El dilema del deporte trans: competición justa o derechos humanos
- Lia Thomas ganó el campeonato universitario de EE.UU. Nació varón y compitió como nadador, llegando hasta el puesto 65º del ranking en la prueba de 500 yardas estilo libre. Comenzó su terapia hormonal tras la pubertad, pero no se sometió a cirugía de reasignación de sexo. Pasó a ser la nº 1 en la categoría femenina, cuando comenzó a competir como mujer; en las 200 yardas estilo libre, pasó del puesto 554 en hombres, al nº 5 en mujeres.
Hay muchas historias como la de Lia: mujeres trans que compiten en categorías femeninas destacando inmediatamente y superando a las mejores deportistas. Sobre este aspecto, la Ley 4/2023, la conocida como ley LGTBI, generó grandes expectativas. Fue muy aplaudida porque, por fin -se dijo-, se rompían los moldes sexo-genéricos y los estereotipos patriarcales que obligan a elegir una identidad binaria y a competir en la categoría correspondiente al sexo biológico. Nada más lejos de la realidad.
- La lex sportiva fomenta la competición justa como pilar básico de cualquier evento deportivo. La lucha contra el dopaje es el mejor ejemplo. La participación de las mujeres trans en competiciones deportivas está siendo criticada precisamente por quebrar ese principio. De hecho, no es casual que a las ventajas competitivas de las mujeres trans se las haya llegado a calificar como “dopaje inverso”.
El COI ha venido estableciendo los requisitos para que una persona pueda representar a su país en competiciones internacionales. Se denominan “criterios de elegibilidad”. Los cambios en estos criterios han ido en paralelo a la evolución en la esfera sociopolítica de las reivindicaciones de los colectivos LGTBI.
Las Directrices sobre elegibilidad del COI de 2003 se caracterizaron por, como se diría actualmente, asumir una percepción patológica del fenómeno trans. Exigían tres criterios cumulativos: 1º) Haber completado la cirugía de reasignación de sexo al menos dos años antes; 2º) Tener reconocimiento legal de dicho sexo; y 3º) Haber pasado una terapia hormonal durante un período de tiempo suficiente como para minimizar las ventajas relativas al género en la competición.
Las reivindicaciones de “despatologización” de las personas trans no tardaron en abrirse camino. El cambio de las Directrices de 2015 fue en esa dirección. Los criterios evolucionaron para respetar la autodeterminación personal -ya no se exigía reconocimiento legal del sexo, sino una declaración personal-. Se eliminó, además, la obligación de sometimiento a una cirugía de reasignación. Sí se mantuvo el sometimiento a una terapia hormonal. Ya no se aludía a periodos de tratamiento, pero sí se fijó un parámetro máximo de testosterona en sangre: menos de 10 nanomoles/litro (nmol/L). En cierto modo, se podía decir que los criterios de elegibilidad pretendían tener un barniz de objetivación basada en datos científicos. Es llamativo que no se tuviera en cuenta que las mujeres biológicas pueden tener una media de 0,12 a 1,79 nmol/L, y que un hombre puede tener entre 7,7 y 29,4 noml/L. Una mujer trans que cumpliera con el estándar oficial por encima de 1,79 nmol/L tendría una ventaja competitiva evidente. La ciencia parece verificar, además, que el hombre biológico que no se somete a un tratamiento hormonal antes de la pubertad mantiene una ventaja de por vida. Hay ventajas como la “memoria muscular” que no se corrigen ni con una hormonación prolongada. Se confirmaría algo intuitivo: los aspectos biológicos son determinantes y el género sentido no elimina las ventajas.
Los criterios de elegibilidad del COI siguieron evolucionando a la par que se fortalecían las demandas del colectivo trans. En 2021 se modificaron de nuevo. Se suprimieron los anteriores criterios y se estableció la competencia de las federaciones internacionales para determinar cuándo una deportista trans puede tener ventajas desproporcionadas sobre otras competidoras. Consecuencia: a partir de 2021 no cabría presumir ventaja competitiva alguna, trasladando la responsabilidad de su identificación a las federaciones deportivas.
La “patata caliente” que el COI deja a las federaciones abre varias alternativas: 1ª) Prohibir a las mujeres trans competir; esto es inaceptable para los colectivos trans, pues significaría dejarles fuera de la competencia deportiva según su género sentido; 2ª) Hacer un análisis deporte a deporte, prueba a prueba, e ir detectando ventajas competitivas; allí donde la fuerza, la potencia y la resistencia sean determinantes y, por ello, los hombres biológicos tuvieran una superioridad objetiva, se podría impedir o condicionar competir a las mujeres trans; el colectivo trans considera que esto les obligaría a tener que cumplir un “test de feminidad” que las degradaría como mujeres; 3ª) Crear nuevas categorías. Podrían ser categorías específicas para personas trans, o bien modificar las categorías tradicionales y organizar el deporte según niveles de testosterona; esto tampoco es aceptable para el colectivo, ya que sería una expresión de transfobia disimulada que entraña una segregación; o 4ª) Dejar que las mujeres trans compitan en la categoría libremente elegida. Ésta es la reivindicación del colectivo. A este respecto hacen algunas consideraciones que merece la pena exponer. Las mujeres trans entienden que esta discusión parte de un agravio comparativo: no se problematiza con hombres y mujeres biológicos con condiciones naturales extraordinarias que les hacen tener ventajas respecto del resto de competidores -ser zurdo en esgrima; tener una gran capacidad pulmonar en ciclismo; etc.- En fin, afirman, el foco sólo se pone en las ventajas de las mujeres trans. Y aquí se acude a otro argumento. Algunas mujeres biológicas, por razones naturales, tienen niveles de testosterona anormalmente altos -el caso de la sudafricana Semenya-, o bien nacen con un cromosoma XY -el caso de la española Patiño-. El colectivo rechaza la estigmatización de estas mujeres cuando son sometidas a las reglas antidopaje. El lema vendría a ser algo así: hay mujeres con condiciones naturales extraordinarias, incluyendo las mujeres biológicas y las mujeres trans con niveles altos de testosterona.
- A mi juicio, esta cuestión plantea un dilema entre dos enfoques: 1º) El enfoque de la competición justa y la evitación de ventajas competitivas; y 2º) El enfoque de los derechos humanos y, por tanto, del reconocimiento del derecho a la autodeterminación personal y, en consecuencia, del derecho a competir según el género sentido.
El primer enfoque creo que ya habría quedado claro. El segundo es el que está ganando peso. El TC y el TEDH vienen ampliando progresivamente el derecho fundamental a la autodeterminación personal como un derecho inherente a la dignidad de la persona. No es momento de desarrollar el estado de la cuestión, pero podría decirse que, si se confirmara en toda su extensión ese derecho en relación con las personas trans, sería evidente que podrían alegar discriminación por no poder competir con otras mujeres. Es más, si alguna federación incoara un expediente por incumplimiento de estándares medidos en nmol/L de testosterona en sangre, esa actuación podría ser calificada como denigrante para la dignidad de la mujer trans.
- Recordará el lector que toda esta digresión venía a colación de una afirmación que hice sobre la ley LGTBI. Dije entonces que la ley había generado unas expectativas sobre el derecho a competir según el género sentido que no se habrían cumplido. Y, añado ahora, esto se hizo, además, incurriendo en una contradicción jurídicamente reprochable.
Para comprender esta afirmación es imprescindible poner de relieve que la ley LGTBI asume decididamente el enfoque de los derechos humanos. El objetivo de la ley es desarrollar y garantizar los derechos de las personas de los colectivos LGTBI fundamentados en los arts. 10, 14 y 18.1 de la Constitución: dignidad de la persona, no discriminación e intimidad personal. Si éste es el enfoque general de la ley, no habría motivo para pensar que el legislador no fuera a ser coherente y mantener con todas las consecuencias esa misma determinación, también en el terreno deportivo.
Pues no es así. El art. 26.3 de la ley establece que en las competiciones deportivas “se estará a lo dispuesto en la normativa específica aplicable, nacional, autonómica e internacional, incluidas las normas de lucha contra el dopaje, que, de modo justificado y proporcionado, tengan por objeto evitar ventajas competitivas que puedan ser contrarias al principio de igualdad”. Síntesis: 1º) La ley “se lava las manos”, pues se remite a la normativa aplicable que, en el ámbito competitivo, será la internacional -actualmente habrá que estar a lo que establezcan las distintas federaciones-; 2º) Traiciona al enfoque de derechos humanos y asume el de competición justa con el fin de evitar “ventajas competitivas” contrarias al principio de igualdad; y 3º) Asume que los criterios a emplear para limitar que las mujeres trans compitan con mujeres biológicas deberán estar “justificados y ser proporcionados”; esto significa asumir límites basados en datos objetivos y, por ello, abrir la puerta a recuperar estándares probados científicamente.
Cabría preguntarse si el legislador podría haber hecho algo más. Partiendo de un enfoque de derechos, podría haber reconocido el derecho a competir de las mujeres trans en competiciones femeninas, al menos, en las competiciones nacionales, como ya pasa en algún país. Esto hubiera sido lo más coherente. Sucede que el legislador era consciente de que esto hubiera significado el fin del deporte femenino. Por ello, el legislador aviva una esperanza que apaga inmediatamente y genera la frustración lógica del colectivo.
Seamos realistas, guste o no, la solución pasa por compatibilizar los dos enfoques: 1º) Mantener la premisa de que nadie tiene derecho a competir; 2º) No sobreponer los derechos de las mujeres trans sobre el principio de competición justa para evitar la discriminación de las mujeres biológicas; 3º) Fijar parámetros validados científicamente que permitan fundamentar la inexistencia de ventajas; y 4º) Establecer mecanismos para que, caso a caso, se pueda demostrar la inexistencia de ventajas competitivas que abran el derecho a competir.
En fin, se trataría de compaginar el casuismo, según cada prueba deportiva y cada persona, con una validación basada en criterios científicos objetivos. No veo otra manera.
Jorge Agudo González es Catedrático de Derecho Administrativo de la UAM. Director del Centro de Estudios Urbanísticos, Territoriales y Ambientales “Pablo de Olavide”. Profesor invitado en universidades de Italia (Universidad Roma La Sapienza, Università degli Studi de Milán y Università degli Studi de Turín), Inglaterra (Center for Transnational Legal Studies de Londres y Universidad de Oxford Saint John’s College), Holanda (Universidades de Utrecht y Maastricht), así como de Suecia, Polonia, Colombia, México, Brasil, Chile, Perú y Argentina.
Agradezco al autor del artículo que aborde este tema cuya complejidad reside en la sensibilidad actual con respecto al tema del llamado “género” con la perspectiva de las Ciencias Sociales (no gramaticales ni taxonómicas, que al respecto parece haber poca duda, si bien sí cierta confusión entre el género “social” y el gramatical).
Comparto la solución con la que se concluye el artículo: la competición justa exige una decisión con las características propuestas por el autor. Es una solución pragmática ante la situación actual.
Voy a proponer otra, para que se valore por quien esto lea.
El autor expone que hay varias alternativas, a saber: “1ª) Prohibir a las mujeres trans competir…; 2ª) Hacer un análisis deporte a deporte, prueba a prueba, e ir detectando ventajas competitivas; …; 3ª) Crear nuevas categorías. …; o 4ª) Dejar que las mujeres trans compitan en la categoría libremente elegida.”.
Voy a proponer una quinta: en lugar de crear nuevas categorías consiste en suprimir las categorías por razón de sexo. Una única categoría para todo competidor deportivo. Por supuesto, alguien podrá considerar que no es una propuesta que tome en consideración una competición justa. Piénsese, no obstante, que tampoco lo es que un “hombre que se autodetermine mujer” compita con mujeres que lo son biológicas, desde su nacimiento. Por tanto, si tanta insistencia hay en participar en competiciones deportivas por los colectivos transexuales o transgénero, lo mejor es no tomar en consideración las diferencias biológicas.
Sería lo mismo que, por ejemplo, superar las pruebas físicas para ser bombero. ¿Hay que poner estándares diferentes para hombres y mujeres? La respuesta debería ser que no, puesto que las citadas pruebas están pensadas para el correcto desarrollo una función, por lo que quien las supere será el apto para dicha función, con independencia de sus condiciones biológicas. Si esto es así, ¿no deberíamos aplicar la misma lógica a las competiciones deportivas?
Por supuesto, tanto esta propuesta como la del autor del artículo parten de unas premisas determinadas: la necesidad de establecer, o no, diferencias en función de esa categoría social que se ha venido en llamar género. Si impugnamos la citada categoría, la situación, sin duda, se vuelva más simple. Y, sobre todo, mucho más justa. ¿Por qué más justa? Porque los seres humanos no tenemos género, por lo que introducir esta categoría, como característica humana, es contrario al uso de la razón, y, por ende, no debe incorporarse a ningún argumento para adoptar decisiones.
Observen que digo “género como característica de un individuo humano”. Lo quiero aclarar porque este concepto de género (con indiferencia que de la ONU lo acepte; no son dioses los delegados en la ONU, son sólo políticos, iguales a los del Congreso de los Diputados) es polisémico.
Originalmente el concepto género significaba las condiciones sociales y culturales que, en un determinado espacio y tiempo, se proyectaban sobre el sexo de las personas (mujeres y hombres) condicionando sus maneras de pensar y sus comportamientos, públicos y privados.
Stoller y Money, en los años 60 del pasado siglo, propusieron utilizar sexo para definir los rasgos fisiológicos y biológicos del ser humano hembra y macho, mientras que género era la construcción social de esas diferencias sexuales. Aunque yo no estoy de acuerdo con el vocablo utilizado, sí que lo estoy con la idea, puesto que las condiciones sociales y culturales conforman el marco en el que, en un tiempo y espacio, todos nos desarrollamos, por lo que no se despliegan únicamente sobre los sexos biológicos, sino sobre otros muchos aspectos (por ejemplo, la idea de clase social que utiliza Marx). De hecho, Marta Lamas (“Usos, dificultades y posibilidades de la categoría género”) ya advierte de la dificultad de trasladar la palabra “gender” de la lengua inglesa al “género” del español, porque las connotaciones lingüísticas son diferentes en ambas lenguas, y por lo tanto no tienen el mismo significado para hablantes de una y otra.
No obstante, aún admitiendo este vocablo de “género” para definir esas incidencias de factores sociales y culturales sobre el sexo, lo que no es de ninguna manera aceptable para la razón es el salto conceptual de definir el género como una característica de cada individuo (otra cosa es hablar de roles de género, que sí sería admisible, aunque discutible en cuanto a su terminología en lengua española, como señalo).
Dicho salto conceptual viene de la mano de una creencia, que es la llamada ideología queer, pero que yo traslado de ideología (que, aunque con reparos tratan de fundamentarse en la razón humana) a mera creencia (cuestión de fe, no de razón). Y las creencias no se pueden imponer a nadie. Al menos si pensamos que debemos vivir en una democracia.
Por tanto, no es posible que se hable de un derecho de autodeterminación de género en cuanto algo referido a un individuo. Porque si el género es un conjunto de circunstancias sociales y económicas, la citada autodeterminación es lo que venimos llamando, sin más, libertad. En efecto, todos tenemos libertad de elegir. Hasta ahí correcto. Ahora bien, yo puedo elegir ser un jugador de baloncesto, pero no lo seré si no tengo determinadas características. O bien puedo elegir ser alto, pero no lo seré si mido 1’75 metros. O ser un gran matemático sin que se me den bien los números. No tengo derecho ni a ser jugador de baloncesto, ni a ser alto, ni a ser matemático, sólo tengo la libertad de intentarlo. Pero un derecho supone obligaciones en los demás: ¿tienen los demás la obligación de reconocerme como jugador de baloncesto, alto o matemático? La razón me indica que no.
Por tanto, al no existir tal derecho, tampoco podemos hablar de lo que ahora se denomina derecho a la autodeterminación de género.
Dicho esto, concluyo ya, el problema de las competiciones deportivas, asunto del que trata el artículo comentado, lo hemos creado nosotros sobre la base de una creencia que se ha incorporado a las leyes. Algo que nunca debería haber sucedido porque está en contra de la razón y de la evidencia empírica.
De ahí mi propuesta: o bien mantenemos las competiciones deportivas divididas por sexos ( y también por otras características, como los juegos olímpicos para personas con discapacidades), o bien creamos sólo una categoría, y a ver qué sucede entonces.
Un cordial saludo.
Muchas gracias por tratar el tema. Comparto las conclusiones pero me gustaría introducir dos matices a la introducción.
1. El bulo Lia Thomas. Antes de su transición tenía el ranking 11 en todo el país en su mejor distancia y el 12 en 1000yd. Esto es fácilmente verificable. El proceso de transicionar no le permitió centrarse en competir y su ranking bajó.
Sobre el campeonato que cita, Lia ganó en una sola de las distancias en las que compitió, en las otras la batieron otras mujeres. Su marca ganadora fue 4:33:24. Este registro no está ni entre los 50 mejores y no le habría servido para ganar ni ser segunda en 6 de los últimos 9 campeonatos.
Si en esa carrera Brooke Forde, su principal adversaria, hubiera igualado su mejor marca, le habría sacado 1.9” a Lia.
Lia era ya una buena nadadora antes de transicionar.
2. El bulo de que hay “muchas” mujeres trans superando a las mejores. En España, últimos datos, hay más de 4 millones de federados y 6 de cada 10 practican deporte. No encontramos ni un solo caso. Este bulo sale de publicaciones de asociaciones antitrans. Existe la famosa lista “she won” que recoge casos desde 2018 en competiciones de todo tipo: infantiles, escolares, universitarias, populares, abiertas, inclusivas, reivindicativas, amateur y también profesionales. Han identificado 423 casos. Desde 2018 en todo el mundo se habrán realizado muchos millones de competiciones y sólo identifican 423 casos.
La diversidad biológica en nuestra especie genera muchas situaciones de desigualdad, escoger sólo una de ellas y usarla para excluir al colectivo más minoritario es tendencioso.
Tras estas matizaciones, me parece un artículo claro y necesario.
En muchos debates he defendido la posición de que se debería establecer unos parámetros objetivos y científicos y valorar cada caso antes de excluir a una persona en función de una generalización y agradezco que aquí, en un campo neutral, se haya llegado a la misma conclusión.
https://www.abc.es/deportes/dos-aplastantes-victorias-atleta-trans-carrera-femenina-20240506131123-nt.html
La solución es sencilla: suprimir el criterio de género en las competiciones. Por ejemplo: nada de separar competiciones de atletismo masculino y femenino. Todos juntos en la misma competición y que gane el mejor. Asunto resuelto.
Ils sont fous ces romains!.
Alfonso ha puesto el dedo en la llaga. Pero éste no es tiempo de razón, ni razones, sino de inquisición, populismo e hipócrita deificación del ser humano.