión, y por ello su régimen de independencia es siempre de la incumbencia de la Unión (STJUE 19 de noviembre de 2019, asunto C-624/18 y de 2 de marzo de 2021, asunto C-824-18); y, en relación con la cuestión de la malversación, porque será el juez que proteja los fondos, también los europeos, frente a aquella. Pero en una ley de amnistía, coyuntural y hacia el pasado, podría pensarse que las cosas son distintas.

Sería esta, sin embargo, una conclusión errónea.

Las finalidades del Derecho penal son la prevención especial y la prevención general del delito. En el caso hipotético de que los delitos del procés no hubieran afectado concretamente a fondos europeos, ello podría hacer admisible la amnistía, desde una perspectiva europea, desde el  punto de vista de la prevención especial; pero seguiría siendo inadmisible desde el punto de vista de la prevención general, pues se estaría enviando el mensaje de que los delitos  de malversación pueden ser perdonados por razones de interés político coyuntural, poniendo en peligro para el futuro todos los fondos públicos, también los europeos. Máxime cuando los encausados ni siquiera manifiestan arrepentimiento sino que, por el contrario, amenazan con volver a malversar caudales.

De este modo una ley de apariencia coyuntural y hacia el pasado tiene un indudable efecto estructural y hacia el futuro, en realidad propio de toda norma penal según la doctrina más clásica sobre las finalidades de prevención, especial y general, de dichas normas.

De este modo la conexión europea de la norma, en cuanto al delito de malversación, resulta a mi juicio innegable, sin que pueda simplificarse  el problema a base de discernir si en este caso se malversaron o no, en concreto, fondos europeos.

3.- Los motivos de la cuestión.

Una vez que la conexión europea está fijada en la protección de los fondos europeos, se abre el campo para que el juez cuestione la ley ante el TJUE por múltiples motivos.

Por un lado, se está vulnerando la Directiva PIF, cuyo artículo 4.3 establece que “Los Estados miembros adoptarán las medidas necesarias para garantizar que la malversación, cuando se cometa intencionadamente, constituya una infracción penal”. Si se amnistía la malversación se está eliminando su consideración como infracción penal, aunque sea para un ámbito temporal y personal limitado y concreto y por tanto se infringe la Directiva.

Por otro, el art. 2 del Tratado de la Unión Europea establece que la Unión se funda, entre otros, en el valor del Estado de Derecho y la justicia, los cuales aparecen comprometidos por una norma que impide a los tribunales enjuiciar estos delitos, norma acordada, precisamente, por los partidos a los que tales políticos pertenecen.

El art. 20 de la Carta de Derechos Fundamentales de los ciudadanos de la UE establece por su parte la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos, gravemente comprometida por una medida de privilegio. En este punto, el juez debería mostrar al TJUE cómo las argumentaciones de la exposición de motivos de la ley, que de ser ciertas podrían -en pura hipótesis- justificar un trato desigual, no son sino un cínico trampantojo. Para ello sería necesario mostrar lo que en sede parlamentaria, y en otras sedes, manifestaron reiteradamente miembros del Gobierno cuando no necesitaban los votos del partido independentista, y el brusco o cambio de criterio una vez fueron necesarios para alcanzar el poder.  Se tratará, si se aprueba, de una ley especial adoptada por razones espúreas, una ley singular y desviada. Ya los revolucionarios franceses dijeron que no es posible excepcionar la ley general en casos singulares por medio de una lex singularis, sino solo modificarla mediante otra ley general, para evitar la arbitrariedad; lo que a nivel reglamentario conocemos como principio de inderogabilidad singular de los reglamentos. Ya en 1789 se proclamó en aquel benemérito frontón próximo a Versalles que “La Ley es la expresión de la voluntad general. Debe ser la misma para todos, tanto para proteger, como para sancionar”.

4.- Los delitos de terrorismo.

El art. 2.c de la proposición excluye de la aplicación de la futura ley “Los actos tipificados como delitos de terrorismo castigados en el Capítulo VII del Título XXII del Libro II del Código Penal siempre y cuando haya recaído sentencia firme y hayan consistido en la comisión de alguna de las conductas descritas en el artículo 3 de la Directiva (UE) 2017/541 del Parlamento Europeo y del Consejo de 15 de marzo de 2017”.

A contrario sensu, sí están incluidos estos delitos cuando aún no hubiera recaído sentencia o esta no fuera firme.

Esta cuestión del terrorismo posee un punto de conexión directo con la normativa europea, derivado, precisamente, de la Directiva que se cita en la norma, y que exige que esos delitos se tipifiquen como delito sin más requisitos de vinculación europea concreta. Como ya hemos dicho antes, si se amnistía el delito, se está eliminando su consideración como infracción penal, por mucho que sea para un ámbito delimitado.

Junto a ello, hay una vulneración del principio de igualdad, pues ningún sentido tiene, fuera del de estar buscando el beneficio de una persona concreta, no amnistiar el delito si hay sentencia firme y amnistiarlo en otro caso, pues el delito es el mismo e idéntico, y el mismo interés europeo hay en que las sentencias firmes se cumplan como en que se sentencie a quien haya cometido el delito.

5.- Las medidas cautelares y las órdenes de busca.

El art. 4 de la proposición de ley dice:

  1. El órgano judicial competente ordenará la inmediata puesta en libertad de las personas beneficiadas por la amnistía que se hallaran en prisión.

(…)

  1. Quedarán sin efecto las órdenes de busca y captura e ingreso en prisión de las personas a las que resulte de aplicación esta amnistía, así como las órdenes nacionales, europeas e internacionales de detención.
  2. La entrada en vigor de esta ley implicará el inmediato alzamiento de las medidas cautelares que hubieran sido adoptadas respecto de acciones u omisiones amnistiadas en relación con las personas beneficiadas por la amnistía(…).

En todo caso, se alzarán las citadas medidas cautelares incluso cuando tenga lugar el planteamiento de un recurso o una cuestión de inconstitucionalidad contra la presente ley o alguna de sus disposiciones”.

Estas normas son palmariamente contrarias a la cláusula del Estado de Derecho del art. 2 del Tratado de Funcionamiento, en su vertiente de división de poderes e independencia judicial, al suponer una orden singular del legislativo (no una ley, con su carácter de norma general) respecto de la forma en que los tribunales deben tramitar un procedimiento por afectar a determinadas personas.

6.- Las  sentencias del TJUE que cita la Exposición de Motivos de la proposición de Ley.

La Exposición de Motivos se las ve y se las desea para encontrar alguna declaración del TJUE que pueda servirle de apoyo. Ante esta imposibilidad, opta por realizar una mera recopilación de sentencias en las que la palabra amnistía aparezca mencionada, vengan o no al caso. Y no vienen, en absoluto. La exposición acaba citando las sentencias de 29 de abril de 2021, asunto C‑665/20 PPU, y de 17 de junio de 2021, asunto C-203/20. Magro resultado para tanto esfuerzo pesquero, ya que se trata de sentencias que no tienen relevancia ninguna, fuera de demostrar que las amnistías existen en el mundo. En ninguna  de ellas se discutía sobre la legalidad de una amnistía, sino sobre aspectos accesorios relativos a la ejecución de una orden de detención europea o sobre si es lícita la revocación de una amnistía por una ley posterior desde el punto de vista de ejecutar la orden de detención (que sí lo es). En ningún caso, por otro lado, se refieren a amnistías de delitos de malversación hechas por los políticos a sí mismos.

En cuanto a la sentencia del TEDH, que se cita, tenemos otro tanto de lo mismo. La sentencia Margus contra  Croacia se limita a decir que en Derecho Internacional tienden a considerarse inadmisibles las amnistías cuando se trate de gravísimos delitos contra las personas, como el asesinato de  civiles y la lesión de niños, lo cual nada nos dice sobre nuestro asunto, afortunadamente. Si algo nos dice la sentencia, en cualquier caso, es que el TEDH no está seguro de que la amnistía sea admisible, cuando razona: “Incluso si se aceptara que las amnistías son posibles cuando existen algunas circunstancias particulares, como un proceso de reconciliación…”; luego el TEDH no se llega a pronunciar sobre si sería aceptable la amnistía ni siquiera en tales circunstancias, pues lo plantea como mera hipótesis de trabajo. Al margen siempre, por supuesto, de que, como es sabido por todos, semejantes circunstancias de reconciliación no son la razón de la presente amnistía.

7.- El efecto del planteamiento de la cuestión prejudicial respecto de la aplicación de la ley.

El planteamiento de la cuestión daría lugar a la suspensión del curso de la causa judicial. Ya hemos visto que, para cerrar cualquier grieta, la proposición de  ley, en un exceso palmario, dice a los jueces cuáles serán en tal caso los efectos sobre las medidas cautelares o de búsqueda adoptadas.

Pero una cosa es el efecto sobre la casusa judicial y otro muy diferente el efecto sobre la propia ley. En cuanto a este punto, es claro que, en principio, el planteamiento de la cuestión no deja la aplicación de la ley en suspenso (art. 278 Tratado de Funcionamiento UE). Pero debe de tenerse presente que ha sido en materia de protección del Estado de Derecho donde el TJUE, por primera vez en su historia, acordó la suspensión cautelar de una ley nacional, mientras se tramitaba un recurso de la Comisión relativo a la legislación polaca (Auto de 8 de abril de 2020, asunto C-791/19).  El TJUE invocó el artículo 160.3 del Reglamento de Procedimiento y analizó los clásicos requisitos del fumus  boni iuris, periculum in mora y ponderación de intereses en juego, acordando la medida al amparo del art. 279 del tratado de Funcionamiento de la UE.

No es claro que la posición del juez al plantear la cuestión y la de la Comisión al ejercitar la acción sea idéntica en este aspecto, ni que el primero esté legitimado para solicitar las medidas. Es lo cierto que el art. 279 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea es muy amplio en su redacción, pero no lo es menos que el art. 160.2 del Reglamento de Procedimiento del TJUE limita la posibilidad de petición a “las partes”, sin que pueda defenderse que el juez que plantea la cuestión sea una parte. No obstante, nunca se sabe en qué forma puede evolucionar la doctrina de un tribunal, de modo que tal vez no fuera inaudita la sugerencia de la posibilidad de suspensión por parte del  juez que plantease la cuestión, incluso para que el testigo fuese recogido, en su caso, por personas que van a intervenir de oficio en el litigio realizando observaciones, como la Comisión o las partes del procedimiento principal (art. 96 del Reglamento de Procedimiento del TJUE). No obstante, la cuestión resulta bastante dudosa.

Igualmente, el juez deberá recordar al plantear la cuestión que puede solicitar del TJUE la tramitación de urgencia (art. 107 del Reglamento de Procedimiento del TJUE).

8.- En conclusión.

El Juez de instrucción español que, en su caso, deba llegar a aplicar la ley de amnistía, tiene fundamento sobrado para plantear tanto una cuestión de inconstitucionalidad ante el TC como una prejudicial europea ante el TJUE. A mi juicio, el conjunto de elementos concurrentes aconsejaría la segunda opción, sin perjuicio de una futura cuestión de inconstitucionalidad en caso de que fuese desestimada la prejudicial europea. Para el planteamiento de la cuestión prejudicial europea es necesario encontrar un punto de conexión europeo, de modo que es importante que el juez encuentre y razone dicho punto. A este respecto entiendo que la cuestión de si, en concreto, en los delitos amnistiados se malversaron fondos europeos, o no, resulta a estos efectos indiferente, pues el punto de conexión no es otro que el peligro que supone para todos los fondos públicos, incluidos los europeos, desde el punto de vista de la prevención general, el hecho de que se admita la posibilidad de que los políticos puedan amnistiarse a sí mismos la malversación de caudales. Una vez hallado, de esta forma, el punto de conexión, deben ponerse sobre la mesa todas las vulneraciones que la ley supone, y que van referidas a la cláusula del Estado de Derecho, especialmente en su vertiente de la separación de poderes, y al principio de igualdad. El juez podrá pedir la tramitación urgente y tal  vez sugerir la adopción de medidas cautelares por el TJUE sobre la vigencia y aplicación de la ley.