La sentencia ‘in voce’ civil como medida de agilización procesal
Una sentencia in voce es una sentencia oral. Nuestra Ley de Enjuiciamiento civil reconoce la oportunidad de dictar resoluciones orales, pero la reserva para las decisiones distintas a las sentencias que se dictan en el curso de los actos orales. Las sentencias deben escribirse sin excepción y además deben ser claras, precisas y congruentes. Nuestra ley procesal civil nació con la oralidad como seña de identidad: en los juicios verbales, por la transcendencia de la vista; en el ordinario, por la importancia tras las alegaciones iniciales escritas de la audiencia previa y el juicio. Era -y es- una garantía para lograr la inmediación judicial y la concentración de trámites; también, para la agilidad del procedimiento.
Con el paso del tiempo, el binomio oralidad-agilidad ha palidecido. Se da una situación curiosa, provocada por las últimas reformas procesales en el orden civil: la escritura, como medio de agilización, se impone a la oralidad. Un ejemplo: el juicio verbal –destinado a ventilar las reclamaciones de cuantía menor o de cognición más limitada- debería de llamarse juicio escrito, porque parece que la mejor forma de tramitarlo es evitando la celebración de la vista. No por una práctica indeseada, sino por voluntad del legislador.
El moderno aprecio por la escritura parece que pudo ceder –en un determinado momento- cuando se presentó y tramitó en el Congreso de Diputados el Proyecto de Ley de medidas de eficiencia procesal del servicio público de Justicia (PLMEP), cuyo artículo 20, apartado 35, modificaba la LEC 1/2000, de 7 de enero, art. 210, precisamente para incorporar un medio formalmente novedoso de resolución civil: el dictado de sentencias in voce u orales.
El propósito era atrevido. En mi opinión, con los debidos límites, aceptable.
Las bases –expresadas ahora de forma muy general- eran las siguientes: ( i ) limitar la sentencia oral al ámbito del juicio verbal cuando las partes intervengan con abogado; ( ii) dictarla en la misma vista como conclusión del acto en presencia de las partes; ( iii ) la expresión por el juez, a tenor de las pretensiones y pruebas practicadas, de los hechos que hayan resultado probados, y, a continuación, las razones y fundamentos de la decisión con expresión de las normas jurídicas aplicables; ( iv ) el ajuste del fallo a las previsiones clásicas para la exigencia escrita ( art. 209. 4ª LEC), expresando si es o no firme y los recursos que procedan; ( v ) la declaración de firmeza en el acto si todas las partes estuvieran presentes y expresaran su voluntad de no recurrir; en otro caso, el plazo para recurrir –pero solo cuando sea posible interponer recurso de apelación, es decir, por encima de 3.000 euros de cuantía procesal- comenzaría cuando a la parte se le notifique la sentencia mediante el traslado del soporte audiovisual que la haya registrado y el testimonio del texto redactado de la sentencia.
Realmente, la idea no era novedosa. Con independencia de las propuestas doctrinales, el Consejo General del Poder Judicial aprobó un Plan de Choque para la Administración de Justicia tras el estado de alarma que incluía como medida el dictado de las sentencias orales en la jurisdicción civil. E incluso existe un precedente normativo en el orden civil: el Real Decreto-ley 16/2020, de 28 de abril, de Medidas Procesales y Organizativas para hacer frente al Covid 19 en el ámbito de la Administración de Justicia -al que siguió la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, con el mismo título y objeto- en cuyo art. 5.7 preveía el dictado de sentencias orales en el procedimiento especial y sumario en materia de familia contemplado en su artículo 3, documentándose con expresión del fallo y una sucinta motivación.
Sin embargo, el Real Decreto-ley 6/2023, de 19 de diciembre, destinado a impulsar algunas medidas de agilización procesal omite su reconocimiento, como también omite otras necesidades sentidas.
Se cuestionará que una sentencia oral deja de ser reflexiva, que exige un esfuerzo de congruencia y motivación difícil de cumplir, y, en definitiva, que se corre el riesgo de banalizar una garantía procesal fundamental. Mi opinión es la contraria. Creo que merece la pena recuperar la idea y espero que se haga –mejorando, si cabe, la redacción- cuando se acometa una decidida y definitiva reforma legal de la agilización procesal. Confío en la preparación y la experiencia del juez español.
Hay perspectiva sociológica no desdeñable. La carrera judicial se está haciendo mayor -más de la mitad de los jueces en España, con cifras del año 2020, tenía más de 50 años- y las posibilidades de promoción, con carácter general, son muy limitadas. Por poner un ejemplo, a la Audiencia Provincial de Madrid, secciones civiles, todavía no han accedido jueces con más de treinta años de antigüedad. Jueces que desde entonces celebran juicios civiles por la mañana y redactan las sentencias por las tardes. Sentencias para las que, en la gran parte de las ocasiones, el juez ya ha deliberado consigo mismo tras la práctica de la prueba en juicio, posiblemente por su carácter repetitivo o por su falta de complejidad: juicios de reclamaciones por colisiones de tráfico de muy escasa cuantía, de reclamación de pago de suministros o de resarcimiento por la nulidad de una cláusula abusiva, con recurso generalmente vedado, pero que siguen empantanando los juzgados de primera instancia de nuestro país. Juicios para los que no existe siquiera –más allá de alguna materia concreta- un trámite extrajudicial de intento de composición previo a la vía judicial ( pero esto es otra cuestión). No estoy hablando, claro, de los casos difíciles ( ni menos de la discusión Hart-Dworking ), sino de los realmente fáciles compuestos por hechos caracterizados por su masificación y tratamiento legal y jurisprudencial conocido.
Me viene al recuerdo Calamandrei, que en su Elogio de los jueces escrito por un abogado revelaba un peligro: la pereza del juez sobrecargado, que le hacía superficial. Se revelaba contra ese mal admitiendo «a menudo una conciencia inevitable y excusable de la excesiva mole de trabajo que gravitaba sobre algunos magistrados».
A la realidad sociológica se añade la presencia de un elemento más inconsciente: un sesgo cognitivo. Queremos un juez Hércules, pero la necesidad de redactar innumerables sentencias que expresan una convicción sencilla, fundada en una discusión repetitiva en modo alguno compleja y sobre prueba muy limitada, allanan el camino a la fatiga cognitiva del juez, todavía más cuando separa –acuciado por el exceso- el tiempo de redacción del instante de celebración de la vista. El resultado no es inocuo: el ahorro cognitivo. Un sesgo inconsciente –aquí está el peligro- que lleva a una solución escasamente comprometida. Y el riesgo no está solo en ellos, está en su extensión: de los juicios sencillos a los complicados, del esfuerzo machacón por razonar sobre lo obvio al cansancio ya para afrontar lo complejo. Lo ha advertido Rodríguez Ramos: los sesgos incorporan juicios no reflexivos y responden a una tendencia a emitir conclusiones de forma precipitada, intuitiva, por medio de atajos que eluden agotar todos los estudios y verificaciones previas que requeriría una correcta concusión argumental.
Las cifras de aumento vertiginoso de la litigiosidad civil no ayudan, quizás por la proliferación en masa de los asuntos relativos a la protección del consumidor y la tensión entre la industrial del litigio y la falta de reparación temprana del empresario o profesional. Repárese en un dato: con cifras del año 2022, los asuntos civiles ingresados en nuestros juzgados alcanzaron la cifra de 2.809.693. En el año 2013 eran 1.670.305. A su pesar, 1.814,394 se resolvieron en el año 2013 y 2.637.463 en el año 2022. Con razón se habla de un servicio público de justicia sostenible.
Con señalar estas circunstancias no quiero perder el foco. Sé que, al final, el quid de la cuestión, el mayor recelo para permitir la opción por la sentencia oral, vendrá de las exigencias de la motivación. El miedo, como decía, a la decisión irreflexiva y escasamente motivada.
Asumo que el cumplimiento del principio de exhaustividad es un derecho del justiciable y un deber del juez. Pero no veo razón para concluir que solo es posible lograrlo mediante una sentencia escrita. No es menor el peligro de que la sentencia escrita se dilate por el exceso o que se camufle bajo la apariencia de exhaustividad por su extensión cuando lo que se hace es acarrear otras que poco añaden y mucho confunden, cuando lo determinante, sea la decisión escrita u oral, es que además de congruente, sea clara y precisa y exprese y explique – en este consiste la motivación- el proceso de razonamiento lógico judicial que le llevan a decidir en un u otro sentido y permita así su impugnación. El fundamento de la sentencia, más que en la ley, se encuentra en el criterio del juez que la aplica: la expresión del criterio es la motivación. El juez primero decide y luego razona o motiva.
Es cierto que una sentencia oral impone una exigencia motivación verbal y una inmediatez de juicio que en no pocas ocasiones serán fáciles de cumplir o requerirán de una técnica precisa. Por eso la ley debería permitir la opción, bajo unas condiciones generales, de su utilización; pero me niego a admitir que muchos de los supuestos que hoy en día adornan la vida laboral de los juicios civiles no sean abordables mediante este método de decisión. Diré más: escasos son los supuestos en que tras presenciar las pruebas de un procedimiento de escasa complejidad jurídica o probatoria el juez no haya formado por completo su convicción. Pero por desgracia la expresión de la decisión debe dilatarse para ser escrita. El resultado: demora, acumulación y fatiga.
En fin, creo que incorporar una forma de resolución oral de las sentencias agilizaría la tramitación procesal y evitaría molestias innecesarias sin descender la garantía de la motivación. Por eso me parecen razonables las bases incorporadas en el PLMEP: la expresión de los requisitos formales –y de documentación- y de fondo, la limitación de la sentencia oral a los supuestos en que intervengan abogados para asegurar la formación de la voluntad de las partes sobre su posición o la decisión o no de recurrir y la eventual limitación a procedimientos de escasa cuantía o de mínima complejidad –incluso, inicialmente, a los juicios verbales que no tienen recurso de apelación-.
José Arsuaga Cortázar es presidente de la Audiencia Provincial de Cantabria y miembro de la Sala de Gobierno del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) de Cantabria.